viernes, 16 de marzo de 2018

Destino incierto (Gabriel Zas)

                                                 

                                                                 1      
                                                                
Ludmila Paz recibió aquélla mañana una nota que la traumatizó completamente. La misiva recibida aducía que su esposo, Amadeo Costa, había sido secuestrado. Por unos segundos, permaneció inalterable, inmóvil, imperturbable. Pensó que alguien le estaba jugando una broma de mal gusto, así que decidió ignorar el contenido de ésa extraña nota, cuya procedencia desconocía cabalmente.
Para cerciorarse de la veracidad de su suposición, llamó por teléfono al trabajo de su marido. La atendió el señor Helguera, su jefe directo, y le dijo que su marido no se había presentado a trabajar y que casualmente estaba a punto de llamar para saber el por qué de la demora de Amadeo Costa. Ella, más afligida y angustiada que antes, le afirmó al señor Helguera que su esposo no estaba en casa, sin hacerle mención de la nota extorsiva que recibiera y que le habían tirado por abajo de la puerta.
Se pusieron recíprocamente de acuerdo en que quien tuviera primero alguna novedad del señor Costa, se lo notificaría al otro enseguida, y cortaron la comunicación.
El señor Helguera no se preocupó para nada porque carecía de motivos para hacerlo, habiéndose decidido quizás a echar a Amadeo Costa si no se presentaba a su puesto de trabajo en la siguiente hora y medía. Por su parte, Ludmila Paz tenía en su poder una razón muy poderosa para alterarse y considerar el asunto seriamente. Por un momento, se le cruzó por la cabeza la idea de darle intervención a la Policía. Pero el recado que recibió era claro y conciso: nada de policías.
Ludmila entró en un estado de excitación profundo y delicado. Estaba desoladamente trastocada y desborada por la pesadilla que le tocaba vivir. Sí, pesadilla, porque no existía otra palabra más adecuada que resumiese su padecimiento mejor que la empleada.
"Esto no puede estar pasándome a mí", no paraba de repetirse Ludmila Paz en su cabeza una y otra vez. Revisó toda la casa impulsivamente, pero muy a conciencia, y no encontró evidencias que indicaran la presencia de terceros en la casa. Ninguna cerradura ni ninguna ventana había sido violentada y ella recordaba muy bien además que durante la madrugada no percibió movimientos ni ruidos inusuales. Sin embargo, entendía perfectamente que tenía el sueño liviano y que cualquier cosa que hubiera ocurrido, ella difícilmente la hubiese notado. ¿Es que acaso la habían narcotizado sin que se diera cuenta? Ésa posibilidad le resultó remota. Y no obstante, todavía no había sido capaz de dilucidar de qué forma los captores ingresaron a su morada y se llevaron discretamente al señor Amadeo Costa contra su propia voluntad. Ni siquiera, había sido capaz de vislumbar un motivo aparente que promoviera el secuestro. Pero era claro que existía uno que Ludmila Paz ignoraba enteramente.
Reproduzco en su mente, haciendo un sobreesfuerzo muy grande para contenerse y preservar la calma, las últimas conversaciones que mantuvo con su marido. Repasó para sus adentros cada palabra, cada letra, cada sílaba, cada expresión, cada pronunciación y no encontró absolutamente nada fuera de lo ordinario. Jamás le mencionó algo en lo que estuviese involucrado ni notó en él actitudes que la hicieran sospechar que le ocultaba algo. Ni quisiera estaba nervioso. Su marido era el mismo de siempre. Entonces, la misma pregunta volvió a atacar los pensamientos de Ludmila: ¿por qué raptaron a su marido y quién había ordenado el secuestro?
Ludmila Paz caminó desesperadamente de un rincón a otro de la casa, llorando a borbotones y rompiendo objetos y muebles en el proceso. Cuando logró contenerse, tomó la carta, se sentó en su cama y la repasó de nuevo:
"Tenemos a su esposo en nuestro poder. Si quiere volver a verlo con vida, siga al pie de la letra las instrucciones que le dejamos a continuación. Va a guardar treinta millones de australes en billetes de baja denominación, igual serie y sin marcar adentro de una valija gris que sabemos que guarda en su placard. Cuando lo tenga preparado, irá a la estación Retiro del ferrocarril Mitre y tomará el tren a Rosario que sale de la última plataforma puntual a las ocho y media de la noche. Se sentará en el segundo asiento del lado de la ventanilla que está a dos lugares de la puerta y esperará a bordo nuevas instrucciones sobre dónde debe dejar el dinero y cómo reencontrarse nuevamente con su marido. Lleve solamente el portafolio con los treinta millones de australes y nada más. No hable con nadie ni durante el camino a la estación ni durante el viaje y ni se le ocurra ir con la Policía. Si incumple cualquiera de estas demandas, le cortaremos la lengua a su esposo, se la mandaremos por correo a su casa y mañana lo mataremos lenta y dolorosamente. ¿Quedó claro? Estará constantemente vigilada, así que si hace algo indebido, lo sabremos enseguida".

El descorazonamiento había vuelto a invadirla intempestivamente. Su cuerpo temblaba sin control como una rama movida por el viento. Sólo el pensar en Amadeo, le daba las fuerzas necesarias para seguir adelante. Ya habían pasado las doce del mediodía y Ludmila aún tenía que ir al Banco para retirar la suma exigida por los secuestradores, disponer todo de acuerdo a sus exacciones y emprender la campaña para pagar el rescate y recuperar vivo a su esposo. Si había algo que a ella le sobraba en esos difíciles momentos, era valentía. Valentía que ella misma desconocía de dónde le afloraba de manera natural.
Se apuró a ir al Banco, extrajo por ventanilla los treinta millones de australes que los raptores les reclamaban como rescate, volvió a su casa, controló el dinero minuciosamente billete por billete y lo guardó en la maleta que le indicaron.
El secuestro de Amadeo Costa dejaba entrever dos detalles curiosamente inquietantes: la cantidad exigida para su liberación y el conocimiento de la valija gris. Pensando el asunto fríamente y estudiándolo desde diversas perspectivas, quizás se podía llegar a descifrar toda la historia detrás del rapto y encontrar respuestas a estas y otras incertidumbres que quedaban flotando en el aire. Pero Ludmila Paz no estaba mentalmente apta para asumir ésa obligación. Se hallaba enceguecida por sus ansías indomables de recuperar sano y  salvo a su marido. Y era capaz de cualquier cosa para conseguirlo porque lo amaba más que a su propia vida. Solamente debía tener todo el recaudo necesario para no cometer errores que le pudieran costar la vida al señor Costa. Los captores fueron muy explícitos en tal aspecto. Daba la impresión de que eran personas cerradas a cualquier clase de arreglo o justificación razonable. Aun así, Ludmila estaba dispuesta a ponerse en peligro por su esposo, a cualquier precio. 

                                                                             2

Ludmila Paz llegó a Retiro con una hora de anticipación a la establecida por los secuestradores en la nota de rescate. Miró alrededor suyo las mil caras que la rodeaban por doquier. Todo lucía normal, temerosamente normal. Pero ella estaba extremadamente tranquila, dispuesta a cumplir todas las instrucciones que recibiera al pie de la letra. La única duda que la acechaba entonces era: ¿de dónde y cómo provendría la segunda indicación, y sobre todo, de parte de quién?
Se acercó a la boletería, compró el pasaje en efectivo y se dirigió hasta el andén en cuestión, el último de la plataforma. Esperó hasta que habilitaron el ingreso y entonces exhibió su boleto al guarda, subió a la formación y se ubicó exactamente donde le habían ordenado. Miraba por la ventanilla el incesante ir y venir de las personas del andén sin percibir en ninguna de ellas nada interesante ni extraordinario. Miraba también alrededor de ella las personas que iban paulatinamente subiendo a bordo del tren sin ni siquiera llegar a contemplar en alguna de ellas algo sugerentemente sospechoso. Todo estaba demasiado rutinario y Ludmila demasiado tranquila para estar inmersa en la dramática situación en la que se hallaba.
El tren salió a horario. Ludmila Paz no podía dejar de ver los rostros del resto de los pasajeros que la rodeaban. El tiempo pasaba a su ritmo lento y moderado, y por un momento, pareció olvidarse del motivo por el que estaba ahí. Después de aproximadamente una hora y cuarto de viaje, el tren ingresó a un túnel, y como era de noche y las luces de los vagones sufrían algunos desperfectos, la formación permaneció por unos segundos en penumbras. Cuando el tren abandonó el túnel, Ludmila sintió que tenía algo apoyado sobre sus rodillas. Era un papel plegado en cuatro. Miró con cautela para todos lados y cuando se convenció de que no corría ningún tipo de riesgo, lo abrió y lo leyó. Decía: " Deje la valija con la plata del rescate al lado del asiento del lado del pasillo cuando pasemos el segundo túnel".
Sus nervios se tensaron estrepitosamente. Al menos, uno de los captores viajaba a bordo con ella y no era capaz de identificarlo. Respiró hondamente y recobró la calma de nuevo. Sólo se concentró en hacer exactamente lo que le pedían y nada más.
Media hora más tarde, el tren cruzó el segundo túnel y la situación que sucediera al atravesar el primer conducto se repitió. Cuando la luminosidad volvió a resplandecer en el ferrocarril, Ludmila encontró otro recado apoyado en su regazo. ¿Se lo había puesto ahí la misma persona que le colocó el anterior o era alguien diferente? Si ése era el caso, entonces había más de un secuestrador a bordo que la mantenía custodiada. De todos modos, eso era un dato secundario. El papel esta vez argüía: "Su esposo será liberado en la última estación. Deje la valija con el rescate cuando pasemos el próximo túnel. Recibirá las últimas instrucciones más adelante". Presa de unos nervios poco usuales, Ludmila acató las directrices rigurosamente. El tren entró en el tercer túnel veinte minutos después y dejó el dinero donde le ordenaron. Cuando la formación salió de nuevo a la intemperie, la señora Paz ladeó la cabeza lenta y discretamente hacia el costado y la valija seguía ahí. No supo cómo reaccionar. Entre tanto estupor y en medio de un clima cargado de confusión, dejó que los hechos siguieran su curso por sí mismos. Pero conforme transcurrían los minutos, nada sucedía.
Ludmila había empezado a angustiarse y desesperarse rápidamente. Su piel se tornó de un tono más pálido y sus facciones habían adquirido una expresión de espanto manifiesta. Guiada puramente por la intuición, recogió de un solo saque la valija y la abrió. Los treinta millones de australes se habían esfumado y en su lugar, aparecieron una gran cantidad de joyas valuadas en miles de millones de australes, de una preciosidad solemne, pulidas y brillantes.
Ludmila Paz se quedó totalmente atónita al contemplar semejante espectáculo inesperado. Ese tesoro valía mil veces más que los treinta millones que había entregado como rescate por el secuestro de su esposo, Amadeo Costa. ¿Cómo habían hecho los captores para sustituir los billetes por las alhajas en tan poco tiempo? Y cuando pudo al fin reaccionar, varios oficiales de policía la tenían rodeada y la habían detenido. Ése motín precioso había sido robado recientemente de una importante y prestigiosa joyería de Capital Federal, y la Justicia tenía el dato fidedigno de que las habían trasladado a bordo de dicho ramal ferroviario para sacarlas de la ciudad y entregarlas tal vez a uno o más cómplices que esperaban en Rosario.
Ludmila Paz intentó convencer a los oficiales que la mantenían bajo arresto que había sido víctima de un engaño y que su esposo estaba secuestrado. Pero al haber desaparecido todas las cartas que le dejaron misteriosamente, su historia perdió credibilidad.
Comprendió luego que el secuestro fue completamente falso y que tanto aquéllo como el robo fueron orquestados y ejecutados por su propio esposo, por el propio Amadeo Costa, que con engaños, la llevó directo hasta la trampa que ingeniosamente le tendió. Hizo que Ludmila le cediera toda su fortuna para empezar una nueva vida junto a su amante que esperaba un hijo de él. Su amante le dio lo que su propia esposa le negó durante los dos años que estuvieron casados: un hijo. Ahora, con esta tertulia que impulsó en contra de ella, Amadeo podía reclamar la nulidad de su matrimonio con Ludmila Paz y quedarse con la casa con la que convivieron durante el tiempo que estuvieron casados. Sólo había un problema: el hijo que su amante esperaba no era de él. Amadeo planificó todo por nada.

                                                                       ***

Lo que más atormentó a Ludmila fue cómo su marido le había dejado las notas sin que jamás se diera cuenta de nada y cómo viajó a bordo del mismo tren sin que ella lo reconociera. Y enseguida se le vino una figura a la memoria: ¡el guarda!

viernes, 9 de marzo de 2018

¿Dispone usted de suficiente dinero? (Gabriel Zas)




                                                                    
                                                                  1
 

Corría como loco por el andén porque el tren a Mercedes estaba a punto de partir. Por suerte, logré subirme justo a tiempo y no tuve que lamentarme por perderlo. El siguiente pasaba dentro de una hora y media, y no estaba decidido a sofocarme bajo el sol que con sus potenciales rayos convertía la estación Francisco Álvarez en un verdadero sauna.

Subí y no vi ningún asiento vacío. Me desplacè al siguiente vagón y tampoco había ningún asiento disponible. Sucedió lo mismo con los dos siguientes. Al fin, comprendí que no había ningún lugar vacío y me resigné a viajar parado, pese a que estaba cansado por el día agotador que tuve.

Cada tanto iba relojeando los vagones que antecedían al que me encontraba yo por sí acaso se desocupaba algún asiento. Después de un rato, me pareció advertir que dos vagones más adelante una señora se había levantado y que ningún pasajero se estaba disputando su lugar. Así que, en calma tomé mis pertenencias del piso y hacia allí fui. Me deslicé sin inconvenientes por los reducidos pasillos del tren dispuesto a ganar ése espacio libre, recientemente deshabitado.

Sin embargo, un vagón antes del de mi interés ocurrió un incidente inesperado y sorprendente. Sentí que las puntas de mis zapatos habían empujado algo indefinido al sólo tacto pero provisto de cierta liviandad austera. Agaché la mirada para ver de qué se trataba y sentí que mi corazón dio un vuelco de ciento ochenta grados cuando lo vi. Era un grueso fajo de billetes, todos de cien. Debía haber en total alrededor de dos mil o tres mil pesos. ¿Se le había caído accidentalmente a alguien y no se dio cuenta? Las posibilidades de que fuera así eran muy altas. Sentí que debía hacer algo. Tenía que devolverle ésa plata a su legítimo dueño. ¿Pero, y si ya se había bajado del tren? Tal vez, sí. Porque de haber percibido su falta permaneciendo todavía a bordo, hubiese vuelto a buscarlos. Y eso era claro que no había sucedido. Pero, no podía estar completamente seguro de eso. Quizás, si yo me decidía a recoger el fajo y justo en ése preciso instante aparecía súbitamente su dueño, la situación iba a resultarme bastante incómoda, porque creería erróneamente que yo se lo había robado. Aunque mi moral me dictaba actuar como un humilde buen samaritano, decidí hacer caso omiso de ello. No quería involucrarme en nada serio. La única tragedia que dicha situación acarreó, fue que perdí mi lugar. El asiento vacío fue ocupado por alguien más.

 

 

                                                                2

 

Toda ésa cantidad de dinero con la que fortuitamente me encontré me venía muy bien y me hubiera permitido cubrir varias deudas pendientes. Pero soy un hombre de bien y jamás sería capaz de traicionar mis propios principios. Me olvidé del asunto y continué mi rumbo. Pero una mano se apoyó repentinamente sobre mi hombro e hizo que me detuviera de golpe. Por unos segundos, permanecí inmóvil. Pero, cuando me di vuelta, me choqué con una figura masculina esbelta, de aspecto respetable, y debajo de cuyos bigotes prolijamente recortados, se escondía una elocuente y afable sonrisa llena de satisfacción.

_ Queda poca gente como vos, pibe_ me dijo con voz áspera._ La honestidad es una virtud que casi nadie la practica hoy en día.

Lo miré azorado.

_ ¿La plata es suya?_ le pregunté con desconfianza.

_ Sí. Como un gil, la guardé adentro de un bolsillo que está todo roto y descosido. Y se me cayó. Por suerte, me avivé a tiempo antes de bajarme. Sino, hubiera estado sonado.

Ésas palabras me hicieron comprender que actué correctamente.

_ Busqué por los vagones por los que me había movido_ continuó el hombre_ y lo vi ahí tirado. Y justo te apareciste vos en el medio.

_ Usted no sabía qué iba a hacer yo. ¿Por qué no me dijo de entrada que ése fajo le pertenece?

_ Porque justamente quería ver qué hacías. Y no me decepcionaste para nada. Me produce mucha alegría saber que en mi querida Argentina todavía queda gente honesta.

Me sonrojé por sus halagos.

_ A propósito_ dijo, estrechándome la mano._ Me llamo Mario Guirao.

_ Rodrigo... Rodrigo Galván. Mucho gusto_ le respondí con una mueca de complacencia.

Se acercó hacia mí de forma un poco más íntima y me balbuceó unas palabras al oído de forma confidencial.

_ ¿Disponés vos pibe de suficiente guita?_ me indagó el señor Guirao con sequedad.

_ No entiendo del todo el por qué de su inquietud_ le repuse ciertamente descolocado.

_ La decencia se valora y se retribuye, ¿sabés, vos? Y yo sé retribuir muy bien estas cosas.

Realmente me hacía falta la plata. Inclusive, con la mitad, me alcanzaba para lo que la necesitaba. Pero me seguí mostrándome renuente ante Guirao, aunque ya había ganado mi confianza, y decidí indagar un poco más a fondo antes de aceptar o no lo que estaba a punto de proponerme.

_ Sea directo_ le ordené sin andarle con rodeos.

_ Me gustan las personas decididas como vos_ repuso con conformidad._ La mitad es tuya. Es lo menos que puedo ofrecerte, te lo merecés. Y no acepto un no como respuesta.

_ No es que desconfíe de usted, don Mario. ¿Pero, cómo sé que me está diciendo la verdad?

Su expresión cambió radicalmente. Sus ojos echaban humo y su boca, fuego.

_ ¿Me estás tratando de mentiroso?_ me preguntó con irascibilidad._ Yo acepto cualquier crítica, menos que me traten de mentiroso.

_ No lo trato de mentiroso. Pero es que...

_ Y me estás faltando el respeto al negármelo también.

_ Entiéndame, Mario, que...

_ Nadie, nunca jamás en la vida, traicionó de ésta manera mi confianza.

Sonaba tan sincero, que acepté que no me estaba engañando. Y me sentí un poco culpable por haber dudado de su buena voluntad y sus buenas intenciones para conmigo. Las diferencias de opinión duraron unos minutos más, hasta que los dos sentamos posición y nos pusimos de acuerdo. Mario Guirao volvió a ser el mismo tipo macanudo que al principio. Desenlazó los billetes de la bandita elástica que los aseguraba y contando en mano pesos por peso, depositó en mi poder mil quinientos pesos.

Le agradecí el gesto y nos entretuvimos hablando de nuestras vidas y conociéndonos mejor, siempre pispeando no pasarme de estación.

Y de la nada, el buen momento que Mario y yo compartíamos, se vio seriamente afectado por la violenta irrupción de una mujer que parecía estar fuera de sus cabales, que insistía repetitivamente que la plata era suya y que si no se la devolvíamos inmediatamente, iba a llamar a la Policía.

Mario Guirao intentó explicarle que todo era un lamentable malentendido y que ella desafortunadamente estaba confundida. Pero la mujer sostenía férreamente lo opuesto y yo me encontraba en medio de una situación muy incómoda.

 

 

                                                                           3

 

La mujer de la discordia se hacía llamar Beatriz. Su edad ostentaba los sesenta años, cabello corto a la altura de la nuca, ojos color miel y de fuerte presencia. El tono de la discusión entre ella y Mario Guirao fue acrecentándose gradualmente sin que cada cual abandonara su actitud.

_ ¡Esos tres mil pesos se me cayeron a mí!_ denunció Beatriz con efervescencia._ Los iba a guardar en la cartera y se me cayeron. Y vi a tiempo lo que usted hizo y cómo intentó engatusar a este inocente joven para deshacerse de la prueba. Por fortuna, soy una mujer muy lista y estoy acostumbrada a tratar con hombres necios como usted.

El joven al que ella hizo alusión era yo. Toda la situación me resultó demasiado confusa y traumática. ¿Y si ésa Beatriz estaba diciendo la verdad y el tal Mario Guirao sólo quiso aprovecharse de una circunstancia de ocasión? Por un momento, pensé en meterme en medio de la disputa. Pero, después de vacilarlo por un rato, consideré que la mejor postura que podía sentar era mantenerme al margen de todo.

_ Entiendo que crea que este fajo le pertenece a usted, señora_ retrucó Mario, con mesura y paciencia._ Pero, a mí se me cayeron del bolsillo de mi saco que está defectuoso.

_ La vieja excusa del bolsillo roto_ reprochó la mujer, furibunda.

_ Permítame.

Mario descorrió hacia afuera el bolsillo al que se refería y se notaba claramente que estaba deteriorado. Beatriz lo contempló obnubilada, pero no depuso su actitud e insistió en que la plata era suya. Yo, a medida que avanzaba la conversación, me sentía más confuso y ya no sabía verdaderamente a quién de los dos creerle.

_ Muéstreme_ le exigió ella a Mario._ Quiero ver ésa plata.

_ Como usted guste_ repuso él, acatando prudentemente su demanda.

Le extendió los billetes y la dejó que los revisara minuciosamente durante todo el tiempo que quisiera.

Mientras Beatriz hacía su labor, Guirao me murmuró en secreto que mezclara la parte que él me dio del dinero con mi propia plata y lo distribuyera entre todos mis bolsillos.

La petición, francamente, me pareció sospechosa y me negué rotundamente a cumplirla. nO quería ser cómplice de un engaño.

_ Te juro que la plata es mía, pibe_ me susurró con prepotencia._ Haceme caso y hacé lo que te digo. Es la única manera que hay de sacarnos a ésta vieja insoportable de encima. Confiá en mí. Va a estar todo bien.

Dudé, pero al fin obedecí e hice lo que me pidió.

_ ¿Qué pasa si por casualidad llega a preguntarme algo?_ le inquirí por lo bajo.

_ Negá que yo te haya dado algo y decí que es toda plata tuya. Palabra más, palabra menos. Tengo todo controlado. Vos tranquilo.

No me convenció mucho la idea, pero acepté porque quería que eso terminase cuando antes. Estaba cansado y sólo quería llegar a mi casa, darme una buena ducha, comer algo y dormir.

Beatriz concluyó su inspección y le devolvió en mano la plata a Mario.

_ Hay sólo mil quinientos pesos acá_ dijo ella, dubitativa y con cierta resistencia a admitir que se había equivocado.

_ Es exactamente la cantidad que a mí se me cayó_ alegó Guirao, lentamente.

_ No puede ser.

_ Le dije, señora, que todo había sido un malentendido. Si usted perdió plata también, cuente con nuestra ayuda para buscarla.

_ La mitad que falta la tiene el muchacho que lo acompaña_ arguyó Beatriz, reaccionando de golpe. Evidentemente, no se rendía tan fácilmente. Y yo ya no sabía qué pensar de todo eso porque las posibilidades de que dos personas perdieran una símil cantidad de plata el mismo día, al mismo tiempo y en el mismo lugar eran una en diez mil millones, más o menos. Así que, era claro que uno de los dos estaba sacando ventaja de la situación para apropiarse de los tres mil pesos. Y si ése uno era Mario Guirao, me había convertido inexorablemente en cómplice suyo. No había razón para desconfiar de él, pero tampoco existía ningún motivo aparente para recelar de la mujer.

_ Vacíe sus bolsillos_ me ordenó Beatriz con autoridad y firmeza.

Fruncí el ceño y miré a Mario irritado. Él me devolvió una mirada sosegada y me levantó el pulgar para que accediera a las pretensiones de ella. Extraje mi documento, un juego de llaves de mi casa, algunos efectos personales y toda la plata que llevaba encima.

Beatriz examinó todo detalladamente, pero reparando en el efectivo.

_ Es parte de mi sueldo que llevo encima porque cobré hoy y tengo que pagar unas deudas_ me justifiqué, controlando la ansiedad que la incomodidad de la situación me generaba._ No tengo tiempo de ir a retirar plata del banco mañana a la mañana y por eso retiré la cantidad necesaria anticipadamente.

Noté que Mario Guirao me hizo un ademán a modo de elogio. Y Beatriz, decidiamente había cedido a su terquedad. Su idea, después de todo, había resultado todo un éxito.

_ La voy a ayudar a buscar ésa plata_ le prometió Guirao solemnemente a Beatriz.

Él en secreto desplazó adentro de mi bolsillo una tarjeta personal.

_ Si necesitás algo alguna vez, llamame. Chau, pibe. Fue un gustazo.

Me sonrió, le retribuí el gesto y lo vi alejarse junto a Beatriz, que estaba desesperada por encontrar lo que había perdido.

En ése momento, el tren se detuvo en Jauregui y me bajé. Mi casa estaba a dos cuadras solamente.

 

                                                               4

 

Llegué a mi casa rebasado de felicidad. Había ganado mil quinientos pesos de la nada y la verdad que un golpe de suerte así no es proclive de suscitarse diariamente. Tomé todo el dinero del bolsillo de mi saco y lo apoyé arriba de la mesa del comedor. Cuando vi lo que era, entré en un estado de crisis absoluta. Solamente tenía un montón de papeles de diario. Cuando Guirao, si ése era su nombre real, me introdujo su tarjeta de visita en el bolsillo, en un hábil juego de manos sustituyó toda la plata (los mil quinientos que él me dio más lo que yo llevaba encima aparte, que eran como setecientos pesos) por los recortes de diario. Tomé la tarjeta y el anverso estaba en blanco. La giré por el reverso y tenía una inscripción hecha a mano: "Fue un placer hacer negocios con vos".

Enseguida, entendí todo. Mario Guirao, Beatriz, la discusión... ¡Qué estúpido fui! Me engañaron como el mejor.

 

                                                         

Hay un muerto en el placard (Gabriel Zas)




Andrea Tudella y Julia Rebollo, junto a Eliana Garay, eran mejores amigas de prácticamente toda la vida desde que tenían uso de razón. Se habían conocido desde muy chiquitas en el barrio a través de sus padres que eran muy amigos entre ellos. Todos los sábados a la tarde las tres familias se juntaban a tomar mate en casa de alguna de ellas, mientras las chicas jugaban en la calle con otros chicos del barrio.

Así, el tiempo pasó y las tres muchachas se hicieron inseparables. Estaban juntas todo el tiempo. Si cualquiera de ellas resultaba ofendida, la ofensa alcanzaba a todas por el igual. Y así también, si una estaba inmensamente feliz por cualquier motivo, la felicidad también las alcanzaba a todas de igual manera. Así de fuerte y estrecho eran los lazos que las unía, unos lazos que supieron forjar y afianzar a lo largo de varias décadas de amistad inquebrantable.

Tal era así, que de un día para el otro decidieron irse a vivir juntas las tres a un pequeño departamento de dos ambientes que alquilaron a un costo accesible en pleno corazón de Villa Ortuzar. Todas disponían de un buen trabajo estable y no tenían inconvenientes en repartirse los gastos.

Pero no todo era trabajo para ellas. Su gran pasión era salir todos los fin de semanas a algún bar a relajarse y a disfrutar de buena música y buenas compañías. Y no volvían hasta las siete de la mañana del día siguiente.

Una noche, Eliana Garay se sentía terriblemente mal por algo que había ingerido y prefirió quedarse a descansar en vez de salir. Andrea y Julia se rehusaban a salir y dejarla sola. Pero fue la propia Eliana la que las convenció para que salieran. Y ambas, a pesar de su preocupación, decidieron no desestimar los deseos de Eliana y salieron, aunque con la única condición de que volverían unas horas antes.

_ Vayan y disfruten sin mí_ las alentó con voz fatigada, Eliana._ No escatimen en diversión solamente por mí.

_ Vamos a estar en la cervecería de siempre_ dijo Julia Rebollo, afligida y con cierta culpa encima._ Cualquier cosa que te sientas mal y necesites que estemos acá, llamamos al teléfono de línea del bar y venimos corriendo.

_ Sí. Llamá_ reafirmó con cautela, Andrés Tudella._ Nosotros hablamos con el dueño y le decimos, total ya nos conoce.

_ Cualquier necesidad que requiera de urgencia, llamo a un médico y se terminó. Ustedes no se preocupen por nada, que voy a estar bien. Es un dolor pasajero, nada de otro mundo. Vayan y disfruten. Y tòmense un trago en mi honor, así me recuerdan y no se sienten tan mal.

 

                                                             ***

 

Su lealtad a las salidas las traicionó y Andrea Tudella y Julia Rebollo no regresaron sino hasta las siete y media de la mañana, ya que se les dificultó abordar un taxi más temprano.

Entraron al departamento sigilosamente para evitar despertar a Eliana por si descansaba profundamente. No tuvieron noticias de ella en toda la noche, por lo que supusieron que se encontraba mucho mejor de salud.

Se acercaron a la habitación y antes de penetrar en ella, se descalzaron para evitar hacer ruido. Con los zapatos en mano, abrieron la puerta con prudencia y entraron en punta de pies. Pero tanto Julia como Andrea, se pasmaron radicalmente cuando vieron la cama vacía. La habitación estaba perfectamente ordenada, dispuesta como ellas la mantenían. Pero Eliana Garay estaba ausente.

_ ¡Qué raro!_ exclamó Andrea, con estupor._ ¿A dónde habrá ido ésta piba?

_ Por ahí fue a la farmacia o salió a tomar un poco de aire porque se sentía mal_ conjeturó despreocupadamente, Julia._ Ya va a volver.

_ Sí. Puede que tengas razón.

_ Si hubiese pasado algo malo, ya nos hubiésemos enterado hace rato. Vos sabés que las malas noticias se propagan como el fuego.

Andrea aceptó la suposición de Julia y se distendieron. Hablaron de cómo estuvo su noche mientras se cambiaban y de los planes que concretarían el próximo fin de semana.

Andrea sintió la garganta reseca y se dirigió hasta la cocina para beber un poco de agua. Encontró sobre la mesa una nota escrita de puño y letra de Eliana, que expresaba: "Vuelvo el próximo sábado". La recogió algo descolocada y se la exhibió a Julia.

_ ¡Ah! Fue a casa de la madre, seguramente_ adujo Julia Rebollo, relajada._ Me dijo anteayer, si mal no recuerdo, que iba a irse unos días para allá a visitarla porque hacía varios meses que no la veía.

_ Gracias por avisarme_ repuso Andrea Tudella en tono despectivo.

_ Se habrá sentido mal, la habrá llamado a la madre y ella le habrá sugerido irse para allá por cualquier cosa. Doña Hortensia siempre fue demasiado protectora con Eliana.

_ Nosotras también la cuidamos. Nos cuidamos siempre entre las tres.

Andrea parecía molesta. Pero Julia intentó apaciguarla enseguida.

_ ¡No te enojes, nena!_ dijo distendidamente._ Es la mamá ante todo. Iba a estar mejor con ella que acá sola en las condiciones en las que estaba.

_ Cuando me levante más tarde, la voy a llamar así me quedo tranquila.

_ Sí. Hay que reconocer que Eli nos tuvo toda la noche preocupada.  

Andrea abrió el placard que compartían las tres para guardar sus zapatos y su cartera, y se chocó con una terrible sorpresa que la impulsó a exhalar un grito ahogado ampliamente prolongado y cargado de miedo y terror. Julia se dio vuelta presa del pánico y cuando vio lo que había oculto dentro del placard, se paralizó de pies a cabeza. Era el cadáver de una mujer joven y desconocida, de buen porte y complexión delgada. Estaba ataviada en un sutil vestido negro de encaje, boca abajo, con los pies descalzos atados sobre la barra que sostiene las perchas y un sombrero de copa que le cubría su rostro por completo, dejando entrever sólo unos ligeros mechones rubios que le sobresalían por los costados.

No era Eliana, ya que ella era pelirroja. ¿Pero, quién era ésa mujer y cómo llegó hasta ahí? ¿Entró por sus propios medios porque escapaba de alguien o alguien la acomodó deliberadamente ahí una vez muerta? Y sobre todo, ¿cómo entró al departamento? Porque la cerradura de la puerta de entrada no estaba para nada forzada.

El cuerpo tenía una gran aureola roja y medianamente descolorida alrededor del cuello, lo que evidenciaba en una primera interpretación que había sido estrangulada con una soga de mucho grosor y reforzada.

Tanto Julia como Andrea estaban presas el pánico contemplando una escena totalmente inaudita y estremecedora. Por fin cuando pudieron reaccionar, Andrea tuvo un empuje repentino y corrió hasta el teléfono de línea que estaba en el living. Pero, Julia, anticipando las intenciones de su amiga, fue más rápida que ella y le impidió llegar hasta el aparato.

_ ¿Qué pensás hacer?_ le preguntó con el rostro pálido y los ojos terriblemente abiertos, presa de un susto indescriptible_ ¿Estás loca, Andrea?

_ ¡Hay que llamar a la Policía!

_ ¿Y decirles, qué? ¿Que llegamos de un bar, abrimos el placard y vimos el cadáver de una mina que nunca vimos en nuestras vidas?

_ Es la verdad, ¿no? Yo no pienso quedar pegada en algo en lo que no tengo que ver en lo más mínimo.

_ ¡Pensá, Andrea! La puerta sin forzar, la falta de evidencias... Con nuestra historia, ¡No nos van a creer!

_ ¿Y qué vamos a hacer?

Andrea Tudella empezó a caminar incesantemente de un lado a otro dentro de la habitación cargada de nervios, pero Julia Rebollo la contuvo con un poco de esfuerzo.

_ Vamos a pensar algo y a resolverlo por nuestra cuenta_ dijo Julia, con voz suave y parsimoniosa._ Sobre todo, resolverlo por nuestra cuenta.

Andrea, aplicando toda su fuerza de voluntad, logró calmarse. Ya más apaciguada y dispuesta a la comprensión, dijo:

_ ¿Y si fue Eliana y escapó con pretextos para achacarnos la culpa de su crimen a nosotras dos?

Julia la miró con desdén.

_ ¿Supongo que no estarás hablando enserio...?_ sentenció con recaudo.

_ Fingió sentirse mal para tener una excusa para quedarse, invitó a ésta chica a venir y la mató. Y después, con viles evasivas, escapó.

_ ¡Eliana es incapaz de algo así y vos lo sabés tan bien como yo!

_ ¡Es que no sé qué pensar ya, Julia! Todo esto me resulta demasiado extraordinario.

_ Pensá un poco, Andrea. Ella no tendría la fuerza suficiente para colgar un cuerpo de cabeza. Se necesita mucha fuerza para eso. Incluso, hasta dos personas, mirá lo que te digo.

_ ¿Y si realmente fueron dos personas?_ reflexionó Andrea Tudella con gran sombro.

_ Quizas sí, quizás no. No tenemos prueba de nada. De absolutamente nada de nada.

_ ¿Qué vamos a hacer, entonces, con el cuerpo?

_ Tenemos que actuar con astucia e inteligencia. Nadie tiene que sospechar que esto pasó y menos, que nosotras estamos en medio de todo el drama, sino va a ser el fin para nosotras. Tenemos que ser extremadamente precavidas. Cualquier paso en falso que demos, estamos fritas.

_ Investiguemos por nuestra cuenta, para empezar. Los minutos corren. No podemos seguir acá de brazos cruzados sin saber qué hacer todavía.

_ No hay nada que podamos hacer más que esconder el cuerpo y deshacernos de él.

_ Estás loca si pensás que te voy a seguir en ésa.

_ ¿Cómo vamos a justificar un cuerpo en el placard de nuestro propio departamento?

_ ¡Descubriendo la forma en que entraron y lo dejaron!

_ Eso es imposible. Saquemos el cuerpo por el garage, llevémoslo a un lugar descampado, lo dejamos ahí y asunto terminado.

_ Insisto en que pensemos y analicemos la situación. Quien haya sido, no atravesó la puerta para entrar.

Julia Rebollo decididamente se entregó a las obstinaciones de Andrea Tudella. Ambas amigas se enarbolaron en un torbellino de dudas e incertidumbres plasmadas en las diferentes teorías que plantearon sin llegar en ningún caso a una solución que dejara satisfecha a las dos por igual.

Estuvieron más de dos horas hablando, café por medio, del asunto y barajando otras alternativas. Pero no sacaron nada en limpio y nada pareció convencerlas más que la idea de deshacerse del cuerpo. Inclusive, revisaron cada rincón de la casa hasta el cansancio sin hallar nada relevante. Y eso las frustró severamente. Parecía ser que después de todo el verdadero responsable se había salido con la suya, a pesar de la intención de las muchachas de no dar el brazo a torcer. Pero, dadas las circunstancias del hecho, no tuvieron ningún otro remedio.

_ Está bien_ se rindió forzosamente, Andrea._ Creo que no nos queda otra salida. Hagámoslo.

Ella y Julia Rebollo, con mucho esfuerzo, descolgaron el cuerpo del perchero y lo envolvieron con varias sábanas. Después, se aseguraron de que el piso estaba despejado y se dispusieron a sacar el cuerpo y trasladarlo por el montacargas auxiliar hasta el garage. Si se cruzaban de pura casualidad con algún vecino, le dirían que llevaban efectos personales en desuso para donar y listo. La cuestión era: ¿le creerían? Posiblemente, no. Pero eso era lo que menos las preocupaba en esos momentos.

Cargaron el cadáver, una tomándolo de la cabeza y la otra de los pies, y lo arrastraron como pudieron hasta la puerta de entrada del departamento. Pero cuando iban a salir, una figura masculina, sólida y de aspecto adusto, les bloqueó la salida apuntándoles con un arma. Las muchachas temblaron de pánico y se pusieron a las órdenes del intruso para evitar que las lastimara. Retrocedieron, y una vez los tres nuevamente adentro del apartamento, el desconocido cerró la puerta tras de sí y le dio dos giros de llave a la cerradura. De nuevo mirando a las dos amigas que no podían disimular su angustia y miedo, sonrió con petulancia y nunca sin dejar de apuntarlas, las obligó a entrar otra vez en el dormitorio y a sentarse sobre la cama, después de que las coaccionara para que llevaran conjuntamente el cadáver hasta ahí.

El desconocido no resultó serlo ni para Andrea Tudella ni para Julia Rebollo. Se trataba de Esteban Azcona, el propietario del departamento en cuestión.

_ ¿Así que, fue usted?_ declaró Julia sin mucho asombro._ Eso explica porqué la cerradura no estaba forzada y todo lo demás.

_ ¿Por qué nos hizo esto a nosotras?_ inquirió Andrea con absoluto desconcierto._ ¿Qué le hizo a Eliana?

_ ¿Usted la envenenó, no? Por eso se sentía mal.

_ ¡Claro! Usted, Azcona, nos trae siempre la comida porque nosotras no tenemos tiempo de hacer las compras. Nosotras le dejamos la lista con todas las cosas que nos hacen falta.

_ ¡Desgraciado malnacido!

_ ¿Terminaron?_ preguntó Esteban Azcona con lascivia.

_ No_ sentenció ofuscada, Julia._ ¿Quién es la pobre mujer que mató y cuyo cuerpo plantó en nuestro placard, y qué hizo en verdad con Eliana?

_ Eliana está enfrente de ustedes en este preciso instante_ dijo el propietario, insolentemente.

Una sensación de horror recorrió la espina dorsal de ambas mujeres.

Esteban descorrió la sábana del cuerpo, levantó el sombrero y dejó ver el rostro de la occisa: era Eliana Garay. Las dos prorrumpieron en llantos y gritos desesperados.

El sombrero tenía adherido en la parte de adentro cabello artificial rubio que cubría la cabellera real del cuerpo. Fue un artilugio perpetrado por el propio Esteban Azcona, que además vistió el cadáver con otras prendas para camuflarlo y aparentar que correspondía a alguien más.

_ Ustedes me la arrebataron_ dijo él con desidia._ Yo fui novio de Eliana por muchos años. Mis días a su lado fueron los mejores de mi vida. Pero ustedes aparecieron de la nada y empezaron a pasar tiempo completo con ella. Eliana ya no quería estar conmigo, sino con ustedes.

_ Nosotras la conocíamos desde muy chiquitas_ dijo Andrea Tudella entre sollozos._ Éramos amigas entrañables de toda la vida. Es imposible que lo conociera a usted después que a nosotras.

_ ¡Claro que es imposible, pendeja estúpida! Porque yo la conocí cuando también era chico, un año antes que ustedes. Antes de mudarse para su barrio, Eliana vivía en Ciudad Evita, a una cuadra de mi casa. Todo el día pasábamos juntos. Todo iba bien hasta que sus padres decidieron irse a vivir a otro lado. No les importó su hija, no les importé yo, no les importó nada. La última vez que la vi antes de que se fuera definitivamente del barrio, ése mismo día que fui a verla para despedirme de ella, me prometió vernos al menos dos o tres veces al mes. Me entusiasmé. Al principio funcionó estupendamente. Sus padres no se oponían ni los míos tampoco. Pero aparecieron ustedes dos y todo cambió. Me traicionó, me destruyó por completo. Jugó con lo que sentía por ella, jugó con nuestra relación. Nunca se lo perdoné. Intenté de todas las formas posibles establecer contacto con ella sea de la manera que fuera, pero lo único que conseguí de parte suya fueron evasivas. Enloquecí de celos y venganza. Cuando me contactó para alquilarme el departamento, supe que tenía una gran oportunidad. ¿Saben una cosa? Ella no me reconoció. Fue la gota que rebasó el vaso. Lo planeé todo con lujo de detalles y acá estamos todos juntos felizmente reunidos.

_ Está loco_ dijo Julia.

_ Quizás tengan razón en eso. Pero no vivirán para contárselo a nadie.

Estaba a punto de apretar el gatillo, pero Andrea lo detuvo.

_ ¿Y el recado?_ preguntó_ Porque ésa es la letra de Eliana, irrefutablemente. ¿La obligó a escribirla antes de matarla, pedazo de basura?

_ No. La escribió ella misma en otra misiva que estaba dirigida a alguien más. Sólo repasé con papel carbónico y una lapicera la parte que me interesó, nada más. Recorté el pedazo de papel adonde había hecho la transferencia del texto y lo dejé en donde ustedes lo encontraron. Resultó la cosa más fácil del mundo. Sabía que no notarían el engaño. Y ahora, señoritas, si me permiten hacerles los honores...

Afianzó la puntería del arma que empuñaba y se dejó que su dedo jalara del gatillo con suma naturalidad.

Esteban Azcona aún recordaba en su mente la carta original:

  "Rosa: me gustó mucho el vestido azul que me mostró la otra vez que fui y decidí comprárselo. Acá le envío el cheque con el pago. Vuelvo el próximo sábado para retirarlo. Téngamelo preparado, en la medida que le sea posible, para la mañana temprano. Pasaré por su negocio puntual entre las nueve y las diez. Muchas gracias. Eliana".

La cena (Gabriel Zas)




Gonzalo Labrado estaba nervioso. Había puesto la mesa para dos. Era evidente que ésa noche no cenaría solo, y a juzgar por las velas puestas en el centro de mesa y por su forma de vestir fina y elegante, se trataba de una primera cita romántica.

Una primera cita siempre genera más nervios que cualquier otra cosa porque uno siempre se propone que las cosas se desenvuelvan dentro de todo de la mejor forma posible. No pueden permitirse errores. Entonces, alcanzar el nivel máximo de perfección no es sólo un hábito de capricho, sino una obligación a cumplirse sin incurrir ni en la más mínima equivocación. Y Gonzalo Labrado sabía muy bien esto último.

No se consideraba un buen cocinero, así que optó por comprar comida hecha. Eligió para la ocasión sushi con arroz y seleccionó también de su bodega el mejor vino que tenía, proveniente de la más fina y delicada cosecha mendocina.

La cita se fijó para las nueve de la noche en punto. Cada vez que se acercaba más la hora, Gonzalo se ponía un poco más inquieto de lo que estaba unos minutos antes.

A las nueve menos diez pasadas, sonó el timbre. Los músculos de Gonzalo Labrado se tensaron y su adrenalina se incrementó excesivamente. Sus manos temblaban. Pero supo controlarse antes de apoyar su mano en el picaporte y abrió sin vacilaciones. Su exaltación cedió determinante cuando sus ojos contemplaron una figura masculina y joven que le llevaba su pedido. Se había retrasado. Gonzalo se frustró. Le recriminó al delivery la tardanza, pero aquél apacible muchacho se mostró indiferente ante el reclamo. Gonzalo le pagó con cambio y cerró la puerta con mínima violencia.

Sacó las dos porciones de sushi de sus respectivos envoltorios, las sirvió en platos separados y las llevó a la mesa. Antes de resignarse a las reglas de prolijidad, volvió a revisar que todo estuviese reluciente e impecable. Cuando lo comprobó, sus nervios volvieron a atacarlo.

Estaba impaciente e inquieto y de nuevo el sonido del timbre volvió a colapsarlo. Se dirigió hacia la puerta con pasos firmes y decididos, y abrió con valentía e irresolución. Sus ojos se iluminaron cuando vieron parado frente a él una esbelta y relucida figura femenina, de mirada ardiente, labios provocativos envueltos en un rojo intenso, ojos verdes, cabello castaño y de imponente presencia. Se trataba de Agustina Sanlés.

_ Hola_ le dijo Gonzalo, completamente nervioso y emocionado.

Ella lo miró inexpresivamente y sin responder a su saludo, entró y se paró cruzada de brazos en medio de la sala principal. Él no dijo nada y simplemente cerró la puerta tras de sí.

_ Gracias por venir_ dijo cortésmente, Gonzalo Labrado.

_ ¿Tenía otra opción?_ respondió con desdén, Agustina Sanlés.

_ Podrías no haber venido. Así que, el hecho de que estés acá, significa mucho para mí.

_ Vine porque sino no me ibas a dejar tranquila nunca.

_ ¿Entonces, sabés por qué razón te hice venir?

_ Sos muy predecible, Gonzalo. No es difícil adivinar cuáles son tus intenciones.

Agustina miró por pura casualidad la mesa servida. Y sin embargo, se mostró imperturbable ante tanto despliegue que Gonzalo impulsó sólo para recibirla a ella.

_ ¿Qué significa todo esto, Gonzalo?_ preguntó ella, incómoda y contrariada por la situación.

_ Una cena entre dos personas que tienen que hablar y arreglar sus cosas_ respondió él con elegante indiferencia.

_ No es una cita esto.

_ Nunca pretendí que lo fuera. Ya te dije. Una cena entre dos amigos, si querés tomarlo así.

_ ¡No soy estúpida, Gonzalo!_. Agustina Sanlés levantó considerablemente la voz.

_ ¡Ya lo sé!

_ ¿Vos armaste todo esto para conquistarme otra vez? ¿Seguís enamorado de mí, Gonzalo? ¡Por favor! Ya te dije que lo nuestro se terminó. Yo estoy con alguien empezando otra vez. Y la verdad no sé qué hago acá con vos.

Amagó con irse. Pero Gonzalo Labrado se lo impidió como un caballero.

_ Vos sabés lo que significás para mí, Agustina_ confesó frenéticamente.

_ Vos y yo somos historia.

_ ¡Y lo acepto! Y así como lo acepto, me duele que me lo digas de frente. Cuando me engañaste con Alejandro, no lo hiciste de frente.

_ Basta, Gonzalo. No nos engañemos más. Cuando empezamos a salir, vos sabías que yo estaba enamorada de Alejandro.

_ Y eso me dolió no sabés cómo. Pero, lo que no entiendo, es porqué aceptaste salir conmigo si te fijabas en Alejandro.

_ Porque me diste lástima. ¿Querías la verdad? Ahí la tenés. Porque sentí lástima por vos.

Hubo un silencio incómodo que duró una eternidad. Gonzalo volvió a tomar la palabra después de un rato.

_ Admitilo_ dijo con frialdad y desquicio._ Vos nunca me tuviste lástima y mucho menos, compasión. Ni siquiera me amaste. Simplemente, aceptaste salir conmigo para acercarte a Alejandro. Nunca te importé. Y lo único que hicieron los dos fue reírse de mí.

Agustina exhaló un prolongado suspiro de resignación.

_ Andá al grano, Gonzalo. ¿Qué querés?_ preguntó.

_ Decime la verdad. ¿Por qué viniste?_ replicó él con desidia.

_ Porque quiero que me dejes tranquila de una vez y creí que esta era la única forma de conseguirlo. Me llamás al trabajo a toda hora. Cortala un poco. Tené dos dedos de frente y asumí las cosas como son.

_ Las veces que llamé y me dijeron que habías salido, ¿eran mentira, no? No me querías atender.

_ Eso no importa ahora_. Consultó el reloj y golpeó el taco de su zapato contra el suelo insistentemente._ No tengo toda la noche para perder. Decime qué querés. Me tengo que ir.

_ ¿Alejandro sabe que estás acá o le dijiste que salías con unas amigas, como me decías a mí cuando te veías a escondidas con él?

_ Eso no te importa y no viene al caso ahora.

_ Voy a tomar eso como una confesión.

_ Te doy un minuto para que me digas para qué me hiciste venir.

_ Estoy conociéndome con alguien. Es una compañera del laburo. Se llama Sofia.

_ ¿¡Vos me estás cargando!? ¿Enserio me citaste para echarme en cara que te estás revolcando con una minita?

_ Yo también tengo derecho de rehacer mi vida.

_ ¡Ah, bueno! Esto es el colmo. Mejor me voy.

Volvió a amagar con irse, pero otra vez Gonzalo Labrado la detuvo.

_ Vos sabés perfectamente porqué te hice venir_ volvió a insistir Gonzalo con lascivia.

_ Me tengo que ir_ volvió a repetir Agustina.

_ ¿Te acordás cuando nos casamos? Me diste a entender como que no íbamos a durar mucho y como que el matrimonio a vos no te importaba. Repartir los bienes y las cosas después de un divorcio que no era cosa tuya. Que vos querés estar con alguien sin estar atada legalmente a la otra persona. ¿Eso todavía lo sostenés?

_ Sí. Con Alejandro estamos bien así. Ninguno queremos atarnos a un matrimonio. Pero nos amamos.

_ ¿Te verdad que no tenés intenciones de casarte con él?

_ Ninguna intención. Y para que eso fuese posible, vos me tendrías que dar el divorcio. Y no tengo ganas de gastar energía en abogados, en ir a las audiencias y toda la mar en coche.

_ Solucionemos esto como dos personas adultas. Vos sabés que yo puedo denunciarte por esto. Pero podemos llegar a un mejor acuerdo que nos convenga a los dos en partes iguales.

Gonzalo adoptó una actitud petulante. En tanto, Agustina Sanlés se mostró enormemente irascible.

_ ¿¡Me estás extorsionando!?_ exclamó ella con efervescencia.

_ No, Agustina. No me interesa eso. Mirá, si vos no creés en el matrimonio, es cosa tuya. Yo no me meto con eso. Pero yo sí tengo intenciones de casarme y no puedo hacerlo en tanto y cuando vos no me concedas el divorcio. De los gastos y de ponerte un abogado de confianza, me encargo yo.

_ ¿Por qué tendría que darte el divorcio? ¿No era que todavía sentís algo por mí?

_ ¿Y vos no pretendías que yo te dejara tranquila de una vez por todas? Bueno, ésta es tu oportunidad.

_ ¿Y qué vas a hacer, sino?

_ Nada ilegal. Pero no voy a volver a pedirte por favor, Agustina. ¿Soy claro?

Agustina se rió sarcásticamente.

_ ¿Recién conociste a ésta minita y ya te querés casar? Qué fácil te enamorás.

_ No voy a pedírtelo dos veces_ instó Gonzalo en sus demandas.

Extrajo del bolsillo de su saco un papel y una lapicera, y se los extendió a ella sobre una mesa.

_Ya adelanté el trámite_ aclaró._ Firmá y te olvidás del asunto y de mí para siempre.

_ ¡Ah! ¡Por eso me hiciste venir! Fuiste llevando el tema para decírmelo y mostrarme el papel.

_ Si te lo decía de entrada, no ibas a durar ni cinco minutos acá. Te conozco como la palma de mi mano, Agustina. Firmame el divorcio y terminemos con esto de una vez.

_ ¿Por qué tendría que firmarte?

_ Hacelo por los dos.

_ Si vos nunca hiciste nada por los dos. Ni siquiera por mí.

_ Las cosas cambiaron.

_ ¿Querés saber por qué rompí mi promesa de no casarme nunca para casarme con vos?

_ Fue por una apuesta y vos no querías perder porque no querías poner ni un solo peso de tu bolsillo.

_ Las apuestas se pagan y yo pagué la mía. Así que, no tengo ninguna obligación para con vos.

_ ¿Alejandro lo sabe?

_ ¿Le vas a decir o me vas a extorsionar?

_ ¿Lo sabe o no?

_ Eso no tiene ninguna incidencia en esta conversación. ¿Sofia lo sabe?

_ Sí. Nunca se lo oculté.

_ Hace tiempo que están juntos, entonces.

_ Como decís vos, esto no tiene ninguna incidencia en esta conversación.

Gonzalo continuó negociando por un rato más con Agustina sin alcanzar resultados favorables. Él no se rendía fácilmente y ella no declinaba su actitud. Ya falto de paciencia y desbordado de irritación, Gonzalo Labrado se acercó hasta la puerta, tomó la llave y le dio dos vueltas a la cerradura. Agustina Sanlés lo miró ofuscada y decidida a todo.

_ De acá no salís hasta que no me firmes el acta de divorcio_ amenazó Gonzalo.

_ Entonces, me tendré que mudar acá con vos_ lo desafió ella, sarcástica. Y a él le molestó manifiestamente que su conducta no la alteró en lo más mínimo.

El tire y empuje tanto de un lado como del otro persistió irresistiblemente hasta que Gonzalo, con halagos, logró dulcificar a Agustina.

_ Está bien_ se rindió ella._ Cenemos y después te firmo lo que quieras, me dejás ir y si te he visto, no me acuerdo. Vos seguís con tu vida y yo con la mía. ¿Contento?

_ No tiene nada de malo que una pareja que está a punto de divorciarse comparta una última cena juntos_ juzgó con pertinencia, Gonzalo.

_ Coincido con eso.

Se sentaron a la mesa y durante la cena, se distendieron alegremente y hablaron sobre todo tipo de temas. Inclusive, recordaron anécdotas que compartieron tiempo atrás y que quedaron como un grato recuerdo de sus épocas más felices. Agustina Sanlés se sentía a gusto con Gonzalo Labrado, en una actitud totalmente opuesta a la que había prohijado hasta un rato antes de la comida. Pero él lo interpretó como una estrategia suya para desembarazarse de él lo más rápido posible. No obstante, le siguió el juego al pie de la letra hasta el final.

_ Propongo un brindis_ interrumpió repentinamente, Gonzalo.

Tomó la botella de vino, la escorchó, le sirvió un sorbo a Agustina y luego se sirvió un trago él. Alzó la copa al aire y Agustina siguió el ritual.

_ ¿Por qué brindamos?_ preguntó ella con una sonrisa ligera.

_ Porque todo termine como debe terminar y en buenos términos_ contestó Gonzalo Labrado.

_ Y por la cena y este momento juntos.

_ ¡Chin, chin!

Chocaron sus copas en el aire y bebieron un raudo sorbo en simultáneo. Él sonreía con cierta malicia e impaciencia, en tanto que ella lo miraba con suspicacia y soberbia.

Agustina apoyó su copa en la mesa y Gonzalo le acercó la hoja para firmar acompañada de un bolígrafo. Ella tomó todo el conjunto de buena fe y cuando estaba a punto de estampar su firma en la parte inferior del documento, comenzó a retorcerse desesperadamente. Se tomó el estómago como consecuencia del insoportable dolor que sentía, y en un instante cayó al suelo revolcándose pálida del cólera que la afligía y con serias dificultades para respirar correctamente.

Gonzalo se puso de pie, se acercó apaciblemente hasta donde Agustina Sanlés yacía tirada y sin dejar de sonreír con la misma malicia que antes, se arrodilló a su lado.

_ ¿Vos te pensaste que lo tuyo con lo de Alejandro y el haberme tomado por estúpido y además haberme traicionado te iba a salir gratis?_ dijo con altivez._ No, no. En ésta vida todo se paga. El vino estaba envenenado. Le puse una dosis considerable de arsénico, suficiente para que sufras y mueras después de agonizar un largo rato. Pero, vos te estarás preguntando, queridísima Agustina, cómo a mí no me pasó absolutamente nada si bebimos de la misma botella.

Gonzalo se remangó las dos mangas de su saco. Sus brazos estaban cubiertos de infinitos puntos pequeños, semejantes al pinchazo de una aguja.

_ ¿Ves estas marcas?_ prosiguió_ Me estuve inyectando ínfimas dosis de arsénico durante más de dos meses para que mi cuerpo generara anticuerpos. ¿Y mirá si no los creo? Abrí la botella, le eché el veneno y la volví a sellar. Y tengo otra exactamente igual a ésta preparada previamente para reemplazarla posteriormente y no dejar rastros de mi crimen. Admitilo, soy un genio. Pero, vos no te vas a ir de éste mundo sin antes firmarme lo que quiero.

Gonzalo tomó la hoja y la apoyó frente a ella. Acto seguido, agarró la lapicera, la colocó entre los dedos de Agustina y la ayudó a firmar los papeles de divorcio. Cuando por fin los firmó, falleció.

Gonzalo, con absoluta frialdad, guardó el documento en una gaveta en su habitación y después hizo una llamada por teléfono.

_ ¿Hola, Alejandro? Sí, ya está hecho. Agustina ya no es problema... Sí, firmó. El asunto ya está solucionado. El lunes tengo que ir a ver al abogado para que inicie todos los trámites para que  el divorcio quede legalmente efectivizado. Por fin, vos y yo vamos a estar juntos después de tanto tiempo de espera.