lunes, 11 de diciembre de 2017

El Expreso Patagónico (Gabriel Zas)








Augusto Barreiro era un frecuente pasajero del tradicional Expreso Patagónico, un tren que en su recorrido tradicional de aproximadamente una semana de duración con solamente dieciséis paradas intermedias unía las provincias de Río Negro y Tierra del Fuego. Siempre reservaba el mismo lugar las cinco o seis veces que viajaba por año: el asiento número veintiuno, del lado de la ventanilla. Le gustaba viajar solo, sin compañía de ningún otro pasajero y odiaba que lo molestaran por cualquier pavada. Almorzaba y cenaba solo, y por las tardes leía el diario, libros y cartas también en absoluta soledad. Sus modales eran de los más hostiles y engreídos, y nadie del personal de servicio del tren le guardaba simpatía.

A las cuatro y media en punto tomaba un café y se burlaba del mozo que amablemente se lo servía. Y se desairaba también de los encargados de llevarle el almuerzo y la cena, respectivamente.

Alguna que otra vez lo vieron en compañía de algunas mujeres, que por su postura ante él, detentaban que sentían un profundo y sincero odio y resentimiento hacia su persona. En cambio, Barreiro las trataba con lascivia, ironía y desprecio, manteniendo sobre ellas un poder de control absoluto. El personal del tren no se animaba a inmiscuirse en esos asuntos, aunque la gran mayoría admitía que las damas que mantenían una conversación con Augusto Barreiro terminaban deprimidas y asustadas. Eran mujeres que viajaban solas y que daban la impresión de conocerlo de antes, pero era un dato que no se podía confirmar con plena certeza.

Respecto de Augusto Barreiro, nada de sabía sobre su vida y sus negocios. Sólo que era uno de los magnates más ricos del país por aquéllos días. El resto era un completo misterio.

Cierta tarde de invierno, justo en diagonal hacia él, estaba sentada una bella mujer acompañada por un hombre elegante, que se dio por sentado que se trataba de su esposo. Ella se llamaba Yanina Arieta, de ojos grandes, cabello colorado, de una perfecta figura esbelta y modales reposados. Y su esposo era Andrés Urista, corredor de bolsa, de buen porte, complexión fornida, unos relucientes bigotes sumamente cuidados y emprolijados, de cabello castaño oscuro y de unos modales algo exaltados.

Estaban tomando el té y hablando de una amplia variedad de temas, cuando el señor Urista advirtió que su esposa relojeaba cada tanto al señor Barreiro con cierto temor acentuado en su mirada y su expresión. Aquél la observaba con arrogancia y soberbia, acompañado de una fina risita malévola. Urista aguantó lo más que pudo hasta que su tolerancia llegó a su máximo límite permitido.

_ ¿Por qué ése tipo de enfrente te mira tanto? ¿Acaso lo conocés?_ le preguntó con autoridad y exigencia, Andrés a su esposa.

Yanina tardó unos segundos en reaccionar y se volvió hacia su marido con una inocente sonrisa que intentaba esconder un drama anterior.

_ No, mi amor, no te preocupes_ le respondió ella, tomándolo de la mano._ Pasa que no deja de mirarme y me incomoda. Es eso solamente.

_ ¿Segura?_ volvió a preguntar Urista algo desconfiado.

_ Segura, amor. No te hagas problema por ése infeliz de ahí enfrente.

Urista miró a Augusto Barreiro con el odio reflejado en el brillo de su mirada. Y el otro, a modo de burla, alzó en el aire su taza de café y simuló un brindis con una sonrisa petulante dibujada en sus labios. Ante tal ofensa, Andrés Urista amagó con levantarse a confrontarlo, pero Yanina Arieta lo detuvo con mayor rapidez con la que él reaccionó antes y se lo impidió.

_ Dejalo, Andrés_ le dijo su esposa algo más decidida._ No le des cabida. Con vos a mi lado, no creo que se arriesgue a hacer algo.

_ Voy al baño a lavarme la cara y a reponerme, porque si no lo reviento a golpes a ése imbécil.

Se levantó y pasó con mucha ira cargada encima por al lado de Barreiro, que seguía sin inmutarse. Cuando Andrés Urista desapareció del plano, Yanina Arieta se levantó relampagueante de su asiento y corrió a sentarse en la mesa de Augusto Barreiro, justo enfrente de aquél.

_ ¿Qué hace usted acá? Ya bastante problemas me causó en su momento_ le dijo ella a Barreiro visiblemente molesta.

Con la actitud soberbia típica suya, Augusto Barreiro sacó de su equipaje una serie de cartas atadas con un piolín y las arrojó sobre la mesa ante la atónita y disipada mirada de la señora Arieta.

_ Éstas son todas las cartas que tu amante te escribió_ le confesó Barreiro con absoluta frivolidad._ Bueno, todas no, porque te mandé dos a tu casa, de las cuales una la vio tu maridito. Y ése verso que le metiste de que tu otro macho equivocó la dirección, no se lo creyó demasiado me parece. A propósito, ¿qué hiciste con la otra carta?_ y dejó escapar detrás de aquélla pregunta una sonrisa sarcástica.

_ Eso es asunto mío. ¿Qué quiere a cambio de su devolución o su desaparición permanente? Soy una mujer feliz con mi esposo y quiero que dejar esto en el pasado. Enterrarlo junto a tantos recuerdos amargos.

_ La vez pasada te pedí que te acostaras conmigo porque quería tener una noche con vos y te rehusaste a aceptar mi propuesta. Mil veces te insistí y mil veces te rehusaste. Y entiendo que estas cartas no querés que lleguen a manos de tu esposo. Es mucho más celoso de que lo yo lo hacía.

_ Asco me da lo que hace y esa sonrisa que tiene dibujada, peor todavía. Me produce náuseas. Me gustaría borrársela de una buena cachetada.

Barreiro lanzó una carcajada burlona que no pudo contener.

_ Es lo que hago, chiquita_ siguió hablando ulteriormente con más prepotencia._ Mis contactos me informan constantemente sobre mujeres casadas como vos que le meten los cuernos a sus maridos. Es un negocio para mí. Mando a robar todas las pruebas que acreditan las infidelidades, y si no pagás el precio que yo pongo o hacés exactamente lo que digo, las pruebas llegan enseguida a manos de los esposos. Ya ahí no es mi problema.

_ Mi oferta sigue en pie.

_ La mía también.

_ No voy a tener sexo con usted. Pero puedo pagarle la cantidad que me pida. ¿Cuánto quiere?

_ La última mujer que se rehusó a pagar mi precio, no la pasó nada bien.

_ Repito. ¿Cuánto quiere por las cartas?

_ Le pedí ochocientos mil australes a cambio y la caradura, con lo rica que era, se atrevió a decirme en la cara que no podía pagar ésa cantidad.

_ ¿¡Cuánto!?

_ Y bueno, el marido se enteró de que era flor de cornudo, se calentó y la mató. No fue mi culpa. Yo no puedo medir las consecuencias de mis acciones.

_ Por última vez, ¿cuánto quiere a cambio de las cartas?

_ Sexo, no querés.

Y Barreiro hizo un gesto virulento fingiendo estar reflexionando de qué manera iba a extorsionar a Yanina Arieta, sin nunca dejar de sonreír soberbia y holgadamente.

_ Hubo otra minita de ésas_ continuó explicando de forma insolente_ que el padre tenía miles de hectáreas de campo y cultivo en Saladillo. Le pedí una pavada a cambio de mi silencio: que me ceda las escrituras del ochenta por ciento del total de los campos y del resto de propiedades que tenía a su nombre. Dijo que no, que no iba a obligar al padre a firmar esas escrituras bajo ningún pretexto. Y bueno... Cosas que pasan. Yo soy hombre de palabra. Las segundas oportunidades conmigo no existen. Las cosas se hacen como yo digo de una sola vez o saco a relucir todo a trasluz.

_ No voy a acostarme con usted y es mi última palabra. ¿Cuánto quiere a cambio de las cartas? Lo escucho antes de que mi marido vuelva del baño. Y ahí, créame, no quisiera estar en sus zapatos.

Y por primera vez, el miedo desapareció del rostro de Yanina Arieta y sonrió con la misma arrogancia con la que sonreía permanentemente su extorsionador. Sin embargo, Barreiro no se conmovió en absoluto.

_ ¡Uy!, qué miedo_ expresó presumidamente, Augusto Barreiro._ ¿Vas a hablar y le vas a contar sobre todas las veces que le fuiste infiel, y después vas a hacer que me pegue? Qué valiente.

_ Me gustaría saber lo que sería capaz de hacerle si le cuento lo basura y desgraciado que es usted, y todas las cosas que hizo. Extorsionar a mujeres ricas infieles para ganar millones o arruinarles la vida si no se rinden a sus exigencias. Qué caradura de cuarta, por Dios.

_  Dios no es culpable de que vos hayas roto más de un mandamiento a la vez. Además, lo mío es un trabajo digno y leal. De algo se tiene que vivir, ¿no te parece?

_ Retiro mi oferta_ se resignó Yanina Arieta.

_ Es una pena. Mirá vos, che_ replicó con altivez Barreiro.

Ella se volvió hacia él y lo miró fría y decididamente a dar batalla más que a encontrar una solución terminante a las extorsiones de Augusto Barreiro.

_ Cien mil, y es mi oferta final_ ofreció con intrepidez Arieta.

_ No quiero plata. Tengo demasiada para pretender ganar más y me alcanza de sobra. Lo que quiero viene por otro lado.

Barreiro habló anteponiendo su ego ante todo.

_ Sexo le dije que no_ reafirmó la muchacha más resuelta que antes.

_ ¿Ves a ésa mujer rubia de allá, que está sentada justo al lado de la puerta de la derecha?

Y se la señaló con el dedo. Yanina asentó con un ligero movimiento de cabeza.

_ Le di una semana de gracia para pagarme y casualmente se cumple hoy. Andá y encarala. Si no te paga, que te dé el collar de oro que tiene colgando. Es una herencia familiar por lo que tengo entendido y vale el triple de lo que me debe. Es hermoso, ¿no? Y si no accede, peor para ella. Hablo y muestro todo, y listo.

_ ¿Eso sólo?

_ No entendiste, me parece. Sos valiente, me gusta eso de una mujer. Y más de una mujer que no da tan fácilmente el brazo a torcer. Estás jugada. Vas a hacer un par de trabajitos para mí, como el que te acabo de encomendar u otros similares. Si los hacés bien y te portás bien además, estamos a mano y las cartas desaparecen conmigo. Pero si vos a ésa rubia le decís algo indebido, la incentivás a rebelarse contra mí, la manipulás para que llame a la Policía o alguna estupidez de ésas... Bueno, soy yo el que no quisiera estar en tus zapatos.

Y estalló en carcajadas riéndose con maldad y vanagloriándose de su poder y dominio. Yanina Arieta, empujada en contra de su propia voluntad, fue a cumplir con lo solicitado si quería salir indemne de la situación. En el trayecto, se cruzó con su marido que volvía del baño y ella le dijo que también iba al baño. Como Andrés Urista estaba sentado de espalda hacia la mujer a la que debía intimar Arieta ya que ella estaba sentada en la misma dirección que él, su esposa al sentarse de frente a la joven se pondría a su vez de espalda a su esposo, por lo que él sería incapaz de verla sentada en la mesa de una mujer desconocida. Y si por una de ésas casualidades él la descubría, ella pondría el pretexto de que era una vieja amiga de la Primaria que no veía desde hacía años.

Cuando Urista pasó de nuevo por al lado de Augusto Barreiro, lo miró con odio y aquél lo miró firme con la misma tesitura petulante que había mantenido hasta entonces, acompañada de una escueta sonrisa desafiante.

Repentinamente, un hombre con acento extranjero, medianamente bien vestido con un sobretodo gris y con el cabello algo despeinado, se sentó frente a Augusto Barreiro luciendo una sonrisa impertinente que encajaba perfectamente con su personalidad y que igualaba a la del caballero que ahora tenía sentado enfrente de él.

_ Retírese, no lo conozco_ le exigió Barreiro al reservado pasajero que acababa de sentarse enfrente suyo con un desleal destrato hacia su persona.

_ Pero, yo a usted sí. Lo conozco demasiado bien, señor Barreiro_ le respondió aquél, en un tono provocador y con una sonrisa que desbordaba en pedantería.

La sonrisa que hasta ése momento Augusto Barreiro lucía se borró en un segundo y fue reemplazada por una expresión de alerta y dudas conjuntas.

_ ¿Cómo sabe mi nombre?

_ Soy investigador privado y asesoro a su vez a la Policía Federal. Una de sus tantas víctimas, la señora Liliana Bendel, vino a verme hace unos días atrás exponiendo su caso y diciéndome que usted tiene en su poder una foto que la compromete seriamente y que revelarla al mundo puede significarle un gran escándalo familiar.

La jactancia y la soberbia volvieron a abducir el alma de Augusto Barreiro, y su sonrisa sobrante resurgió en sus labios como el Ave Fénix.

_ La recuerdo muy bien. Le pedí diez mil australes a cambio y no me pago, por lo que pondré la foto en cuestión a entera disposición de quien la solicite.

_ Ella es pobre, una mujer de bajos recursos. No puede pagar ni por mucho la cifra que usted le demanda.

_ Ése no es mi problema.

_ Pero sí el mío, señor Barreiro.

_ ¿Puedo saber quién es usted?

_ Me llamo Sean Dortmund. Supongo que habrá oído hablar de mí en alguna oportunidad. Pero ése no es el punto. Vengo a negociar con usted. Cinco mil australes a cambio de la foto. Es una oferta suculenta. ¿O me lo va a negar?

_ No voy a aceptar ésa miseria. Olvídese.

_ Y yo no voy a declinar la oferta. Mi clienta me convocó para negociar con usted y eso haré.

_ Pierde usted su tiempo, señor mío. Además, no me explico cómo ésa mujerzuela, siendo carente de recursos como usted mismo me dijo recién, puede contratarlo. Huelo a una gran estafa.

_ Con el mayor y más debido de los respetos, señor Barreiro, yo nunca empleé el término contratar. Dije que me convocó y eso a usted no le incumbe. Vine a hablar de negocios con usted y eso haré.

_ Y a usted no lo conciernen mis negocios con ésas mujeres.

_ Incurre usted en un error muy imprudente, señor Barreiro. Sus negocios me importan y mucho.

_ ¿Puedo saber cómo me encontró?

_ Su rutina es muy previsible y no hay personal de este tren que la desconozca. Es su centro de mando para citar a sus víctimas a bordo para negociar. Lo han visto en reiteradas ocasiones acompañado siempre de una señorita diferente, con la salvedad que muchos desconocen los motivos de esas particulares reuniones.

_ Me deslumbra, Dortmund. ¿Debo aplaudirlo por eso?

_ Sólo debe aceptar los cinco mil australes que le ofrezco a cambio de la foto de la señora Bendel, nada más.

_ Rechazo su oferta.

_ Cinco mil o usted irá a la cárcel. Si cambia de opinión y acepta mi propuesta, no lo expondré pero lo vigilaré de cerca. Dejará de extorsionar a mujeres inofensivas, se redimirá de su culpa y desaparecerá para siempre. Pero si no, en la próxima estación hay oficiales apostados en el andén que tienen orden de detenerlo ni bien ponga un pie afuera del tren.

_ Qué lástima. No es mi estación. Me bajo en la última. Una pena.

_  Eso no es del todo cierto. Pero de todas formas, bajará de cualquier manera. Hay oficiales encubiertos arriba del tren y lo están vigilando. Ya escucharon y grabaron toda la conversación que mantuvo usted con la señora Arieta. Tienen suficiente material para encarcelarlo por al menos seis años.

_ ¡No es cierto!

_ Lo es. Si me da el nombre de todas y cada una de sus víctimas, usted bajará en la siguiente estación como le dije y no lo detendrán. Daré la señal para que le den vía libre para huir y desaparecerá permanentemente.

Dortmund dejó enfrente de Augusto Barreiro sobre la mesa un anotador y una lapicera, y le extendió todo el conjunto amablemente.

_ ¿Qué decide, señor Barreiro?_ le preguntó con arrogancia.

Augusto Barreiro y Sean Dortmund se miraron fijamente por un tiempo prolongado. Barreiro no podía aceptar la idea de que había alguien más con una personalidad tan vanidosa y soberbia como la suya. La única diferencia era que ésa otra persona estaba a favor de la justicia.

Barreiro se sintió acorralado por los cuatro costados y entonces decidió que lo mejor que podía hacer era acceder a la demanda del inspector Dortmund. Tomó un papel del bloc, la lapicera y llenó el anverso y el reverso de la hoja con todos los nombres de sus supuestas víctimas de extorsión. Cuando terminó, entregó la hoja de mala gana en manos de Sean Dortmund. Aquél la tomó y la revisó minuciosamente.

_ Corroboraré la validez de estos datos en menos de lo que usted puede imaginarse. Si mintió en alguno de ellos, nuestro acuerdo quedará automáticamente sin efecto_ aclaró el inspector, modestamente.

_  No llame acuerdo a lo que fue en verdad una imposición injusta. ¿Pero, qué otra escapatoria tengo?_ repuso Barreiro en tono derrotista e irascible.

_  Eso es tener sentido común, señor Barreiro. Ha obrado usted correctamente.

El tren finalmente se detuvo y Augusto Barreiro tomó su equipaje, se levantó de su asiento y se dirigió hacia la puerta en compañía de Sean Dortmund. Antes de que el señor Barreiro pusiera un pie en el andén, el inspector hizo un ademán con su mano izquierda y enseguida le indicó a Augusto Barreiro que podía descender de la formación.

_ Puede irse tranquilo. Que tenga usted buenos días_ le dijo Dortmund a Barreiro con una sonrisa indiscreta y estrechándole la mano.

Pero el otro, totalmente ofendido y serio, le negó el saludo y bajó sin mediar palabra alguna, y el inspector lo contempló alejándose lentamente por el andén hacia la salida. Cuando el Expreso Patagónico retomó la marcha, Yanina Arieta y la otra mujer se acercaron sonrientes y más aliviadas hacia Dortmund.

_ Gracias. Ha estado usted admirable. No sabemos cómo agradecerle_ le dijo rendidamente la señora Arieta.

_ Todo fue una vil puesta en escena_ admitió Sean Dortmund de ánimo caído._ Los oficiales a bordo, los que lo esperaban aparentemente en el andén, la conversación grabada que mantuvo con usted... Pero al menos logré que me diese los nombres de todas sus víctimas. Es la evidencia más sólida que he conseguido en su contra y es un gran comienzo de un largo camino que queda por transitar. Son muchas más de las que imaginaba.

_ ¿Qué hará con ésa lista?_ quiso saber con interés la mujer de los cabellos rubios.

_ Localizaré a la gran mayoría que pueda de todas las mujeres que la integran para que den su testimonio ante el juez y poder encarcelar de una buena vez al señor Augusto Barreiro. Llevará mucho tiempo conseguirlo. Pero valdrá la pena. Que sepa que le estoy soplando la nuca todo el tiempo, a cada hora y a cada minuto, noche y día.

_ Cuente conmigo_ se ofreció la señora Arieta.

_ Y conmigo, también_ reafirmó la otra dama.

_ Mi marido está solo en la otra punta del vagón. Cree que fui al baño. Mejor que vuelva y no se entere de nada de todo esto.

_ Algún día tendrá que enfrentarlo con la verdad, señora Arieta. No puede ocultar algo así por el resto de su vida. Y espero que de ahora en más modere su actitud. Tiene a su lado a un hombre que sin dudas la ama muchísimo. No necesita a más hombres que la cotejen. No lo arruine. Ni usted tampoco_ dijo luego dirigiéndose a la otra señorita.

_ Prometido_ juraron las dos al mismo tiempo y con una sonrisa en sus labios.

Sean Dortmund les devolvió el gesto a ambas mujeres y la señora Arieta se fue corriendo de nuevo a reencontrarse con su esposo.
_ La psicología humana puede llegar a ser un arma infinitamente poderosa si se la usa prudentemente y con mucho ingenio. Y ésa es una cárcel de la que jamás ningún criminal podrá escapar_ cerró el inspector, reflexivo.

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