Ricardo Pietrela era instructor de tiro en el Polígono Federal de la ciudad de
Buenos Aires. Era uno de los mejores que había en el país por aquélla época.
Pero su reputación se desmoronó en un segundo cuando quedó envuelto en el
asesinato de Silvia Larrazábal, ya que la bala que se recuperó del cuerpo
contenía sus huellas y la víctima era alumna suya. Solamente faltaba el motivo.
Pero el señor Pietrela sostenía firmemente que él era inocente, lo que no
convenció a nadie y el juez lo procesó con prisión preventiva, pese a que el
arma utilizada jamás fue encontrada. Pero el Polígono de Tiro daba en su parte
de atrás por una calle lateral al Río de la Plata, y el fiscal del caso arguyó
que el señor Pietrela lanzó el arma a sus aguas, un argumento que convenció
decididamente al magistrado. Pero no a Sean Dortmund, que estaba seguro de la
inocencia del señor Ricardo Pietrela.
_ Según la autopsia_ decía
el capitán Riestra, _ la señora Larrazábal murió alrededor de las ocho y media
de la noche a causa del disparo que recibió en el tórax. En ése horario, ella
estaba tomando clases con el señor Pietrela. No había nadie más en el Polígono,
ya todos se habían ido, y ellos dos quedaron solos. Sin testigos, fue el
momento ideal para el asesinato. Para mí, la culpabilidad del señor Pietrela es
irrefutable.
_ Se olvida usted del
motivo, capitán Riestra_ lo disintió el inspector con temeridad._ El señor
Pietrela carece de motivos suficientes para asesinar a la señora Silvia
Larrazábal.
_ Perdone que discrepe con
usted, Dortmund. Pero las circunstancias no lo favorecen en absoluto. Y
recuerde además que la bala recuperada del cuerpo de la víctima contiene sus
propias huellas.
_ Eso es porque él es
instructor de tiro y es el único que tiene autorización para tocar las balas y
cargar las armas. Y por su profesión, sus huellas están cargadas en el sistema.
_ No es suficiente para
demostrar que es inocente.
_ Tampoco lo es para
demostrar su culpabilidad. Por eso, estoy interesado en entrevistarme con
él cara a cara. Quiero ver personalmente su actitud al momento de responder a
mis preguntas, su postura, sus formas, su manera de hablar... Quiero
comprobarlo yo mismo.
_ Me parece perfectamente
razonable su petición, Dortmund. Pero, como el señor Pietrela está detenido en
una prisión federal, tendré que mover algunos contactos para que el juez a
cargo me extienda una orden para que autorice su visita a la Unidad.
_ Le estoy muy agradecido,
capitán Riestra. No esperaba menos de usted. Le solicito que en paralelo a mi
visita al señor Pietrela, averigüe todo lo que pueda referente a la occisa.
Cuanto más sepamos sobre ella, mejor para nuestra investigación.
_ Es un hecho, Dortmund.
El capitán consiguió dicha
orden a expensas de un fiscal que le debía un favor y Sean Dortmund pudo
visitar a Ricardo Pietrela dos días más tarde. Al principio, el acusado se
había negado a recibir la visita de un extraño, que difícilmente desde su
propio criterio personal, creyese que era inocente, ya que toda la información
recabada hasta el momento no lo favorecía en absoluto y lo señalaba
indiscutiblemente como el asesino de Silvia Larrazábal y todos los involucrados
en el caso confiaban ciegamente en las evidencias. Entonces, Pietrela no podía
dejar de preguntarse para sí: "¿Por qué este tipo cree que soy inocente?
¿La Justicia no me estará tendiendo una trampa para hacerme confesar, no?
". Y está idea, después de descartar de su mente otras alternativas que le
parecieron inadecuadas, pareció dejarlo completamente satisfecho. Y aceptó
recibir la visita de Sean Dortmund para saciar su curiosidad. Si era realmente
una trampa, Ricardo Pietrela estaba listo para hacerla funcionar.
El inspector llegó a la
Penitenciaria Federal de Marcos Paz puntual a las 13:30 y fue acompañado por el
guardia cárcel encargado de turno directamente hacia la celda del señor
Pietrela sin demasiadas demoras. Cuando los dos hombres se encontraron cara a
cara, Pietrela miró a Dortmund con desconfianza, dirigiéndole una mirada
distante y abrumadora. Era un hombre de actitud preponderante y decisión
resuelta. Y la seguridad que transmitía en sus palabras, lo hacían ver como una
persona de sentimientos impenetrables y serenidad inquebrantable. ¿Era un
asesino entonces o desconfiaba de la celeridad con la que se desempeñaba la
Justicia en casos similares al suyo?
Sean Dortmund lo miró más
solemnemente. En sus ojos refulgían destellos febriles y cargados de toda clase
de emociones esperanzadoras. Mi amigo estaba absolutamente convencido de que
iba a salvar a un hombre inocente de la cárcel. Le estrechó la mano
cordialmente para saludarlo, pero Pietrela le negó el saludo y no le sacaba los
ojos de encima al inspector.
_ ¿Por qué vino?_ le
preguntó Ricardo Pietrela con hostilidad, después de unos segundos de silencio
sórdido.
_ Vine a sacarlo de la
cárcel_ respondió Dortmund con parsimonia y una leve sonrisa en sus labios.
_ La Policía y la Justicia
no creen en mi inocencia, no creen en mi versión de lo que pasó ésa noche
porque todas las evidencias me incriminan. ¿Por qué tengo que suponer que usted
sí va a creerme, entonces?
_ Por dos sencillas
razones: la primera es que yo no represento ni a la Policía ni a la Justicia,
represento a la ley desde otra perspectiva totalmente diferente. Y la segunda
es que no creo en las evidencias, sí en los hechos y en lo que me cuenta la
historia.
El señor Pietrela lo
escuchó con atención, pero no dijo nada. Seguía mirando a Sean Dortmund
fijamente a los ojos con incredulidad y renuencia. El inspector se cansó de
esperar, le deseó los buenos días y se dispuso a retirarse. Pero una pregunta
intempestiva de Ricardo Pietrela cuando se estaba alejando lo hizo cambiar de
opinión y retrocedió de nuevo a su encuentro.
_ Perdòneme. ¿Sería tan
amable de plantearme su duda de nuevo? No la escuché con claridad_ dijo
Dortmund, haciéndose el desentendido.
_ Le pregunté por què cree
que soy inocente_ replicó el señor Pietrela.
_ ¿Acaso no lo es? Avíseme
para estar seguro que no pierdo el tiempo con usted.
_ Yo no maté a nadie. Y
quiero saber en qué basa sus sospechas para respaldar mi proclama de inocencia.
_ Hay una situación muy
clara, un contexto y una serie de circunstancias que, por su responsabilidad y
labor, llevan a los investigadores a abordar una conclusión absolutamente
errónea. En casos como el suyo, señor Pietrela, acusar a la presa más
vulnerable es siempre la salida más austera y directa. Se abaratan costos,
tiempo, recursos... Y ése no es el verdadero concepto de justicia, para mí.
La actitud del acusado
cedió ante la firmeza y la disposición del hombre que tenía frente a él.
Ricardo Pietrela ya no era aquél caballero serio, arrogante y tozudo del principio,
sino que se mostró más dócil y se permitió recibir la ayuda que Dortmund
proponía extenderle sin objeciones de ninguna clase.
_ Lo escucho_ lo incentivó
el inspector.
_ Silvia se inscribió en
el Polígono hará cosa de siete u ocho meses atrás. Los días de práctica son de
lunes a viernes desde las diez de la mañana hasta las dieciocho horas_ comenzó
explicando Pietrela relajadamente_ y los sábados desde las nueve de la mañana
hasta dos de la tarde. La señora Larrazábal pidió que le hiciéramos la excepción
de recibirla fuera del horario habitual de práctica porque antes de las seis no
podía asistir por su trabajo.
_ ¿Por qué no los días
sábados?
_ Porque argumentó que
vivía lejos, en Quilmes más precisamente. Pero, como de lunes a viernes
trabajaba en una oficina en Microcentro, le quedaba mucho más cómodo para
venir. Lo hablamos con los superiores y estuvieron de acuerdo, con la condición
no excluyente de que debía abonar un adicional por clase por evidentes razones,
¿correcto? Se lo planteamos a la señora Larrazábal y aceptó sin problemas.
_ ¿Le pareció raro que no
reprochara ésa decisión?
_ No había motivos para
eso. Le estábamos haciendo un favor, estaba más que satisfecha. No hubo ningún
inconveniente en ése sentido.
_ ¿Le dijo de qué
trabajaba o para qué quería aprender a usar un arma?
_ Alegó que era por una
cuestión de seguridad personal. Nos dijo que le habían entrado en la casa en
varias oportunidades y que hasta llegaron a amenazarla de forma agresiva. Nos
pareció perfectamente lógico.
_ ¿La señora Larrazábal
tenía todos los trámites y estudios obligatorios en regla?
_ Absolutamente todo en
regla. Incluso, en el examen psicofísico le fue mucho mejor de lo habitual en
relación al resto de las personas.
_ ¿Practicaba con su arma?
_ No, con las nuestras.
Utilizar armas propias lo prohíbe el reglamento interno.
_ ¿Era buena tiradora?
_ Aprendió a disparar
increíblemente en muy poco tiempo. Eso me sorprendió gratamente.
_ A juzgar por su
puntería, ¿podía sospecharse que la señora Larrazábal ya tenía conocimientos
previos sobre la práctica?
_ No. Decididamente, no.
Aprendió conmigo en el Polígono. Su enorme voluntad por aprender a disparar la
hizo muy buena tiradora en apenas tres meses. Comúnmente, esta clase de logros
se alcanzan en no menos de seis meses, como mínimo.
_ Interesante.
Dortmund resaltó este dato
especialmente en su diminuta libreta de anotaciones. Continuó con la charla.
_ Concretamente, el día
del asesinato, ¿què sucedió?
_ Ella practicaba de ocho
a nueve de la noche. Yo era su instructor porque el resto de mis colegas tenían
comprometido ése horario. Y debido a que yo era el que se quedaba hasta más
tarde, me encargaba de hacer el inventario de armas en la armería, de cerrar
con llave y dejar todo listo para el día siguiente.
Ése día hice el inventario
a las siete y media de la tarde y estaba todo perfectamente en su sitio, no se
registraron faltantes ni de armas ni de municiones. Y las planillas de retiro
estaban todas en orden y debidamente firmadas.
Silvia llegó puntual, como
siempre, y retiré un arma y municiones para practicar con ella.
_ ¿Lo dejó correctamente
asentado en la hoja de control?_ lo interrumpió Dortmund, amablemente.
_ Sí, como debía ser.
Alrededor de las ocho y veinte de la noche, más o menos, me ausenté unos
instantes para ir a buscar más municiones porque solamente quedaban tres.
_ ¿Notó algo fuera de lo
ordinario en la armería?
_ No. Todo estaba tal como
lo había acomodado yo.
_ ¿Se cruzó con alguien en
algún momento, señor Pietrela?
_ No. No quedaba nadie a
ésa hora. Ya todos se habían ido.
_ Continúe, por favor.
_ Mientras estaba
recogiendo las balas, escuché tres detonaciones seguidas, con mínima diferencia
de segundos entre los tres disparos. Y
como Silvia tenía sólo tres tiros disponibles, el hecho no me pareció en
absoluto extraño.
_ ¿Era frecuente que la
señora Larrazábal disparase el arma aún durante su ausencia, señor Pietrela?
_ Sí. Era muy recurrente.
_ ¿Me dice que escuchó el
asesinato y pasó absolutamente inadvertido para usted?
_ Suena tremenda la manera
en la que lo expone usted, pero así sucedió realmente.
_ ¿Y está seguro que no
vio nada inusual ni se cruzó con alguien en el tiempo que demanda ir hasta la
armería, tomar las balas y regresar a la pedana?
_ ¡Le doy mi palabra de
honor que no! ¿Cómo se lo tengo que explicar para que lo entienda usted?
_ Está bien, le creo, no
se exaspere. ¿Qué sucedió cuando regresó y vio a la señora Larrazábal tendida
en el suelo?
_ Intentè reanimarla, pero
no pude. Falleció en el acto. Me Asusté, estaba desesperado, no sabía cómo
actuar ni a quién recurrir. Pero después de un rato de pensarlo más
calmadamente, entendí que lo mejor era hacer las cosas bien. Y por obrar
correctamente, me refiero a dar aviso a la Policía y ponerme a su entera
disposición. Pero ya ve cómo me fue. Quedé como el malo de la película.
_ ¿Nunca vio el arma junto
al cuerpo, señor Pietrela?
_ No. No estaba por ningún
lado. La Policía requisó la armería y sólo detectó el faltante de una sola
arma, casualmente con la que Silvia estaba entrenando antes de que la
asesinaran. De ahí que infieren que la tiré en el Río de la Plata y que
intenten justificar con dicha acción que yo haya tardado varios minutos en
llamar a la Policía.
_ Por lo que me explica,
la Policía interpreta que usted le pidió a la señora Larrazábal el arma bajo
pretextos profesionales, la asesinó, se deshizo de la misma, regresó y
posteriormente dio aviso a las autoridades.
_ Exactamente. Ni más ni
menos. Ya ve cuál es mi situación. Entonces, le pregunto: ¿cómo piensa usted
ayudarme?
_ Contestándome una última
pregunta con la mayor exactitud posible.
Ricardo Pietrela asintió
con un ligero movimiento de cabeza.
_ ¿Cuánto tiempo tarda en
promedio en ir del campo de tiro a la armería, buscar las balas y regresar a la
pedana?_ preguntó el inspector, cuidadosamente.
El señor Pietrela vaciló
unos segundos antes de dar a conocer su respuesta.
_ Unos diez minutos, no
más que eso_ respondió al fin, resueltamente.
_ Lo suficiente para que
alguien más haya entrado, haya matado a la señora Larrazábal, se deshiciera del
arma y huyera.
_ Le repito que no vi a
nadie más.
_ Lo que no significa que
no estuviese. El Polígono es enorme. Y a simple vista, el asesino pudo
esconderse sin correr ningún tipo de riesgos.
_ ¿Por dónde entró, en el
último de los casos de que su teoría resulte cierta?
_ Ése es el menor de los
problemas, ahora. Despreocúpese. En dos días, será usted un hombre libre, señor
Pietrela.
Y sin agragar nada más, el
inspector se retiró de la prisión federal triunfante.
Volvió a reunirse con el
capitán Riestra, que lo esperaba en un coqueto bar de avenida Del Libertador, a
unas pocas cuadras de la escena del crimen.
_ ¿Cómo le fue con el
señor Pietrela, Dortmund?_ preguntó Riestra, con mucha expectativa.
_ Confirmado: es inocente.
Alguien más lo hizo. Pero necesito hacer algo antes para estar seguro de que no
me equivoco al respecto_ replicó el inspector, totalmente satisfecho con el
resultado de sus averiguaciones. Y como haciendo caso omiso de esto último que
dijo, prosiguió_ ¿Qué pudo averiguar sobre la señora Larrazábal, capitán
Riestra?
El capitán miró a su amigo
con sopor y resignación durante unos prolongados segundos, y luego respondió
gentilmente a su interrogante.
_ Silvia Larrazábal no era
ninguna Santa. Trabajaba en las oficinas de la Secretaría de Protección
Infantil. Básicamente, ahí se tramitan pedidos de adopción, causas que inician
los jueces por demanda de alimentos, por la tenencia de los menores en caso de
una separación conflictiva de los padres... En fin. En un allanamiento en
virtud de su muerte autorizado por el juez que instruye la causa, se
encontraron a tres chicos que vivían con ella, sobre los que la Justicia e
incluso quienes trabajaban con ella tenían absoluto desconocimiento. El juez
ordenó ir más a fondo y descubrió que la señora Larrazábal adoptó a estas tres
criaturas de forma irregular. Esto es falsificando actas, certificados, declaraciones
juradas, cosa que no se podía haber concretado sin la anuencia de algún juez
corrupto. Ella los elegía en base a los expedientes de todos los casos que se
tramitaban en su oficina. Por supuesto, que el juez abrió una investigación de
oficio por este tema, que la delegó en el fiscal federal Mauro Otamendi. Hay
más de un juez metido en esto, eso es muy claro. Cuestión, que nuestra víctima
comenzó a recibir amenazas anónimas de toda índole, tanto por correo ordinario
como por teléfono. Por razones obvias, nunca radicó la denuncia formal. Pero ya
está investigando este hecho también. Como ve, Silvia Larrazábal era una
persona ejemplar.
Resaltó ésta última frase
con un halo de paradoja en sus términos.
_ Por eso, temía por su
vida y quería aprender a usar el arma. Todo empieza a aclararse de a poco.
¿Llegó la señora Larrazábal a sufrir algún tipo de ataque directo contra su
persona, ya sea en la vía pública o en otro ámbito?
_ No hay registro de
incidentes de ésa naturaleza. Pero, no descarto nada.
_ Si recibía amenazas a
diario, había alguien que sabía lo que ella hacía y que estaba disconforme con
dicho accionar. ¿Quién, exactamente?
_ Si los únicos que sabían
sobre esto en teoría eran los jueces involucrados en las adopciones ilegales,
busquemos entre ellos y sus círculos a los responsables. Quizás entre ellos
esté el asesino.
_ ¿Qué motivos tendrían
para amenazar a la señora Larrazábal y luego cumplir con sus amenazas?
_ Quizás, ella se
arrepintió y quiso echarse para atrás. Y ante el temor infundado de que Silvia
Larrazábal los delatara, la mataron.
_ Excepto por un detalle,
capitán Riestra. La forma y las circunstancias en la que nuestra occisa fue
asesinada, se contrapone con los mecanismos que emplea esta gente en casos
parecidos. Las amenazas y las adopciones ilegales son temas que no nos atañen.
Dejemos que la Justicia los resuelva a su modo.
_ ¿Cuál es su idea,
Dortmund?
_ Ir al Polígono primero.
Necesito ver la escena del crimen. No me demandará más de cinco minutos llevar
a cabo mi pequeño experimento.
Riestra se mostró
discretamente impaciente e irracional ante la idea de su amigo. Pero la aceptó
porque era acreedor de una mente sobresaliente y por ende confiaba ciegamente
en él. Habló con el juez de la causa para acceder a la escena del crimen y este
le habilitó el ingreso, imponiéndole un tiempo máximo para permanecer adentro
de no más de diez minutos para así evitar contaminarla accidentalmente, ya que
aún no había sido oficialmente liberada. Sean Dortmund agradeció el gesto y los
dos hombres llegaron a Tiro Federal en menos de lo que imaginaban. El inspector
ingresó primero y sin demoras, corrió hacia el andarivel número 4, donde se
había producido el homicidio.
Pasó por debajo de la
franja blanca y roja, realizó algunas observaciones visuales muy ligeramente, y
se enfocó taxativamente en la silueta.
Tenía perforaciones por
toda la parte media alta, lo que confirmaba que la señora Larrazábal era una excelente tiradora,
de acuerdo a como la había descrito Ricardo Pietrela.
Sin embargo, Dortmund
percibió dos agujeros estampados en la
pared, a unos cuantos metros de distancia del blanco.
_ Una tiradora experta,
como lo era nuestra víctima, jamás hubiera fallado estos dos disparos tan
absurdamente_ agregó señalando con su dedo ambos orificios.
_ ¿Le consta realmente que
Silvia Larrazábal era una tiradora eficaz?_ preguntó el capitán Riestra con
cierta ingenuidad y cierta lentitud deliberadamente acentuada en sus palabras.
_ Las perforaciones que
presenta su silueta no mienten, capitán Riestra.
Hubo un rato de silencio y
el inspector, después de haber realizado otro examen visual espontáneo y
prácticamente desprovisto de cualquier calidad profesional, agregó.
_ Podemos retirarnos
cuando guste. Vi e hice todo lo que necesitaba ver y hacer. Agradèzcale a Su
Señoría el gesto que ha tenido para con nosotros, capitán Riestra.
Y sin darle tiempo a
reaccionar al capitán, Dortmund apuró con súbita urgencia sus pasos hacia la
salida. En menos de cinco minutos, los dos hombres estaban de nuevo en la
calle.
_ Estoy seguro que los
padres biológicos de los tres menores que la señora Larrazábal adoptó de manera
infrecuente, tenían suficientes motivos para matarla_ se desvió del asunto Sean
Dortmund.
_ ¿Qué fue exactamente lo
que hizo y a qué conclusión llegó, Dortmund? ¿Tiene la amabilidad de
explicármelo?_ preguntó Riestra con una actitud impaciente y un ápice de
intolerancia que calaba sus huesos con insistencia.
Pero el inspector no
respondió nada y el capitán se rindió enseguida al hermetismo de su amigo, al que
habitualmente era tortuosamente sometido y al que estaba quejosamente
acostumbrado.
_ ¿Creen que pudieron
haberse enterado?_ replicó tranquilamente el capitán Riestra, retomando sin
mucha más alternativa la última pregunta que le hiciera Sean Dortmund, aunque
transitoriamente indignado.
_ No sabemos las causas
por las que dieron a sus hijos en adopción. Supongo que son personas de bajos
recursos que no pueden darle una vida digna. Esto significa que sus hijos les
importan. Y tienen la facilidad de, una vez certificada la adopción, coordinar
un régimen de visitas con los padres adoptivos con el aval de un juez de
Familia. Además, mediante un abogado que les proporciona seguramente el Estado,
pueden saber cómo están sus hijos, si hay alguna familia interesada... Acceder
al expediente de adopción y resguardo, para ser más preciso.
_ Dicho de un modo más
simple, los padres genuinos se enteraron, revisando los expedientes
correspondientes, que sus hijos fueron adoptados de forma irregular por el pago
de sobornos de por medio por la señora Larrazábal y quisieron hacer justicia
por mano propia.
_ Interpretó mi idea
correctamente, capitán Riestra. Le hago una pregunta. ¿Le consta que haya de
por medio pago de sobornos?
_ ¡Ay, Dortmund! Los
jueces no se venden por que una persona les caiga bien, simplemente. Ella los
debía extorsionar, de eso no me quepan dudas.
_ Buena observación,
capitán Riestra. ¿Podrá conseguirme los datos de los padres biológicos de los
tres menores adoptados por la señora Silvia Larrazábal?
_ Por supuesto. ¿Qué otra
cosa quiere que haga?
_ Por el momento, sólo
eso. Quiero hablar de forma personal con cada uno de ellos.
_ Muy bien, Dortmund.
El capitán consintió
amablemente a la petición del inspector. Conseguir lo que le solicitó fue mucho
más sencillo de lo que hubiera esperado.
Los expedientes en
cuestión revelaban que las tres familias implicadas eran los Esquivel, los
Ocho y los Molina.
Laura y Mauricio Esquivel
dieron en adopción a su pequeña hija de dos años, María de los Ángeles, porque
el trabajo de ambos (eran abogados laboralistas) les reclamaba tiempo completo
y no disponían del tiempo suficiente y necesario para atender a una hija aunque
las ganas de hacerlo les sobraran. De todos modos, se comprometieron a ayudar
económicamente a la familia que decidiera hacerse cargo de ella. Por su parte,
además de verificar dicha información, Dortmund corroboró que ninguno de los
dos accedió al expediente de adopción de María de los Ángeles mientras la
pequeña se mantuvo en ése estatus. Pero que la habían visitado un par de veces
desde que Silvia Larrazábal la tuvo a su cargo y que la vieron feliz y
rozagante, y sobre todo, perfectamente cuidada y atendida, motivo por el que
tanto Laura y Mauricio estaban más que contentos y satisfechos.
Atestiguaron también que
la señora Larrazábal no aceptó de parte de ellos ningún tipo de ayuda
económica. Sin embargo, como buenos padres y responsables que eran, le
compraban ropa y juguetes a su pequeña hija. La malcriaban más que la propia
señora Larrazábal. Sin embargo, ambos padres dejaron traslucir un destello de
furia cuando se enteraron por voz de Sean Dortmund sobre las condiciones de
adopción de su hija. El clima ameno que habitaba en casa del matrimonio
Esquivel, se convirtió en un instante en un ambiente cargado de tensión y
nerviosismo inescrutables. Y el inspector tuvo que elegir meticulosamente las
palabras adecuadas para hablar de ahí en más para evitar un mal mayor. Ése, de
todos modos, no representaba ningún problema para él ya que era un mártir en el
sutil arte de la diplomacia.
_ ¿Por qué adoptó a
nuestra hija una mujer soltera, cuando nuestras leyes lo prohíben?_ preguntó
Mauricio Esquivel, emocionalmente quebrado, haciendo un sobreesfuerzo por
ocultar su enojo.
_ La Justicia aduce pago
de sobornos y falsificación de actas_ respondió Dortmund, con inocencia.
_ Sea sincero con
nosotros_ confrontó Laura Esquivel a Sean Dortmund con decisión._ ¿Por qué
vino?
El inspector respondió con
frialdad profesional.
_ Recibía amenazas de
muerte anónimas. Alguien sabía perfectamente a lo que la señora Larrazábal se
dedicaba.
_ ¿Y creen que nosotros
tuvimos algo que ver con eso? ¿Es eso? ¡Es una ofensa que piense así!
_ Una ofensa sensatamente
admisible.
La actitud de Dortmund se
tornó más petulante y soberbia. Su comportamiento se moldeaba afanosamente a
las circunstancias a las que era sometido. Tenía la habilidad de pasar del
afecto personal a la rigidez profesional en un segundo de manera asombrosamente
sorprendente.
_ Nosotros no sabíamos
nada de todo esto_ intervino Mauricio Esquivel, bastante más calmo que hacía
tan sólo unos instantes previos.
_ Pero alguien sí. Y ése
alguien es el asesino. Y por ende, no voy a permitir que un hombre inocente
cumpla la condena de quien realmente mató a la señora Silvia Larrazábal.
_ ¿Sospecha de nosotros,
no es cierto?_ insistió ofuscada, Laura Esquivel.
_ Es un requisito de la
profesión. No se exalte, señora Esquivel. No se lo tome personal.
_ Le voy a pedir ya mismo
que se retire de nuestra casa.
_ Los sospechosos del
crimen son las tres familias cuyos hijos fueron ilegalmente adoptados por
Silvia Larrazábal.
_ Ya escuchó a mi esposa_ dijo Mauricio
Esquivel en tono amenazante. Sean Dortmund insistió en sonsacarle algo más de
información al matrimonio Esquivel, pero la actitud altanera de ambos lo obligó
al inspector a abandonar la labor forzosamente. Pensaba que ambos eran
inocentes, pero su comportamiento no le permitió excluirlos aún del todo de la
lista de sospechosos. Aún así, dejó la morada invadido por un ápice de
satisfacción genuina.
Su siguiente diligencia fue visitar a la
familia Molina. Andrea y Lucio Molina eran un matrimonio lleno de problemas de
deudas. Sin embargo, ésa era la menor de sus preocupaciones. Seis meses atrás
el Estado les sacó a su hijo menor, Benicio, de tres años, por negligencia e
irresponsabilidad. Mismo el Estado les proporcionó un abogado, quien se encargó
de apelar el fallo y obtener la restitución del pequeño Benicio al cuidado de
sus padres biológicos. Pero no tuvo éxito y fue puesto a disposición en el
programa Nacional de Adopción. Si esto devastó
tanto a Andrea como a Lucio, enterarse de las condiciones de adopción de su
hijo los destruyó. Lo positivo de todo eso era que ahora disponían de
argumentos mucho más sólidos para pelear su restitución y ganarla tajantemente.
Sean Dortmund los interrogó por el caso de asesinato de Silvia Larrazábal y el
resultado de tales directrices fueron idénticas a las del matrimonio Esquivel,
incluso en la reacción frenética y desaforada de ambos padres. Ni Andrea ni
Lucio sabían de la adopción irregular de su hijo Benicio por parte de la señora
Larrazábal ni de las amenazas que recibía, y ambos negaron determinantemente
tener relación alguna con su muerte. Pese a todo, el inspector no los descartó
como sospechosos a ninguno de los dos. Cuando el inspector centró su atención
en el matrimonio restante, la familia Ochoa, sintió que su corazón dio un
vuelco estrepitoso. El padre de Jeremías Ochoa, el niño de cinco años adoptado
ilegalmente por la señora Larrazábal, Enrique Ochoa; practicó tiró al blanco
rigurosamente todos los días desde hacía siete meses atrás coincidentemente en
el polígono de Tiro Federal. Y por si fuera poco, tenía un arma registrada a su
nombre, del mismo calibre que la empleada para el asesinato. Haber comenzado a
practicar tiro al blanco al poco tiempo de que la señora Larrazábal comenzara
con sus respectivas prácticas y además en el mismo centro de entrenamiento,
constituía una causalidad demasiada extraordinaria. Y según la doctrina que
Sean Dortmund empleaba en todos sus
casos, las casualidades no existían. Sí las causalidades. Y en consecuencia, le
solicitó intervención a su amigo. El capitán Riestra, aunque parcialmente un
poco renuente a aceptar la teoría del inspector ya que siendo así el caso
resultaba demasiado fácil para un crimen cometido con determinados resguardos,
accedió a entrevistar al señor Ochoa que confesó que compró un arma pero
aduciendo motivos de protección personal. El capitán Riestra le pidió que le
mostrara el arma en cuestión y era casualmente calibre 22, el mismo con el que
mataron a la señora Silvia Larrazábal. Por lo tanto, el capitán lo demoró en la
casa con custodia policial y le pidió autorización al juez para peritar el
arma. Los resultados estuvieron listos enseguida: no era el arma buscada,
y el señor Enrique Ochoa fue liberado de inmediato.
Respecto del porqué él y
su esposa, la señora Irene Ochoa Pedraza, tomaron la decisión de dar a su
pequeño hijo en adopción, alegaron carecer de los recursos básicos
indispensables para darle al menor una vida digna como la que merecía tener.Y
consideraron que entregarlo en adopción para que pudiera ser cuidado por
alguien más apropiado y en una mejor situación que la de ellos, era lo mejor
que podían hacer por su hijo muy a pesar de los dos.
En cuanto al resto de las
cuestiones vinculantes al caso en sí, respondieron lo mismo que los otros dos
matrimonios entrevistados anteriormente. Desconocían que la adopción había
resultado ilegítima y negaron tener conocimiento de las amenazas proferidas en
contra de la señora Larrazábal. Bajo tales circunstancias, Sean Dortmund estaba
completamente convencido de que alguien mentía en relación a dichos eventos. La
conversación entre él y el capitán Riestra volvió a girar en relación al tema
del arma. El capitán le mencionó al inspector las inconsistencias que arrojaron
los resultados de los análisis dispuestos sobre el arma del señor Ochoa, sobre
los que el inspector se mostró cautelosamente divergente.
_ Es claro, capitán Riestra, que el señor
Ochoa no usó su propia arma para el crimen_ refunfuñó Dortmund._ ¡Me extraña
que no se valga de su inteligencia para hacer cierta clase de deducciones!
Usted mismo planteó al comienzo del caso que el arma utilizada para el
asesinato era la misma con la que la señora Larrazábal practicaba momentos
antes de ser asesinada. Y es la razón por la que el señor Pietrela se encuentra
injustamente privado de su libertad. El asesinó cometió el crimen y se deshizo
del arma inmediatamente. ¿Aún no fue localizada, correcto? Riestra asentó con
pesadez.
_ ¿Cuáles su teoría,
Dortmund? Dígamela de una vez_ cuestionó con reproche.
_ El único propósito_
repuso el inspector_ por el que tenía intenciones de ver la escena del crimen
era para comprobar que efectivamente se utilizó una segunda arma para el
homicidio. Un arma que el asesino llevó consigo y que después de que diera
muerte a la señora Larrazábal, tuvo que ocultar muy bien para que no fuese
encontrada jamás.
_ ¿Por qué querría el
asesino hacer una cosa así? Del modo en que cometió el asesinato, centraría sus
sospechas inevitablemente en el señor Pietrela. Y así sucedió, en efecto.
_ Porque es
meticulosamente organizado y no quiere dejar cabos sueltos que lleven a la
Justicia directamente hacia él. Por la reconstrucción que pude plantear a
partir del testimonio del señor Ricardo Pietrela, el homicidio se ejecutó de la
siguiente forma: la señora Larrazábal tenía solamente tres balas en el tambor
del revólver que estaba utilizando en ese momento para practicar, lo que obligó
al señor Pietrela a ir a la armería a buscar más provisiones. El ir y venir
desde la pedana hasta el depósito demora estimativamente diez minutos, más que
suficiente para que el asesino pueda actuar con plena libertad. Mata a la
señora Larrazábal con el arma propia, recoge el revólver de la señora
Larrazábal y efectúa apuntando a la silueta dos tiros, ya que previamente
corroboró que el arma de su víctima solamente tenía tres balas y no podía
vaciar el cargador, porque entonces se hubiesen escuchado cuatro impactos y eso
hubiese despertado la atención del señor Pietrela. Como el asesino desconoce el
tiempo que puede tardar en regresar de la armería el señor Ricardo Pietrela,
esos dos tiros los realiza apurado y nervioso, y terminan impactando al costado
del blanco, justo en la pared. Una vez efectuados ambos disparos, arroja el
arma al Río de la Plata y huye impávido antes de que pueda ser descubierto.
_ ¿Y cómo es que pudo
entrar y salir de manera desapercibida, sin que nadie pudiera detectarlo? ¿Cómo
es posible que entre y salga nada más y nada menos que de Tiro Federal de forma
implacable?
_ Todo los interrogantes tendrán respuesta a
su debido momento. No me puse a pensar en ello. Y francamente, es un detalle
que me tiene sin cuidado.
_ Debería preocuparlo si tiene serias
intenciones de exonerar a un hombre inocente de la cárcel. Todas las piezas del
rompecabezas deben encajar perfectamente entre sí y ninguna puede quedar
suelta.
_ Le repito que no me
enfocaré en eso, temporalmente. Haré que el propio asesino me lo revele cuando
sea detenido.
_ ¿Ya sabe de quién se trata, entonces?
_ Tengo una vaga pero firme idea.
_ No le pediré que me
revele aún de quién sospecha porque sé que no lo hará. Pero, retomando el tema
del arma. Si el asesino utilizó una segunda arma, ¿De dónde la obtuvo?
_ De cualquier otro lado. Trabajemos
debidamente para resolverlo. Esto me da la certeza absoluta de que el señor
Pietrela es inocente.
_ El arma pertenecía al Polígono de Tiro y
estaba registrada como todas las que perten pertenecen a entidades de servicio
público. Por eso, después del asesinato, el señor Pietrela se deshizo de ella
arrojándola a las aguas del Río de la Plata. Todo nos lleva irremediablemente
al señor Pietrela. Quisiera creer que realmente él no lo hizo, pero las
evidencias son las evidencias, Dortmund.
_ Pues, sigo sin estar
convencido. Las evidencias casi nunca cuentan una verdad absoluta y objetiva.
_ ¿Se le ocurre algo
mejor, Dortmund?
El inspector recordó algo
súbitamente y miró a Riestra con una sonrisa impertinente.
_ Dígame una cosa, capitán
Riestra. ¿Dónde escondería comúnmente una planta en particular para que no sea
descubierta fácilmente?
_ Entre otras plantas de
su misma especie, naturalmente. ¿Por qué?_ repuso Riestra con una celeridad disfrazada.
_ ¿Y dónde escondería un
arma específica utilizada en un asesinato para que no fuese encontrada durante
la investigación en curso?
_ ¿Entre otras armas?
Digamos, una armería... Y no creo que se refiera precisamente a la armería del
polígono.
El capitán vaciló frente a
su propia respuesta, pero el inspector le hizo saber que su deducción fue
acertada.
_ ¡Exacto! ¿Qué se
supo del revólver de colección que robaron hace unos días del Museo de Armas?
_ Lo encontraron
abandonado adentro de un pañuelo, enterrado en un concurrido parque de la
Capital Federal. Lo hallaron siguiendo la evidencia y con un detector de
metales. Hasta ahora, no se supo quién la robó ni porqué. Pero ya fue
restituida al museo hace unos días atrás.
_ Corríjame si me
equivoco, capitán Riestra. ¿Era calibre veintidós?
_ ¿Qué está insinuando?
El capitán parecía
sentirse irritado por las insólitas ocurrencias que afloraban de la mente de
Sean Dortmund.
_ Que es el arma homicida_
alegó el inspector, visiblemente exaltado._ Robaron la bala del Polígono, se
apropiaron audazmente del arma, la adaptaron, cometieron el homicidio ahí mismo
en el Polígono y la ocultaron en donde fue recuperada unos días más tarde. Y
nadie sería capaz de relacionar ambos hechos a simple vista porque parecen dos
eventos absolutamente aislados entre sí. ¡Es muy ingenioso!
El capitán Riestra,
profundamente asombrado por la idea de Dortmund, le solicitó hacer a Balística
pruebas adicionales al arma para comprobar si había sido recientemente
disparada. Después de todos los trámites de rigor para que fuese retirada del
museo al que pertenecía, se autorizó el examen y el resultado fue
positivo: había sido disparada hacía tres semanas atrás, en fecha
coincidente con el asesinato de Silvia Larrazábal. Y las estrías de la bala pertenecían
al propio adminículo.
Dortmund sugirió arrestar
al señor Ochoa y así sucedió. Enrique Ochoa le confesó al capitán Riestra haber
matado a Silvia Larrazábal por haberse apropiado de su hijo de manera ilegal,
después de que lo diera en adopción. Ahora era responsabilidad del Estado
decidir sobre el futuro de la criatura.
Después del arresto del
señor Ochoa, Sean Dortmund envió un telegrama desde una oficina de correos
cercana y le imploró al capitán Riestra que lo acompañase a su departamento de
forma urgente. Sin comprender demasiado el motivo de semejante petición, el
capitán aceptó.
Llegaron a la residencia
de Sean Dortmund a la media hora.
_ Estuvo usted impecable,
Dortmund_ lo alabó Riestra, una vez instalados._ Acertó sobre la inocencia del señor
Pietrela desde el comienzo. Yo estaba equivocado al respecto y me eximo por ése
error.
_ No del todo, capitán
Riestra_ repuso Dortmund con voz apagada._ Sièndole a usted sincero, lo traje
aquí para redimirme yo mismo de mi propio error. Un error que fui incapaz de
subsanar en el momento mismo en que era cometido.
Riestra lo miró con
indiferencia.
_ No lo entiendo_ aclaró
luego vacilante.
_ Tuvo que ser así. No hay
manera de que los hechos se hayan desarrollado de forma diferente. Sí, no puedo
equivocarme. No ésta vez.
Mientras decía esto
último, Sean Dortmund caminaba de un lado a otro, de forma incesante, en tanto
el capitán Riestra lo observaba remotamente confundido.
Tocaron el timbre.
Dortmund corrió hacia la puerta y abrió con impaciencia. Y por alguna curiosa
razón que no podía explicarse aún, Riestra no se sorprendió de ver que la
visitante era nada más y nada menos que la señora Irene Ochoa Pedraza, esposa
de Enrique Ochoa, imputado por el asesinato de Silvia Larrazábal.
_ Vine en cuanto recibí su
telegrama_ explicó la señora Ochoa ante la imponente presencia e intensa y
furtiva mirada de Dortmund.
_ Le agradezco la
gentileza_ respondió el inspector galantemente, y haciendo una seña con la
mano, invitó a Irene Ochoa a sentarse. La dama obedeció cortésmente.
_ ¿Qué eso tan importante
que tiene que decirme?
_ Tiene un esposo
fabuloso, señora Ochoa. La felicito. Envidio tanta lealtad en un matrimonio.
_ No comprendo a qué se
refiere, inspector.
Irene Ochoa se puso tensa
y sus nervios empezaron a ser evidentes.
_ Su esposo confesó el
crimen que usted misma cometió para protegerla. Debe sentirse un poco culpable
por haber enviado a prisión a dos hombres inocentes. Usted conocía a Silvia
Larrazábal de hace años atrás cuando trabajaban juntas en Protección Infantil.
Al igual que ella, estaba involucrada en el negocio de las adopciones ilegales.
Usted era algo así como una facilitadora. Revisaba los expedientes de los niños
que ingresaban al sistema y si se ajustaban a determinado perfil, le pasaba el
dato a la señora Larrazábal. Ella luego recibía los pagos millonarios de las
familias interesadas y todo listo. Se le entregaba la criatura solicitada y el
negocio estaba cerrado. Falsificar todo el papeleo para hacer pasar
posteriormente la adopción por legítima era un mero trámite burocrático, nada
más. Todo funcionó bien hasta que uno de los jueces, cómplice naturalmente de
toda la operación, las puso en alerta en relación a una investigación que
inició la Justicia Federal sobre el caso.
<Ahora bien. ¿De qué manera
la Justicia tomó conocimiento de lo que sucedía? Por información que filtró
alguien desde adentro. Por consiguiente, había un traidor. Eso es
incuestionable. Se deduce solo de los eventos mismos. Usted, señora Ochoa,
entró en pánico y abandonó todo, lo que le dio un claro motivo a la señora
Larrazábal y compañía para sospechar que usted era la Judas de la organización.
Desde ése preciso instante, todo fue caótico tanto para usted como para su
esposo. Empezó a recibir amenazas y agravios de todas las dimensiones.
Inclusive, me atrevo a asegurar que intentaron lastimarla en más de una
ocasión. Pero no podía formalizar la denuncia porque todo sería descubierto y
entonces usted se expondría a un peligro mucho mayor. Y fue justo ahí cuando su
marido, el señor Enrique Ochoa, decidió adquirir un arma y aprender a usarla
por las dudas. La puso en regla y se inscribió en el polígono de Tiro Federal.
Y ahí se llevó una inesperada sorpresa: vio a Silvia Larrazábal hablando con
alguna autoridad del lugar. Ella debió verlo sin que él lo notase, debió
reconocerlo y es la razón por la que solicitó un horario atípico para
practicar. Y su esposo no dudó en correr a contarle a usted a quién había
visto, señora Ochoa: a la mujer que, mediante una aparente adopción legal, secuestró
a su hijo Jeremías y la extorsionaba impiedosamente para liberarlo. Porque para
la señora Larrazábal, la traidora que los delató con la Justicia fue usted.
Para ella y también para todos sus demás socios>.
_ No voy a decir nada_
declaró la señora Ochoa, inexpresivamente y con frialdad.
_ No es necesario que
hable_ continuó Dortmund._ Yo sé que usted no fue quien la delató en su momento
porque quién sí lo hizo la amenazaba permanentemente y fue la razón por la que
la señora Larrazábal tomó la determinación de aprender a usar un arma. Claro
que es indudable que creyera que usted estaba detrás de dichas intimidaciones
como una forma de contraatacar su embestida.
<Ni bien se enteró
dónde estaría ella, fue hasta el polígono y la esperó desde una distancia
prudente para evitar que la descubriera. Se enteró de ése modo de sus
movimientos, sus horarios de entrada y salida, de toda su rutina en general.
Intuyo que usted, señora Ochoa, ingresó al polígono con alguna excusa
convincente, hurtó sigilosamente la llave de acceso, le hizo una copia y la
devolvió con la misma discreción que con la que la tomó. Y también se cercioró
de robar una bala porque ya lo tenía todo detalladamente pensado>.
<Así se garantizó acceso al campo de tiro
la noche del crimen. Cuando el señor Pietrela se ausentó, usted apareció de la
nada y con un arma robada y cargada con la bala también robada, asesinó a la
señora Larrazábal de un disparo certero en el tórax. Enseguida, tomó su arma,
la revisó y disparó los tiros restantes para que creyeran que fue la propia
señora Larrazábal quien los ejecutó. Y se deshizo del arma de ella, arrojándola
al Río de la Plata. Y luego tuvo que irse caminando por la puerta y
posteriormente deshacerse de la llave en cualquier alcantarilla>.
_ ¿Como obtuvo el arma del
museo?_ exigió saber el capitán Riestra con autoridad.
Y dándose cuenta de que
era inútil negar los hechos, la señora Ochoa se mostró subyugada y contestó la
inquietud con profusa premura.
_ Supe que la habían
robado del Museo de Armas por los medios. Contacté al ladrón y se la alquilé,
por decirlo de alguna manera. Él no se opuso a mi oferta porque le pagué muy
bien. Me dio expresas instrucciones de dónde retirarla, de que debía
conseguirle una bala para que pudiese adaptarla, de cómo debía proseguir luego
y de dónde debía dejàrlasela de nuevo después del asesinato.
_ En Parque Chacabuco,
enterrada y envuelta en un pañuelo. Pero nosotros llegamos antes que él pudiera
recuperarla.
_ ¿Eso de qué les sirvió?
Tengo entendido que todavía no lo agarraron. Y en lo que a mí respecta, no
pienso delatarlo. Confieso el homicidio de Silvia Larrazábal pero nada más.
Recibió lo que merecía.
_ Usted también lo
recibirá_ replicó Sean Dortmund con petulancia.
_ ¿Puedo preguntarle cómo
me descubrió?
_ En el acta de adopción,
figuraba que su hijo fue dado en adopción porque ustedes no podían mantenerlo.
Sin embargo, su casa era una propiedad ostentosa. Y además, encontré dos
misivas que usted recibió de parte de la señora Larrazábal semanas atrás, antes
de que la matara. Son estos pequeños pero significativos detalles los que
permiten que el resto de la trama se revele sola.
Irene Pedraza Ochoa fue
arrestada, mientras que la Justicia iba a decidir en los próximos días la
situación procesal de su marido, el señor Enrique Ochoa. E iba a investigar a las otras dos familias en virtud del cariz que tomó el caso en su etapa culmine y resolutoria.
Por otra parte, Ricardo
Pietrela fue sobreseído de la causa y recuperó su trabajo inmediatamente. Llegó
al polígono de tiro emocionado. Tomó los anteojos, las antiparras y el arma
después de una eternidad de no utilizarlas. Se sintió inmensamente feliz y en deuda con el
inspector Dortmund.
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