Puedo decir casi con indiscutible certeza que este es uno de los casos que mi amigo, el inspector Dortmund, resolvió con implacable genialidad. Tenía por capricho demandarle a mi amigo reclamos de índole profesional cuando apelaba a métodos poco ortodoxos para llegar al fondo de un caso. Pero admito, por mucho que esto infrinja mis principios, que el caso lo ameritaba, por lo que me abstuve de hacerle algún tipo de reproche posterior.
Cuando
Dortmund recurría a métodos nada habituales para esclarecer un caso, jugaba
demasiado con su ego y su arrogancia, llegando al punto de asumir el rol de
un razonador analítico de ficción y eso
me molestaba enormemente, porque implicaba un golpe bajo para su labor tan
destacada, desde mi punto de vista. Su talento consistía en desentrañar toda la
historia detrás del crimen a partir de uno o dos detalles muy concisos y
triviales a la vez, motivo que lo llevaba inexorablemente a descubrir siempre
al culpable. Nunca perdió eso en ninguna de sus facetas, pero el típico
investigador tradicional se adaptaba mejor a su estilo y su personalidad.
Conforme pasaban los años desde que arribó al país, se iba acostumbrando mejor
a este último, aunque la idea de un alter ego de cualidades sugestivas la traía
incorporada por naturaleza y jamás pudo desprenderse de ella.
En lo
concerniente a su método deductivo aplicado en todos sus casos, a partir de los
hechos concretos en sí sacaba
conclusiones que eran respaldadas en su mayoría por su
intuición, lo que conllevaba luego a la
comprobación o refutación de dichos eventos a través de la mera investigación
tradicional. Puntualmente, hubo tres casos que sirven de ejemplo a este axioma,
entre algunos otros tantos: el robo en el conocido Tren a las Nubes de Salta, el llamado caso de la doble evidencia, el
caso del hombre del retrato y el presente.
Fue el
tercer o cuarto caso en el que me involucré a mi llegada a Argentina a los
pocos meses que mi amigo arribó al país en 1975. No tengo muy presente las
fechas exactas, pero el caso en cuestión habrá tenido lugar en febrero de 1976,
aproximadamente. En virtud de que éramos recientes en el país, decidimos hacer
un tour por los principales centros turísticos para ir conociéndolo de a poco.
Recorrimos ésa vez gran parte de la Patagonia y culminamos nuestro raid
turístico por esos paisajes en Bariloche, donde permanecimos dos noches en una
de las dos torres del hotel Libertad, uno de los más prestigiosos de tal
ciudad, ubicado a escasos metros del popular Cerro Catedral.
Sean
Dortmund estaba fascinado con la gente, el servicio y con el lugar en sí.
_
Volveremos mañana a primera hora para Buenos Aires_ me comentó la noche
anterior a nuestro regreso,_ pero algún día le garantizo doctor que
regresaremos aquí y nos hospedáremos por más tiempo. Es un ambiente encantador
y placentero.
_ Le
tomo su palabra, Dortmund_ le dije con entusiasmo a mi amigo.
Subimos
de nuevo a nuestras habitaciones para terminar de preparar las maletas y más
tarde bajar a cenar al restaurante del hotel, cuando un botones se acercó
tímidamente hacia nosotros.
_ ¿Quién
de ustedes dos es Sean Dortmund?_ preguntó algo tímido pero con la mayor de las
consideraciones.
_ ¿En
qué puedo serle útil?_ replicó el inspector con un ligero esbozo en sus labios.
_ Sé que
usted es investigador privado o que trabaja para la Policía. El hecho ocurrió
hace unas cinco horas atrás, pero hay alguien que no desea que se escandalice
sobre este incidente. Quiere conservarlo bajo la mayor discreción posible.
_ Mi
amigo y yo somos sinónimos de discreción. Puede confiarnos el asunto con
absoluta confianza. Pero antes dígame quién es la persona a la que usted
implícitamente alude y por qué no quiere hablar abiertamente sobre lo sucedido.
_ Es el
gerente del hotel, el señor Rocasanti. Y el incidente al que hago mención es el
robo de una colección de estampillas valuadas en más de cinco millones de
pesos.
_ Le
robaron a uno de sus mejores clientes y el señor Rocasanti no quiere que eso
perjudique el negocio del turismo que atraviesa su mayor momento de auge.
El
botones agachó la cabeza en señal de vergüenza. Dortmund le dio un toquecito en
el hombro.
_ No se
aflija_ lo tranquilizó el inspector._ Ha obrado usted correctamente al poner el
asunto en mi conocimiento. ¿Quién es el cliente al que le robaron?
_ Se
llama Salvador Carmusi. Está como loco. Había adquirido ésa colección
recientemente en una subasta que se realizó la semana pasada en la ciudad de
Cipoleti. Son estampillas sobre billetes y monedas argentinas de todos los
tiempos, única en su especie. Dio vuelta la habitación porque pensó que las había
cambiado de lugar y no las encontró por ningún lado. Salió cinco minutos para
buscar algo a la recepción y cuando volvió, ya no estaban. La colección
desapareció por completo.
_ ¿En
dónde las tenía guardadas?
_ Por lo
que tengo entendido, en un compartimento oculto de su portafolio.
_ ¿Quién
en este hotel conocía ésa colección que el señor Carmusi tenía en posesión suya
y dónde la tenía guardada?
_ Nadie,
absolutamente nadie. Lo mantuvo en secreto todo el tiempo. Yo me enteré que la
tenía cuando el robo se consumó. Y lo supe por mi gerente, que era el único que
lo sabía. Soy su botones de máxima confianza.
_ ¿Su
nombre?
_ Me llamo
Federico Zubarratea.
_ ¿Vio
movimientos extraños, señor Zubarratea, en el hotel durante la corta ausencia
del señor Carmusi?
_ No
percibí nada fuera de lo habitual. Además, con tanto movimiento incesante de gente, es casi imposible
percibir algo fuera de lo normal. Y más en un hotel de éstas dimensiones.
_ ¿Y su
huésped está convencido de que tenía la colección antes de abandonar el cuarto?
_ Él
asegura que sí.
_ ¿La
exhibió sin darse cuenta frente a otras personas?
_ Era
muy discreto y cuidadoso al respecto. Pero no puedo responder a su pregunta con
plena seguridad.
_ ¿En
qué habitación ocurrió el robo?
_ Cuarto
621, sexto piso.
_
¿Quiénes ocupan las habitaciones contiguas, señor Zubarratea?
_ La 620
la ocupa la señora Georgina Zelalia y la 622, la doctora Blanca Ituriza. Es una
abogada retirada.
_ ¿Logró
hablar con ellas?
_ La
señora Zelalia entró en su habitación y permaneció en ella hasta que el señor
Carmusi salió de la suya. Lo supo porque escuchó la puerta cerrarse. No escuchó
nada más. El señor Carmusi regresó cuando la señora Ituriza salía.
_ ¿Y la
señora Zelalia oyó en algún momento que la señora Ituriza salió?
_ No,
dijo que sólo escuchó salir al señor Carmusi.
_ Eso es
interesante_ reflexionó mi amigo, frotándose la mandíbula.
_ ¿En
qué piensa?_ inquirí con recelo.
_ Se me
ocurre algo. Señor Zubarratea, ¿habló con ambas mujeres en simultáneo?
_
Primero con la señora Ituriza, que la intercepté cuando regresaba. Intenté
hablar antes con la señora Zelalia pero no estaba y no la vi salir. Al rato
volví a su habitación y estaba pero no dijo mucho.
_ Y fue
cuando la señora Ituriza volvió, que a usted le costó encontrar a la señora
Zelalia.
_ Sí_
afirmó el botones asombrado. Y admito que yo también lo estaba._ ¿Cómo lo
adivinó?
_ Porque
ya sé lo que ocurrió. Y haré que el culpable me lleve directo al lugar adonde
escondió las estampillas. Pero antes, necesito ver la habitación del señor
Carmusi.
_ Me
temo que eso no será posible. Él se encuentra en estos momentos descansando. Y
nadie debe enterarse de que hablé con usted sobre el asunto y mucho menos que
hice averiguaciones por cuenta propia.
_ Hágalo
salir con alguna excusa. Dígale que tiene una llamada en espera en la línea
principal para que baje. Lo que deseo hacer no me llevará más de tres minutos.
Y luego usted estará atento para dar la alarma de incendio en cuanto yo haya
bajado del cuarto del señor Carmusi. ¿Entendió usted lo que debe hacer?
_
Perfectamente. Pero sinceramente no comprendo cuál es el objetivo de dar una
falsa alarma de incendio.
_ Lo
sabrá enseguida. Sólo déjeme actuar y haga que el señor Carmusi baje de su
habitación hasta la recepción con cualquier pretexto.
_
Dortmund, ¿por qué no interroga a las damas en cuestión?_ le pregunté algo
bastante confundido y desvariado.
_ Porque
no es necesario. El señor Zubarratea ya me refirió lo esencial que preciso
saber en lo concerniente a ellas. Y ahora, caballeros, les sugiero no perder
tiempo.
El
botones obedeció al pie de la letra las indicaciones de Dortmund y en cuanto
vimos al señor Carmusi en el palier del hotel, nos apresuramos a subir a su habitación.
_ ¿Va a
decirme algo?_ le pregunté decidido al inspector, mientras subíamos por el
ascensor.
_ El
señor Carmusi_ me respondió con obstinación_ conoce al señor Rocasanti, el
gerente de este hotel, desde hace
bastante tiempo. De no ser así, no habría razón alguna para que el señor
Rocasanti conociera de manera exclusiva la colección de estampillas valiosas
que el señor Carmusi tenía en su poder.
_ ¿Cree
que este botones le esté diciendo la verdad? Bien podría estar mintiéndole
porque podría estar involucrado de una forma u otra en el robo.
_ Es
sincero y bajo ningún punto de vista pongo en duda su honestidad e interés en
que se resuelva este pequeño infortunio.
Ni bien
terminó de pronunciar la última palabra fue que el ascensor se detuvo en
nuestro piso. Bajamos y buscamos el cuarto 621.
_ ¿Cómo
piensa entrar?_ lo indagué a Dortmund cuando nos
detuvimos frente a la habitación en cuestión.
El
inspector metió la mano en uno de los bolsillos de su saco y extrajo una llave
que me la exhibió con renuente satisfacción.
_ Me la
proporcionó nuestro cómplice en ésta pequeña aventura emprendida_ repuso con
suspicacia y una sutil sonrisa reveladora. Yo le devolví el gesto sólo con la
mirada.
_ Espere
afuera, doctor, y avíseme si viene alguien_ me dijo Dortmund cuando abrió la
puerta con la llave que el señor Zubarratea le proporcionó gentilmente.
Asentí
con un ligero movimiento de cabeza. El corto tiempo que permanecí en la puerta de la suite montando
guardia parecieron interminables y admito que sudé más de lo que imaginé ante
la posibilidad de que el señor Carmusi volviera antes de lo esperaro o que
alguien más nos descubriese. Pero mi labor no fue tan compleja como yo pensaba porque el inspector
entró y salió en menos de tres minutos, y nadie transitó los pasillos del piso
en ése breve lapso de tiempo.
_ Ya
está_ me afirmó cuando salió y cerró la puerta otra vez con llave.
_ ¿Qué
descubrió?
_ La habitación
tiene oculta una puerta-ventana que conecta con el cuarto contiguo, el de la
señora Zelalia. Eso viene a confirmar mis sospechas: que la señora Zelalia y la
señora Iturizia son una misma y única persona. Georgina Zelalia entró en el
cuarto 620 y cambió su apariencia. El señor Rocasanti hizo salir con una excusa
al señor Carmusi de su suite y la señora Zelalia entonces se mete en la
habitación 621, roba las estampillas del portafolio en donde estaban escondidas
y sale vestida con un saco y un sombrero por la puerta principal, por si
alguien la veía, debían creer que se trataba del señor Salvador Carmusi y no de
una impostora. Salió, cerró y entró rápidamente en la habitación 622. Volvió a
alterar su aspecto y salió ya caracterizada como Blanca Iturizia, no sin antes
haber escondido la colección que robó en un lugar seguro. Y tiene que estar
escondida o en la suite 620 o en la 622, no cabe otra posibilidad al respecto.
_ ¿Cómo
lo adivinó?
_ No lo
adiviné, doctor, lo deduje. Sólo hay que saber diseminar los hechos relevantes
de los redundantes e interpretar adecuadamente cada hecho que se desprende de
la narración misma. Nuestro fiel botones aseguró que nunca vio juntas a ambas
damas. Pero fue el modo en que habían entrado y salido de las habitaciones lo que
llamó mi atención. Entonces, se empezó a formar la idea en mi cabeza de que las
dos mujeres fuesen en verdad una sola. Ahora bien. Si esto era cierto, tuvo que
haber entrado o salido fácilmente del cuarto del señor Carmusi, suponiendo que
hasta ése momento no conocía la existencia de la puerta-ventana secreta. Y para
eso necesitaba la llave, y la única persona que pudo haberle proporcionado una
copia de la misma es el gerente del hotel, nuestro fiel señor Rocasanti. Pero
omitiendo ése detalle, resulta imposible en condiciones normales que alguien
que adopte dos personalidades diferentes reciba dos suites distintas a escasos
centímetros una de la otra, interponiéndose de por medio la habitación que es
objeto de un robo muy hábilmente planificado y cuya existencia de la valiosa
colección sustraída sólo sea conocida por la única persona que puede poner a
disposición y llevar a cabo tan maña logística: el gerente del hotel, el
mismísimo señor Rocasanti.
_ Me
rindo, Dortmund. Es usted una gran inminencia en el sutil arte de atrapar
criminales. Pero, ¿qué hay de la colección de estampillas robadas y de la
cómplice de Rocasanti?
_ Ella
aún permanece en el hotel y haré que me lleve directo adonde pretendo.
Volvimos
al palier de la entrada y cuando el señor Zubarratea nos vio, dio enseguida la
alarma de incendio, tras lo que todas las personas allí presentes entraron en
pánico y empezaron a correr hacia todos lados, algunas en direcciones
inciertas. Cuando me volví de nuevo hacia Dortmund, noté que había desaparecido
repentinamente. Lo busqué por un buen rato hasta que finalmente él me encontró
a mí. Iba a emitir palabra, cuando me hizo un gesto con el dedo para que me
mantuviera en silencio. Y me mostró con disimulo oculto en el interior de su
saco, la colección de estampillas robadas.
_
¡Dortmund, por Dios!_ le reproché en un susurro.
Me tomó
del brazo y me apartó lejos de la muchedumbre, que todavía permanecía en caos.
_ Estaba
en la habitación 622, oculta en un compartimento debajo del suelo, en lo que
representaba un azulejo flojo. Debí imaginarme que estaba escondida en ésa
habitación, porque fue la última en la que la cómplice del señor Rocasanti
estuvo ante de desaparecer y volver a su aspecto anterior.
_ Me
conmueve que haya resuelto el caso con un ingenio mayúsculo. Pero sigo sin
entender la farsa del incendio. Me encantaría que me lo explicara, si no le
importa.
_ En
medio de un incendio o de cualquier otra situación crítica, la mujer en general
tiende a salvar las cosas de mayor valor y afecto. Así supe dónde había
escondido la colección robada. Sólo tuve que seguirla hasta arriba cuando
nuestro aliado en este asunto dio la falsa alarma por expresa orden mía.
Miré al
inspector con enojo y hostilidad pero no dije nada. En medio de tanta
conmoción, Dortmund interceptó al señor Carmusi simulando un atropello
involuntario y deslizó en el interior de su saco la colección de estampillas. Y
es hasta el día de hoy inclusive que estoy convencido de que el señor Carmusi
creyó que guardó él mismo la colección ahí en su saco y lo había olvidado por
completo. Pero peor aún, que jamás se enteró de la traición de su viejo amigo
gerente de hotel porque el asunto siempre se mantuvo en secreto, hasta ahora
que ya pasaron casi quince años y decidí sacarlo a la luz por lo extraordinario
de su circunstancias y por las decisiones arriesgadas que tomó Dortmund en él al respecto. Nunca supimos a ciencia
cierta lo que motivó al señor Rocasanti a robarle ésa colección de estampillas
al señor Salvador Carmusi. Pero mi amigo sostuvo siempre, y aún lo sostiene,
que fue por envidia, porque Carmusi tenía muchas posesiones y muchas cosas que
Rocasanti apreciaba pero que jamás había logrado obtener, entre ellas vale
aclarar, la colección en liturgia. Pero es sólo una de las tantas teorías que
postuló y que no logró confirmar fehacientemente.
Cuando
le pregunté a Dortmund porqué había dejado escapar a los culpables, me
respondió que él no tenía ni la potestad
ni la jurisdicción para detenerlos. Pero que no dudaba que tarde o temprano
caerían por otro hecho similar. Y en efecto, el señor Rocasanti y su cómplice,
la señorita Georgina Zelalia (si ése era su nombre real), fueron arrestados en
1986, casi diez años después, por defraudar a una financiera en más de ciento
cincuenta millones de australes.
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