lunes, 4 de diciembre de 2017

Robo en la torre Libertad (Gabriel Zas)




 
Puedo decir casi con indiscutible certeza que este es uno de los casos que mi amigo, el inspector Dortmund, resolvió con implacable genialidad. Tenía por capricho demandarle a mi amigo reclamos de índole profesional cuando apelaba a métodos poco ortodoxos para llegar al fondo de un caso. Pero admito, por mucho que esto infrinja mis principios, que el caso lo ameritaba, por lo que me abstuve de hacerle algún tipo de reproche posterior.
Cuando Dortmund recurría a métodos nada habituales para esclarecer un caso, jugaba demasiado con su ego y su arrogancia, llegando al punto de asumir el rol de un  razonador analítico de ficción y eso me molestaba enormemente, porque implicaba un golpe bajo para su labor tan destacada, desde mi punto de vista. Su talento consistía en desentrañar toda la historia detrás del crimen a partir de uno o dos detalles muy concisos y triviales a la vez, motivo que lo llevaba inexorablemente a descubrir siempre al culpable. Nunca perdió eso en ninguna de sus facetas, pero el típico investigador tradicional se adaptaba mejor a su estilo y su personalidad. Conforme pasaban los años desde que arribó al país, se iba acostumbrando mejor a este último, aunque la idea de un alter ego de cualidades sugestivas la traía incorporada por naturaleza y jamás pudo desprenderse de ella. 

En lo concerniente a su método deductivo aplicado en todos sus casos, a partir de los hechos concretos en sí sacaba conclusiones que eran respaldadas en su mayoría por su intuición, lo que conllevaba luego a la comprobación o refutación de dichos eventos a través de la mera investigación tradicional. Puntualmente, hubo tres casos que sirven de ejemplo a este axioma, entre algunos otros tantos: el robo en el  conocido Tren a las Nubes de Salta, el llamado caso de la doble evidencia, el caso del hombre del retrato y el presente. 

Fue el tercer o cuarto caso en el que me involucré a mi llegada a Argentina a los pocos meses que mi amigo arribó al país en 1975. No tengo muy presente las fechas exactas, pero el caso en cuestión habrá tenido lugar en febrero de 1976, aproximadamente. En virtud de que éramos recientes en el país, decidimos hacer un tour por los principales centros turísticos para ir conociéndolo de a poco. Recorrimos ésa vez gran parte de la Patagonia y culminamos nuestro raid turístico por esos paisajes en Bariloche, donde permanecimos dos noches en una de las dos torres del hotel Libertad, uno de los más prestigiosos de tal ciudad, ubicado a escasos metros del popular Cerro Catedral.

Sean Dortmund estaba fascinado con la gente, el servicio y con el lugar en sí.

_ Volveremos mañana a primera hora para Buenos Aires_ me comentó la noche anterior a nuestro regreso,_ pero algún día le garantizo doctor que regresaremos aquí y nos hospedáremos por más tiempo. Es un ambiente encantador y placentero.

_ Le tomo su palabra, Dortmund_ le dije con entusiasmo a mi amigo.

Subimos de nuevo a nuestras habitaciones para terminar de preparar las maletas y más tarde bajar a cenar al restaurante del hotel, cuando un botones se acercó tímidamente hacia nosotros.

_ ¿Quién de ustedes dos es Sean Dortmund?_ preguntó algo tímido pero con la mayor de las consideraciones.

_ ¿En qué puedo serle útil?_ replicó el inspector con un ligero esbozo en sus labios.

_ Sé que usted es investigador privado o que trabaja para la Policía. El hecho ocurrió hace unas cinco horas atrás, pero hay alguien que no desea que se escandalice sobre este incidente. Quiere conservarlo bajo la mayor discreción posible.

_ Mi amigo y yo somos sinónimos de discreción. Puede confiarnos el asunto con absoluta confianza. Pero antes dígame quién es la persona a la que usted implícitamente alude y por qué no quiere hablar abiertamente sobre lo sucedido.

_ Es el gerente del hotel, el señor Rocasanti. Y el incidente al que hago mención es el robo de una colección de estampillas valuadas en más de cinco millones de pesos.

_ Le robaron a uno de sus mejores clientes y el señor Rocasanti no quiere que eso perjudique el negocio del turismo que atraviesa su mayor momento de auge.

El botones agachó la cabeza en señal de vergüenza. Dortmund le dio un toquecito en el hombro.

_ No se aflija_ lo tranquilizó el inspector._ Ha obrado usted correctamente al poner el asunto en mi conocimiento. ¿Quién es el cliente al que le robaron?

_ Se llama Salvador Carmusi. Está como loco. Había adquirido ésa colección recientemente en una subasta que se realizó la semana pasada en la ciudad de Cipoleti. Son estampillas sobre billetes y monedas argentinas de todos los tiempos, única en su especie. Dio vuelta la habitación porque pensó que las había cambiado de lugar y no las encontró por ningún lado. Salió cinco minutos para buscar algo a la recepción y cuando volvió, ya no estaban. La colección desapareció por completo.

_ ¿En dónde las tenía guardadas?

_ Por lo que tengo entendido, en un compartimento oculto de su portafolio.

_ ¿Quién en este hotel conocía ésa colección que el señor Carmusi tenía en posesión suya y  dónde la tenía guardada?

_ Nadie, absolutamente nadie. Lo mantuvo en secreto todo el tiempo. Yo me enteré que la tenía cuando el robo se consumó. Y lo supe por mi gerente, que era el único que lo sabía. Soy su botones de máxima confianza.

_ ¿Su nombre?

_ Me llamo Federico Zubarratea.

_ ¿Vio movimientos extraños, señor Zubarratea, en el hotel durante la corta ausencia del señor Carmusi?

_ No percibí nada fuera de lo habitual. Además, con tanto movimiento incesante de gente, es casi imposible percibir algo fuera de lo normal. Y más en un hotel de éstas dimensiones.

_ ¿Y su huésped está convencido de que tenía la colección antes de abandonar el cuarto?

_ Él asegura que sí.

_ ¿La exhibió sin darse cuenta frente a otras personas?

_ Era muy discreto y cuidadoso al respecto. Pero no puedo responder a su pregunta con plena seguridad.

_ ¿En qué habitación ocurrió el robo?

_ Cuarto 621, sexto piso.

_ ¿Quiénes ocupan las habitaciones contiguas, señor Zubarratea?

_ La 620 la ocupa la señora Georgina Zelalia y la 622, la doctora Blanca Ituriza. Es una abogada retirada.

_ ¿Logró hablar con ellas?

_ La señora Zelalia entró en su habitación y permaneció en ella hasta que el señor Carmusi salió de la suya. Lo supo porque escuchó la puerta cerrarse. No escuchó nada más. El señor Carmusi regresó cuando la señora Ituriza salía.

_ ¿Y la señora Zelalia oyó en algún momento que la señora Ituriza salió?

_ No, dijo que sólo escuchó salir al señor Carmusi.

_ Eso es interesante_ reflexionó mi amigo, frotándose la mandíbula.

_ ¿En qué piensa?_ inquirí con recelo.

_ Se me ocurre algo. Señor Zubarratea, ¿habló con ambas mujeres en simultáneo?

_ Primero con la señora Ituriza, que la intercepté cuando regresaba. Intenté hablar antes con la señora Zelalia pero no estaba y no la vi salir. Al rato volví a su habitación y estaba pero no dijo mucho.

_ Y fue cuando la señora Ituriza volvió, que a usted le costó encontrar a la señora Zelalia.

_ Sí_ afirmó el botones asombrado. Y admito que yo también lo estaba._ ¿Cómo lo adivinó?

_ Porque ya sé lo que ocurrió. Y haré que el culpable me lleve directo al lugar adonde escondió las estampillas. Pero antes, necesito ver la habitación del señor Carmusi.

_ Me temo que eso no será posible. Él se encuentra en estos momentos descansando. Y nadie debe enterarse de que hablé con usted sobre el asunto y mucho menos que hice averiguaciones por cuenta propia.

_ Hágalo salir con alguna excusa. Dígale que tiene una llamada en espera en la línea principal para que baje. Lo que deseo hacer no me llevará más de tres minutos. Y luego usted estará atento para dar la alarma de incendio en cuanto yo haya bajado del cuarto del señor Carmusi. ¿Entendió usted lo que debe hacer?

_ Perfectamente. Pero sinceramente no comprendo cuál es el objetivo de dar una falsa alarma de incendio.

_ Lo sabrá enseguida. Sólo déjeme actuar y haga que el señor Carmusi baje de su habitación hasta la recepción con cualquier pretexto.

_ Dortmund, ¿por qué no interroga a las damas en cuestión?_ le pregunté algo bastante confundido y desvariado.

_ Porque no es necesario. El señor Zubarratea ya me refirió lo esencial que preciso saber en lo concerniente a ellas. Y ahora, caballeros, les sugiero no perder tiempo.

El botones obedeció al pie de la letra las indicaciones de Dortmund y en cuanto vimos al señor Carmusi en el palier del hotel, nos apresuramos a subir a su habitación.

_ ¿Va a decirme algo?_ le pregunté decidido al inspector, mientras subíamos por el ascensor.

_ El señor Carmusi_ me respondió con obstinación_ conoce al señor Rocasanti, el gerente de este hotel,  desde hace bastante tiempo. De no ser así, no habría razón alguna para que el señor Rocasanti conociera de manera exclusiva la colección de estampillas valiosas que el señor Carmusi tenía en su poder.

_ ¿Cree que este botones le esté diciendo la verdad? Bien podría estar mintiéndole porque podría estar involucrado de una forma u otra en el robo.

_ Es sincero y bajo ningún punto de vista pongo en duda su honestidad e interés en que se resuelva este pequeño infortunio.

Ni bien terminó de pronunciar la última palabra fue que el ascensor se detuvo en nuestro piso. Bajamos y buscamos el cuarto 621.

_ ¿Cómo piensa entrar?_ lo indagué a Dortmund cuando nos detuvimos frente a la habitación en cuestión.

El inspector metió la mano en uno de los bolsillos de su saco y extrajo una llave que me la exhibió con renuente satisfacción.

_ Me la proporcionó nuestro cómplice en ésta pequeña aventura emprendida_ repuso con suspicacia y una sutil sonrisa reveladora. Yo le devolví el gesto sólo con la mirada.

_ Espere afuera, doctor, y avíseme si viene alguien_ me dijo Dortmund cuando abrió la puerta con la llave que el señor Zubarratea le proporcionó gentilmente.

Asentí con un ligero movimiento de cabeza. El corto tiempo que permanecí en la puerta de la suite montando guardia parecieron interminables y admito que sudé más de lo que imaginé ante la posibilidad de que el señor Carmusi volviera antes de lo esperaro o que alguien más nos descubriese. Pero mi labor no fue tan compleja como yo pensaba porque el inspector entró y salió en menos de tres minutos, y nadie transitó los pasillos del piso en ése breve lapso de tiempo.

_ Ya está_ me afirmó cuando salió y cerró la puerta otra vez con llave.

_ ¿Qué descubrió?

_ La habitación tiene oculta una puerta-ventana que conecta con el cuarto contiguo, el de la señora Zelalia. Eso viene a confirmar mis sospechas: que la señora Zelalia y la señora Iturizia son una misma y única persona. Georgina Zelalia entró en el cuarto 620 y cambió su apariencia. El señor Rocasanti hizo salir con una excusa al señor Carmusi de su suite y la señora Zelalia entonces se mete en la habitación 621, roba las estampillas del portafolio en donde estaban escondidas y sale vestida con un saco y un sombrero por la puerta principal, por si alguien la veía, debían creer que se trataba del señor Salvador Carmusi y no de una impostora. Salió, cerró y entró rápidamente en la habitación 622. Volvió a alterar su aspecto y salió ya caracterizada como Blanca Iturizia, no sin antes haber escondido la colección que robó en un lugar seguro. Y tiene que estar escondida o en la suite 620 o en la 622, no cabe otra posibilidad al respecto.

_ ¿Cómo lo adivinó?

_ No lo adiviné, doctor, lo deduje. Sólo hay que saber diseminar los hechos relevantes de los redundantes e interpretar adecuadamente cada hecho que se desprende de la narración misma. Nuestro fiel botones aseguró que nunca vio juntas a ambas damas. Pero fue el modo en que habían entrado y salido de las habitaciones lo que llamó mi atención. Entonces, se empezó a formar la idea en mi cabeza de que las dos mujeres fuesen en verdad una sola. Ahora bien. Si esto era cierto, tuvo que haber entrado o salido fácilmente del cuarto del señor Carmusi, suponiendo que hasta ése momento no conocía la existencia de la puerta-ventana secreta. Y para eso necesitaba la llave, y la única persona que pudo haberle proporcionado una copia de la misma es el gerente del hotel, nuestro fiel señor Rocasanti. Pero omitiendo ése detalle, resulta imposible en condiciones normales que alguien que adopte dos personalidades diferentes reciba dos suites distintas a escasos centímetros una de la otra, interponiéndose de por medio la habitación que es objeto de un robo muy hábilmente planificado y cuya existencia de la valiosa colección sustraída sólo sea conocida por la única persona que puede poner a disposición y llevar a cabo tan maña logística: el gerente del hotel, el mismísimo señor Rocasanti.

_ Me rindo, Dortmund. Es usted una gran inminencia en el sutil arte de atrapar criminales. Pero, ¿qué hay de la colección de estampillas robadas y de la cómplice de Rocasanti?

_ Ella aún permanece en el hotel y haré que me lleve directo adonde pretendo.

Volvimos al palier de la entrada y cuando el señor Zubarratea nos vio, dio enseguida la alarma de incendio, tras lo que todas las personas allí presentes entraron en pánico y empezaron a correr hacia todos lados, algunas en direcciones inciertas. Cuando me volví de nuevo hacia Dortmund, noté que había desaparecido repentinamente. Lo busqué por un buen rato hasta que finalmente él me encontró a mí. Iba a emitir palabra, cuando me hizo un gesto con el dedo para que me mantuviera en silencio. Y me mostró con disimulo oculto en el interior de su saco, la colección de estampillas robadas.

_ ¡Dortmund, por Dios!_ le reproché en un susurro.

Me tomó del brazo y me apartó lejos de la muchedumbre, que todavía permanecía en caos.

_ Estaba en la habitación 622, oculta en un compartimento debajo del suelo, en lo que representaba un azulejo flojo. Debí imaginarme que estaba escondida en ésa habitación, porque fue la última en la que la cómplice del señor Rocasanti estuvo ante de desaparecer y volver a su aspecto anterior.

_ Me conmueve que haya resuelto el caso con un ingenio mayúsculo. Pero sigo sin entender la farsa del incendio. Me encantaría que me lo explicara, si no le importa.

_ En medio de un incendio o de cualquier otra situación crítica, la mujer en general tiende a salvar las cosas de mayor valor y afecto. Así supe dónde había escondido la colección robada. Sólo tuve que seguirla hasta arriba cuando nuestro aliado en este asunto dio la falsa alarma por expresa orden mía.

Miré al inspector con enojo y hostilidad pero no dije nada. En medio de tanta conmoción, Dortmund interceptó al señor Carmusi simulando un atropello involuntario y deslizó en el interior de su saco la colección de estampillas. Y es hasta el día de hoy inclusive que estoy convencido de que el señor Carmusi creyó que guardó él mismo la colección ahí en su saco y lo había olvidado por completo. Pero peor aún, que jamás se enteró de la traición de su viejo amigo gerente de hotel porque el asunto siempre se mantuvo en secreto, hasta ahora que ya pasaron casi quince años y decidí sacarlo a la luz por lo extraordinario de su circunstancias y por las decisiones arriesgadas que tomó Dortmund  en él al respecto. Nunca supimos a ciencia cierta lo que motivó al señor Rocasanti a robarle ésa colección de estampillas al señor Salvador Carmusi. Pero mi amigo sostuvo siempre, y aún lo sostiene, que fue por envidia, porque Carmusi tenía muchas posesiones y muchas cosas que Rocasanti apreciaba pero que jamás había logrado obtener, entre ellas vale aclarar, la colección en liturgia. Pero es sólo una de las tantas teorías que postuló y que no logró confirmar fehacientemente.

Cuando le pregunté a Dortmund porqué había dejado escapar a los culpables, me respondió que él no tenía  ni la potestad ni la jurisdicción para detenerlos. Pero que no dudaba que tarde o temprano caerían por otro hecho similar. Y en efecto, el señor Rocasanti y su cómplice, la señorita Georgina Zelalia (si ése era su nombre real), fueron arrestados en 1986, casi diez años después, por defraudar a una financiera en más de ciento cincuenta millones de australes.  

 

 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario