Augusto Barreiro era un frecuente pasajero del
tradicional Expreso Patagónico, un tren que en su recorrido tradicional de
aproximadamente una semana de duración con solamente dieciséis paradas
intermedias unía las provincias de Río Negro y Tierra del Fuego. Siempre reservaba
el mismo lugar las cinco o seis veces que viajaba por año: el asiento número veintiuno,
del lado de la ventanilla. Le gustaba viajar solo, sin compañía de ningún otro
pasajero y odiaba que lo molestaran por cualquier pavada. Almorzaba y cenaba
solo, y por las tardes leía el diario, libros y cartas también en absoluta
soledad. Sus modales eran de los más hostiles y engreídos, y nadie del personal
de servicio del tren le guardaba simpatía.
A las cuatro y media en punto tomaba un café y se
burlaba del mozo que amablemente se lo servía. Y se desairaba también de los
encargados de llevarle el almuerzo y la cena, respectivamente.
Alguna que otra vez lo vieron en compañía de algunas
mujeres, que por su postura ante él, detentaban que sentían un profundo y
sincero odio y resentimiento hacia su persona. En cambio, Barreiro las trataba
con lascivia, ironía y desprecio, manteniendo sobre ellas un poder de control
absoluto. El personal del tren no se animaba a inmiscuirse en esos asuntos,
aunque la gran mayoría admitía que las damas que mantenían una conversación con
Augusto Barreiro terminaban deprimidas y asustadas. Eran mujeres que viajaban
solas y que daban la impresión de conocerlo de antes, pero era un dato que no
se podía confirmar con plena certeza.
Respecto de Augusto Barreiro, nada de sabía sobre su
vida y sus negocios. Sólo que era uno de los magnates más ricos del país por
aquéllos días. El resto era un completo misterio.
Cierta tarde de invierno, justo en diagonal hacia él,
estaba sentada una bella mujer acompañada por un hombre elegante, que se dio
por sentado que se trataba de su esposo. Ella se llamaba Yanina Arieta, de ojos
grandes, cabello colorado, de una perfecta figura esbelta y modales reposados. Y
su esposo era Andrés Urista, corredor de bolsa, de buen porte, complexión
fornida, unos relucientes bigotes sumamente cuidados y emprolijados, de cabello
castaño oscuro y de unos modales algo exaltados.
Estaban tomando el té y hablando de una amplia
variedad de temas, cuando el señor Urista advirtió que su esposa relojeaba cada
tanto al señor Barreiro con cierto temor acentuado en su mirada y su expresión.
Aquél la observaba con arrogancia y soberbia, acompañado de una fina risita
malévola. Urista aguantó lo más que pudo hasta que su tolerancia llegó a su
máximo límite permitido.
_ ¿Por qué ése tipo de enfrente te mira tanto? ¿Acaso
lo conocés?_ le preguntó con autoridad y exigencia, Andrés a su esposa.
Yanina tardó unos segundos en reaccionar y se volvió
hacia su marido con una inocente sonrisa que intentaba esconder un drama
anterior.
_ No, mi amor, no te preocupes_ le respondió ella,
tomándolo de la mano._ Pasa que no deja de mirarme y me incomoda. Es eso
solamente.
_ ¿Segura?_ volvió a preguntar Urista algo
desconfiado.
_ Segura, amor. No te hagas problema por ése infeliz
de ahí enfrente.
Urista miró a Augusto Barreiro con el odio reflejado
en el brillo de su mirada. Y el otro, a modo de burla, alzó en el aire su taza
de café y simuló un brindis con una sonrisa petulante dibujada en sus labios.
Ante tal ofensa, Andrés Urista amagó con levantarse a confrontarlo, pero Yanina
Arieta lo detuvo con mayor rapidez con la que él reaccionó antes y se lo
impidió.
_ Dejalo, Andrés_ le dijo su esposa algo más
decidida._ No le des cabida. Con vos a mi lado, no creo que se arriesgue a
hacer algo.
_ Voy al baño a lavarme la cara y a reponerme, porque si
no lo reviento a golpes a ése imbécil.
Se levantó y pasó con mucha ira cargada encima por al
lado de Barreiro, que seguía sin inmutarse. Cuando Andrés Urista desapareció
del plano, Yanina Arieta se levantó relampagueante de su asiento y corrió a
sentarse en la mesa de Augusto Barreiro, justo enfrente de aquél.
_ ¿Qué hace usted acá? Ya bastante problemas me causó
en su momento_ le dijo ella a Barreiro visiblemente molesta.
Con la actitud soberbia típica suya, Augusto Barreiro
sacó de su equipaje una serie de cartas atadas con un piolín y las arrojó sobre
la mesa ante la atónita y disipada mirada de la señora Arieta.
_ Éstas son todas las cartas que tu amante te
escribió_ le confesó Barreiro con absoluta frivolidad._ Bueno, todas no, porque
te mandé dos a tu casa, de las cuales una la vio tu maridito. Y ése verso que
le metiste de que tu otro macho equivocó la dirección, no se lo creyó demasiado
me parece. A propósito, ¿qué hiciste con la otra carta?_ y dejó escapar detrás
de aquélla pregunta una sonrisa sarcástica.
_ Eso es asunto mío. ¿Qué quiere a cambio de su
devolución o su desaparición permanente? Soy una mujer feliz con mi esposo y
quiero que dejar esto en el pasado. Enterrarlo junto a tantos recuerdos
amargos.
_ La vez pasada te pedí que te acostaras conmigo
porque quería tener una noche con vos y te rehusaste a aceptar mi propuesta.
Mil veces te insistí y mil veces te rehusaste. Y entiendo que estas cartas no
querés que lleguen a manos de tu esposo. Es mucho más celoso de que lo yo lo
hacía.
_ Asco me da lo que hace y esa sonrisa que tiene
dibujada, peor todavía. Me produce náuseas. Me gustaría borrársela de una buena
cachetada.
Barreiro lanzó una carcajada burlona que no pudo
contener.
_ Es lo que hago, chiquita_ siguió hablando ulteriormente
con más prepotencia._ Mis contactos me informan constantemente sobre mujeres
casadas como vos que le meten los cuernos a sus maridos. Es un negocio para mí.
Mando a robar todas las pruebas que acreditan las infidelidades, y si no pagás
el precio que yo pongo o hacés exactamente lo que digo, las pruebas llegan
enseguida a manos de los esposos. Ya ahí no es mi problema.
_ Mi oferta sigue en pie.
_ La mía también.
_ No voy a tener sexo con usted. Pero puedo pagarle la
cantidad que me pida. ¿Cuánto quiere?
_ La última mujer que se rehusó a pagar mi precio, no
la pasó nada bien.
_ Repito. ¿Cuánto quiere por las cartas?
_ Le pedí ochocientos mil australes a cambio y la
caradura, con lo rica que era, se atrevió a decirme en la cara que no podía
pagar ésa cantidad.
_ ¿¡Cuánto!?
_ Y bueno, el marido se enteró de que era flor de
cornudo, se calentó y la mató. No fue mi culpa. Yo no puedo medir las
consecuencias de mis acciones.
_ Por última vez, ¿cuánto quiere a cambio de las
cartas?
_ Sexo, no querés.
Y Barreiro hizo un gesto virulento fingiendo estar
reflexionando de qué manera iba a extorsionar a Yanina Arieta, sin nunca dejar
de sonreír soberbia y holgadamente.
_ Hubo otra minita de ésas_ continuó explicando de
forma insolente_ que el padre tenía miles de hectáreas de campo y cultivo en
Saladillo. Le pedí una pavada a cambio de mi silencio: que me ceda las
escrituras del ochenta por ciento del total de los campos y del resto de
propiedades que tenía a su nombre. Dijo que no, que no iba a obligar al padre a
firmar esas escrituras bajo ningún pretexto. Y bueno... Cosas que pasan. Yo soy
hombre de palabra. Las segundas oportunidades conmigo no existen. Las cosas se
hacen como yo digo de una sola vez o saco a relucir todo a trasluz.
_ No voy a acostarme con usted y es mi última palabra.
¿Cuánto quiere a cambio de las cartas? Lo escucho antes de que mi marido vuelva
del baño. Y ahí, créame, no quisiera estar en sus zapatos.
Y por primera vez, el miedo desapareció del rostro de
Yanina Arieta y sonrió con la misma arrogancia con la que sonreía
permanentemente su extorsionador. Sin embargo, Barreiro no se conmovió en
absoluto.
_ ¡Uy!, qué miedo_ expresó presumidamente, Augusto
Barreiro._ ¿Vas a hablar y le vas a contar sobre todas las veces que le fuiste
infiel, y después vas a hacer que me pegue? Qué valiente.
_ Me gustaría saber lo que sería capaz de hacerle si
le cuento lo basura y desgraciado que es usted, y todas las cosas que hizo.
Extorsionar a mujeres ricas infieles para ganar millones o arruinarles la vida
si no se rinden a sus exigencias. Qué caradura de cuarta, por Dios.
_ Dios no es
culpable de que vos hayas roto más de un mandamiento a la vez. Además, lo mío
es un trabajo digno y leal. De algo se tiene que vivir, ¿no te parece?
_ Retiro mi oferta_ se resignó Yanina Arieta.
_ Es una pena. Mirá vos, che_ replicó con altivez
Barreiro.
Ella se volvió hacia él y lo miró fría y decididamente
a dar batalla más que a encontrar una solución terminante a las extorsiones de
Augusto Barreiro.
_ Cien mil, y es mi oferta final_ ofreció con intrepidez
Arieta.
_ No quiero plata. Tengo demasiada para pretender
ganar más y me alcanza de sobra. Lo que quiero viene por otro lado.
Barreiro habló anteponiendo su ego ante todo.
_ Sexo le dije que no_ reafirmó la muchacha más resuelta
que antes.
_ ¿Ves a ésa mujer rubia de allá, que está sentada
justo al lado de la puerta de la derecha?
Y se la señaló con el dedo. Yanina asentó con un
ligero movimiento de cabeza.
_ Le di una semana de gracia para pagarme y
casualmente se cumple hoy. Andá y encarala. Si no te paga, que te dé el collar
de oro que tiene colgando. Es una herencia familiar por lo que tengo entendido
y vale el triple de lo que me debe. Es hermoso, ¿no? Y si no accede, peor para
ella. Hablo y muestro todo, y listo.
_ ¿Eso sólo?
_ No entendiste, me parece. Sos valiente, me gusta eso
de una mujer. Y más de una mujer que no da tan fácilmente el brazo a torcer.
Estás jugada. Vas a hacer un par de trabajitos para mí, como el que te acabo de
encomendar u otros similares. Si los hacés bien y te portás bien además,
estamos a mano y las cartas desaparecen conmigo. Pero si vos a ésa rubia le
decís algo indebido, la incentivás a rebelarse contra mí, la manipulás para que
llame a la Policía o alguna estupidez de ésas... Bueno, soy yo el que no
quisiera estar en tus zapatos.
Y estalló en carcajadas riéndose con maldad y
vanagloriándose de su poder y dominio. Yanina Arieta, empujada en contra de su
propia voluntad, fue a cumplir con lo solicitado si quería salir indemne de la
situación. En el trayecto, se cruzó con su marido que volvía del baño y ella le
dijo que también iba al baño. Como Andrés Urista estaba sentado de espalda
hacia la mujer a la que debía intimar Arieta ya que ella estaba sentada en la
misma dirección que él, su esposa al sentarse de frente a la joven se pondría a
su vez de espalda a su esposo, por lo que él sería incapaz de verla sentada en
la mesa de una mujer desconocida. Y si por una de ésas casualidades él la
descubría, ella pondría el pretexto de que era una vieja amiga de la Primaria que
no veía desde hacía años.
Cuando Urista pasó de nuevo por al lado de Augusto
Barreiro, lo miró con odio y aquél lo miró firme con la misma tesitura
petulante que había mantenido hasta entonces, acompañada de una escueta sonrisa
desafiante.
Repentinamente, un hombre con acento extranjero,
medianamente bien vestido con un sobretodo gris y con el cabello algo
despeinado, se sentó frente a Augusto Barreiro luciendo una sonrisa impertinente
que encajaba perfectamente con su personalidad y que igualaba a la del
caballero que ahora tenía sentado enfrente de él.
_ Retírese, no lo conozco_ le exigió Barreiro al reservado
pasajero que acababa de sentarse enfrente suyo con un desleal destrato hacia su
persona.
_ Pero, yo a usted sí. Lo conozco demasiado bien,
señor Barreiro_ le respondió aquél, en un tono provocador y con una sonrisa que
desbordaba en pedantería.
La sonrisa que hasta ése momento Augusto Barreiro
lucía se borró en un segundo y fue reemplazada por una expresión de alerta y
dudas conjuntas.
_ ¿Cómo sabe mi nombre?
_ Soy investigador privado y asesoro a su vez a la
Policía Federal. Una de sus tantas víctimas, la señora Liliana Bendel, vino a
verme hace unos días atrás exponiendo su caso y diciéndome que usted tiene en
su poder una foto que la compromete seriamente y que revelarla al mundo puede
significarle un gran escándalo familiar.
La jactancia y la soberbia volvieron a abducir el alma
de Augusto Barreiro, y su sonrisa sobrante resurgió en sus labios como el Ave
Fénix.
_ La recuerdo muy bien. Le pedí diez mil australes a
cambio y no me pago, por lo que pondré la foto en cuestión a entera disposición
de quien la solicite.
_ Ella es pobre, una mujer de bajos recursos. No puede
pagar ni por mucho la cifra que usted le demanda.
_ Ése no es mi problema.
_ Pero sí el mío, señor Barreiro.
_ ¿Puedo saber quién es usted?
_ Me llamo Sean Dortmund. Supongo que habrá oído
hablar de mí en alguna oportunidad. Pero ése no es el punto. Vengo a negociar
con usted. Cinco mil australes a cambio de la foto. Es una oferta suculenta. ¿O
me lo va a negar?
_ No voy a aceptar ésa miseria. Olvídese.
_ Y yo no voy a declinar la oferta. Mi clienta me
convocó para negociar con usted y eso haré.
_ Pierde usted su tiempo, señor mío. Además, no me
explico cómo ésa mujerzuela, siendo carente de recursos como usted mismo me
dijo recién, puede contratarlo. Huelo a una gran estafa.
_ Con el mayor y más debido de los respetos, señor
Barreiro, yo nunca empleé el término contratar. Dije que me convocó y eso a
usted no le incumbe. Vine a hablar de negocios con usted y eso haré.
_ Y a usted no lo conciernen mis negocios con ésas
mujeres.
_ Incurre usted en un error muy imprudente, señor
Barreiro. Sus negocios me importan y mucho.
_ ¿Puedo saber cómo me encontró?
_ Su rutina es muy previsible y no hay personal de
este tren que la desconozca. Es su centro de mando para citar a sus víctimas a
bordo para negociar. Lo han visto en reiteradas ocasiones acompañado siempre de
una señorita diferente, con la salvedad que muchos desconocen los motivos de
esas particulares reuniones.
_ Me deslumbra, Dortmund. ¿Debo aplaudirlo por eso?
_ Sólo debe aceptar los cinco mil australes que le
ofrezco a cambio de la foto de la señora Bendel, nada más.
_ Rechazo su oferta.
_ Cinco mil o usted irá a la cárcel. Si cambia de
opinión y acepta mi propuesta, no lo expondré pero lo vigilaré de cerca. Dejará
de extorsionar a mujeres inofensivas, se redimirá de su culpa y desaparecerá
para siempre. Pero si no, en la próxima estación hay oficiales apostados en el
andén que tienen orden de detenerlo ni bien ponga un pie afuera del tren.
_ Qué lástima. No es mi estación. Me bajo en la
última. Una pena.
_ Eso no es del
todo cierto. Pero de todas formas, bajará de cualquier manera. Hay oficiales
encubiertos arriba del tren y lo están vigilando. Ya escucharon y grabaron toda
la conversación que mantuvo usted con la señora Arieta. Tienen suficiente material
para encarcelarlo por al menos seis años.
_ ¡No es cierto!
_ Lo es. Si me da el nombre de todas y cada una de sus
víctimas, usted bajará en la siguiente estación como le dije y no lo detendrán.
Daré la señal para que le den vía libre para huir y desaparecerá
permanentemente.
Dortmund dejó enfrente de Augusto Barreiro sobre la
mesa un anotador y una lapicera, y le extendió todo el conjunto amablemente.
_ ¿Qué decide, señor Barreiro?_ le preguntó con
arrogancia.
Augusto Barreiro y Sean Dortmund se miraron fijamente
por un tiempo prolongado. Barreiro no podía aceptar la idea de que había
alguien más con una personalidad tan vanidosa y soberbia como la suya. La única
diferencia era que ésa otra persona estaba a favor de la justicia.
Barreiro se sintió acorralado por los cuatro costados
y entonces decidió que lo mejor que podía hacer era acceder a la demanda del
inspector Dortmund. Tomó un papel del bloc, la lapicera y llenó el anverso y el
reverso de la hoja con todos los nombres de sus supuestas víctimas de
extorsión. Cuando terminó, entregó la hoja de mala gana en manos de Sean
Dortmund. Aquél la tomó y la revisó minuciosamente.
_ Corroboraré la validez de estos datos en menos de lo
que usted puede imaginarse. Si mintió en alguno de ellos, nuestro acuerdo
quedará automáticamente sin efecto_ aclaró el inspector, modestamente.
_ No llame
acuerdo a lo que fue en verdad una imposición injusta. ¿Pero, qué otra escapatoria
tengo?_ repuso Barreiro en tono derrotista e irascible.
_ Eso es tener
sentido común, señor Barreiro. Ha obrado usted correctamente.
El tren finalmente se detuvo y Augusto Barreiro tomó
su equipaje, se levantó de su asiento y se dirigió hacia la puerta en compañía
de Sean Dortmund. Antes de que el señor Barreiro pusiera un pie en el andén, el
inspector hizo un ademán con su mano izquierda y enseguida le indicó a Augusto
Barreiro que podía descender de la formación.
_ Puede irse tranquilo. Que tenga usted buenos días_
le dijo Dortmund a Barreiro con una sonrisa indiscreta y estrechándole la mano.
Pero el otro, totalmente ofendido y serio, le negó el
saludo y bajó sin mediar palabra alguna, y el inspector lo contempló alejándose
lentamente por el andén hacia la salida. Cuando el Expreso Patagónico retomó la
marcha, Yanina Arieta y la otra mujer se acercaron sonrientes y más aliviadas
hacia Dortmund.
_ Gracias. Ha estado usted admirable. No sabemos cómo
agradecerle_ le dijo rendidamente la señora Arieta.
_ Todo fue una vil puesta en escena_ admitió Sean
Dortmund de ánimo caído._ Los oficiales a bordo, los que lo esperaban
aparentemente en el andén, la conversación grabada que mantuvo con usted...
Pero al menos logré que me diese los nombres de todas sus víctimas. Es la
evidencia más sólida que he conseguido en su contra y es un gran comienzo de un
largo camino que queda por transitar. Son muchas más de las que imaginaba.
_ ¿Qué hará con ésa lista?_ quiso saber con interés la
mujer de los cabellos rubios.
_ Localizaré a la gran mayoría que pueda de todas las
mujeres que la integran para que den su testimonio ante el juez y poder encarcelar
de una buena vez al señor Augusto Barreiro. Llevará mucho tiempo conseguirlo.
Pero valdrá la pena. Que sepa que le estoy soplando la nuca todo el tiempo, a
cada hora y a cada minuto, noche y día.
_ Cuente conmigo_ se ofreció la señora Arieta.
_ Y conmigo, también_ reafirmó la otra dama.
_ Mi marido está solo en la otra punta del vagón. Cree
que fui al baño. Mejor que vuelva y no se entere de nada de todo esto.
_ Algún día tendrá que enfrentarlo con la verdad,
señora Arieta. No puede ocultar algo así por el resto de su vida. Y espero que
de ahora en más modere su actitud. Tiene a su lado a un hombre que sin dudas la
ama muchísimo. No necesita a más hombres que la cotejen. No lo arruine. Ni
usted tampoco_ dijo luego dirigiéndose a la otra señorita.
_ Prometido_ juraron las dos al mismo tiempo y con una
sonrisa en sus labios.
Sean Dortmund les devolvió el gesto a ambas mujeres y
la señora Arieta se fue corriendo de nuevo a reencontrarse con su esposo.
_ La psicología humana
puede llegar a ser un arma infinitamente poderosa si se la usa prudentemente y
con mucho ingenio. Y ésa es una cárcel de la que jamás ningún criminal podrá
escapar_ cerró el inspector, reflexivo.
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