_ ¿Qué tal su fin de semana,
Dortmund?_ le dije a mi amigo con interés cuando traspasó el umbral de la
puerta. Se había ido todo un fin de semana largo solo a la región mesopotámica
argentina para descansar. Se fue un jueves a la tarde y volvió un lunes a la
mañana temprano. Se lo veía cansado por el viaje pero enérgico y completamente
renovado.
_ Un descanso típico que resultó
no salir como imaginaba o esperaba. Usted me entiende, doctor_ me respondió el
inspector guiñándome el ojo acompañando el gesto de una sonrisa perspicaz y
reveladora.
_.¿Un asesinato?_ le pregunté con
recelo.
Afirmó con una exclamación.
_ Cuénteme, por favor_ le sugerí
impaciente.
Se terminó de instalar de nuevo
en nuestra residencia, se acomodó
plácidamente en una butaca que colocó justo frente a mí, se aclaró
la garganta y comenzó.
_ El escenario fueron las ruinas jesuitas
guaraníes, una estructura altamente imponente y de una belleza solemne_
introdujo el tema, Dortmund._ Es un gran atractivo turístico y como tal
organiza varias visitas guiadas durante todo el día, en especial los sábados y
domingos. Pero como el reciente fue un fin de semana largo y se incrementó
arduamente el número de visitantes, incorporaron mayoritariamente franjas
horarias excepcionales para concentrar el flujo de gente inusual para que nadie
se quedase sin ver ni contemplar semejante maravilla arquitectónica.
El hecho puntual sucedió el
sábado en horas de la tarde, alrededor de las 14:15. Y más que de un asesinato,
se trató de una tragedia, de esas que tanto afectan al alma humana sin
remordimientos ni culpas. Estábamos todos prestando especial atención a la
explicación del guía, cuando el momento tan grato e instructivo que estábamos
compartiendo fue interrumpido bruscamente por un disparo de arma de fuego que
provino del lado norte. Seguí el eco
del sonido hasta su origen y me encontré con una mujer tendida en el suelo,
muerta por un impacto de bala recibida en su sien derecha. La pobre se llamaba
Cristina Auyero y frente a ella, a una distancia relativamente corta, prudente
y considerable; estaba parado su exmarido, identificado como Roque Siloci, quien
sostenía el revólver entre sus manos, aún. Estaba tenso, shockeado, nervioso,
paralizado, consternado y no paraba de llorar y preguntarse porqué hizo lo que
hizo.
Cuando me acerqué hacia él, lo
primero que hizo fue confesar el crimen, sus palabras sólo giraban en torno a su confesión. Sin embargo, había dos puntos contradictorios que percibí de
inmediato. El primero fue que si realmente el señor Siloci hubiera asesinado a
la señora Auyero, el impacto de bala tendría que haber sido en el pecho o en su
defecto en la parte frontal de la cabeza. Pero la bala entró por el costado
derecho de la cabeza. Y fue extremadamente extraño porque pude darme cuenta
enseguida que el señor Siloci siempre estuvo parado en ésa misma posición todo
el tiempo. Y el segundo detalle que advertí fue que Roque Siloci sostenía el
arma con absoluta firmeza y seguridad. Y si él hubiera verdaderamente disparado
el arma por accidente, se le tendría que haber caído de la mano y haber
intentado socorrer de alguna forma a la señora Auyero y eso ni nada parecido ocurrió. Y si la hubiera asesinado premeditadamente, tendría que haber
huido de la escena urgentemente, y es claro que eso tampoco sucedió. Entonces,
¿por qué Cristina Auyero tenía el orificio de entrada en el costado de la sien
derecha y por qué el señor Siloci mantenía el arma consistente entre sus dedos y además parado de frente hacia ella?
_ ¿El disparo salió de ésa misma
arma?_ le pregunté a Dortmund, reflexivamente.
_ Sí_ me respondió él con
seguridad._ Y fueron estos dos pequeños pero significativos detalles los que me
dieron la pronta solución del caso.
_ Por más que lo analizo, no logro
ver nada claro en todo esto.
_ Pues, todo es más claro de lo
que parece. Mientras estaba disfrutando de la visita guiada, escuché de lejos
una discusión subida de tono entre dos personas pero el hecho fue ignorado por
mí en esos momentos. Más tarde, con la aparición del cuerpo de la señora
Auyero, atribuí la discusión a ella y al señor Roque Siloci. Y no me equivoqué
en ese aspecto.
Las cosas entre ellos no estaban
bien desde hacía varios meses. Su matrimonio estaba en una etapa de erosión
constante y prácticamente irreversible. Roque Siloci empezó a verse con otra
mujer con la que mantenía una relación intensa y dinámica. El señor Siloci
solía decirle a la señora Auyero que iba a llegar tarde a casa por cuestiones
de trabajo, la vieja excusa que jamás va a pasar de moda. Pero ella empezó a
sospechar que algo no andaba bien. Y aunque todas las veces que la señora
Auyero confrontó a su esposo por este tema él le negara todo, ella ya lo
presentía. Cristina Auyero estaba completamente enamorada de Roque Siloci, pero
el amor no era recíproco y se había terminado hacía rato ya. Él llegó a hacer
de todo para alejarla, pero para Cristina Auyero el señor Siloci era todo su
mundo y no existía nadie por fuera de él. Y más de una vez, puedo asegurarle
doctor, que la tercera mujer en discordia le propuso al señor Siloci deshacerse
definitivamente de la señora Auyero porque era un obstáculo entre ellos dos.
Así funciona la psicología de ésta clase de mujeres. Siempre ven a la esposa de
su amante como un impedimento y persuaden perversamente a aquél para hacer
cualquier cosa que permita sacarla del medio.
El señor Siloci y su amante
aprovecharon este fin de semana para escaparse juntos, eligiendo como destino
turístico la Mesopotamia argentina. Pero ninguno de los dos contaba con que
Cristina Auyero los iba a seguir. Debió ser en el hotel donde ella lo agarró a
su esposo in fraganti y el señor Siloci, evitando que su amante interfiriera,
llevó a la señora Auyero a conversar e intentar calmar las aguas a un lugar más
tranquilo. Ella hizo todo lo permitido para disuadir al señor Siloci de volver
con ella y ser una pareja feliz otra vez, pero cuando vio que él no iba a
cambiar de decisión, se alejó unos pasos y extrajo el arma de su cartera. Roque
Siloci se habrá asustado porque habrá imaginado en ése momento que las únicas
intenciones de la señora Auyero eran matarlo. Pero, para sorpresa suya, ella
amenazó con quitarse la vida si no podía recuperarlo, porque ya no podía vivir
rodeada de tanto dolor, y menos aún, siendo consciente de que su esposo tenía
una doble vida con otra mujer.
Roque Siloci no hizo nada para
evitar el suicidio de su esposa. Dejó que ella lentamente se apoyara el
revólver en la sien y segundos después apretara del gatillo. Inclusive, la
alentó a que lo hiciera. Era la solución que tanto deseaba, la que él no quiso
ejecutar. Tuvo la ocasión de arreglar las cosas y no la desaprovechó. Pensó
quizás que lo de Cristina Auyero era de palabra solamente, pero no, porque
cumplió su promesa y se mató delante de suyo. Y cuando ella se desplomó sobre
el suelo, él cayó en la inevitable y dura realidad. Se dio cuenta que amaba a
su esposa más de lo que admitía, que era el amor de su vida y que jamás podría
perdonarse el no haber evitado la tragedia. Y fue ésa culpa insoportable la que
lo motivó a tomar el revólver y mentir respecto a que la había asesinado. Su
dolor fue tan real como la pérdida sufrida.
_ ¿Simuló un asesinato sólo por
amor?
_ Tal como usted lo plantea,
doctor. Una tragedia más del
alma humana atormentada por los celos, la ira y la culpa.
_ ¿Las pruebas son concluyentes?
No es que dude de su capacidad, Dortmund...
_ Las pruebas son tan sólidas
como la historia misma.
Me quedé pensativo por un largo
rato.
_ Pese a que el caso fue resuelto
y aclarado_ dije luego con un tono de voz persuasivo, _ ¿no pudiera darse el
caso de que la amante los haya seguido, haya matado a la señora Auyero y el
señor Siloci se haya achacado el crimen para protegerla?
Sean Dortmund me miró extrañado y
su expresión no fue nada convencional. ¿Había considerado ésa posibilidad y la
descartó más tarde con las investigaciones que efectuó o jamás la tomó en
cuenta y había dejado a una asesina en libertad? Me desesperada la sola idea de
que Dortmund, por primera vez en su vida, se hubiera equivocado.
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