1
Ludmila Paz recibió aquélla mañana una nota que la traumatizó completamente. La misiva recibida aducía que su esposo, Amadeo Costa, había sido secuestrado. Por unos segundos, permaneció inalterable, inmóvil, imperturbable. Pensó que alguien le estaba jugando una broma de mal gusto, así que decidió ignorar el contenido de ésa extraña nota, cuya procedencia desconocía cabalmente.
Para cerciorarse de la veracidad de su suposición, llamó por teléfono al trabajo de su marido. La atendió el señor Helguera, su jefe directo, y le dijo que su marido no se había presentado a trabajar y que casualmente estaba a punto de llamar para saber el por qué de la demora de Amadeo Costa. Ella, más afligida y angustiada que antes, le afirmó al señor Helguera que su esposo no estaba en casa, sin hacerle mención de la nota extorsiva que recibiera y que le habían tirado por abajo de la puerta.
Se pusieron recíprocamente de acuerdo en que quien tuviera primero alguna novedad del señor Costa, se lo notificaría al otro enseguida, y cortaron la comunicación.
El señor Helguera no se preocupó para nada porque carecía de motivos para hacerlo, habiéndose decidido quizás a echar a Amadeo Costa si no se presentaba a su puesto de trabajo en la siguiente hora y medía. Por su parte, Ludmila Paz tenía en su poder una razón muy poderosa para alterarse y considerar el asunto seriamente. Por un momento, se le cruzó por la cabeza la idea de darle intervención a la Policía. Pero el recado que recibió era claro y conciso: nada de policías.
Ludmila entró en un estado de excitación profundo y delicado. Estaba desoladamente trastocada y desborada por la pesadilla que le tocaba vivir. Sí, pesadilla, porque no existía otra palabra más adecuada que resumiese su padecimiento mejor que la empleada.
"Esto no puede estar pasándome a mí", no paraba de repetirse Ludmila Paz en su cabeza una y otra vez. Revisó toda la casa impulsivamente, pero muy a conciencia, y no encontró evidencias que indicaran la presencia de terceros en la casa. Ninguna cerradura ni ninguna ventana había sido violentada y ella recordaba muy bien además que durante la madrugada no percibió movimientos ni ruidos inusuales. Sin embargo, entendía perfectamente que tenía el sueño liviano y que cualquier cosa que hubiera ocurrido, ella difícilmente la hubiese notado. ¿Es que acaso la habían narcotizado sin que se diera cuenta? Ésa posibilidad le resultó remota. Y no obstante, todavía no había sido capaz de dilucidar de qué forma los captores ingresaron a su morada y se llevaron discretamente al señor Amadeo Costa contra su propia voluntad. Ni siquiera, había sido capaz de vislumbar un motivo aparente que promoviera el secuestro. Pero era claro que existía uno que Ludmila Paz ignoraba enteramente.
Reproduzco en su mente, haciendo un sobreesfuerzo muy grande para contenerse y preservar la calma, las últimas conversaciones que mantuvo con su marido. Repasó para sus adentros cada palabra, cada letra, cada sílaba, cada expresión, cada pronunciación y no encontró absolutamente nada fuera de lo ordinario. Jamás le mencionó algo en lo que estuviese involucrado ni notó en él actitudes que la hicieran sospechar que le ocultaba algo. Ni quisiera estaba nervioso. Su marido era el mismo de siempre. Entonces, la misma pregunta volvió a atacar los pensamientos de Ludmila: ¿por qué raptaron a su marido y quién había ordenado el secuestro?
Ludmila Paz caminó desesperadamente de un rincón a otro de la casa, llorando a borbotones y rompiendo objetos y muebles en el proceso. Cuando logró contenerse, tomó la carta, se sentó en su cama y la repasó de nuevo:
"Tenemos a su esposo en nuestro poder. Si quiere volver a verlo con vida, siga al pie de la letra las instrucciones que le dejamos a continuación. Va a guardar treinta millones de australes en billetes de baja denominación, igual serie y sin marcar adentro de una valija gris que sabemos que guarda en su placard. Cuando lo tenga preparado, irá a la estación Retiro del ferrocarril Mitre y tomará el tren a Rosario que sale de la última plataforma puntual a las ocho y media de la noche. Se sentará en el segundo asiento del lado de la ventanilla que está a dos lugares de la puerta y esperará a bordo nuevas instrucciones sobre dónde debe dejar el dinero y cómo reencontrarse nuevamente con su marido. Lleve solamente el portafolio con los treinta millones de australes y nada más. No hable con nadie ni durante el camino a la estación ni durante el viaje y ni se le ocurra ir con la Policía. Si incumple cualquiera de estas demandas, le cortaremos la lengua a su esposo, se la mandaremos por correo a su casa y mañana lo mataremos lenta y dolorosamente. ¿Quedó claro? Estará constantemente vigilada, así que si hace algo indebido, lo sabremos enseguida".
El descorazonamiento había vuelto a invadirla intempestivamente. Su cuerpo temblaba sin control como una rama movida por el viento. Sólo el pensar en Amadeo, le daba las fuerzas necesarias para seguir adelante. Ya habían pasado las doce del mediodía y Ludmila aún tenía que ir al Banco para retirar la suma exigida por los secuestradores, disponer todo de acuerdo a sus exacciones y emprender la campaña para pagar el rescate y recuperar vivo a su esposo. Si había algo que a ella le sobraba en esos difíciles momentos, era valentía. Valentía que ella misma desconocía de dónde le afloraba de manera natural.
Se apuró a ir al Banco, extrajo por ventanilla los treinta millones de australes que los raptores les reclamaban como rescate, volvió a su casa, controló el dinero minuciosamente billete por billete y lo guardó en la maleta que le indicaron.
El secuestro de Amadeo Costa dejaba entrever dos detalles curiosamente inquietantes: la cantidad exigida para su liberación y el conocimiento de la valija gris. Pensando el asunto fríamente y estudiándolo desde diversas perspectivas, quizás se podía llegar a descifrar toda la historia detrás del rapto y encontrar respuestas a estas y otras incertidumbres que quedaban flotando en el aire. Pero Ludmila Paz no estaba mentalmente apta para asumir ésa obligación. Se hallaba enceguecida por sus ansías indomables de recuperar sano y salvo a su marido. Y era capaz de cualquier cosa para conseguirlo porque lo amaba más que a su propia vida. Solamente debía tener todo el recaudo necesario para no cometer errores que le pudieran costar la vida al señor Costa. Los captores fueron muy explícitos en tal aspecto. Daba la impresión de que eran personas cerradas a cualquier clase de arreglo o justificación razonable. Aun así, Ludmila estaba dispuesta a ponerse en peligro por su esposo, a cualquier precio.
2
Ludmila Paz llegó a Retiro con una hora de anticipación a la establecida por los secuestradores en la nota de rescate. Miró alrededor suyo las mil caras que la rodeaban por doquier. Todo lucía normal, temerosamente normal. Pero ella estaba extremadamente tranquila, dispuesta a cumplir todas las instrucciones que recibiera al pie de la letra. La única duda que la acechaba entonces era: ¿de dónde y cómo provendría la segunda indicación, y sobre todo, de parte de quién?
Se acercó a la boletería, compró el pasaje en efectivo y se dirigió hasta el andén en cuestión, el último de la plataforma. Esperó hasta que habilitaron el ingreso y entonces exhibió su boleto al guarda, subió a la formación y se ubicó exactamente donde le habían ordenado. Miraba por la ventanilla el incesante ir y venir de las personas del andén sin percibir en ninguna de ellas nada interesante ni extraordinario. Miraba también alrededor de ella las personas que iban paulatinamente subiendo a bordo del tren sin ni siquiera llegar a contemplar en alguna de ellas algo sugerentemente sospechoso. Todo estaba demasiado rutinario y Ludmila demasiado tranquila para estar inmersa en la dramática situación en la que se hallaba.
El tren salió a horario. Ludmila Paz no podía dejar de ver los rostros del resto de los pasajeros que la rodeaban. El tiempo pasaba a su ritmo lento y moderado, y por un momento, pareció olvidarse del motivo por el que estaba ahí. Después de aproximadamente una hora y cuarto de viaje, el tren ingresó a un túnel, y como era de noche y las luces de los vagones sufrían algunos desperfectos, la formación permaneció por unos segundos en penumbras. Cuando el tren abandonó el túnel, Ludmila sintió que tenía algo apoyado sobre sus rodillas. Era un papel plegado en cuatro. Miró con cautela para todos lados y cuando se convenció de que no corría ningún tipo de riesgo, lo abrió y lo leyó. Decía: " Deje la valija con la plata del rescate al lado del asiento del lado del pasillo cuando pasemos el segundo túnel".
Sus nervios se tensaron estrepitosamente. Al menos, uno de los captores viajaba a bordo con ella y no era capaz de identificarlo. Respiró hondamente y recobró la calma de nuevo. Sólo se concentró en hacer exactamente lo que le pedían y nada más.
Media hora más tarde, el tren cruzó el segundo túnel y la situación que sucediera al atravesar el primer conducto se repitió. Cuando la luminosidad volvió a resplandecer en el ferrocarril, Ludmila encontró otro recado apoyado en su regazo. ¿Se lo había puesto ahí la misma persona que le colocó el anterior o era alguien diferente? Si ése era el caso, entonces había más de un secuestrador a bordo que la mantenía custodiada. De todos modos, eso era un dato secundario. El papel esta vez argüía: "Su esposo será liberado en la última estación. Deje la valija con el rescate cuando pasemos el próximo túnel. Recibirá las últimas instrucciones más adelante". Presa de unos nervios poco usuales, Ludmila acató las directrices rigurosamente. El tren entró en el tercer túnel veinte minutos después y dejó el dinero donde le ordenaron. Cuando la formación salió de nuevo a la intemperie, la señora Paz ladeó la cabeza lenta y discretamente hacia el costado y la valija seguía ahí. No supo cómo reaccionar. Entre tanto estupor y en medio de un clima cargado de confusión, dejó que los hechos siguieran su curso por sí mismos. Pero conforme transcurrían los minutos, nada sucedía.
Ludmila había empezado a angustiarse y desesperarse rápidamente. Su piel se tornó de un tono más pálido y sus facciones habían adquirido una expresión de espanto manifiesta. Guiada puramente por la intuición, recogió de un solo saque la valija y la abrió. Los treinta millones de australes se habían esfumado y en su lugar, aparecieron una gran cantidad de joyas valuadas en miles de millones de australes, de una preciosidad solemne, pulidas y brillantes.
Ludmila Paz se quedó totalmente atónita al contemplar semejante espectáculo inesperado. Ese tesoro valía mil veces más que los treinta millones que había entregado como rescate por el secuestro de su esposo, Amadeo Costa. ¿Cómo habían hecho los captores para sustituir los billetes por las alhajas en tan poco tiempo? Y cuando pudo al fin reaccionar, varios oficiales de policía la tenían rodeada y la habían detenido. Ése motín precioso había sido robado recientemente de una importante y prestigiosa joyería de Capital Federal, y la Justicia tenía el dato fidedigno de que las habían trasladado a bordo de dicho ramal ferroviario para sacarlas de la ciudad y entregarlas tal vez a uno o más cómplices que esperaban en Rosario.
Ludmila Paz intentó convencer a los oficiales que la mantenían bajo arresto que había sido víctima de un engaño y que su esposo estaba secuestrado. Pero al haber desaparecido todas las cartas que le dejaron misteriosamente, su historia perdió credibilidad.
Comprendió luego que el secuestro fue completamente falso y que tanto aquéllo como el robo fueron orquestados y ejecutados por su propio esposo, por el propio Amadeo Costa, que con engaños, la llevó directo hasta la trampa que ingeniosamente le tendió. Hizo que Ludmila le cediera toda su fortuna para empezar una nueva vida junto a su amante que esperaba un hijo de él. Su amante le dio lo que su propia esposa le negó durante los dos años que estuvieron casados: un hijo. Ahora, con esta tertulia que impulsó en contra de ella, Amadeo podía reclamar la nulidad de su matrimonio con Ludmila Paz y quedarse con la casa con la que convivieron durante el tiempo que estuvieron casados. Sólo había un problema: el hijo que su amante esperaba no era de él. Amadeo planificó todo por nada.
***
Lo que más atormentó a Ludmila fue cómo su marido le había dejado las notas sin que jamás se diera cuenta de nada y cómo viajó a bordo del mismo tren sin que ella lo reconociera. Y enseguida se le vino una figura a la memoria: ¡el guarda!