martes, 28 de agosto de 2018

El crimen de la modelo (Gabriel Zas)



La multitud de mujeres que había en ése momento en la filial argentina del instituto de modelos francés Belle, rebosaba la capacidad máxima permitida del lugar. Muchas de ellas se estaban inscribiendo por primera vez para rendir el examen de ingreso obligatorio para poder cumplir su sueño de desfilar en las pasarelas más importantes y prestigiosas tanto del país como del mundo. Otro grupo, en cambio, estaba probando vestuario. Otras tantas ensayaban para el próximo desfile que iba a desarrollarse en Mar del Plata a principios del mes siguiente y una ínfima proporción de ése amplio porcentaje de damas que invadía irresistiblemente todos los huecos del establecimiento estaba reunida de a dos o de a tres, bebiendo algo y poniendo sobre la mesa temas de su intimidad cotidiana.
Ernestina Bonasera era una joven de aspecto juvenil aunque su edad era próxima a los cuarenta años, que inspiraba súbita simpatía con solo observarla. Y cuya elocuente sonrisa invitaba a toda persona a acercarse a ella sin miedo ya que de su espíritu irradiaba un vestigio de confianza estremecedor. Pero poseía un carácter cuidadosamente reservado y eso la restringió a ganarse solamente la amistad de dos muchachas más jóvenes que ella.
Había ingresado al instituto hacía menos de dos meses y según anticiparon sus mentores, era dueña de un talento inconmensurable. Su versatilidad para desfilar y modelar era una virtud concebida como un regalo de Dios, según el punto de vista profesional de todos sus maestros.
Estuvo hablando por más de diez minutos con su mayor confidente, Sofia Vilanova, con quien entabló una fiel amistad desde el primer día que ingresó a la academia y con quien estaba reunida en ese momento en una mesa para tres, pero con el tercer asiento desocupado.
_ Tengo la garganta re seca_ le confesó Sofia con voz sufrida y una expresión de agobio infernal._ Voy a buscar algo para tomar al buffet. ¿Querés algo vos también?
_ ¿Qué te vas pedir?_ replicó Ernestina, con un tinte de voz semejante al de un jugador cuando redobla su apuesta.
_ Un exprimido de naranja. ¿Te pido uno para vos además?
_ A mí traeme un té helado, mejor.
Su amiga la miró con un espanto irracional, se levantó y fue a buscar las bebidas. Volvió a los diez minutos con ambos tragos en mano. Ernestina quiso pagarle el suyo pero Sofia le rechazó la gentileza.
_ Dejá. Yo invito_ le dijo con amabilidad.
Ernestina Bonasera le sonrió afectuosamente en señal de gratitud.
_ La próxima te invito yo_ añadió después.
_ Te tomo la palabra.
Sofia Vilanova estaba tan sedienta que bebió el juego de naranja exprimido de un sólo trago, como si de tequila se tratase. Ernestina, por el contrario, bebía el té helado lenta y pausadamente, disfrutando con fino glamour cada sorbo, mechando en medio temas variados de conversación.
Y de repente, algo inesperado ocurrió. Ernestina comenzó a sentirse mal. Tenía fiebre, la respiración agitada, sudaba y se sentía extremadamente mareada. Sofia se asustó e intentó asistirla de inmediato. Pidió ayuda desesperada y entre varias personas intentaron ayudarla. Pero nada pudieron hacer. Ernestina Bonasera falleció inexplicablemente en pocos minutos.
La alegría que impregnaba el ambiente se vio opacada por un clima de nervios, confusión y desconsuelo irremediables. Lo que sucedió modificó decisivamente todos los ánimos del lugar.

Un hombre elegantemente vestido, pero de aspecto presuntuoso y presencia imponente entraba al salón a paso firme y decisivo. Estaba perfectamente erguido, con los brazos apenas unos centímetros separados del cuerpo y la mirada fija en el frente, como buscando visualmente un punto de contacto específico. Caminó a ritmo moderadamente acelerado hasta que sus ojos definitivamente hallaron lo que buscaban: el cuerpo de Ernestina Bonasera.
Alrededor de la occisa, estaba reunida toda clase de gente, que aquél caballero se encargó de persuadir de manera contundente, a través de unos refinados modales cautelosamente cubiertos por un manto de rigor profesional.
_ Inspector Laureano Borrell, Homicidios_ se presentó inmediatamente, exhibiendo su insignia reglamentaria en mano.
La muchedumbre que contemplaba el cuerpo de Ernestina Bonasera se dispersó en apenas pocos segundos. Y Borrell fue recibido por el sargento Luis Montero, que lo estaba esperando desde hacía un rato en la escena.
_ La puntualidad nunca fue una de sus más ponderadas virtudes, Borrell_ le reprochó Luis Montero, en tono de sarcasmo y señalando con su otra mano el reloj de su muñeca izquierda.
_ Puntualidad y eficacia no van de la mano, Montero. ¿Lo sabía usted?_ respondió el inspector Borrell, afable y sin despegar los ojos del cuerpo.
_ Sé muchas cosas suyas, Borrell, aunque no lo crea.
_ No tantas como las que yo sé sobre usted, Montero. ¿Qué pasó?
_ Se quedó dormida y nos llamaron para que la despertemos.
Borrell miró a Montero con hostilidad y con una sombra de indiferencia reflejada en su rostro pulcro.
_ Sea franco conmigo, Montero. ¿Usted es estúpido e irrespetuoso las veinticuatro horas del día o hace horas extras? Siempre se lo quise preguntar. Pero no había tenido ocasión de hacerlo antes.
Un destello de soberbia iluminó temporalmente las facciones ásperas pero cautivadoras de Laureano Borrell, que acompañó con una discreta sonrisa persuasiva. Y su mirada, de una manera prudente, proyectaba el mismo sentimiento.
Luis Montero se irritó modestamente. Pero para no entrar en una disyuntiva innecesaria, se abocó de lleno a los detalles del caso.
_ Según la reconstrucción fáctica que hicimos_ explicaba el sargento Montero, con idoneidad_ la víctima estaba acompañada por ésa mujer de allá.
 Y señaló a Sofia Vilanova, que estaba sentada en una silla apartada, desconsolada y conmovida hasta las lágrimas, y rodeada por dos agentes femeninos, que en apariencia le estaban tomando declaración. El inspector se giró levemente para mirarla.
_ ¿Quién es?_ quiso saber primero, Borrell.
_ Se llama Sofia Vilanova, modelo profesional de larga data y vasta trayectoria en el universo del modelaje. ¿La conoce?_ repuso Montero.
_ Algo. Continúe.
_ Parece que ella era muy amiga de la occisa. Según el testimonio que me proporcionó antes de que usted llegara, Ernestina Bonasera entró a la academia hace alrededor de dos meses atrás. Por lo que me comentó antes, la víctima era una mina de carácter débil y susceptible, una flaca con una personalidad muy vulnerable y disociativa. Supongo que por algo que le pasó de chica o de adolescente. Algún evento que la traumó y la cambió completamente.
_ No saque conclusiones todavía, Montero. Es muy prematuro para eso. Sígame contando los hechos.
_ Bueno. Cuestión, que nadie se le acercaba. Todo el mundo la miraba como si fuese un bicho y la trataban como a una oveja negra. Pero Sofia Vilanova fue una de las dos que se apiadó de ella y se le acercó sin prejuicios a hablarle. Se hicieron muy buenas amigas de una.
_ Nombró a dos, si mal no escuché. ¿Quién era la segunda amiga?
_ Constanza Medina. No vino porque oportunamente está de gira por Salta y Entre Ríos. En teoría, vuelve mañana.
_ Perfecto. Entonces, Ernestina Bonasera compartía una mesa con la señorita Vilanova. Estuvieron curioseando un rato, como hacen todas las mujeres cuando se juntan a tomar algo, ¿y después qué pasó?
_ Vilanova fue al buffet a comprar algo para tomar. Ella se compró un jugo de naranja exprimido y a la occisa le trajo un té helado por expreso pedido suyo. Bebieron cada una lo suyo, toda la mar en coche... Cuestión que a los cinco minutos, Bonasera empezó a sentirse terriblemente mal. Quisieron ayudarla entre varios pero no pudieron y falleció.
_ ¿Se sentía mal, cómo? ¿Qué síntomas presentaba?
_ Mareos, sudor, fiebre...
_ La envenenaron, según deduzco de su relato.
_ Eso parece.
_ ¿Pudo ser accidental?
Se notaba cierta vacilación en las palabras del inspector Borrell.
_ ¿Se refiere a que pudo haber sufrido algún tipo de intoxicación?
Borrell asentó dubitativamente.
_ Lo mismo pensé al comienzo. Pero las condiciones de la cocina son óptimas y las frutas y todo lo que utilizan en general para preparar las bebidas es fresco. Y, como moño del paquete, tienen todos los papeles en regla y al día. El lugar está legalmente habilitado.
_ ¿Qué dijeron los peritos al respecto, Montero?
_ Estaba esperando que me lo preguntara. Hallaron restos de Antimonio, escuche bien esto: en los dos vasos.
El rostro de Borrell adoptó una expresión de incredulidad extrema.
_ ¿Antimonio en los dos vasos? ¿También quisieron asesinar a Sofia Vilanova?
Laureano Borrell se frotó los ojos frenéticamente.
_ A ver_ dijo, otra vez repuesto._ ¿De dónde salió semejante veneno?
_ Se usa en aleaciones con plomo para generar luz tungsteno_ respondió el sargento Montero, sobre actuando un asiduo conocimiento sobre el tema._ Y sabemos que ésa clase de luz se usa para iluminar en muchas ocasiones las pasarelas para realzar las facciones de la modelo.
_ Está bien, Montero. No se haga el experto. Investiguen a los iluminadores y a todo personal con acceso a las luces. A la gente del buffet, principalmente. Nadie se va hasta que esto esté resuelto. ¿Quedó claro?
_ Clarísimo, Borrell.
_ Sáqueme de una encrucijada mental que tengo desde hace dos minutos, nada más.
_ ¿Qué lo preocupa?
_ Me dijo claramente que las dos bebidas, tanto la que ingirió nuestra víctima fatal como la que bebió Vilanova, estaban envenenadas.
_ Afirmativo.
_ ¿Cómo es entonces que a Sofia Vilanova no le pasó nada?
_ Es lo que estamos investigando. Y apelo a su buen criterio profesional y a su tan privilegiada cabeza para que encuentre una repuesta sensata a tan inexplicable evento.
_ ¿Presentó algún tipo de síntomas la señorita Vilanova?
_ Una leve intoxicación que fue debidamente tratada y erradicada. Ya se encuentra fuera de peligro, dijeron los médicos que la atendieron. Extraño, ¿no le parece, Borrell?
Laureano Borrell se puso autoritario.
_ ¿Cuál es su hipótesis, a ver, Montero?_ preguntó con sublevada preponderancia.
_ Que la asesinó su propia amiga, Sofia Vilanova. Ella tenía que envenenarse para desviar la investigación. Pero procuró ingerir previamente una dosis de algún antídoto contra el antimonio para no sufrir sus efectos letales. Fue a buscar los tragos al buffet, en el trayecto en que los traía de vuelta, echó disimuladamente el antimonio en los dos vasos, bajo el recaudo de agregarle más cantidad al de Ernestina Bonasera que al suyo propio pero añadiendo una dosis relativamente justa para que la afectara apenas un poco, le dio el té helado a Bonasera y fin de la historia.
_ Nunca creí que dijera esto de usted, Montero. Pero su idea es coherentemente aceptable. Reconozco que posee un alto valor de credibilidad. Lo felicito.
_ Me halaga, Borrell. Aprecio mucho su opinión.
Luis Montero parecía incluso más sorprendido que el propio inspector Borrell.
_ Y si lo analizamos desde el punto de vista del móvil_ siguió haciendo gala de su intelecto, el sargento Montero, _ también encuadra perfectamente. Si Bonasera no se daba con nadie más y Vilanova era junto a Constanza Medina su mayor confidente, ¿quién más podría tener motivos concretos para quererla muerta?
_ Algún enemigo, Montero_ lo refutó Borrell con indolencia._ Si la occisa tenía sólo dos amigas. Y se lo remarco con todas las letras: SÓLO DOS AMIGAS. Entonces, todo el resto era su enemigo. Y alguien de ése resto, por equis razón, la quería muerta. Sofia Vilanova fue sólo un instrumento. El vector del delito, digamos.
_ ¿Usted pretende hacer de su profesión una constante tortura para mí, Borrell? ¿Es así o me equivoco?
Había indignación en el tono de voz de Luis Montero.
_ ¿Por qué me dice eso? No lo entiendo_ replicó Laureano Borrell con petulancia.
_ Porque siempre me humilla.
_ Deme un poco de crédito, no sea amarrete, Montero. Siempre lo hago con diplomacia.
_ Si mi hipótesis resulta tan inverosímil, como pretende inútilmente hacerme creer, dígame entonces porqué también envenenaron el vaso de Sofia Vilanova, si sólo querían muerta a Ernestina Bonasera.
_ Quizá, porque el asesino desconocía cuál de los dos brebajes era el de su objetivo.
La explicación sonó coherentemente lógica. Y ante la carencia de argumentos para refutarla, Luis Montero se resignó ofuscado y continuó su exhaustiva labor lejos de la presencia del inspector Borrell.
Lo que habían averiguado ambos por separado y en estrecha colaboración con el equipo de investigadores asignados al caso, era que ningún personal que cumplía tareas en la cocina del buffet al momento del incidente vio nada extraño. Todos y cada uno de ellos coincidió en que Sofia Vilanova pidió los tragos, se los prepararon en pocos minutos, se los entregaron, ella abonó y se retiró de vuelta a su mesa. Solamente eran cinco personas en la cocina cuando pasó todo y ninguna de ellas se descuidó ni un sólo segundo de lo que estaba haciendo. E hicieron especial hincapié en que nadie ajeno ingresó a la cocina, porque por las medidas de seguridad adoptadas y la disposición, lo hubieran advertido inmediatamente. Resultaba completamente imposible que alguien entrara o saliera sin que el resto no lo percibiera. Para Borrell, si ésa teoría resultaba cierta, entonces uno de ellos cinco era el asesino. ¿Pero, qué motivos podrían tener para querer muerta a Ernestina Bonasera? En apariencia, ninguno, porque los cinco empleados del buffet atestiguaron que apenas la conocían y que casi no tenían trato con ella. Pero coincidieron  en que la víctima era una mujer algo excéntrica porque no se relacionaba con nadie y en que además era dueña de un carácter un poco retraído.
Laureano Borrell se preguntó entonces si la hipótesis que deslizó el sargento Luis Montero respecto de que a Ernestina Bonasera la asesinó su propia amiga, Sofia Vilanova, podía resultar legítima. Y empezó a considerar ésa alternativa seriamente. ¿Había algo que no estaba viendo, algún detalle que se le habría escapado quizás involuntariamente? Resultaba endeble, viniendo de alguien tan meticulosamente esmerado como era él. Pero podía darse el caso, aunque en su mente revoloteaba la idea de que la solución provisoria que vaticinó Montero estaba desprovista de creatividad e intelecto. Pero igualmente no la descartó. Antes quería estar totalmente seguro.
Por otra parte, entre los dos hablaron con cada una del resto de las modelos y las opiniones respecto de Ernestina Bonasera eran surtidas y por demás interesantes. Una ínfima parte del instituto la estimaba, en tanto que el resto le guardaba sentimientos de indiferencia, rechazo, envidia, rencor, ignorancia, entre otro sinnúmero de conmiseraciones adversas. Por el contrario, todos sus maestros y demás personal la tenían en un pedestal. Hablaron maravillas de ella e inmacularon su talento, al que calificaron de sobresaliente. Se les formuló algunas preguntas de rigor, como por ejemplo, hace cuánto tiempo que pertenecía al instituto Belle, y todas fueron respondidas sin ningún inconveniente.
Entonces, fue que Borrell decidió centrar toda su atención en Sofia Vilanova y también en Constanza Medina. Aunque ella estuviese ausente al momento del crimen, era igualmente sospechosa.
_ Hablé con todo el personal de iluminación_ le dijo profesionalmente, el sargento Montero a Laureano Borrell, cuando se encontraron en un punto específico para intercambiar opiniones.
_ ¿Cuántas personas en total integran ése todo suyo, Montero?_ inquirió Borrell con contundencia y actitud.
_ Solamente tres: el director y dos empleados que tiene a su cargo_ respondió el sargento con arrogancia e indolencia.
_ Muy bien. ¿Qué declararon?
_ El director de iluminación se llama Santiago Pedernera. Hasta hoy a la mañana inclusive, dijo que todo el equipo que utilizan a menudo estaba en perfectas condiciones. Nada roto, todo en su lugar, bien acomodado...
_ Hasta hoy a la mañana inclusive... ¿Pero, después qué pasó?
_ No sea impaciente, Borrell. A eso mismo iba ahora. Estuvo toda la mañana afuera por temas de familia. Dejó a cargo a uno de los empleados suyos, al de máxima confianza. O el que hasta ése momento era su empleado de máxima confianza.
_ ¿Quién es?
_ Lorenzo Araujo. Sin antecedentes. Ya lo investigué. Dijo que estuvo organizando unas cosas que le encomendó Pedernera y adelantando trabajo, revisando algunas cuestiones técnicas. Se ausentó del salón unos diez minutos mientras fue a atender un asunto personal y cuando volvió, encontró una de las luces rotas. Sin dudas, de ahí extrajeron el antimonio. Nadie escuchó nada, nadie vio nada. Historia repetida.
_ Nadie puede corroborar la versión de los hechos que le dio Araujo.
_ Exacto. Y por eso consideré pertinente arrestarlo en carácter de demorado hasta que se aclaren algunas cosas.
_ Está bien, Montero. Procedió correctamente. ¿Ya pidió asesoramiento legal?
_ Todavía no. Pero seguramente lo solicite de un momento a otro.
_ ¿Y qué hay del otro tipo?
_ Nicanor Esteves. No se presentó a trabajar porque le correspondía franco. Estuvo toda la mañana en la casa. Su familia lo confirmó. Igualmente, lo investigué. Está limpio.
_ Investigue a la víctima, entonces. Hágame el favor de averiguar todo lo que pueda sobre ella. Manténgame informado en lo posible.
_ Ok, usted manda. ¿Puedo preguntarle qué va a hacer entre tanto, Borrell?
_ Mi trabajo, Montero. Usted haga el suyo, que hasta ahora lo está haciendo bien, y yo hago el mío, que sé hacerlo perfectamente. ¿Entendió o se lo vuelvo a explicar con subtítulos?
_ Que los subtítulos estén en español, por favor, que en el Secundario me llevé Inglés setenta veces y todavía la tengo pendiente_ ironizó Luis Montero, con impudor.
Borrell lo miró inexpresivamente y se alejó con determinación e impasibilidad. No había un motivo aparente que justificara tanta frialdad y descortesía en el trato entre ambos. Pero, sin dudas, debía existir uno que sólo ellos conocían y que quizás decidieron no hacerlo público para mantener las formas y la profesionalidad.


Laureano Borrell estaba sentado frente a frente con Sofia Vilanova, en su despacho. Él tenía una actitud firme y autoritaria, en tanto que la joven estaba nerviosa, aunque sabía controlar los nervios apropiadamente. Sabía que demostrarle temor a un inspector de la Policía Federal que investigaba un homicidio y donde ella era la principal sospechosa, no era una idea acertada. Así que, se relajó hasta donde su ansiedad se lo permitió y se puso enteramente a disposición de Borrell.
_ Voy a serle directo_ dijo Borrell, terminante y con una mirada fría y hostil._ Su situación en el asesinato de Ernestina Bonasera es muy comprometida. Es la única con oportunidad para el crimen.
_ Ernestina era una persona estupenda, un ser lleno de luz_ respondió Sofia Vilanova con ímpetu._ Nos llevábamos muy bien. No tenía motivos para matarla. Jamás tendría el valor de hacer semejante atrocidad.
_ Todos somos asesinos potenciales, Sofia. Pero pocos son lo que en realidad lo saben. Frente a una situación límite, uno colapsa y aflora un costado oscuro suyo que hasta ése momento no sabía que existía. Y terminan pasando estas cosas después. Usted pudo robar el antimonio de una de las luces de tungsteno y verterlo discretamente en el vaso de Ernestina Bonasera mientras se lo llevaba. Por supuesto, colocó una ínfima dosis del veneno en su jugo para producirse una leve y moderada intoxicación para que no sospecharan de usted. Ingenioso, hay que admitirlo.
Borrell le había dado crédito a la teoría del sargento Montero, aunque éste no lo sabía. Sofia Vilanova miró a Laureano Borrell con una mirada despectiva y carente de toda emoción cálida.
_ No importa lo que diga_ repuso ella, restándole importancia a tal hipótesis._ Yo sé que no maté a mi amiga. No tenía razones para hacerlo.
_ Eso no es completamente cierto. Varios testigos la vieron discutir fuertemente con la víctima dos días antes de su muerte. Y eso no es ninguna casualidad.
Sonó muy convincente, aunque era un dato absolutamente falso. Borrell quería sacarle mentira a verdad. Pero Sofia Vilanova era una mujer demasiado inteligente como para morder el anzuelo y caer en ésa burda treta psicológica.
_ Sus testigos tienen una manera muy curiosa de ver los hechos. Dígame quiénes son y gustosa admitiré lo que pretende escuchar.
El tono de su voz fue sublime pero soberbio.
_ Esto no es un juego. Se lo advierto. Modere sus modales o la haré arrestar por desacato a la autoridad_ le advirtió Borrell, frenéticamente.
_ Ernestina me dijo algo particular hace unos días atrás. Pero no creo que a usted le interese saberlo, inspector.
Laureano Borrell abrió los ojos enormemente y observó a la señorita Vilanova con genuina perplejidad.
_ ¿Qué fue exactamente lo que le dijo?_ quiso saber Borrell con un interés muy sublevado en el asunto.
_ Mire, voy a serle totalmente sincera_ se previno Vilanova con mucha cautela._ No sé a qué se refería concretamente. Pero me dijo que no era quien decía ser. Que por mi seguridad, no podía decirme nada más.
Laureano Borrell quedó pensativo varios minutos, mientras no salía de su asombro.
_ ¿Por qué le confesaría algo semejante sin ahondar en demasiadas explicaciones?_ preguntó finalmente, entre cavilaciones.
_ No sé. Pero eso podría explicar en parte su actitud tan retraída y antisocial, ¿no le parece, inspector?
Borrell la miró con rencor y la liberó. No podía mantenerla aprehendida basada en una sospecha sin fundamento jurídico. Y por idéntico motivo, supo que Montero tuvo que liberar al iluminador, siguiendo el consejo legal de su letrado.
Borrell interrogó tres días más tarde a Constanza Medina, la otra modelo que era íntima de la occisa. No aportó demasiado a la causa. Pero coincidió en parte con lo que dijeron el resto de los testigos sobre Ernestina Bonasera. Pero sobre todo, con Sofia Vilanova. Y a diferencia de esta última, Ernestina jamás le mencionó que no era quien aparentaba. El resto de información que aportó resultó irrelevante para la investigación.
Sin más, Borrell la dejó ir.
Luis Montero llegó en ése instante con información jugosa.
_ Bonasera parece que ocultaba algo_ le comentó el inspector Borrell al pasar.
_ Y ya sé lo que es_ afirmó el sargento Montero con una suspicaz sonrisa en sus labios.
Borrell lo miró admirado. Toda diferencia entre ellos había quedado momentáneamente relegada de las prioridades de los dos.
_ ¿Qué descubrió, Montero?_ inquirió Borrell con predisposición e inquietud.
_ Ernestina Bonasera no era modelo y estaba ciertamente muy lejos de serlo_ respondió Luis Montero._ Era en realidad oficial de la División Trata de Personas de la Policía. Era de las nuestras. La infiltraron para desbaratar a una banda que trabajaba de encubierta en el instituto Belle, que lo usaban como pantalla con clara complicidad de gente de la institución misma, para reclutar mujeres, explotarlas y venderlas en el mercado negro. Tenían la información precisa de que eran vendidas con la excusa de un trabajo como modelo en el extranjero, en parte. Bonasera debió acercarse demasiado a la verdad y se aseguraron de que no llegara tan lejos.
_ Eso era lo que no podía decirle a Vilanova_ reaccionó súbitamente Laureano Borrell._ E intentaron matar también a Sofia porque creyeron que Ernestina le había dicho algo al respecto. Vilanova es víctima, como la gran mayoría de las mujeres que asisten a ése instituto.
_ No creo mucho en la inocencia de Sofia Vilanova, perdóneme, Borrell.
_ A ver, ¿por qué no?
_ Porque viendo que fallaron en el primer intento y estando absolutamente convencidos de que Sofia Vilanova sabía demasiado, no iban a dudar en volver a intentarlo. Y no lo hicieron.
_ Porque era muy arriesgado y además porque estábamos nosotros de por medio. Tenemos que hablar con ella de forma urgente.
Cuando la contactaron y le dijeron que sabían lo que realmente estaba ocurriendo, ella se asustó demasiado y se mostró reacia a colaborar. Sin embargo, Borrell supo disuadirla de que todo estaba bien y bajo control, y Sofia Vilanova confesó todo. Confirmó la venta de mujeres, la esclavitud y la trata con datos fehacientes y fidedignos. Y cuando parecía sentirse más aliviada, se quebró y se largó a llorar compulsivamente.
Gracias a este puntapié inicial, otras mujeres se animaron a hablar bajo condiciones de protección y resguardo de identidad para evitar que tomaran represalias contra ellas, y confirmaron toda la información y datos disponibles. E incluso, dijeron que las mantenían amenazadas y brindaron detalles escalofriantes sobre la trata y el negocio que se manejaba ahí adentro. Fue más que suficiente para que el juez de Instrucción expidiera una orden de allanamiento en el instituto Belle y ordenara detenciones. Gracias a este proceder y a la valentía de muchas de ellas, todas pudieron recuperar su vida otra vez, aunque pudieran quedarles algunas secuelas psicológicas por el trauma sufrido, nada redimible con el paso del tiempo.
_ Hicimos un trabajo muy digno y leal, Montero_ dijo Laureano Borrell, de nuevo en la Seccional._ La Justicia se hará cargo de todo de ahora en más. Es triste admitir que si a la oficial Bonasera no la hubiesen asesinado, esto quizás jamás hubiera salido a la luz.
_ No sé hasta qué punto, Borrell_ replicó el sargento Montero._ Ernestina Bonasera estaba muy cerca de reunir toda la evidencia necesaria para detener la operación. Desempeñó una gran labor como Policía. Es una baja importante.
_ Tal vez esté en lo cierto, Montero. Estoy tan conmovido con el caso, que ni pienso en lo que digo. Hay mujeres de todas las edades que van a un instituto a buscar cumplir su sueño de desfilar en las grandes pasarelas del mundo, y terminan estafadas, esclavizadas y vendidas por estas basuras.
_ Más triste aún es que hay millones de lugares así en el país, que ni siquiera sabemos que existen. Y están ahí, escondidos frente a nuestros propios ojos.
_ Vamos a encontrarlos y desarticularlos a todos uno por uno, cueste el trabajo que cueste. Eso se lo garantizo, Montero.
 _ Hay algo que no comprendo, Borrell. Si tanto el té helado que mató a Ernestina Bonasera como el jugo de naranja exprimido que bebió Vilanova estaban igualmente envenenados, ¿por qué Bonasera murió y Vilanova no?
El inspector Borrell tomó una carpeta de su escritorio, la abrió y la arrojó en el centro de la mesa a modo de poder ser perfectamente visualizada en simultáneo por ambos. Seguidamente, colocó su dedo Índice sobre la mitad de la primera hoja.
_ Es el examen preliminar del forense_ aclaró._ Resulta que el antimonio estaba contenido en el hielo. Como Sofia Vilanova bebió su jugo velozmente de un solo sorbo, el hielo no tuvo suficiente tiempo para derretirse y mezclarse con el contenido. Pero los cubitos de hielo del té helado que Ernestina Bonasera bebió a ritmo pausado, tuvieron tiempo de derretirse y liberar el veneno. Por ende, la leve intoxicación que los médicos que asistieron a Sofia Vilanova adujeron que padecía, no fue más que una reacción natural por lo que pasó. Toxicología respaldó estas conclusiones. El caso está cerrado para nosotros.
_ No completamente cerrado, porque no pudimos determinar quién fue el autor material del asesinato.
_ La causa cayó en manos del juez Ariel Keilaj, según me informaron desde la Fiscalía antes de que usted llegara. Es de los mejores jueces que hay hoy en día en el país, pongo las manos en el fuego lo él. Lo resolverá eficazmente, no lo dudo. Va a descubrir al desgraciado que lo hizo.
_ Ése no es ningún consuelo para mí.
_ Vamos. Tenemos el funeral de Bonasera. Ésta noche la despiden con honores en la sede central de la Policía.
Los dos hombres salieron de la oficina después de dejar todo debidamente ordenado y Laureano Borrell cerró con llave.






lunes, 13 de agosto de 2018

El instructor (Gabriel Zas - nueva versión ampliada)



Ricardo Pietrela era instructor de tiro en el Polígono Federal de la ciudad de Buenos Aires. Era uno de los mejores que había en el país por aquélla época. Pero su reputación se desmoronó en un segundo cuando quedó envuelto en el asesinato de Silvia Larrazábal, ya que la bala que se recuperó del cuerpo contenía sus huellas y la víctima era alumna suya. Solamente faltaba el motivo. Pero el señor Pietrela sostenía firmemente que él era inocente, lo que no convenció a nadie y el juez lo procesó con prisión preventiva, pese a que el arma utilizada jamás fue encontrada. Pero el Polígono de Tiro daba en su parte de atrás por una calle lateral al Río de la Plata, y el fiscal del caso arguyó que el señor Pietrela lanzó el arma a sus aguas, un argumento que convenció decididamente al magistrado. Pero no a Sean Dortmund, que estaba seguro de la inocencia del señor Ricardo Pietrela.
_ Según la autopsia_ decía el capitán Riestra, _ la señora Larrazábal murió alrededor de las ocho y media de la noche a causa del disparo que recibió en el tórax. En ése horario, ella estaba tomando clases con el señor Pietrela. No había nadie más en el Polígono, ya todos se habían ido, y ellos dos quedaron solos. Sin testigos, fue el momento ideal para el asesinato. Para mí, la culpabilidad del señor Pietrela es irrefutable.
_ Se olvida usted del motivo, capitán Riestra_ lo disintió el inspector con temeridad._ El señor Pietrela carece de motivos suficientes para asesinar a la señora Silvia Larrazábal.
_ Perdone que discrepe con usted, Dortmund. Pero las circunstancias no lo favorecen en absoluto. Y recuerde además que la bala recuperada del cuerpo de la víctima contiene sus propias huellas.
_ Eso es porque él es instructor de tiro y es el único que tiene autorización para tocar las balas y cargar las armas. Y por su profesión, sus huellas están cargadas en el sistema.
_ No es suficiente para demostrar que es inocente.
_ Tampoco lo es para demostrar su culpabilidad. Por eso, estoy interesado en entrevistarme con él cara a cara. Quiero ver personalmente su actitud al momento de responder a mis preguntas, su postura, sus formas, su manera de hablar... Quiero comprobarlo yo mismo.
_ Me parece perfectamente razonable su petición, Dortmund. Pero, como el señor Pietrela está detenido en una prisión federal, tendré que mover algunos contactos para que el juez a cargo me extienda una orden para que autorice su visita a la Unidad.
_ Le estoy muy agradecido, capitán Riestra. No esperaba menos de usted. Le solicito que en paralelo a mi visita al señor Pietrela, averigüe todo lo que pueda referente a la occisa. Cuanto más sepamos sobre ella, mejor para nuestra investigación.
_ Es un hecho, Dortmund.
El capitán consiguió dicha orden a expensas de un fiscal que le debía un favor y Sean Dortmund pudo visitar a Ricardo Pietrela dos días más tarde. Al principio, el acusado se había negado a recibir la visita de un extraño, que difícilmente desde su propio criterio personal, creyese que era inocente, ya que toda la información recabada hasta el momento no lo favorecía en absoluto y lo señalaba indiscutiblemente como el asesino de Silvia Larrazábal y todos los involucrados en el caso confiaban ciegamente en las evidencias. Entonces, Pietrela no podía dejar de preguntarse para sí: "¿Por qué este tipo cree que soy inocente? ¿La Justicia no me estará tendiendo una trampa para hacerme confesar, no? ". Y está idea, después de descartar de su mente otras alternativas que le parecieron inadecuadas, pareció dejarlo completamente satisfecho. Y aceptó recibir la visita de Sean Dortmund para saciar su curiosidad. Si era realmente una trampa, Ricardo Pietrela estaba listo para hacerla funcionar.
El inspector llegó a la Penitenciaria Federal de Marcos Paz puntual a las 13:30 y fue acompañado por el guardia cárcel encargado de turno directamente hacia la celda del señor Pietrela sin demasiadas demoras. Cuando los dos hombres se encontraron cara a cara, Pietrela miró a Dortmund con desconfianza, dirigiéndole una mirada distante y abrumadora. Era un hombre de actitud preponderante y decisión resuelta. Y la seguridad que transmitía en sus palabras, lo hacían ver como una persona de sentimientos impenetrables y serenidad inquebrantable. ¿Era un asesino entonces o desconfiaba de la celeridad con la que se desempeñaba la Justicia en casos similares al suyo?
Sean Dortmund lo miró más solemnemente. En sus ojos refulgían destellos febriles y cargados de toda clase de emociones esperanzadoras. Mi amigo estaba absolutamente convencido de que iba a salvar a un hombre inocente de la cárcel. Le estrechó la mano cordialmente para saludarlo, pero Pietrela le negó el saludo y no le sacaba los ojos de encima al inspector.
_ ¿Por qué vino?_ le preguntó Ricardo Pietrela con hostilidad, después de unos segundos de silencio sórdido.
_ Vine a sacarlo de la cárcel_ respondió Dortmund con parsimonia y una leve sonrisa en sus labios.
_ La Policía y la Justicia no creen en mi inocencia, no creen en mi versión de lo que pasó ésa noche porque todas las evidencias me incriminan. ¿Por qué tengo que suponer que usted sí va a creerme, entonces?
_ Por dos sencillas razones: la primera es que yo no represento ni a la Policía ni a la Justicia, represento a la ley desde otra perspectiva totalmente diferente. Y la segunda es que no creo en las evidencias, sí en los hechos y en lo que me cuenta la historia.
El señor Pietrela lo escuchó con atención, pero no dijo nada. Seguía mirando a Sean Dortmund fijamente a los ojos con incredulidad y renuencia. El inspector se cansó de esperar, le deseó los buenos días y se dispuso a retirarse. Pero una pregunta intempestiva de Ricardo Pietrela cuando se estaba alejando lo hizo cambiar de opinión y retrocedió de nuevo a su encuentro.
_ Perdòneme. ¿Sería tan amable de plantearme su duda de nuevo? No la escuché con claridad_ dijo Dortmund, haciéndose el desentendido.
_ Le pregunté por què cree que soy inocente_ replicó el señor Pietrela.
_ ¿Acaso no lo es? Avíseme para estar seguro que no pierdo el tiempo con usted.
_ Yo no maté a nadie. Y quiero saber en qué basa sus sospechas para respaldar mi proclama de inocencia.
_ Hay una situación muy clara, un contexto y una serie de circunstancias que, por su responsabilidad y labor, llevan a los investigadores a abordar una conclusión absolutamente errónea. En casos como el suyo, señor Pietrela, acusar a la presa más vulnerable es siempre la salida más austera y directa. Se abaratan costos, tiempo, recursos... Y ése no es el verdadero concepto de justicia, para mí.
La actitud del acusado cedió ante la firmeza y la disposición del hombre que tenía frente a él. Ricardo Pietrela ya no era aquél caballero serio, arrogante y tozudo del principio, sino que se mostró más dócil y se permitió recibir la ayuda que Dortmund proponía extenderle sin objeciones de ninguna clase.
_ Lo escucho_ lo incentivó el inspector.
_ Silvia se inscribió en el Polígono hará cosa de siete u ocho meses atrás. Los días de práctica son de lunes a viernes desde las diez de la mañana hasta las dieciocho horas_ comenzó explicando Pietrela relajadamente_ y los sábados desde las nueve de la mañana hasta dos de la tarde. La señora Larrazábal pidió que le hiciéramos la excepción de recibirla fuera del horario habitual de práctica porque antes de las seis no podía asistir por su trabajo.
_ ¿Por qué no los días sábados?
_ Porque argumentó que vivía lejos, en Quilmes más precisamente. Pero, como de lunes a viernes trabajaba en una oficina en Microcentro, le quedaba mucho más cómodo para venir. Lo hablamos con los superiores y estuvieron de acuerdo, con la condición no excluyente de que debía abonar un adicional por clase por evidentes razones, ¿correcto? Se lo planteamos a la señora Larrazábal y aceptó sin problemas.
_ ¿Le pareció raro que no reprochara ésa decisión?
_ No había motivos para eso. Le estábamos haciendo un favor, estaba más que satisfecha. No hubo ningún inconveniente en ése sentido.
_ ¿Le dijo de qué trabajaba o para qué quería aprender a usar un arma?
_ Alegó que era por una cuestión de seguridad personal. Nos dijo que le habían entrado en la casa en varias oportunidades y que hasta llegaron a amenazarla de forma agresiva. Nos pareció perfectamente lógico.
_ ¿La señora Larrazábal tenía todos los trámites y estudios obligatorios en regla?
_ Absolutamente todo en regla. Incluso, en el examen psicofísico le fue mucho mejor de lo habitual en relación al resto de las personas.
_ ¿Practicaba con su arma?
_ No, con las nuestras. Utilizar armas propias lo prohíbe el reglamento interno.
_ ¿Era buena tiradora?
_ Aprendió a disparar increíblemente en muy poco tiempo. Eso me sorprendió gratamente.
_ A juzgar por su puntería, ¿podía sospecharse que la señora Larrazábal ya tenía conocimientos previos sobre la práctica?
_ No. Decididamente, no. Aprendió conmigo en el Polígono. Su enorme voluntad por aprender a disparar la hizo muy buena tiradora en apenas tres meses. Comúnmente, esta clase de logros se alcanzan en no menos de seis meses, como mínimo.
_ Interesante.
Dortmund resaltó este dato especialmente en su diminuta libreta de anotaciones. Continuó con la charla.
_ Concretamente, el día del asesinato, ¿què sucedió?
_ Ella practicaba de ocho a nueve de la noche. Yo era su instructor porque el resto de mis colegas tenían comprometido ése horario. Y debido a que yo era el que se quedaba hasta más tarde, me encargaba de hacer el inventario de armas en la armería, de cerrar con llave y dejar todo listo para el día siguiente.
Ése día hice el inventario a las siete y media de la tarde y estaba todo perfectamente en su sitio, no se registraron faltantes ni de armas ni de municiones. Y las planillas de retiro estaban todas en orden y debidamente firmadas.
Silvia llegó puntual, como siempre, y retiré un arma y municiones para practicar con ella.
_ ¿Lo dejó correctamente asentado en la hoja de control?_ lo interrumpió Dortmund, amablemente.
_ Sí, como debía ser. Alrededor de las ocho y veinte de la noche, más o menos, me ausenté unos instantes para ir a buscar más municiones porque solamente quedaban tres.
_ ¿Notó algo fuera de lo ordinario en la armería?
_ No. Todo estaba tal como lo había acomodado yo.
_ ¿Se cruzó con alguien en algún momento, señor Pietrela?
_ No. No quedaba nadie a ésa hora. Ya todos se habían ido.
_ Continúe, por favor.
_ Mientras estaba recogiendo las balas, escuché tres detonaciones seguidas, con mínima diferencia de segundos entre los tres disparos. Y  como Silvia tenía sólo tres tiros disponibles, el hecho no me pareció en absoluto extraño.
_ ¿Era frecuente que la señora Larrazábal disparase el arma aún durante su ausencia, señor Pietrela?
_ Sí. Era muy recurrente.
_ ¿Me dice que escuchó el asesinato y pasó absolutamente inadvertido para usted?
_ Suena tremenda la manera en la que lo expone usted, pero así sucedió realmente.
_ ¿Y está seguro que no vio nada inusual ni se cruzó con alguien en el tiempo que demanda ir hasta la armería, tomar las balas y regresar a la pedana?
_ ¡Le doy mi palabra de honor que no! ¿Cómo se lo tengo que explicar para que lo entienda usted?
_ Está bien, le creo, no se exaspere. ¿Qué sucedió cuando regresó y vio a la señora Larrazábal tendida en el suelo?
_ Intentè reanimarla, pero no pude. Falleció en el acto. Me Asusté, estaba desesperado, no sabía cómo actuar ni a quién recurrir. Pero después de un rato de pensarlo más calmadamente, entendí que lo mejor era hacer las cosas bien. Y por obrar correctamente, me refiero a dar aviso a la Policía y ponerme a su entera disposición. Pero ya ve cómo me fue. Quedé como el malo de la película.
_ ¿Nunca vio el arma junto al cuerpo, señor Pietrela?
_ No. No estaba por ningún lado. La Policía requisó la armería y sólo detectó el faltante de una sola arma, casualmente con la que Silvia estaba entrenando antes de que la asesinaran. De ahí que infieren que la tiré en el Río de la Plata y que intenten justificar con dicha acción que yo haya tardado varios minutos en llamar a la Policía.
_ Por lo que me explica, la Policía interpreta que usted le pidió a la señora Larrazábal el arma bajo pretextos profesionales, la asesinó, se deshizo de la misma, regresó y posteriormente dio aviso a las autoridades.
_ Exactamente. Ni más ni menos. Ya ve cuál es mi situación. Entonces, le pregunto: ¿cómo piensa usted ayudarme?
_ Contestándome una última pregunta con la mayor exactitud posible.
Ricardo Pietrela asintió con un ligero movimiento de cabeza.
_ ¿Cuánto tiempo tarda en promedio en ir del campo de tiro a la armería, buscar las balas y regresar a la pedana?_ preguntó el inspector, cuidadosamente.
El señor Pietrela vaciló unos segundos antes de dar a conocer su respuesta.
_ Unos diez minutos, no más que eso_ respondió al fin, resueltamente.
_ Lo suficiente para que alguien más haya entrado, haya matado a la señora Larrazábal, se deshiciera del arma y huyera.
_ Le repito que no vi a nadie más.
_ Lo que no significa que no estuviese. El Polígono es enorme. Y a simple vista, el asesino pudo esconderse sin correr ningún tipo de riesgos.
_ ¿Por dónde entró, en el último de los casos de que su teoría resulte cierta?
_ Ése es el menor de los problemas, ahora. Despreocúpese. En dos días, será usted un hombre libre, señor Pietrela.
Y sin agragar nada más, el inspector se retiró de la prisión federal triunfante.
Volvió a reunirse con el capitán Riestra, que lo esperaba en un coqueto bar de avenida Del Libertador, a unas pocas cuadras de la escena del crimen.
_ ¿Cómo le fue con el señor Pietrela, Dortmund?_ preguntó Riestra, con mucha expectativa.
_ Confirmado: es inocente. Alguien más lo hizo. Pero necesito hacer algo antes para estar seguro de que no me equivoco al respecto_ replicó el inspector, totalmente satisfecho con el resultado de sus averiguaciones. Y como haciendo caso omiso de esto último que dijo, prosiguió_ ¿Qué pudo averiguar sobre la señora Larrazábal, capitán Riestra?
El capitán miró a su amigo con sopor y resignación durante unos prolongados segundos, y luego respondió gentilmente a su interrogante.
_ Silvia Larrazábal no era ninguna Santa. Trabajaba en las oficinas de la Secretaría de Protección Infantil. Básicamente, ahí se tramitan pedidos de adopción, causas que inician los jueces por demanda de alimentos, por la tenencia de los menores en caso de una separación conflictiva de los padres... En fin. En un allanamiento en virtud de su muerte autorizado por el juez que instruye la causa, se encontraron a tres chicos que vivían con ella, sobre los que la Justicia e incluso quienes trabajaban con ella tenían absoluto desconocimiento. El juez ordenó ir más a fondo y descubrió que la señora Larrazábal adoptó a estas tres criaturas de forma irregular. Esto es falsificando actas, certificados, declaraciones juradas, cosa que no se podía haber concretado sin la anuencia de algún juez corrupto. Ella los elegía en base a los expedientes de todos los casos que se tramitaban en su oficina. Por supuesto, que el juez abrió una investigación de oficio por este tema, que la delegó en el fiscal federal Mauro Otamendi. Hay más de un juez metido en esto, eso es muy claro. Cuestión, que nuestra víctima comenzó a recibir amenazas anónimas de toda índole, tanto por correo ordinario como por teléfono. Por razones obvias, nunca radicó la denuncia formal. Pero ya está investigando este hecho también. Como ve, Silvia Larrazábal era una persona ejemplar.
Resaltó ésta última frase con un halo de paradoja en sus términos.
_ Por eso, temía por su vida y quería aprender a usar el arma. Todo empieza a aclararse de a poco. ¿Llegó la señora Larrazábal a sufrir algún tipo de ataque directo contra su persona, ya sea en la vía pública o en otro ámbito?
_ No hay registro de incidentes de ésa naturaleza. Pero, no descarto nada.
_ Si recibía amenazas a diario, había alguien que sabía lo que ella hacía y que estaba disconforme con dicho accionar. ¿Quién, exactamente?
_ Si los únicos que sabían sobre esto en teoría eran los jueces involucrados en las adopciones ilegales, busquemos entre ellos y sus círculos a los responsables. Quizás entre ellos esté el asesino.
_ ¿Qué motivos tendrían para amenazar a la señora Larrazábal y luego cumplir con sus amenazas?
_ Quizás, ella se arrepintió y quiso echarse para atrás. Y ante el temor infundado de que Silvia Larrazábal los delatara, la mataron.
_ Excepto por un detalle, capitán Riestra. La forma y las circunstancias en la que nuestra occisa fue asesinada, se contrapone con los mecanismos que emplea esta gente en casos parecidos. Las amenazas y las adopciones ilegales son temas que no nos atañen. Dejemos que la Justicia los resuelva a su modo.
_ ¿Cuál es su idea, Dortmund?
_ Ir al Polígono primero. Necesito ver la escena del crimen. No me demandará más de cinco minutos llevar a cabo mi pequeño experimento.
Riestra se mostró discretamente impaciente e irracional ante la idea de su amigo. Pero la aceptó porque era acreedor de una mente sobresaliente y por ende confiaba ciegamente en él. Habló con el juez de la causa para acceder a la escena del crimen y este le habilitó el ingreso, imponiéndole un tiempo máximo para permanecer adentro de no más de diez minutos para así evitar contaminarla accidentalmente, ya que aún no había sido oficialmente liberada. Sean Dortmund agradeció el gesto y los dos hombres llegaron a Tiro Federal en menos de lo que imaginaban. El inspector ingresó primero y sin demoras, corrió hacia el andarivel número 4, donde se había producido el homicidio.
Pasó por debajo de la franja blanca y roja, realizó algunas observaciones visuales muy ligeramente, y se enfocó taxativamente en la silueta.
Tenía perforaciones por toda la parte media alta, lo que confirmaba que la  señora Larrazábal era una excelente tiradora, de acuerdo a como la había descrito Ricardo Pietrela.
Sin embargo, Dortmund percibió  dos agujeros estampados en la pared, a unos cuantos metros de distancia del blanco.
_ Una tiradora experta, como lo era nuestra víctima, jamás hubiera fallado estos dos disparos tan absurdamente_ agregó señalando con su dedo ambos orificios.
_ ¿Le consta realmente que Silvia Larrazábal era una tiradora eficaz?_ preguntó el capitán Riestra con cierta ingenuidad y cierta lentitud deliberadamente acentuada en sus palabras.
_ Las perforaciones que presenta su silueta no mienten, capitán Riestra.
Hubo un rato de silencio y el inspector, después de haber realizado otro examen visual espontáneo y prácticamente desprovisto de cualquier calidad profesional, agregó.
_ Podemos retirarnos cuando guste. Vi e hice todo lo que necesitaba ver y hacer. Agradèzcale a Su Señoría el gesto que ha tenido para con nosotros, capitán Riestra.
Y sin darle tiempo a reaccionar al capitán, Dortmund apuró con súbita urgencia sus pasos hacia la salida. En menos de cinco minutos, los dos hombres estaban de nuevo en la calle.
_ Estoy seguro que los padres biológicos de los tres menores que la señora Larrazábal adoptó de manera infrecuente, tenían suficientes motivos para matarla_ se desvió del asunto Sean Dortmund.
_ ¿Qué fue exactamente lo que hizo y a qué conclusión llegó, Dortmund? ¿Tiene la amabilidad de explicármelo?_ preguntó Riestra con una actitud impaciente y un ápice de intolerancia que calaba sus huesos con insistencia.
Pero el inspector no respondió nada y el capitán se rindió enseguida al hermetismo de su amigo, al que habitualmente era tortuosamente sometido y al que estaba quejosamente acostumbrado.
_ ¿Creen que pudieron haberse enterado?_ replicó tranquilamente el capitán Riestra, retomando sin mucha más alternativa la última pregunta que le hiciera Sean Dortmund, aunque transitoriamente indignado.
_ No sabemos las causas por las que dieron a sus hijos en adopción. Supongo que son personas de bajos recursos que no pueden darle una vida digna. Esto significa que sus hijos les importan. Y tienen la facilidad de, una vez certificada la adopción, coordinar un régimen de visitas con los padres adoptivos con el aval de un juez de Familia. Además, mediante un abogado que les proporciona seguramente el Estado, pueden saber cómo están sus hijos, si hay alguna familia interesada... Acceder al expediente de adopción y resguardo, para ser más preciso.
_ Dicho de un modo más simple, los padres genuinos se enteraron, revisando los expedientes correspondientes, que sus hijos fueron adoptados de forma irregular por el pago de sobornos de por medio por la señora Larrazábal y quisieron hacer justicia por mano propia.
_ Interpretó mi idea correctamente, capitán Riestra. Le hago una pregunta. ¿Le consta que haya de por medio pago de sobornos?
_ ¡Ay, Dortmund! Los jueces no se venden por que una persona les caiga bien, simplemente. Ella los debía extorsionar, de eso no me quepan dudas.
_ Buena observación, capitán Riestra. ¿Podrá conseguirme los datos de los padres biológicos de los tres menores adoptados por la señora Silvia Larrazábal?
_ Por supuesto. ¿Qué otra cosa quiere que haga?
_ Por el momento, sólo eso. Quiero hablar de forma personal con cada uno de ellos.
_ Muy bien, Dortmund.
El capitán consintió amablemente a la petición del inspector. Conseguir lo que le solicitó fue mucho más sencillo de lo que hubiera esperado.
Los expedientes en cuestión revelaban que las tres familias implicadas eran los Esquivel, los Ocho y los  Molina.
Laura y Mauricio Esquivel dieron en adopción a su pequeña hija de dos años, María de los Ángeles, porque el trabajo de ambos (eran abogados laboralistas) les reclamaba tiempo completo y no disponían del tiempo suficiente y necesario para atender a una hija aunque las ganas de hacerlo les sobraran. De todos modos, se comprometieron a ayudar económicamente a la familia que decidiera hacerse cargo de ella. Por su parte, además de verificar dicha información, Dortmund corroboró que ninguno de los dos accedió al expediente de adopción de María de los Ángeles mientras la pequeña se mantuvo en ése estatus. Pero que la habían visitado un par de veces desde que Silvia Larrazábal la tuvo a su cargo y que la vieron feliz y rozagante, y sobre todo, perfectamente cuidada y atendida, motivo por el que tanto Laura y Mauricio estaban más que contentos y satisfechos.
Atestiguaron también que la señora Larrazábal no aceptó de parte de ellos ningún tipo de ayuda económica. Sin embargo, como buenos padres y responsables que eran, le compraban ropa y juguetes a su pequeña hija. La malcriaban más que la propia señora Larrazábal. Sin embargo, ambos padres dejaron traslucir un destello de furia cuando se enteraron por voz de Sean Dortmund sobre las condiciones de adopción de su hija. El clima ameno que habitaba en casa del matrimonio Esquivel, se convirtió en un instante en un ambiente cargado de tensión y nerviosismo inescrutables. Y el inspector tuvo que elegir meticulosamente las palabras adecuadas para hablar de ahí en más para evitar un mal mayor. Ése, de todos modos, no representaba ningún problema para él ya que era un mártir en el sutil arte de la diplomacia.
_ ¿Por qué adoptó a nuestra hija una mujer soltera, cuando nuestras leyes lo prohíben?_ preguntó Mauricio Esquivel, emocionalmente quebrado, haciendo un sobreesfuerzo por ocultar su enojo.
_ La Justicia aduce pago de sobornos y falsificación de actas_ respondió Dortmund, con inocencia.
_ Sea sincero con nosotros_ confrontó Laura Esquivel a Sean Dortmund con decisión._ ¿Por qué vino?
El inspector respondió con frialdad profesional.
_ Recibía amenazas de muerte anónimas. Alguien sabía perfectamente a lo que la señora Larrazábal se dedicaba.
_ ¿Y creen que nosotros tuvimos algo que ver con eso? ¿Es eso? ¡Es una ofensa que piense así!
_ Una ofensa sensatamente admisible.
La actitud de Dortmund se tornó más petulante y soberbia. Su comportamiento se moldeaba afanosamente a las circunstancias a las que era sometido. Tenía la habilidad de pasar del afecto personal a la rigidez profesional en un segundo de manera asombrosamente sorprendente.
_ Nosotros no sabíamos nada de todo esto_ intervino Mauricio Esquivel, bastante más calmo que hacía tan sólo unos instantes previos.
_ Pero alguien sí. Y ése alguien es el asesino. Y por ende, no voy a permitir que un hombre inocente cumpla la condena de quien realmente mató a la señora Silvia Larrazábal.
_ ¿Sospecha de nosotros, no es cierto?_ insistió ofuscada, Laura Esquivel.
_ Es un requisito de la profesión. No se exalte, señora Esquivel. No se lo tome personal.
_ Le voy a pedir ya mismo que se retire de nuestra casa.
_ Los sospechosos del crimen son las tres familias cuyos hijos fueron ilegalmente adoptados por Silvia Larrazábal.
 _ Ya escuchó a mi esposa_ dijo Mauricio Esquivel en tono amenazante. Sean Dortmund insistió en sonsacarle algo más de información al matrimonio Esquivel, pero la actitud altanera de ambos lo obligó al inspector a abandonar la labor forzosamente. Pensaba que ambos eran inocentes, pero su comportamiento no le permitió excluirlos aún del todo de la lista de sospechosos. Aún así, dejó la morada invadido por un ápice de satisfacción genuina.
 Su siguiente diligencia fue visitar a la familia Molina. Andrea y Lucio Molina eran un matrimonio lleno de problemas de deudas. Sin embargo, ésa era la menor de sus preocupaciones. Seis meses atrás el Estado les sacó a su hijo menor, Benicio, de tres años, por negligencia e irresponsabilidad. Mismo el Estado les proporcionó un abogado, quien se encargó de apelar el fallo y obtener la restitución del pequeño Benicio al cuidado de sus padres biológicos. Pero no tuvo éxito y fue puesto a disposición en el programa Nacional de Adopción.  Si esto devastó tanto a Andrea como a Lucio, enterarse de las condiciones de adopción de su hijo los destruyó. Lo positivo de todo eso era que ahora disponían de argumentos mucho más sólidos para pelear su restitución y ganarla tajantemente. Sean Dortmund los interrogó por el caso de asesinato de Silvia Larrazábal y el resultado de tales directrices fueron idénticas a las del matrimonio Esquivel, incluso en la reacción frenética y desaforada de ambos padres. Ni Andrea ni Lucio sabían de la adopción irregular de su hijo Benicio por parte de la señora Larrazábal ni de las amenazas que recibía, y ambos negaron determinantemente tener relación alguna con su muerte. Pese a todo, el inspector no los descartó como sospechosos a ninguno de los dos. Cuando el inspector centró su atención en el matrimonio restante, la familia Ochoa, sintió que su corazón dio un vuelco estrepitoso. El padre de Jeremías Ochoa, el niño de cinco años adoptado ilegalmente por la señora Larrazábal, Enrique Ochoa; practicó tiró al blanco rigurosamente todos los días desde hacía siete meses atrás coincidentemente en el polígono de Tiro Federal. Y por si fuera poco, tenía un arma registrada a su nombre, del mismo calibre que la empleada para el asesinato. Haber comenzado a practicar tiro al blanco al poco tiempo de que la señora Larrazábal comenzara con sus respectivas prácticas y además en el mismo centro de entrenamiento, constituía una causalidad demasiada extraordinaria. Y según la doctrina que Sean Dortmund  empleaba en todos sus casos, las casualidades no existían. Sí las causalidades. Y en consecuencia, le solicitó intervención a su amigo. El capitán Riestra, aunque parcialmente un poco renuente a aceptar la teoría del inspector ya que siendo así el caso resultaba demasiado fácil para un crimen cometido con determinados resguardos, accedió a entrevistar al señor Ochoa que confesó que compró un arma pero aduciendo motivos de protección personal. El capitán Riestra le pidió que le mostrara el arma en cuestión y era casualmente calibre 22, el mismo con el que mataron a la señora Silvia Larrazábal. Por lo tanto, el capitán lo demoró en la casa con custodia policial y le pidió autorización al juez para peritar el arma. Los resultados estuvieron listos enseguida: no era el arma buscada, y el señor Enrique Ochoa fue liberado de inmediato.
Respecto del porqué él y su esposa, la señora Irene Ochoa Pedraza, tomaron la decisión de dar a su pequeño hijo en adopción, alegaron carecer de los recursos básicos indispensables para darle al menor una vida digna como la que merecía tener.Y consideraron que entregarlo en adopción para que pudiera ser cuidado por alguien más apropiado y en una mejor situación que la de ellos, era lo mejor que podían hacer por su hijo muy a pesar de los dos. 
En cuanto al resto de las cuestiones vinculantes al caso en sí, respondieron lo mismo que los otros dos matrimonios entrevistados anteriormente. Desconocían que la adopción había resultado ilegítima y negaron tener conocimiento de las amenazas proferidas en contra de la señora Larrazábal. Bajo tales circunstancias, Sean Dortmund estaba completamente convencido de que alguien mentía en relación a dichos eventos. La conversación entre él y el capitán Riestra volvió a girar en relación al tema del arma. El capitán le mencionó al inspector las inconsistencias que arrojaron los resultados de los análisis dispuestos sobre el arma del señor Ochoa, sobre los que el inspector se mostró cautelosamente divergente.
 _ Es claro, capitán Riestra, que el señor Ochoa no usó su propia arma para el crimen_ refunfuñó Dortmund._ ¡Me extraña que no se valga de su inteligencia para hacer cierta clase de deducciones! Usted mismo planteó al comienzo del caso que el arma utilizada para el asesinato era la misma con la que la señora Larrazábal practicaba momentos antes de ser asesinada. Y es la razón por la que el señor Pietrela se encuentra injustamente privado de su libertad. El asesinó cometió el crimen y se deshizo del arma inmediatamente. ¿Aún no fue localizada, correcto? Riestra asentó con pesadez.
_ ¿Cuáles su teoría, Dortmund? Dígamela de una vez_ cuestionó con reproche.
_ El único propósito_ repuso el inspector_ por el que tenía intenciones de ver la escena del crimen era para comprobar que efectivamente se utilizó una segunda arma para el homicidio. Un arma que el asesino llevó consigo y que después de que diera muerte a la señora Larrazábal, tuvo que ocultar muy bien para que no fuese encontrada jamás.
_ ¿Por qué querría el asesino hacer una cosa así? Del modo en que cometió el asesinato, centraría sus sospechas inevitablemente en el señor Pietrela. Y así sucedió, en efecto.
_ Porque es meticulosamente organizado y no quiere dejar cabos sueltos que lleven a la Justicia directamente hacia él. Por la reconstrucción que pude plantear a partir del testimonio del señor Ricardo Pietrela, el homicidio se ejecutó de la siguiente forma: la señora Larrazábal tenía solamente tres balas en el tambor del revólver que estaba utilizando en ese momento para practicar, lo que obligó al señor Pietrela a ir a la armería a buscar más provisiones. El ir y venir desde la pedana hasta el depósito demora estimativamente diez minutos, más que suficiente para que el asesino pueda actuar con plena libertad. Mata a la señora Larrazábal con el arma propia, recoge el revólver de la señora Larrazábal y efectúa apuntando a la silueta dos tiros, ya que previamente corroboró que el arma de su víctima solamente tenía tres balas y no podía vaciar el cargador, porque entonces se hubiesen escuchado cuatro impactos y eso hubiese despertado la atención del señor Pietrela. Como el asesino desconoce el tiempo que puede tardar en regresar de la armería el señor Ricardo Pietrela, esos dos tiros los realiza apurado y nervioso, y terminan impactando al costado del blanco, justo en la pared. Una vez efectuados ambos disparos, arroja el arma al Río de la Plata y huye impávido antes de que pueda ser descubierto.
_ ¿Y cómo es que pudo entrar y salir de manera desapercibida, sin que nadie pudiera detectarlo? ¿Cómo es posible que entre y salga nada más y nada menos que de Tiro Federal de forma implacable?
 _ Todo los interrogantes tendrán respuesta a su debido momento. No me puse a pensar en ello. Y francamente, es un detalle que me tiene sin cuidado.
 _ Debería preocuparlo si tiene serias intenciones de exonerar a un hombre inocente de la cárcel. Todas las piezas del rompecabezas deben encajar perfectamente entre sí y ninguna puede quedar suelta.
_ Le repito que no me enfocaré en eso, temporalmente. Haré que el propio asesino me lo revele cuando sea detenido.
 _ ¿Ya sabe de quién se trata, entonces?
 _ Tengo una vaga pero firme idea.
_ No le pediré que me revele aún de quién sospecha porque sé que no lo hará. Pero, retomando el tema del arma. Si el asesino utilizó una segunda arma, ¿De dónde la obtuvo?
 _ De cualquier otro lado. Trabajemos debidamente para resolverlo. Esto me da la certeza absoluta de que el señor Pietrela es inocente.
 _ El arma pertenecía al Polígono de Tiro y estaba registrada como todas las que perten pertenecen a entidades de servicio público. Por eso, después del asesinato, el señor Pietrela se deshizo de ella arrojándola a las aguas del Río de la Plata. Todo nos lleva irremediablemente al señor Pietrela. Quisiera creer que realmente él no lo hizo, pero las evidencias son las evidencias, Dortmund.
_ Pues, sigo sin estar convencido. Las evidencias casi nunca cuentan una verdad absoluta y objetiva.
_ ¿Se le ocurre algo mejor, Dortmund?
El inspector recordó algo súbitamente y miró a Riestra con una sonrisa impertinente.
_ Dígame una cosa, capitán Riestra. ¿Dónde escondería comúnmente una planta en particular para que no sea descubierta fácilmente?
_ Entre otras plantas de su misma especie, naturalmente. ¿Por qué?_ repuso Riestra con una celeridad disfrazada.
_ ¿Y dónde escondería un arma específica utilizada en un asesinato para que no fuese encontrada durante la investigación en curso?
_ ¿Entre otras armas? Digamos, una armería... Y no creo que se refiera precisamente a la armería del polígono.
El capitán vaciló frente a su propia respuesta, pero el inspector le hizo saber que su deducción fue acertada.
_  ¡Exacto! ¿Qué se supo del revólver de colección que robaron hace unos días del Museo de Armas?
_ Lo encontraron abandonado adentro de un pañuelo, enterrado en un concurrido parque de la Capital Federal. Lo hallaron siguiendo la evidencia y con un detector de metales. Hasta ahora, no se supo quién la robó ni porqué. Pero ya fue restituida al museo hace unos días atrás. 
_ Corríjame si me equivoco, capitán Riestra. ¿Era calibre veintidós?
_ ¿Qué está insinuando?
El capitán parecía sentirse irritado por las insólitas ocurrencias que afloraban de la mente de Sean Dortmund.
_ Que es el arma homicida_ alegó el inspector, visiblemente exaltado._ Robaron la bala del Polígono, se apropiaron audazmente del arma, la adaptaron, cometieron el homicidio ahí mismo en el Polígono y la ocultaron en donde fue recuperada unos días más tarde. Y nadie sería capaz de relacionar ambos hechos a simple vista porque parecen dos eventos absolutamente aislados entre sí. ¡Es muy ingenioso!
El capitán Riestra, profundamente asombrado por la idea de Dortmund, le solicitó hacer a Balística pruebas adicionales al arma para comprobar si había sido recientemente disparada. Después de todos los trámites de rigor para que fuese retirada del museo al que pertenecía, se autorizó el examen y el resultado fue positivo: había sido disparada hacía tres semanas atrás, en fecha coincidente con el asesinato de Silvia Larrazábal. Y las estrías de la bala pertenecían al propio adminículo.
Dortmund sugirió arrestar al señor Ochoa y así sucedió. Enrique Ochoa le confesó al capitán Riestra haber matado a Silvia Larrazábal por haberse apropiado de su hijo de manera ilegal, después de que lo diera en adopción. Ahora era responsabilidad del Estado decidir sobre el futuro de la criatura.
Después del arresto del señor Ochoa, Sean Dortmund envió un telegrama desde una oficina de correos cercana y le imploró al capitán Riestra que lo acompañase a su departamento de forma urgente. Sin comprender demasiado el motivo de semejante petición, el capitán aceptó.
Llegaron a la residencia de Sean Dortmund a la media hora.
_ Estuvo usted impecable, Dortmund_ lo alabó Riestra, una vez instalados._ Acertó sobre la inocencia del señor Pietrela desde el comienzo. Yo estaba equivocado al respecto y me eximo por ése error.
_ No del todo, capitán Riestra_ repuso Dortmund con voz apagada._ Sièndole a usted sincero, lo traje aquí para redimirme yo mismo de mi propio error. Un error que fui incapaz de subsanar en el momento mismo en que era cometido.
Riestra lo miró con indiferencia.
_ No lo entiendo_ aclaró luego vacilante.
_ Tuvo que ser así. No hay manera de que los hechos se hayan desarrollado de forma diferente. Sí, no puedo equivocarme. No ésta vez.
Mientras decía esto último, Sean Dortmund caminaba de un lado a otro, de forma incesante, en tanto el capitán Riestra lo observaba remotamente confundido.
Tocaron el timbre. Dortmund corrió hacia la puerta y abrió con impaciencia. Y por alguna curiosa razón que no podía explicarse aún, Riestra no se sorprendió de ver que la visitante era nada más y nada menos que la señora Irene Ochoa Pedraza, esposa de Enrique Ochoa, imputado por el asesinato de Silvia Larrazábal.
_ Vine en cuanto recibí su telegrama_ explicó la señora Ochoa ante la imponente presencia e intensa y furtiva mirada de Dortmund.
_ Le agradezco la gentileza_ respondió el inspector galantemente, y haciendo una seña con la mano, invitó a Irene Ochoa a sentarse. La dama obedeció cortésmente.
_ ¿Qué eso tan importante que tiene que decirme?
_ Tiene un esposo fabuloso, señora Ochoa. La felicito. Envidio tanta lealtad en un matrimonio.
_ No comprendo a qué se refiere, inspector.
Irene Ochoa se puso tensa y sus nervios empezaron a ser evidentes.
_ Su esposo confesó el crimen que usted misma cometió para protegerla. Debe sentirse un poco culpable por haber enviado a prisión a dos hombres inocentes. Usted conocía a Silvia Larrazábal de hace años atrás cuando trabajaban juntas en Protección Infantil. Al igual que ella, estaba involucrada en el negocio de las adopciones ilegales. Usted era algo así como una facilitadora. Revisaba los expedientes de los niños que ingresaban al sistema y si se ajustaban a determinado perfil, le pasaba el dato a la señora Larrazábal. Ella luego recibía los pagos millonarios de las familias interesadas y todo listo. Se le entregaba la criatura solicitada y el negocio estaba cerrado. Falsificar todo el papeleo para hacer pasar posteriormente la adopción por legítima era un mero trámite burocrático, nada más. Todo funcionó bien hasta que uno de los jueces, cómplice naturalmente de toda la operación, las puso en alerta en relación a una investigación que inició la Justicia Federal sobre el caso.
<Ahora bien. ¿De qué manera la Justicia tomó conocimiento de lo que sucedía? Por información que filtró alguien desde adentro. Por consiguiente, había un traidor. Eso es incuestionable. Se deduce solo de los eventos mismos. Usted, señora Ochoa, entró en pánico y abandonó todo, lo que le dio un claro motivo a la señora Larrazábal y compañía para sospechar que usted era la Judas de la organización. Desde ése preciso instante, todo fue caótico tanto para usted como para su esposo. Empezó a recibir amenazas y agravios de todas las dimensiones. Inclusive, me atrevo a asegurar que intentaron lastimarla en más de una ocasión. Pero no podía formalizar la denuncia porque todo sería descubierto y entonces usted se expondría a un peligro mucho mayor. Y fue justo ahí cuando su marido, el señor Enrique Ochoa, decidió adquirir un arma y aprender a usarla por las dudas. La puso en regla y se inscribió en el polígono de Tiro Federal. Y ahí se llevó una inesperada sorpresa: vio a Silvia Larrazábal hablando con alguna autoridad del lugar. Ella debió verlo sin que él lo notase, debió reconocerlo y es la razón por la que solicitó un horario atípico para practicar. Y su esposo no dudó en correr a contarle a usted a quién había visto, señora Ochoa: a la mujer que, mediante una aparente adopción legal, secuestró a su hijo Jeremías y la extorsionaba impiedosamente para liberarlo. Porque para la señora Larrazábal, la traidora que los delató con la Justicia fue usted. Para ella y también para todos sus demás socios>.
_ No voy a decir nada_ declaró la señora Ochoa, inexpresivamente y con frialdad.
_ No es necesario que hable_ continuó Dortmund._ Yo sé que usted no fue quien la delató en su momento porque quién sí lo hizo la amenazaba permanentemente y fue la razón por la que la señora Larrazábal tomó la determinación de aprender a usar un arma. Claro que es indudable que creyera que usted estaba detrás de dichas intimidaciones como una forma de contraatacar su embestida.
<Ni bien se enteró dónde estaría ella, fue hasta el polígono y la esperó desde una distancia prudente para evitar que la descubriera. Se enteró de ése modo de sus movimientos, sus horarios de entrada y salida, de toda su rutina en general. Intuyo que usted, señora Ochoa, ingresó al polígono con alguna excusa convincente, hurtó sigilosamente la llave de acceso, le hizo una copia y la devolvió con la misma discreción que con la que la tomó. Y también se cercioró de robar una bala porque ya lo tenía todo detalladamente pensado>.
 <Así se garantizó acceso al campo de tiro la noche del crimen. Cuando el señor Pietrela se ausentó, usted apareció de la nada y con un arma robada y cargada con la bala también robada, asesinó a la señora Larrazábal de un disparo certero en el tórax. Enseguida, tomó su arma, la revisó y disparó los tiros restantes para que creyeran que fue la propia señora Larrazábal quien los ejecutó. Y se deshizo del arma de ella, arrojándola al Río de la Plata. Y luego tuvo que irse caminando por la puerta y posteriormente deshacerse de la llave en cualquier alcantarilla>.
_ ¿Como obtuvo el arma del museo?_ exigió saber el capitán Riestra con autoridad.
Y dándose cuenta de que era inútil negar los hechos, la señora Ochoa se mostró subyugada y contestó la inquietud con profusa premura.
_ Supe que la habían robado del Museo de Armas por los medios. Contacté al ladrón y se la alquilé, por decirlo de alguna manera. Él no se opuso a mi oferta porque le pagué muy bien. Me dio expresas instrucciones de dónde retirarla, de que debía conseguirle una bala para que pudiese adaptarla, de cómo debía proseguir luego y de dónde debía dejàrlasela de nuevo después del asesinato.
_ En Parque Chacabuco, enterrada y envuelta en un pañuelo. Pero nosotros llegamos antes que él pudiera recuperarla.
_ ¿Eso de qué les sirvió? Tengo entendido que todavía no lo agarraron. Y en lo que a mí respecta, no pienso delatarlo. Confieso el homicidio de Silvia Larrazábal pero nada más. Recibió lo que merecía.
_ Usted también lo recibirá_ replicó Sean Dortmund con petulancia.
_ ¿Puedo preguntarle cómo me descubrió?
_ En el acta de adopción, figuraba que su hijo fue dado en adopción porque ustedes no podían mantenerlo. Sin embargo, su casa era una propiedad ostentosa. Y además, encontré dos misivas que usted recibió de parte de la señora Larrazábal semanas atrás, antes de que la matara. Son estos pequeños pero significativos detalles los que permiten que el resto de la trama se revele sola.
Irene Pedraza Ochoa fue arrestada, mientras que la Justicia iba a decidir en los próximos días la situación procesal de su marido, el señor Enrique Ochoa. E iba a investigar a las otras dos familias en virtud del cariz que tomó el caso en su etapa culmine y resolutoria. 
Por otra parte, Ricardo Pietrela fue sobreseído de la causa y recuperó su trabajo inmediatamente. Llegó al polígono de tiro emocionado. Tomó los anteojos, las antiparras y el arma después de una eternidad de no utilizarlas. Se sintió inmensamente feliz y en deuda con el inspector Dortmund.