viernes, 27 de octubre de 2017

El rey de copas (Gabriel Zas)



                      
 
_ Llegué y vi a la señora Pugliese tirada en el piso_ le explicaba la oficial de Tránsito Albarracín al inspector Laureano Borrell, de Homicidios.

Diana Albarracín estaba consternada y angustiada por la tragedia que le tocó presenciar. Levantaba la vista solamente para responderle sus preguntas al inspector  y luego volvía a agacharla compungida.

_ ¿A qué fue a casa de la señora Norma Pugliese, oficial Albarracín?_ fue lo siguiente que quiso saber Borrell.

_ A darle la noticia de la muerte de su esposo, Antonio Lonpriato. Tuvo un accidente con el coche cuando volvía del trabajo para su casa en avenida Córdoba altura Malabia y falleció en el acto como consecuencia de la gravedad de las heridas.

_ ¿La causa de muerte y sus circunstancias fueron legalmente avaladas por un médico forense?

_ Absolutamente, señor.

_ ¿No hay dudas entonces de que el señor Lonpriato murió por el choque?

_ Ninguna duda al respecto, señor.

_ ¿Cómo fue el accidente?

_ El señor Lonpriato iba por Córdoba a la velocidad permitida y cuando cruzó Malabia con el semáforo a favor suyo, otro vehículo particular que venía transitando por calle Malabia atravesó a grandes velocidades la avenida y embistió el auto de Lonpriato con suma violencia. Demás está decir que el conductor responsable del accidente también perdió la vida ahí mismo en el lugar.

_ ¿Las pericias accidentológicas, mecánicas y de rastros que se practicaron fueron determinantes para abordar la conclusión que usted me acaba de exponer, oficial Albarracín?

_ Sí. Absolutamente, inspector.

_ Continúe. Fue a notificarle a la viuda del señor Lonpriato sobre lo sucedido, llegó a su casa, ¿y qué pasó?

La oficial Albarracín se estremeció y con cierta reticencia a recordar lo acaecido, relató escuetamente los hechos.

_ Llegué y vi la puerta abierta. Llamé varias veces para ver si alguien me respondía y cuando no obtuve ninguna respuesta después de algunos minutos, desenfundé mi arma reglamentaria y entré cautelosamente. Y contemplé enseguida el cuerpo de Norma Pugliese tirado boca arriba sobre un gran charco de sangre que fluía de su cabeza a borbotones. Revisé el resto de la propiedad y no encontré a nadie más adentro ni escondido en algún rincón de la casa. Sólo varios papeles y muebles tirados y desperdigados por doquier. E inmediatamente di intervención a la Unidad de homicidios.

_ ¿No tocó ni movió nada de su lugar, no?

_ Dejé todo tal cual lo encontré.

_ ¿Intentó reanimarla?

_ Sí, por supuesto que seguí el protocolo aunque era claro que ya no se podía hacer más nada para ayudar a la víctima.

_ Pero, usted encontró algo significativo al lado del cuerpo, oficial.

_ Sí, señor. Encontré un rey de copas que la víctima sostenía entre sus dedos, claramente plantado ahí por un tercero. Es la firma clave de un asesino serial.

_ Hace tres meses que El Rey de Copas viene atacando, pero su modus operandi en este caso difiere absolutamente del tradicional. Y a no de ser que se dé un evento considerablemente extraordinario que amerite un cambio de rutina, el asesino serial respeta en cada asesinato que comete su ritual. Y ésa circunstancia particular en este caso puntual estuvo ausente.

Diana Albarracín se puso más nerviosa que al comienzo.

_ No sabría decirle eso, señor_ agregó la oficial, esquiva.

_  Y tampoco sabrá explicarme porqué no se registraron faltantes de objetos pese a que gran parte de la morada fue revuelta de pies a cabeza por el intruso.

_ Quizás, porque no encontró lo que buscaba.

_ ¿Y qué imagina que buscaba el asesino según usted, oficial Albarracín?

_ No sabría qué responderle a eso, inspector.

_Y tampoco sabrá explicarme porqué los peritos no encontraron ningún rastro de que la cerradura de la puerta de entrada haya resultado forzada.

_ La señora Pugliese debía conocer al asesino. Por eso quizás el cambio en su modus operandi.

_ ¿Qué cree que pasó, desde su punto de vista, oficial Albarracín?

_ Creo que algún familiar muy cercano a la víctima la asesinó por motivos personales, desordenó un poco las cosas para aparentar un robo y finalmente decidió inculpar al misterioso Rey de Copas para, quizás, generar más confusión. Es claro que el asesino desconoce el método de ataque de este criminal.

_ No lo conoce porque la prensa nunca difundió los detalles del caso, oficial.

Diana Albarracín miró a Borrel con una mirada perdida y afligida. Sin embargo, unos golpecitos en el hombro que aquél le propinó la tranquilizaron de inmediato.

_ Una última cosa, oficial. ¿Cuánto tiempo pasó aproximadamente desde que tuvo conocimiento del accidente del esposo de la víctima hasta que vino a notificarla sobre el hecho y se encontró con la escena de su muerte?

_ Calculo que no más de dos o tres horas, señor. Francamente, no medí el tiempo.

Borrell la miró seriamente por algunos segundos, mientras que Diana Albarracín lo miraba fijamente haciendo un esfuerzo muy grande para evitar desviar la mirada hacia otra parte.

_ Está muy nerviosa, oficial. La entiendo perfectamente_ le dijo el inspector afectuosamente._ Vaya a descansar. Y gracias por su testimonio.

Ella le dirigió una cálida sonrisa tímida, sintiendo por dentro un gran alivio y se retiró. Por su parte, Laureano Borrell junto al equipo de investigación designado por la Justicia siguió revisando toda la casa y barajando varias posibilidades sobre lo sucedido sin ninguna idea clara al respecto. Cada observación que hacía la apuntaba en su diminuta libreta de mano, pero muchas de sus anotaciones resultaban de un interés irrelevante para la causa. No obstante, el inspector Borrell era una persona muy meticulosa que no le gustaba dejar librado al azar ningún detalle por más insignificante que el mismo pudiera significarle. Después de dar por culminada su inspección, se acercó hasta uno de los oficiales del equipo.

_ ¿Hablaron con los vecinos para saber si alguien vio o escuchó algo fuera de lo normal?_ le preguntó Borrell a aquél.

_ Sí, señor_ respondió el oficial consultado por el inspector._ Escucharon un quejido muy agudo que se intensificó repentinamente en un grito ahogado de dolor y atrás de eso sólo perduró el silencio. Salieron a ver qué pasaba y encontraron la puerta abierta de la casa de la señora pugliese pero no vieron salir a nadie. Y al rato la vieron llegar a la oficial Albarracín.

_ ¿Los vecinos pueden atribuirle fehacientemente el grito que oyeron a la señora Pugliese?

_ Se lo atribuyen por las circunstancias, no por otra cuestión, señor.

_ ¿Alguno de los vecinos entrevistados hablaron con la señora pugliese en algún momento del día de hoy?

_ Todos respondieron negativamente a ésa pregunta.

_ ¿Qué alegaron respecto al comportamiento de la señora Pugliese en el transcurso de las últimas semanas?

_ Bien. Dijeron que estaba feliz y reluciente como acostumbraba a estarlo habitualmente. Era una mujer con un temperamento muy alegre.

_ ¿De modo que debo suponer que no tenía problemas con su matrimonio?

_ Treinta y dos años de casada. La pareja estaba en su mejor momento.

_ De todos modos, hubiese resultado improbable que el marido la hubiera asesinado porque estaba en camino hacia la casa cuando la mataron.

_ Pudo, sin embargo, haber contratado a alguien más para que hiciera el trabajo sucio.

_ Lo dudo en absoluto. A propósito, oficial. ¿Saben los vecinos lo que le sucedió al señor Lonpriato?

_ Sí. Están todos muy conmovidos y consternados al respecto. Perder a dos amigos del barrio en un mismo día es cosa que no ocurre a menudo.  

_ Veo que usted y el resto del equipo han hecho bien su trabajo. Lo felicito por eso.

_ Gracias, señor.

Laureano Borrel acortó notablemente la distancia que mantenía con el oficial consultado.

_ Hágame un favor_ le balbuceó el inspector muy de cerca._ Manténgame informado de todas las novedades que vayan surgiendo y cerciórese personalmente de que el fiscal y el juez investiguen muy de cerca a los vecinos del matrimonio por si hay algo de información que nos estén ocultando.

_ Cuente con eso, señor.

_ Gracias.

Y Laureano Borrell le guiñó el ojo acompañando el gesto de una sonrisa.

A los pocos días del asesinato de Norma Pugliese, el inspector recibió dos noticias por vías diferentes. La primera, es que su oficial confidente le confirmó que al menos una vecina del matrimonio Pugliese-Lonpriato vio que la víctima había discutido con sus dos hijos un poco antes del crimen y que posterioremente mantuvo un encuentro secreto con su único sobrino, Isidoro Pugliese. La declarante adujo en su testimonio bajo juramento que desconocía si su esposo, Antonio Lonpriato, estaba al tanto de ésta discordia familiar y que ignoraba el motivo de la trifulca.

Y por otro lado, las pericias accidentológicas en general sustanciaron el aval del choque fatal que terminó con la vida de Antonio Lonpriato. Oficiualmente, no había conexión alguna entre ambos casos. Y con la declaración de los vecinos testigos pudo asimismo verificar que la historia que refirió la oficial Diana Albarracín en su parte de los hechos resultó verídica e irrefutable. La única desventaja era que el examen preliminar de autopsia no iba a estar disponible hasta dentro de al menos tres días más porque en el polo judicial que tenía jurisdicción en la causa había solamente un médico forense desginado de turno y estaba sobrecargado de trabajo reciente y atrasado, y algunos casos disponían de mayor prioridad que otros.

Laureano Borrell aprovechó ése tiempo para interrogar a los tres principales sospechosos del caso con la debida autorización legal pertinente.

Al primero que visitó el inspector Laureano Borrell fue a Hugo Lonpriato, el hijo mayor del matrimonio. Era un hombre ordinario y daba a simple vista la apariencia de poseer un temperamento bastante fuerte y controvertido. Sin embargo, resultó todo lo contrario. Un hombre débil, abstraído y de personalidad sensible. Después de que Borrell le diera sus condolencias por la pérdida de sus padres, se abocó a interrogarlo sobre el asesinato de su madre, Norma Pugliese.

_ Un testigo confiable los vio discutir a usted y a su madre días antes de su asesinato_ lo confrontó Borrell fríamente.

 No obstante, Hugo Lonpriato le devolvió una mirada furtiva e inexpresiva.

_ ¿Puedo saber antes cómo murió mi madre?_ preguntó haciendo un esfuerzo sobrehumano para evitar quebrarse.

_ El asesino la empujó ferozmente contra el piso y ella pegó la cabeza de llenó contra una mesa ratona que hay en el living. Sin dudas, antes de amatarla, el asesino intercambió unas palabras con ella.

_ Mi hermano Javier, Javier Lonpriato, quería quedarse con todo el negocio familiar para él. Mi familia es dueña de la empresa de electrodomésticos Vitale. Mi padre, para asegurarnos un próspero futuro económico por si algo le pasaba, le cedió en el testamento todos los derechos y la potestad de la firma a mi madre, dejando asentado además que de pasarle algo a ella, nos correspondía en partes iguales a mi hermano y a mí. Es decir, cincuenta porciento de la compañia para cada uno de nosotros, todo con el aval legal de sus abogados. Pero Javier es tan ambicioso y avaro, que quería todo para él y me quería dejar afuera del negocio a mí. Por supuesto que me enojé y discutí en fuertes términos con él. Pero empujado por lo inútil que fue intentar convencerlo de hacer las cosas bien, cedí a su obstinación y fui directo a hablar con mamá. Después, Javier habló por su lado y mi madre nos citó a los dos en su casa. Nos dijo que había hablado con papá de este asunto y que habían decidido, después de haberlo debatido y reflexionado en profundidad, dejar sin efecto dicha cláusula. Si algo les pasaba a alguno de ellos o a los dos, la empresa pasaba automáticamente a concurso judicial para asignarle a través de pliegos de licitación un nuevo dueño. Ésa fue la discusión que oyeron sus vecinos. Mamá estaba retiente a declinar su decisión y mi hermano la suya, así que la pelea entre ambos fue mucho más intensa. Tuvo que intervenir mi primo Isidoro para calmar las aguas, sin tomar partida de ninguna postura a favor.

_ Entonces, usted volvió a casa de su madre para buscar y robar el segundo testamento, digamos, que lo dejaban a ustedes dos excluidos del negocio familiar. Confrontó a su madre y como ella no entró en razón, impulsado por un arrebato espontáneo de emoción violenta, empujó a su madre contra el piso con tanta mala suerte que la mató. Después, revolvió la casa de arriba a abajo buscando ése documento y cuando lo encontró se lo llevó.

_ Sí, volví con ése objetivo y sus deducciones son totalmente ciertas, menos una: yo no maté a mi madre. Cuando llegué... Ya estaba muerta. Me apresuré a buscar lo que deseaba y huí despavorido de la escena.

Laureano Borrell miró a Hugo Lonpriato fijó a los ojos por unos cuantos segundos prolongados. Y el hijo de la señora Pugliese miraba al inspector de Homicidios con miedo, dudas y confusión.

_ Le creo_ admitió Borrell con absoluta franqueza._ ¿Por qué no llamó a la Policía cuando descubrió el cuerpo de su madre?

_ ¡Porque sabía que no se vería nada bien! ¡No supe qué hacer ni cómo reaccionar!

_ Tiene que hacer las cosas correctamente e ir con la verdad de frente.

_ Perdí a mis padres en un mismo día y en circunstancias diferentes. Póngase un poco en mi lugar de vez en cuando.

_ Matar a su madre no le hubiese contribuido ninguna ventaja favorable a su situación. Ella, por la cuestión de la herencia, valía más viva que muerta. Eso lo descarta también a su hermano de entre los sospechosos. Y en vista de que el señoer Isidoro Pugliese carecía de motivos aparentes para el homicidio, todo el caso vuelve a foja cero.

_ ¿Acaso no la mató un asesino que se hace llamar Rey de Copas? Supe por el expediente que encontraron su sello característico en la escena.

_ Creemos que eso fue una pantalla del verdadero asesino para evadirse de su responsabilidad en el caso. ¿Sabía eso pero no cómo su madre había muerto?

_ Cuando la vi tirada, lo supe enseguida. Pero me negaba a creerlo y por eso me negué a revisar en detalle el expediente de la causa. Necesitaba que alguien me lo dijera personalmente. Y ése alguien fue usted, inspector.

_ ¿No vio movimientos extraños ni antes ni después de que llegera y se fuera respectivamente usted de casa de su madre el día del crimen, señor Lonpriato?

_ Estoy seguro que no.

Laureano Borrell le agradeció el tiempo y su siguiente diligencia fue mantener una reunión escueta con el hermano de aquél, Javier Lonpriato. Tenía un temperamento más hostil y dominante que Hugo Lonpriato, y sus modales eran más agresivos y poco refinados. Después de que el inspector le hiciese un breve resumen del encuentro que mantuvo con precisamente Hugo Lonpriato, Javier se ofuscó cuando supo lo que hizo de  haber admitido sustraer el segundo documento de casa de su madre.

_ Ése granuja, hijo de perra_ fustigó con una verborragia muy acentuada.

_ Mitad para ambos de la empresa, ésa fue la voluntad de sus padres_ le refutó Borrell._ La voluntad de sus padres se amolda a la ley y nosotros nos amoldamos a la ley sin perjuicios ni ofensas.

_ Usted no entiende, inspector.

_ Entiendo que su egoísmo mató a su madre.

_ ¿Cree que la asesiné?

_ Dígamelo usted.

_ Fui a verla ése mismo día, pero desde una cuadra antes vi a una oficial de Policía entrando a su casa. Tuve miedo y me volví. Y a las horas me llamaron dándome la noticia de su muerte.

_ ¿Por qué se retiró del lugar, señor Lonpriato?

_ ¿Para qué iba a acercarme? No sabía con exactitud lo que había ocurrido. Pero supe enseguida que no podía ser nada bueno. Si me acercaba y me identificaba como familiar directo de la propietaria de la casa, me iban a retener e iban a achacarme lo que hubiera pasado de cualquier manera. Perdoneme, pero no confío en la Policía. Quizás obré mal pero no me arrepiento por eso.

_ ¿Se dirigía a casa de su madre porque supo que su hermano estaba con ella intentando convencerla de que cambiase de decisión respecto de la herencia y se enojó?

_ Lo desconocía por completo hasta que usted me lo acaba de decir, inspector. Iba a darle la noticia sobre el accidente que tuvo papá. Yo trabajo a dos cuadras de donde ocurrió el accidente y un compañero de la oficina que pasaba casualmente por el lugar vino corriendo a avisarme.

_ ¿Y no se le ocurrió pensar que una oficial de Policía estaba en su casa para darle precisamente la noticia y no por otra razón?

_ Por la tensión que había por el tema de la herencia de la empresa, no se me ocurrió pensar en nada más. Prefería darle yo la noticia la muerte de papá personalmente antes de que lo hiciera alguien más, porque estaba seguro que no lo soportaría.

_ ¿A qué se refiere exactamente con que la señora Pugliese no lo soportaría?

_ Ella sufría seriamente del corazón. Una noticia así, dada en seco, la habría fulminado de un infarto sin dudas. Estaba medicada por prescripción médica. Su cardiologo de cabecera nos prohibió terminantemente darle malas noticias no sin antes prepararla. La habría matado, sin dudas. Por eso imagino que junto a mi padre tomaron la decisión de sacarnos a mi hermano y a mi de la herencia, para evitar hacerse problema y preservar su salud. Así el inconveniente quedaba subsanado. Me comporté como un tarado

Y agachó la mirada en señal del sentimiento de vergüenza que lo invadía en ése momento.

_ "Darle la noticia en seco la habría matado sin dudas"_ repitió para sí Laureano Borrell, recobrando la vivacidad de golpe. E inmediatamente volvió su atención de nuevo hacia Javier Lonpriato.

_ No niego que se haya comportado de una manera egoísta y caprichosa_ proclamó con entusiasmo._ Pero me ha usted ayudado de un modo que ni se imagina.

Se retiró sin demasiadas explicaciones. Javier Lonpriato, por su parte, no comprendió del todo ése cambio repentino de actitud del inspector Borrell ni mucho menos sus últimas palabras.

El forense, el doctor Felipe Inchausti, le entregó en mano a Borrell el resultado preliminar de la autopsia practicada al cuerpo de la señora Norma Pugliese. Según el estudio, falleció a las 18:38. Y al contemplarlo en el papel, Laureano Borrell sintió un profundo alivio porque estaba absolutamente convencido de que resolvió exitosamente el caso. 

Curiosamente, volvió a contactar a la oficial Diana Albarracín para tener una conversación en privado con ella respecto de la muerte de Norma Pugliese. La oficial en cuestión no comprendía demasiado la petición del inspector Borrell de ponerla al tanto sobre las más recientes novedades referidas al caso porque ella no era una investigadora activa involucrada en el mismo, sino una testigo clave y fundamental. Pero no podía oponerse a aceptar las demandas insistentes de un inspector de Homicidios de la Policía Federal con un currículum intachable de casos resueltos.

Se encontraron en un punto medio y Borrell le pidió a la oficial de Tránsito, Diana Albarracín, que volviera a referirle lo que pasó con rigurosa precisión el día de la muerte de la señora Pugliese.

Una vez que ella finalizó con su exposición de los hechos, Laureano Borrell la confrontó con la prueba científica de la autopsia. Albarracín se puso pálida de golpe y miró al inspector con los labios frágiles y temblorosos.

_ La hora de la muerte data a las 18:38_ dijo el inspector, con fervor._ Coincide con la visita suya a casa de la señora Pugliese para informarle la muerte de su marido, el señor Antonio Lonpriato.

_ Debe haber un error, señor_ admitió Diana Albarracín con algo de culpa reflejada en su inocente mirada interrogativa._ A ella la asesinaron.

_ No, yo creo que no se trató de ningún asesinato, sino más bien de un desafortunado accidente. Interrogué a uno de sus hijos y me dijo que su madre era propensa a sufrir infartos por un problema crónico que tenía en el corazón. Y para cerciorarme de que él me estaba diciendo la verdad, revisé la historia clínica de Norma Pugliese y en efecto sufría del corazón. Estaba por ende con un tratamiento médico específico desde hacía siete meses. Cualquier mala noticia podía haber desencadenado en un infarto fulminante. Y fue exactamente lo que pasó. Usted, oficial Albarracín, le dio la noticia del fallecimiento de su marido, ella no lo resistió y sufrió un ataque cardíaco, con tanta mala suerte, que cuando se desvaneció, impactó su cabeza contra el borde la mesa ratona que estaba justo detrás de ella y murió en el acto. Usted se asustó, puso su reputación y su ascenso por sobre lo sucedido, y fingió un homicidio, culpando al misterioso Rey de Copas, además como una clara oportunidad para finalmente atraparlo después de tres meses de exhaustivas investigaciones que conducen a la nada misma. Sólo que no tuvo en cuenta una serie de detalles que fueron los que casualmente la delataron. Esto, ciertamente, omitiendo su errático comportamiento que tuvo para conmigo desde que comencé a interrogarla. Sus nervios se acrecentaron tanto desde el comienzo que a la larga terminaron traicionándola.

Diana Albarracín se quebró y confesó todo.

_ ¡Está bien! ¡Me asusté, no lo niego!_ confesó frenéticamente._ Llegué a la casa, me recibió amablemente y después de unos minutos de mantener con ella una charla distendida y sociable, tuve que decirle que su esposo había fallecido en un accidente automovilístico. Se puso pálida de repente, como si le hubiera bajado la presión. Abrí la puerta rápidamente para que le entre aire para que se sintiera mejor y escuché a mis espaldas un estruendo terriblemente fuerte. Cuando me volví hacia ella, la vi yacer muerta sobre el piso. Juro que no sabía que sufría del corazón, ¡no lo sabía! No pueden juzgarme por eso. Atribuí sus mareos a la presión, a algo tan superficial como eso, no a algo más grave. No supe qué hacer. Y me acordé de repente del Rey de Copas. Busqué una baraja española, extraje dicho naipe de su interior y lo planté en el cuerpo. Tenían que atraparlo de una buena vez. Después de eso, salí y fui hasta un locutorio a cinco cuadras de la escena para llamar a la Unidad de Homicidios. Y cuando volví, totalmente nerviosa y angustiada, me encontré con gran parte de las cosas revueltas. Y pensé que ése golpe de suerte caído del cielo me exoneraría.

_  Plantó un rey de copas para desviar la investigación y matar dos pájaros de un tiro pero en realidad lo hizo para crearse usted misma su propia coartada, oficial Albarracín. Es verdad, no tenía porqué saber que la señora pugliese sufría del corazón. Eso no constituye ningún delito en sí. Pero su negligencia, sí, y será juzgada por un tribunal, como corresponde. Y por supuesto se le imputarán cargos por homicidio simple.

La oficial palideció terriblemente y no encontró palabras apropiadas para describir el estado de desesperación que experimentaba entonces.

_ No nos engañemos, oficial_ sentenció al fin de cuentas, Laureano Borrell._ Usted, con sus actos desmedidos e incalculados, mató a la señora Pugliese.

Cinco pistas (Gabriel Zas)



El fiscal superior de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Penal, Francisco Galván, visitó a Geraldine Soria en su domicilio particular. Era la esposa de Julián Rucci, condenado a doce años de prisión efectiva por el asesinato de un tambero en Sierra de la Ventana, en la provincia de Buenos Aires. Su abogado defensor apeló el fallo del tribunal y un fiscal representante de la Justicia quiso entrevistarse con la esposa del único acusado por el homicidio de Roque Palacios porque estaba interesado en saber si la señora Soria tenía datos extra que pudieran servir de respaldo para la causa y ser concluyente para mantener la decisión por unanimidad de los tres jueces o revocarla en su carácter supletorio.
Geraldine Soria solicitó que se revean cinco pistas claves del caso que, según ella, podrían exonerar a su esposo, Julián Rucci, de toda culpa y cargo. Y el juez, para sorpresa de muchos, accedió a su demanda.
Brevemente, los hechos fueron que Rucci visitó a la víctima para reclamarle una deuda que mantenía con él y que cuando llegó, lo encontró muerto, bañado en sangre. Inmediatamente, dio aviso a la Policía y fue detenido in situ acusado del crimen. Pero lo que complicó a Julián Rucci fue la declaración de un testigo que presuntamente lo vio desde la ventana de su casa de enfrente cometiendo el asesinato. Lo llamativo ciertamente en este punto fue que aquél testigo, primero dijo que no vio nada y repentinamente cambió de manera rotunda su declaración de forma inexplicable. Y fue justamente ésa declaración la que selló el destino del señor Rucci.
Cuando el doctor Galván lo entrevistó, dijo que cambió su testimonio porque sentía que tenía necesidad de obrar correctamente. Al principio, declaró en favor de Rucci porque no estaba del todo convencido de que él lo pudo haber hecho. Pero que cuando el fiscal del caso lo confrontó con todas las evidencias que apuntaban en dirección a Julián Rucci, pensó en la víctima y después de repensar varias veces lo que pasó el día del asesinato y lo que él vio, no lo dudó ni por un segundo.
Francisco Galván interpretó que coaccionaron al testigo para que modificara su testimonio, pero era un hecho extremadamente difícil de verificar, aunque no lo descartó nunca de entre sus posibilidades.
La segunda pista fue la mala relación que presuntamente mantenía el señor Rucci con Roque Palacios. La tensión entre ambos se generó a raíz de una deuda de dinero, la cual se acrecentó desproporcionalmente durante las semanas previas al fatídico desenlace. Varios testigos, entre familiares y allegados, dieron cuenta de la veracidad de ésta situación.
La tercera pista que Galván investigó a petición de la señora Soria fueron las huellas recabadas del cuchillo utilizado para el crimen, que contenía las impresiones dactilares del señor Rucci y de absolutamente nadie más. Esto fue un punto que le jugó peligrosamente en contra a Julián Rucci. En su indagación, arguyó que eso se debió a que intentó desenterrar el cuchillo del pecho de Roque Palacios. Podía resultar ser cierto o no, por lo que sobre este punto primó el beneficio de la duda. Pero era innegable el hecho de que pretender desclavar el cuchillo del pecho de la propia víctima era una circunstancia dudosa y arraigadamente imprecisa.
  La cuarta pista refería a la ausencia de sangre en las ropas de Julián Rucci. Entre que se cometió el asesinato, se dio intervención a la Policía y los peritos llegaron a la escena, no pasaron más de diez minutos, por lo que Rucci no habría dispuesto del tiempo suficiente para lavarse perfecta y completamente y esconder las prendas ensangrentadas. Sin embargo, un médico forense experto consultado por Francisco Galván sostuvo que con la ayuda de jabón de glicerina y un poco de cloro puro, las manchas de sangre podían limpiarse por completo en menos de dos minutos. Pero el fiscal decidió darle este tanto excepcionalmente a Julián Rucci.
La quinta y última pista sugerida por Geraldine Soria para ser investigada por el doctor Galván, eran las pisadas de sangre que iban desde la escena hacia la planta alta de la casa, en donde casualmente se encontraba el baño. En su declaración, Rucci argumentó que sus pisadas se impregnaron como consecuencia de que quiso ayudar al señor Palacios y además testificó que subió las escaleras para buscar el teléfono. No obstante, el aparato estaba empotrado en el comedor. Este punto fue decididamente contundente para certificar la culpabilidad de Julián Rucci. De las cinco evidencias proporcionadas, esta fue la más condenatoria, si se quiere decir así.
El doctor Francisco Galván le hizo una segunda visita a Geraldine Soria con sus conclusiones en mano y su parecer al respecto.
_ En base a todo lo que le expuse recién_ expresaba el doctor Galván, sensiblemente_ es muy difícil creer que su esposo sea inocente.
_ Usted me malinterpretó_ deslizó la señora Soria, con un extraño resplandor en sus ojos._ Yo no dije en ningún momento que mi esposo fuera inocente.

lunes, 16 de octubre de 2017

El traductor de señas (Gabriel Zas)




_ No entiendo cómo les gustan estos brebajes excéntricos a los argentinos_ mascullaba Dortmund, mientras apoyaba en la mesa un mate a medio terminar con cara de desprecio.

El capitán Riestra se rió descabelladamente sacudiendo su cuerpo como un tornado.

_ No veo nada gracioso en todo este asunto. Es altamente cuestionable que se ría impiedosamente de la desgracia que padece un gran amigo suyo.

_ Perdone, Dortmund_ se disculpó sinceramente, Riestra._ Fue su expresión lo que motivó mi ataque de risa intempestivo. Realmente, pareció como si hubiese probado un sorbo de veneno.

_ Cualquier veneno sabe mejor que ésta cosa que ustedes llaman mate.

_ Es una tradición, un mito en nuestra cultura. ¡Vamos, Dortmund! No sale tan mal.

_ Pues, para mí sabe peor que un jarabe. Y eso es mucho decir para mí.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la diversión de los dos caballeros. Dortmund fue a atender y se encontró con un hombre de unos treinta y pico de años, elegantemente vestido, con un sombrero de gabardina que desentonaba con el resto de sus ropas, de rostro lánguido y ojos enormes. Se presentó formalmente ante Sean Dortmund como Augusto Sandoval y dijo que era traductor de señas para sordomudos, e inmediatamente solicitó hablar con él en privado porque necesitaba consultarle sobre un asunto de extrema urgencia y sumamente delicado. El inspector accedió sin perjuicios a sus demandas y lo invitó a pasar a su morada, tras lo que posteriormente soslayó las presentaciones formales con el capitán Riestra. El señor Sandoval miró a aquél con repulsión y miedo, y desvió la mirada nuevamente hacia Sean Dortmund. El inspector le sonrió afablemente y lo invitó a tomar asiento con un gesto con la mano.

_ El caballero aquí presente_ dijo Dortmund en alusión a su amigo_ es el capitán Riestra, jefe de la División Homicidios de la Policía Federal. Confíe en él plenamente y cuéntenos su problema con absoluta libertad. Su relato no saldrá de estas cuatro paredes.

Sandoval se mostró más aliviado.

_ Escuché hablar de ambos_ comentó._ Bueno, en realidad leí sobre ustedes. Sé que usted Dortmund ayudó a la Policía a recuperar una joya perdida nada más y nada menos que en la Quinta presidencial. Y ha colaborado con el capitán en la resolución de varios casos intrincados. Por eso, tengo la absoluta certeza de que podrán ayudar a un pobre hombre que se encuentra seriamente en peligro.

_ Adelante_ lo incentivó el inspector a comenzar con su relato.

_ Como bien le hice saber hace unos momentos cuando me abrió, soy traductor de señas para personas sordomudas. Hace dos noches, cerca de las once más o menos, me tocaron el timbre dos personas: un pobre hombre no vidente y una mujer joven que lo acompañaba. De ella, desconozco el nombre. Aquél ciego que yo juzgué de pobre por su condición, en realidad no lo era para nada porque no dejó que ella hablara en ningún momento. La mujer parecía estar afligida y sumisa, porque no dudo en absoluto que estaba sometida a la tiranía de aquél modesto caballero que estaba junto a ella. Con ella, se comportó como un ser despreciable. Pero conmigo, en cambio, se mostró como la persona más amable del mundo.

<Se presentó como Enzo Berlusconi y dijo que necesitaba de mis servicios urgente. Al principio, como podrán ambos imaginar, me negué a aceptar el trabajo. Pero sus insistencias fueron tales, que acepté porque me terminó derrotando por cansancio. Inclusive, prometió pagarme el doble de lo que yo le pidiera por las molestias ocasionadas y, ciertamente, me pareció una retribución generosa y acorde al contexto. Le pregunté al señor Berlusconi a quién debía traducir y de repente, como si lo hubiera ofendido de alguna forma, cambió su actitud radicalmente y me contestó despectivamente que eso a mí no me importaba. Sólo tenía que hacer mi trabajo sin hacer preguntas de ninguna clase y bajo ninguna circunstancia. Empecé levemente a asustarme pero supuse que cualquier intento por resistirme resultaría en vano, así que proseguí sin hacer preguntas. Me abrieron la puerta de atrás de un coche que era manejado por un chófer y me durmieron enseguida con cloroformo antes de que pudiera subir. Supongo que el propósito de ése artilugio respondió a que no deseaban que viera el camino que tomábamos ya que el vehículo estaba desprovisto de cualquier clase de precaución al respecto.>

<Recobré el conocimiento a las tres horas, más o menos. Ni bien abrí los ojos, me vi encerrado en una habitación destemplada y sin ningún tipo de comunicación con el exterior. Caminé incesantemente golpeando todos y cada uno de los recovecos de las paredes inútilmente. Examiné otros rincones del cuarto también sin alcanzar ningún resultado satisfactorio. Y fue cuando escuché unos pasos que se aproximaban, así que rápidamente corrí hasta la cama y me volví a acostar. Abrieron la puerta y era el señor Berlusconi. Me guió cuidadosamente hasta la habitación más próxima a la que yo me encontraba encerrado y me introdujo casi por la fuerza. Cuando entré, vi a un hombre atado de pies y manos a una silla, y con una mordaza en su boca. No lo conocía pero el pobre hombre estaba muy asustado y en un estado tremendamente desahuciado. Uno de los socios del señor Berlusconi le liberó solamente las manos y el propio señor Berlusconi se dirigió luego hacia mí.>

<_ Dígale que si no firma los papeles y renuncia, lo pagará con su vida. ¡Hágalo!_ me ordenó enardecidamente.>

<Controlé mis impulsos y con señas, le dije al pobre cautivo lo que Berlusconi me ordenó. Aquél, con bastante presión y nerviosismo encima, me contestó también con señas y me dijo que no iba a acatar para nada sus pretensiones porque no iba a traicionar los principios morales de su hombre de confianza. Luego, por orden de Berlusconi, le volví a preguntar si estaba seguro, y el sordomudo me respondió que sí, que no le importaba lo que hicieran con él. Y durante casi un hora, las preguntas fueron las mismas una y otra vez. Y las respuestas que obtuve de aquél misericordioso caballero cautivo fueron una y otra vez asimismo exactamente iguales. Enzo Berlusconi perdió la paciencia y dio por finalizado el interrogatorio. Me pagó los honorarios y me liberó en un descampado, dejándome dinero inclusive para que me tomara un remis para poder volver a mi casa, no sin antes advertirme que si llegaba a abrir la boca sobre lo que vi y pasó en ése diminuto cuarto, no viviría para contárselo a nadie más. Caminé unos kilómetros por un camino lleno de yuyos hasta que llegué hasta la General Paz y acá estoy. Eso me hace pensar que esos tipos no pueden estar muy lejos. Es todo lo que puedo referirle en cuanto el incidente, pero puede estar seguro que matarán a ése pobre infeliz sin reparos si no firma esos extraños papeles que ellos demandan inconmensurablemente que firme. No sé, Dortmund. Es todo muy extraño y me sentiría absolutamente culpable si no pueden salvar a ése hombre de una muerte casi segura.>

Sean Dortmund reflexionó el asunto en profundidad durante unos cuantos minutos hasta que rompió el silencio.

_ ¿Volvió en el coche en las mismas condiciones en la que lo trasladaron, señor Sandoval?

_ ¿Se refiere usted a que si me durmieron?

El inspector asentó con un ligero movimiento de cabeza.

_ Sí. Perdone, por el trauma que tengo encima olvidé mencionárselo en el relato mismo_ respondió Augusto Sandoval con sinceridad.

_ ¿Qué puede decirme del vehículo en cuestión?

_ Muy poco. Casi nada, a decir verdad. Era un auto tipo limusina, color negro y con vidrios polarizados.  Por eso me anestesiaron. Porque de adentro hacia afuera, todo se percibe con notable claridad. Pero desde afuera hacia adentro, la visión se dificulta enormemente. Creo que por eso el señor Berlusconi no se tomó grandes molestias en tomar algún tipo de medida al respecto, por lo que el cloroformo resultó ser la solución más viable a sus propósitos.

_ Comparto absolutamente su apreciación, señor Sandoval. ¿Qué más puede decirnos? ¿Vio, por ejemplo, la patente?

_ No, inspector Dortmund. Lo lamento.

_ ¿Modelo, marca, alguna marca distintiva?

_ No, no tuve tiempo de concentrar mi atención en los detalles. Perdóneme usted. Quisiera poder decirle más. Pero mis conocimientos sobre el vehículo se limitan sólo a lo que le expuse.

_ Y me ha dicho usted más de lo que imagina. 

_ ¿Puede usted hacer algo con tan poco?

_ Su especialidad son los detalles, lo superficial que nadie ve y todos pasan por alto, porque justamente es superficial. Ahí concentra él toda su atención y luego la imaginación hace su parte_ le explicó el capitán Riestra a su cliente.

_ Me tranquiliza mucho escuchar eso_ repuso Sandoval, aún mucho más aliviado que antes.

_ ¿Puede estimarnos el tiempo de viaje desde su casa hasta el recinto al que lo llevaron?_ continuó Dortmund preguntando.

_ Dudo si permanecí inconsciente.

_ Pero si toma en cuenta la hora en que lo recogieron y la hora que era cuando despertó, eso puede darnos una idea aproximada al respecto. Y usted dijo ante que despertó recién a las tres horas, lo que nos da un margen de hora y media o dos de viaje. Gracias, señor Sandoval.

_ Usted caminó hasta la General Paz desde el punto en que lo abandonaron. No puede ser que lo hayan llevado muy lejos_ reflexionó a viva voz, Riestra.

_ Sólo que perdí la noción del tiempo cuando volví y no puedo precisar ni tiempos ni distancias cercanas_ se lamentó Augusto Sandoval.

Sean Dortmund se mostró definitivamente optimista.

_ El capitán Riestra lo acompañará a la Seccional para que preste usted declaración_ le dijo Dortmund a Sandoval, vehemente_ y lo mantendrá a debido resguardo hasta que el peligro haya pasado para usted.

_ ¿Y el pobre sordomudo al que tienen prisionero?_ preguntó Augusto Sandoval con aflicción y dudas.

_ Si mi suposición es acertada, aún está con vida y podré rescatarlo en óptimas condiciones dentro de muy poco tiempo_ respondió el inspector sin perder el optimismo._ Vamos, no hay tiempo que perder.

Dortmund le indicó con un ademán al capitán Riestra que se llevara urgente al señor Sandoval.

_ Dígame qué está sucediendo_ exigió saber Riestra.

_ Por ahora, es mejor que no lo sepa_ le retrucó el inspector.

_ No lo voy a dejar solo. Le diré a algunos hombres de mi escuadrón que se encarguen de Sandoval y yo voy con usted adonde sea que vaya a ir.

_ No hay tiempo para eso. Lo veré dentro de exactamente dos horas.

y Dortmund echó a Riestra y a su visitante de su departamento a la fuerza. Tomó su sobretodo y se marchó con dirección incierta. No pasó demasiado tiempo hasta que Dortmund llegó hasta cierto lugar lleno de gente, entró, se presentó y requirió hablar con Enzo Berlusconi. A los pocos minutos, un hombre no vidente y de modales muy refinados, acudió al encuentro con el inspector. Después de hablar durante unos cuantos minutos, Sean Dortmund le escribió un recado en Braile y se lo entregó en mano al señor Berlusconi.

_ Firme y estará todo en orden_ le dijo Dortmund._ Ya sabe usted, meros trámites burocráticos.

Enzo Berlusconi firmó con absoluta confianza y convicción en el espacio en donde el inspector le indicó.

_ ¿Se le ofrece algo más?_ le preguntó Berlusconi a Dortmund antes de despedirlo.

El inspector se arrimó lo suficiente para hablarle al oído.

_ Sí_ le susurró._ Su fraude quedó al descubierto. Ya sé que no es usted ciego y que ve tan bien como cualquier vidente. Usted firmó una confesión. En Braille o en cualquier idioma, tiene igual valor legal. Y me valió para confirmar mis sospechas de que usted no es ciego, señor Berlusconi, porque claramente no sabe leer Braille. De lo contrario, no habría firmado nunca este documento que le extendí con excusas, porque lo que realmente usted firmó es una acusación en la que asume tener secuestrado al señor Esnaola y que pretendía hacerle firmar unos documentos apócrifos sobre actos de corrupción que cometió su Gobierno para exponerlo públicamente y que su partido triunfe en el ballotage ya con su competencia vilmente fuera de juego. Pero en realidad, el contenido de esos documentos es una carta de renuncia a las elecciones. Muy astuto al secuestrar al testaferro y apoderado general de su partido político opositor y secretario personal de su principal candidato, Clemencio Esnaola. Aprovecharse de un pobre sordomudo para manipularlo y ganar el ballotage con trampa, como un verdadero cobarde. Se hicieron indispensables los servicios de un traductor de señas para obligarlo a hacer lo que usted pretendía. Ahora, yo me iré tal como vine, usted no hará nada estúpido y en cinco minutos, me encontraré con el señor Esnaola en la esquina. Sé que lo mantiene cautivo en el cuarto de atrás de ésta sede electoral. Debe ser un pequeño pero cómodo condominio de dos ambientes. ¿O me equivoco? La Policía ya está avisada y el traductor que usted contrató está declarando en estos momentos en su contra.

Enzo Berlusconi se quedó petrificado y sin reacción ante la explicación detallada e ingeniosa de Sean Dortmund. El inspector salió tranquilamente, esperó tal como lo advirtió y en menos de cinco minutos, el señor Esnaola estaba reunido con Dortmund, quien inmediatamente fue a ver al capitán Riestra. Cuando aquél contempló a Dortmund entrar a la Comisaría en compañía de Clemencio Esnaola, todos los oficiales presentes se quedaron sin aliento.

Un teniente tomó al señor Esnaola y se lo llevó aparte para realizarle una revisación completa de rutina y brindarle todo el apoyo que requiriera. En tanto, el capitán Riestra aisló al inspector Dortmund del resto y le pidió explicaciones al respecto, totalmente admirado. Dortmund adoptó una actitud de grandeza y le expuso escuetamente la conversación que había mantenido con el seor Berlusconi.

_ ¿Cómo supo usted la verdad de todo? ¿Cómo pudo darse cuenta tan rápidamente de que Enzo Bernasconi no era en verdad ciego? No lo comprendo_ indagó absolutamente intrigado, Riestra.

_ Simple_ repuso el inspector, modestamente._ Por el cloroformo. Era la única persona posible de las tres que visitaron al señor Sandoval que le pudieron haber sumistrado la sustancia. El chófer estaba al volante y la mujer que los acompañó estaba expuesta a la servidumbre del señor Bernasconi, por lo tanto eso lo dejaba a él por descarte como el único capaz de haberlo hecho. Porque, si realmente hubiera sido ciego, no habría podido dormir al señor Sandoval con cloroformo con tanta precisión, seguridad y convicción.

_ En verdad es muy sencillo. Pero no explica cómo sabía que todo el asunto se trataba de una cuestión política.

_ En dos semanas es el ballotage y mañana es la fecha límite para presentar toda la documentación correspondiente ante la Justicia Electoral para ratificar las postulaciones. No podía ser otra cosa. Además, la limusina negra, el buen trato de Berlusconi para con el señor Sandoval, fueron otros indicios claros de que todo respondía a una disputa política. Los grandes candidatos se manejan en ésa clase de transporte y no pueden evitar ser amables de arranque para producir una buena impresión en el otro para ganar futuros votos para su partido.

_ Cautivo en una habitación atrás de la unidad, sede distrital del partido. Por eso tuvieron que dormir al señor Sandoval. Fue una suerte que no se haya despertado antes de tiempo.

_ Coincido con usted en eso, capitán Riestra. ¿Es que acaso no va a preguntarme cómo deduje que se trataba de Clemencio Esnaola la persona raptada?

_ Iba a hacerlo ahora, Dortmund.

_ Recordé de pronto con la historia que nos refirió el señor Sandoval,  que hace cuatro años atrás el señor Esnaola sufrió un dudoso accidente antes de las elecciones presidenciales de ése año que lo dejó en las condiciones en las que se encuentra actualmente. No creo en absoluto que eso se haya tratado de ningún accidente.

Dortmund extrajo del bolsillo de su saco un sobre con una dirección anotada y se la entregó en mano a Riestra.

_ Es el domicilio en donde encontrará al señor Bernasconi y a sus séquitos. Aunque dudo que allí quede alguien todavía. Pero yo que usted me arriesgaría a ir, capitán Riestra, porque encontrará mucho más de lo que supone.

_ Delegaré el caso a la División competente para investigar esta clase de delitos. ¿Cómo hizo para encontrarlo con tan pocos datos que el señor Sandoval nos proporcionó sobre el lugar?

Dortmund sonrió con insolencia y petulancia.

_ Soy como un artista del ilusionismo: nunca reveló mis secretos profesionales_ cerró con altivez e inmodestia.      

lunes, 2 de octubre de 2017

Los delfines (Gabriel Zas)





Hubo un breve período de tiempo durante 1986 en el que el capitán Riestra tuvo que reemplazar al por entonces jefe de la División Robos y Hurtos de la Policía Federal porque aquél se encontraba de licencia por algunos días. Muchos de los casos que le tocaron resolver fueron de los más austeros y desprovisto de interés, como fue el caso de unos bonos del Tesoro Nacional robados a bordo de un barco de Prefectura, en donde todas las evidencias señalaban en dirección al Almirante Mayor y en efecto, terminó confesando el hecho con la misma fluidez como de quien confiesa sus pecados ante un cura de iglesia.

Pero hubo otros casos que presentaban una complejidad sumamente interesante, que no pudieron escapar a la tentación del inspector Dortmund de hacerse cargo de ellos y de resolverlos de un modo audaz y certero, característico de su estilo muy peculiar y arrogante, aunque siempre el crédito se lo llevaran los demás, y por regla general, ése demás se reducía a una sola persona: el capitán Riestra. Sin embargo, mi amigo estaba gustoso de colaborar con él y no le molestaba que su nombre no se viera involucrado en la resolución de sus casos más resonantes.

De los cuarenta y pico de casos de robo en los que Sean Dortmund participó de manera activa, este en particular fue el que más llamó mi atención porque, si bien es cierto que resultó ser uno de los más sencillos, también es cierto que proporcionó algunos detalles puntuales que acarrearon todo el interés de sus involucrados sesgado por un ingenio mayúsculo y para nada frecuente.

  Dortmund y yo disfrutábamos de nuestro almuerzo rico en verduras y ensaladas tradicionales abundantes en proteínas y nutrientes, cuando el capitán Riestra nos interrumpió de manera grotesca e imprudente. Después de extendernos a Dortmund y a mí las excusas pertinentes, nos explicó el porqué de tal intempestiva intromisión.

_ ¿Han oído hablar de la Gargantilla de Oriente?_ nos preguntó el capitán Riestra impaciente y algo fatigado.

Yo negué con la cabeza, en tanto que Dortmund adoptó una actitud petulante y penetró su mirada en los ojos confundidos de nuestro visitante, acompañando el gesto con su típica sonrisa insolente y soberbia.

_ Por supuesto que la conozco, capitán Riestra_ respondió el inspector con egocentrismo y exageración._ Perteneció hasta hace poco a la esposa del primer ministro de Andorra. Pero la pobre mujer falleció después de luchar por largos años contra una poderosa enfermedad neurológica y su marido, prisionero de tanto dolor, decidió deshacerse de todos los efectos de valor que pertenecieron a ella ofreciéndolos en diferentes subastas por gran parte de Europa organizadas por sus ministerios. Adujo que no soportaría conservar nada en poder suyo que le hiciera recordar a su tan amada esposa y por eso juzgó necesario donarlas a la suerte de cualquier buen samaritano con dinero. Dinero que su Gobierno destinaría a crear centros e instituciones de toda clase en honor a su difunta mujer a lo largo y ancho del país. La Gargantilla de Oriente, puntualmente, fue el regalo de bodas que el primer ministro de Andorra le regaló a su esposa cuando se casaron en 1953 y que desde ése momento ella lució en su cuello hasta el último minuto que estuvo en ésta Tierra. Su diseño es de lo más extravagante y hermoso que jamás se haya visto. La cadena es de plata pura decorada con ornamentos en oro y piedras con formas romboidales incrustadas a todo lo ancho de su longitud, confeccionadas cada una de ellas con sólidos cristales de diamante en bruto. Y como amuleto, dispone de dos delfines brillantes y perfectos bañados en oro puro, pulcros y de una belleza solemne y reluciente. El valor por sí mismo es incalculable y valdría cinco veces más que toda la gargantilla entera. Inclusive su valor superaría con creces el importe del seguro, que oscila en los trescientos mil millones de dólares. Y si mal no me informaron, fue adquirida hace poco en una subasta que se realizó en Italia.

Tanto el capitán Riestra como yo nos quedamos enmudecidos por el conocimiento detallado de una joya tan poco conocida que Dortmund disponía al respecto. Sin embargo, el tiempo apremiaba y no había lugar para cierta clase de adulaciones.

_ Exacto, Dortmund_ consintió nuestro amigo, y continuó con el relato._ Quien la adquirió en dicha subasta fue nada más y nada menos que el presidente de la Nación Argentina, el doctor Aurelio Frondozi, en su última visita oficial a Génova antes de su regreso definitivo al país. La adquirió por una elevada suma que por razones obvias no trascendió, como un regalo para su esposa, la excelentísima Primera Dama, la señora Judit Correa, como un obsequio de aniversario. Es que dentro de tres días cumplen treinta años de casados.

Lo guardó en una cajita muy delicada en uno de los cajones de su escritorio de la Quinta Presidencial. Antes de que pregunte Dortmund, sí, todos sus empleados conocían su existencia, menos la propia agasajada. Son dos mucamas y dos cocineras. Y el señor Presidente tiene tanta confianza ciega en todos ellos, que deja todas las puertas de la Quinta sin llave y releva a los oficiales de seguridad con mucha frecuencia porque está absolutamente convencido de que nada malo puede suceder. Por lo tanto, los guardias están solamente dos en cada una de las puertas de entrada. El interior de la propiedad por ende no está custodiado.

Ayer, cuando el señor Presidente fue a su escritorio a buscar unos papeles que debía enviar con suma urgencia por correo, notó que el cajón en donde estaba celosamente guardada la gargantilla estaba abierto del todo y que la joya estaba fuera de su envoltorio habitual. La revisó minuciosamente y notó, muy a pesar suyo y para disgusto de todos, que los delfines fueron deliberadamente arrancados con mucha saña y alevosía.  Como podrá darse cuenta, el asunto reviste una gravedad muy seria. Y se me ha confiado la solución del caso, sin que eso implique ninguna clase de escándalo.

_ Por eso acudió a mí, capitán Riestra, lo comprendo. En primer lugar, es más que evidente que el ladrón se valió de unas pinzas para arrancar los delfines del collar porque resulta improbable arrancar semejante joya aplicando sólo el uso y la fuerza de las manos. Eso nos sugiere que el ladrón es un hombre fornido y atlético, pero según su relato, los cuatro empleados que trabajan en la Quinta Presidencial son mujeres y ninguna de ellas tendría la habilidad de consumar tal artimaña. Podemos presumir entonces que los sospechosos se reducen a los cuatro guardias de seguridad. Pero si uno de ellos hubiese abandonado su puesto por algunos minutos, hubiera sin lugar a dudas despertado la alarma del resto. Bien pudo haberse ido con algún pretexto convincente, pero el arrancar un pendiente con unas tenazas le hubiese consumido tiempo extra que no hubiera podido justificar con tanta maña. Y en cuanto el robo fuese descubierto, todas las sospechas recaerían sobre su persona y no tendría escapatoria alguna. Por lo tanto, hay que fijar nuestra atención en alguna de las cuatro damas, aunque no consigo entender cómo lograron hacerse de la joya con una habilidad abrumadora.

_ ¿Y si una de ellas se encontraba en complicidad con alguno de los guardias?_ sugerí con ingenuidad.

_ Verlos juntos hubiese sido altamente sospechoso_ dijo el capitán Riestra con autoridad.

_ Exacto, capitán Riestra_ lo avaló Dortmund._ Lo que sí se funda sobre una duda insoslayable es que la joya aún permanece en posesión de quien la robó y que de seguro espera la complicidad de la noche para sacarla de la Quinta cautelosamente. Es probable entonces que el cómplice sea alguien de afuera.

_ Si es así, ¿en dónde la esconde?

_ Es así, capitán Riestra, porque la ladrona no tuvo tiempo de deshacerse de los delfines. Dígame, ¿sospechan de alguien en particular en el entorno presidencial?

_ Se niegan a creer que la responsable sea una de sus cuatro empleadas más leales que hubo en la Quinta en los últimos quince años.

_ Pero, sin dudas, sus sospechas recaen sobre alguien en particular, porque no concibo que no se hayan formado alguna opinión respecto del incidente.

Nuestro amigo se encogió de hombros.

_ Tiene razón en ese sentido, Dortmund_ admitió Riestra._ Las principales sospechas pesan sobre una de las cocineras: Lidia Aznar. La vieron en más de una ocasión merodear cerca de la oficina del Presidente en horarios inusuales. De hecho, tres testigos alegan que la vieron en al menos dos ocasiones tomar el collar cuando el mandatario estaba ausente y contemplarlo con mucho afecto. Cuando iba a hacerlo por tercera vez, la pusieron en aviso y ella desistió de la idea inmediatamente. Y desde ése momento, que tuvo lugar hace más o menos cuatro días antes del incidente, nunca más reincidió en su afán de intentar apoderarse de la joya. Hoy estamos a sábado, la joya desapareció ayer viernes, por lo tanto esto fue el lunes. El doctor Frondozi arribó al país el viernes pasado por la tarde.

_ ¿Admitió la señora Aznar el hecho en su declaración, capitán Riestra?

_ Sí. Pero aseguró que ella no lo sustrajo. Y francamente, pareció muy sincera cuando me lo confesó.

_ ¿Le creyó usted, entonces?

_ Absolutamente, sí.

_ ¿Dónde declaró estar al momento del robo?

_ En la cocina, preparando la cena. Pero su coartada no se puede verificar.

Sean Dortmund miró al capitán con asombro.

_ ¿Acaso no dijo usted que son dos las cocineras?

_ Sí. Pero la segunda, Matilde Bijola, estaba en el baño en esos momentos.

_ ¿Cuánto tiempo se ausentó de la cocina la señora Bijola?

_ Según su testimonio, de cinco a siete minutos. Y estimo que ése lapso de tiempo resulta exiguo para haber robado los delfines de oro de la Gargantilla.

_ ¡Lo felicito, capitán Riestra! Anticipó mi línea de pensamiento. Va de a poco progresado.

Nuestro amigo dejó entrever una sutil risita inconsciente.

_ En cuanto a los cuatro guardias de seguridad_ prosiguió Riestra, de nuevo serio, _ estuvieron todo el tiempo en sus cargos y no percibieron movimientos sospechosos de ninguna naturaleza.

_ ¿Y las dos mucamas?

_ Jennifer Viana lavaba toda la vajilla, mientras que Patricia Fonterola ponía la mesa. Así que, es más que claro que una de las cuatro miente. Pero no logro descifrar cuál porque todas sonaron muy convincentes en sus testimonios.

_ ¿A qué hora estima que fue el robo?

_ Entre las ocho y media y las nueve de la noche de ayer. El señor Presidente, el doctor Frondozi, estaba en una reunión a unas diez cuadras de ahí. Se fue a las ocho y se esperaba su regreso a la Quinta para alrededor de las nueve y cuarto. Volvería y cenaría en su oficina porque tenía que arreglar algunos asuntos que debía resolver hoy temprano a la mañana. Y parte de esos asuntos implicaba preparar unos documentos para enviar por correo hoy a primera hora del día. Fue ahí cuando tuvo lugar el mordaz descubrimiento.

_ Eso fue premeditado_ dije.

_ Así es, doctor_ confirmó Dortmund._ ¿Dónde estaba la señora Correa, capitán Riestra?

_ Está en Tucumán, resolviendo unos asuntos familiares. Se fue ayer por la mañana y no vuelve hasta mañana a la tarde.

_ Fue un golpe fríamente calculado y detalladamente planificado por una única persona que no quiso desaprovechar la única oportunidad que tuvo de hacerse de la joya. Muy buena, por cierto. ¿Encontraron alguna evidencia en la escena del robo?

_ Nada, nada de nada. Quien lo haya hecho, fue sumamente meticuloso, inspector Dortmund.

Mi amigo estuvo absorto en profundos pensamientos durante varios minutos. Después de reflexionar estratégicamente sobre el caso y las probabilidades que se derivaban de él, volvió a dirigirse al capitán Riestra.

_ ¿El Presidente sigue con su agenda habitual?

_ Sí, Dortmund, por supuesto_ respondió nuestro visitante._ Hay cuestiones que no puede desatender bajo ninguna circunstancia y es menester indispensable que el asunto permanezca oculto bajo el más absoluto manto de confidencialidad. Pero debe saber que si no resuelvo este caso en menos de veinticuatro horas, me veré envuelto en serios problemas. Tengo mucha presión encima por parte de medio mundo.

_ Le doy mi palabra que tendrá la joya de vuelta hoy a última hora del día. Pasemos a la oficina en cuestión, ¿cómo es su disposición?

_ Tiene una única puerta de acceso, que es la principal. Tiene dos grandes bibliotecas y una estufa de leña. Y justo atrás del escritorio hay una gran puerta ancha que da al campo de golf personal del doctor Frondozi y a la huerta. Cruzando esos campos en sentido en diagonal hacia el ocaso, encontrará el jardín, una cancha de fútbol y otra de tenis.  

_ Una vía de escape rápida y eficiente para nuestra ladrona. Necesito revisar todos los sitios que mencionó. Es fundamental para avanzar con la investigación.

El capitán Riestra vio ésa posibilidad algo remota. No obstante, después de haber hecho un sinnúmero de llamados y hablado con decenas de personas, le permitieron el ingreso, con la única condición de que Dortmund no podía interrogar ni hablar sobre el tema con absolutamente nadie y que no podía permanecer allí más de quince minutos exactos cronometrados rigurosamente.

_ Es tiempo suficiente para mí_ arguyó mi amigo con vigor y vehemencia.

Llegamos a la Quinta Presidencial cerca de las seis de la tarde y Sean Dortmund, sin perder ni una milésima de segundo, se dirigió hacia la oficina del jefe de Estado, la observó durante escasos segundos, para luego salir por la puerta de atrás, no sin antes examinarla también. Una vez que penetró el campo el golf, notó una serie de pisadas muy poco profundas y difícil de percibirlas con una mirada efímera. Pero como el inspector era un gran observador por naturaleza, las detectó instintivamente. Las siguió a conciencia hasta que se perdieron en una parcela que tenía gran parte de la tierra removida porque unos obreros estaban plantando más césped. Llegado a ése punto, Dortmund miró hacia los cuatro costados y evaluó con la velocidad de la luz todas las posibilidades que la escena le ofrecía. Meditó por una fracción de segundo cada una de ellas y deslizó sus pasos hacia el noreste con determinación plena y convincente. Caminó unos cuantos metros hasta que se topó con un hoyo. Tomó un pañuelo del bolsillo de su saco, metió la mano cautelosamente adentro del hoyo y extrajo para sorpresa de todos los dos delfines de oro. Los estudió en profundidad y advirtió que los bordes estaban delicadamente limados. Los conservó en el interior de su pañuelo, empuñó su mano con satisfacción y orgullo, y corrió directamente otra vez para la entrada en donde volvió a encontrarse con el capitán Riestra. Dortmund abrió su mano frente a sus ojos.

_ ¡Voila!_ exclamó eufórico y con una sonrisa triunfadora, exhibiendo los dos delfines robados. Eran los mismos, no cabía duda. El inspector los moldeó en el hueco que había en la gargantilla y encajaban perfectamente.

_ Dortmund, ¿pero... Cómo es posible? Es usted… ¡Por Dios, Dortmund!_ manifestó el capitán Riestra perplejo y lleno de felicidad, sin sacarle la vista de encima a los delfines de oro.

_ Le enviaré un fax esta misma noche y se lo explicaré todo brevemente. Usted encárguese de tomarles muestras de las huellas de los pies a las cuatro principales sospechosas y compararlas con las que la ladrona dejó impresas cuando escapó por atrás de la oficina_ le dijo Dortmund, y se retiró.

Ésa misma noche, el inspector cumplió su promesa y le envío a nuestro amigo un resumen de los hechos vía fax. Expresaba textualmente lo siguiente:

 

<Cuando vi las huellas en el campo de golf, saliendo inmediatamente de la oficina, noté que la ladrona se había quitado el calzado en vista de que quería evitar ser identificada. Sin embargo, ése fue un error muy grotesco de parte suya. Las marcas que yo analicé proyectaron solamente cuatro dedos del pie, quedando exceptuado el dedo más pequeño. Si bien ésa es una patología poco frecuente, es bastante normal y se da en una persona  cada veinte. Por eso le pedí que les tomara el molde de sus pies a las cuatro sospechosas primordiales. De ése modo, descubrirá usted enseguida a la ladrona. Las seguí hasta donde me llevaron, adonde incluso accidentalmente las perdí, entonces miré detenidamente hacia todos los ángulos posibles y se me ocurrió pensar irremediablemente en los hoyos que tienen los campos de golf en donde entra la pelotita. Me pareció sensato suponer que fue el lugar elegido por la ladrona para esconder los delfines y recuperarlos al otro día inadvertidamente. Seguí la lógica de ésa idea y como ve usted, estuve acertado. Cuando los examiné, vi que los bordes estaban limpios y que habían sido prolijamente limados. Eso me sugirió inexorablemente que la ladrona tomó una pinza de algún rincón de la casa, la calentó lo suficiente en la chimenea de leña que hay ahí mismo en la oficina y la apoyó suavemente sobre los delfines para ablandarlos. Es un proceso que no se concibe enseguida, así que la ladrona se tomó su tiempo. Pero, como eran dos piezas relativamente pequeñas sostenidas en su extremo superior por una argolla que la unía a la cadena por sus lazos, bastaron solamente dos pausas para repetir el proceso a efectos de vulnerar la fragilidad del metal con la dureza del calor y luego, ya susceptibles a la blandura pretendida, con un objeto fino, cortante y filoso; efectuó un corte limpio y delicado para extirpar los delfines del resto del abalorio. Y una vez en su poder, los ocultó en donde yo los encontré.

Por otra parte, el mecanismo empleado para separar los delfines del resto de la gargantilla me sugirió indefectiblemente que la responsable era una de las dos cocineras. El tema del uso del calor, el posible objeto utilizado para ejecutar el corte y el modo tan limpio en que eso fue hecho, son técnicas que a menudo utilizan las cocineras profesionales. Ellas están muy acostumbradas al calor de las brasas y a cortar moldes de todas las formas, tamaños y cualidades en superficies pastosas y masas abultadas y de grandes proporciones. La señora Aznar era la opción más evidente por los dos supuestos intentos que tuvo para sustraerla. Entonces, la ladrona es, capitán Riestra, la señora Matilde Bijola. Puso el pretexto de ir al baño para terminar su trabajo, que había empezado unos días antes. Pero estoy seguro de que ésa pobre mujer cometió un error. Le pido que no la juzgue y le dé otra oportunidad para redimirse por su falta.

Afectuosamente suyo, Sean Dortmund.>

 

Exactamente una semana más tarde, supimos por el propio capitán Riestra, que la señora Matilde Bijola confesó el robo y expuso sus motivos, después de que siguiera las instrucciones encomendadas por Dortmund y corroborara que las huellas redimidas en el campo de golf pertenecían en efecto a ella. Dijo que su situación financiera era mala, que de a poco se estaba quedando en bancarrota, que iba de mal en peor y que tenía dos hijos que mantener. Con lo que el padre le pasaba por mes no le alcanzaba, y como lo que ganaba por entonces trabajando como cocinera en la Quinta Presidencial tampoco le redituaba, en virtud de todo esto, habló con el doctor Aurelio Frondozi reiteradas veces para pedirle un aumento de sueldo. Pero él se lo negó rotundamente, argumentando que no tenía fondos suficientes para solventar un aumento de salario. Sus permanentes insistencias fueron todas en vano, hasta que vio la gargantilla y supo con certeza que aquéllos pretextos eran viles excusas baratas, típicas de un político de alta jerarquía. La señora Bijola dedujo entonces que dinero no le faltaba al primer mandatario y fue cuando su paciencia se salió de  control y pensó en apoderarse de la joya. Pero cuando fortuitamente se enteró de que los delfines de oro valían mucho más que la propia pieza entera, ni lo dudó. Y lo llevó a cabo tal cual lo interpretó mi amigo con su ingenio y sagacidad implacables. En último lugar, confesó que pensaba recobrar la joya al día siguiente cuando le correspondía franco.

_ Tiene razón, Dortmund_ le dije a mi amigo, después de ponernos al tanto sobre estas novedades._ La señora Bijola le ha hecho un mal a la sociedad tomando una decisión equivocada. Pero valoro que merezca una segunda oportunidad, porque me parece una mujer honesta y que puede hacerle mucho bien a la sociedad, mucho más bien que el mal innecesario que le ocasionó con sus actos indecorosos.

_ Tiene usted toda la razón, doctor_ me respondió el inspector con satisfacción._ Además, recuerde que todo se trata de evitar un gran escándalo.