1
Corría
como loco por el andén porque el tren a Mercedes estaba a punto de partir. Por
suerte, logré subirme justo a tiempo y no tuve que lamentarme por perderlo. El
siguiente pasaba dentro de una hora y media, y no estaba decidido a sofocarme
bajo el sol que con sus potenciales rayos convertía la estación Francisco
Álvarez en un verdadero sauna.
Subí y
no vi ningún asiento vacío. Me desplacè al siguiente vagón y tampoco había
ningún asiento disponible. Sucedió lo mismo con los dos siguientes. Al fin,
comprendí que no había ningún lugar vacío y me resigné a viajar parado, pese a
que estaba cansado por el día agotador que tuve.
Cada
tanto iba relojeando los vagones que antecedían al que me encontraba yo por sí
acaso se desocupaba algún asiento. Después de un rato, me pareció advertir que
dos vagones más adelante una señora se había levantado y que ningún pasajero se
estaba disputando su lugar. Así que, en calma tomé mis pertenencias del piso y
hacia allí fui. Me deslicé sin inconvenientes por los reducidos pasillos del
tren dispuesto a ganar ése espacio libre, recientemente deshabitado.
Sin
embargo, un vagón antes del de mi interés ocurrió un incidente inesperado y
sorprendente. Sentí que las puntas de mis zapatos habían empujado algo
indefinido al sólo tacto pero provisto de cierta liviandad austera. Agaché la
mirada para ver de qué se trataba y sentí que mi corazón dio un vuelco de
ciento ochenta grados cuando lo vi. Era un grueso fajo de billetes, todos de
cien. Debía haber en total alrededor de dos mil o tres mil pesos. ¿Se le había
caído accidentalmente a alguien y no se dio cuenta? Las posibilidades de que
fuera así eran muy altas. Sentí que debía hacer algo. Tenía que devolverle ésa
plata a su legítimo dueño. ¿Pero, y si ya se había bajado del tren? Tal vez,
sí. Porque de haber percibido su falta permaneciendo todavía a bordo, hubiese
vuelto a buscarlos. Y eso era claro que no había sucedido. Pero, no podía estar
completamente seguro de eso. Quizás, si yo me decidía a recoger el fajo y justo
en ése preciso instante aparecía súbitamente su dueño, la situación iba a
resultarme bastante incómoda, porque creería erróneamente que yo se lo había
robado. Aunque mi moral me dictaba actuar como un humilde buen samaritano,
decidí hacer caso omiso de ello. No quería involucrarme en nada serio. La única
tragedia que dicha situación acarreó, fue que perdí mi lugar. El asiento vacío
fue ocupado por alguien más.
2
Toda ésa
cantidad de dinero con la que fortuitamente me encontré me venía muy bien y me
hubiera permitido cubrir varias deudas pendientes. Pero soy un hombre de bien y
jamás sería capaz de traicionar mis propios principios. Me olvidé del asunto y
continué mi rumbo. Pero una mano se apoyó repentinamente sobre mi hombro e hizo
que me detuviera de golpe. Por unos segundos, permanecí inmóvil. Pero, cuando
me di vuelta, me choqué con una figura masculina esbelta, de aspecto
respetable, y debajo de cuyos bigotes prolijamente recortados, se escondía una
elocuente y afable sonrisa llena de satisfacción.
_ Queda
poca gente como vos, pibe_ me dijo con voz áspera._ La honestidad es una virtud
que casi nadie la practica hoy en día.
Lo miré
azorado.
_ ¿La
plata es suya?_ le pregunté con desconfianza.
_ Sí.
Como un gil, la guardé adentro de un bolsillo que está todo roto y descosido. Y
se me cayó. Por suerte, me avivé a tiempo antes de bajarme. Sino, hubiera
estado sonado.
Ésas
palabras me hicieron comprender que actué correctamente.
_ Busqué
por los vagones por los que me había movido_ continuó el hombre_ y lo vi ahí
tirado. Y justo te apareciste vos en el medio.
_ Usted
no sabía qué iba a hacer yo. ¿Por qué no me dijo de entrada que ése fajo le
pertenece?
_ Porque
justamente quería ver qué hacías. Y no me decepcionaste para nada. Me produce
mucha alegría saber que en mi querida Argentina todavía queda gente honesta.
Me
sonrojé por sus halagos.
_ A
propósito_ dijo, estrechándome la mano._ Me llamo Mario Guirao.
_
Rodrigo... Rodrigo Galván. Mucho gusto_ le respondí con una mueca de
complacencia.
Se
acercó hacia mí de forma un poco más íntima y me balbuceó unas palabras al oído
de forma confidencial.
_
¿Disponés vos pibe de suficiente guita?_ me indagó el señor Guirao con
sequedad.
_ No
entiendo del todo el por qué de su inquietud_ le repuse ciertamente
descolocado.
_ La
decencia se valora y se retribuye, ¿sabés, vos? Y yo sé retribuir muy bien
estas cosas.
Realmente
me hacía falta la plata. Inclusive, con la mitad, me alcanzaba para lo que la
necesitaba. Pero me seguí mostrándome renuente ante Guirao, aunque ya había
ganado mi confianza, y decidí indagar un poco más a fondo antes de aceptar o no
lo que estaba a punto de proponerme.
_ Sea
directo_ le ordené sin andarle con rodeos.
_ Me
gustan las personas decididas como vos_ repuso con conformidad._ La mitad es
tuya. Es lo menos que puedo ofrecerte, te lo merecés. Y no acepto un no como
respuesta.
_ No es
que desconfíe de usted, don Mario. ¿Pero, cómo sé que me está diciendo la
verdad?
Su
expresión cambió radicalmente. Sus ojos echaban humo y su boca, fuego.
_ ¿Me
estás tratando de mentiroso?_ me preguntó con irascibilidad._ Yo acepto
cualquier crítica, menos que me traten de mentiroso.
_ No lo
trato de mentiroso. Pero es que...
_ Y me
estás faltando el respeto al negármelo también.
_
Entiéndame, Mario, que...
_ Nadie,
nunca jamás en la vida, traicionó de ésta manera mi confianza.
Sonaba
tan sincero, que acepté que no me estaba engañando. Y me sentí un poco culpable
por haber dudado de su buena voluntad y sus buenas intenciones para conmigo.
Las diferencias de opinión duraron unos minutos más, hasta que los dos sentamos
posición y nos pusimos de acuerdo. Mario Guirao volvió a ser el mismo tipo
macanudo que al principio. Desenlazó los billetes de la bandita elástica que
los aseguraba y contando en mano pesos por peso, depositó en mi poder mil
quinientos pesos.
Le agradecí
el gesto y nos entretuvimos hablando de nuestras vidas y conociéndonos mejor,
siempre pispeando no pasarme de estación.
Y de la nada, el buen momento que Mario y yo compartíamos, se vio
seriamente afectado por la violenta irrupción de una mujer que parecía estar
fuera de sus cabales, que insistía repetitivamente que la plata era suya y que
si no se la devolvíamos inmediatamente, iba a llamar a la Policía.
Mario Guirao intentó explicarle que todo era un lamentable malentendido
y que ella desafortunadamente estaba confundida. Pero la mujer sostenía
férreamente lo opuesto y yo me encontraba en medio de una situación muy
incómoda.
3
La mujer de la discordia se hacía llamar Beatriz. Su edad ostentaba los
sesenta años, cabello corto a la altura de la nuca, ojos color miel y de fuerte
presencia. El tono de la discusión entre ella y Mario Guirao fue acrecentándose
gradualmente sin que cada cual abandonara su actitud.
_ ¡Esos tres mil pesos se me cayeron a mí!_ denunció Beatriz con
efervescencia._ Los iba a guardar en la cartera y se me cayeron. Y vi a tiempo
lo que usted hizo y cómo intentó engatusar a este inocente joven para
deshacerse de la prueba. Por fortuna, soy una mujer muy lista y estoy
acostumbrada a tratar con hombres necios como usted.
El joven al que ella hizo alusión era yo. Toda la situación me resultó
demasiado confusa y traumática. ¿Y si ésa Beatriz estaba diciendo la verdad y
el tal Mario Guirao sólo quiso aprovecharse de una circunstancia de ocasión?
Por un momento, pensé en meterme en medio de la disputa. Pero, después de
vacilarlo por un rato, consideré que la mejor postura que podía sentar era
mantenerme al margen de todo.
_ Entiendo que crea que este fajo le pertenece a usted, señora_ retrucó
Mario, con mesura y paciencia._ Pero, a mí se me cayeron del bolsillo de mi
saco que está defectuoso.
_ La vieja excusa del bolsillo roto_ reprochó la mujer, furibunda.
_ Permítame.
Mario descorrió hacia afuera el bolsillo al que se refería y se notaba
claramente que estaba deteriorado. Beatriz lo contempló obnubilada, pero no
depuso su actitud e insistió en que la plata era suya. Yo, a medida que
avanzaba la conversación, me sentía más confuso y ya no sabía verdaderamente a quién
de los dos creerle.
_
Muéstreme_ le exigió ella a Mario._ Quiero ver ésa plata.
_ Como
usted guste_ repuso él, acatando prudentemente su demanda.
Le
extendió los billetes y la dejó que los revisara minuciosamente durante todo el
tiempo que quisiera.
Mientras
Beatriz hacía su labor, Guirao me murmuró en secreto que mezclara la parte que
él me dio del dinero con mi propia plata y lo distribuyera entre todos mis
bolsillos.
La
petición, francamente, me pareció sospechosa y me negué rotundamente a
cumplirla. nO quería ser cómplice de un engaño.
_ Te
juro que la plata es mía, pibe_ me susurró con prepotencia._ Haceme caso y hacé
lo que te digo. Es la única manera que hay de sacarnos a ésta vieja
insoportable de encima. Confiá en mí. Va a estar todo bien.
Dudé,
pero al fin obedecí e hice lo que me pidió.
_ ¿Qué
pasa si por casualidad llega a preguntarme algo?_ le inquirí por lo bajo.
_ Negá
que yo te haya dado algo y decí que es toda plata tuya. Palabra más, palabra
menos. Tengo todo controlado. Vos tranquilo.
No me
convenció mucho la idea, pero acepté porque quería que eso terminase cuando
antes. Estaba cansado y sólo quería llegar a mi casa, darme una buena ducha,
comer algo y dormir.
Beatriz
concluyó su inspección y le devolvió en mano la plata a Mario.
_ Hay
sólo mil quinientos pesos acá_ dijo ella, dubitativa y con cierta resistencia a
admitir que se había equivocado.
_ Es
exactamente la cantidad que a mí se me cayó_ alegó Guirao, lentamente.
_ No
puede ser.
_ Le
dije, señora, que todo había sido un malentendido. Si usted perdió plata
también, cuente con nuestra ayuda para buscarla.
_ La
mitad que falta la tiene el muchacho que lo acompaña_ arguyó Beatriz,
reaccionando de golpe. Evidentemente, no se rendía tan fácilmente. Y yo ya no
sabía qué pensar de todo eso porque las posibilidades de que dos personas
perdieran una símil cantidad de plata el mismo día, al mismo tiempo y en el
mismo lugar eran una en diez mil millones, más o menos. Así que, era claro que
uno de los dos estaba sacando ventaja de la situación para apropiarse de los
tres mil pesos. Y si ése uno era
Mario Guirao, me había convertido inexorablemente en cómplice suyo. No había
razón para desconfiar de él, pero tampoco existía ningún motivo aparente para
recelar de la mujer.
_ Vacíe
sus bolsillos_ me ordenó Beatriz con autoridad y firmeza.
Fruncí
el ceño y miré a Mario irritado. Él me devolvió una mirada sosegada y me
levantó el pulgar para que accediera a las pretensiones de ella. Extraje mi
documento, un juego de llaves de mi casa, algunos efectos personales y toda la
plata que llevaba encima.
Beatriz
examinó todo detalladamente, pero reparando en el efectivo.
_ Es
parte de mi sueldo que llevo encima porque cobré hoy y tengo que pagar unas
deudas_ me justifiqué, controlando la ansiedad que la incomodidad de la
situación me generaba._ No tengo tiempo de ir a retirar plata del banco mañana
a la mañana y por eso retiré la cantidad necesaria anticipadamente.
Noté que
Mario Guirao me hizo un ademán a modo de elogio. Y Beatriz, decidiamente había
cedido a su terquedad. Su idea, después de todo, había resultado todo un éxito.
_ La voy
a ayudar a buscar ésa plata_ le prometió Guirao solemnemente a Beatriz.
Él en
secreto desplazó adentro de mi bolsillo una tarjeta personal.
_ Si
necesitás algo alguna vez, llamame. Chau, pibe. Fue un gustazo.
Me
sonrió, le retribuí el gesto y lo vi alejarse junto a Beatriz, que estaba
desesperada por encontrar lo que había perdido.
En ése
momento, el tren se detuvo en Jauregui y me bajé. Mi casa estaba a dos cuadras
solamente.
4
Llegué a
mi casa rebasado de felicidad. Había ganado mil quinientos pesos de la nada y
la verdad que un golpe de suerte así no es proclive de suscitarse diariamente.
Tomé todo el dinero del bolsillo de mi saco y lo apoyé arriba de la mesa del
comedor. Cuando vi lo que era, entré en un estado de crisis absoluta. Solamente
tenía un montón de papeles de diario.
Cuando Guirao, si ése era su nombre real, me introdujo su tarjeta de visita en
el bolsillo, en un hábil juego de manos sustituyó toda la plata (los mil
quinientos que él me dio más lo que yo llevaba encima aparte, que eran como
setecientos pesos) por los recortes de diario. Tomé la tarjeta y el anverso
estaba en blanco. La giré por el reverso y tenía una inscripción hecha a mano:
"Fue un placer hacer negocios con
vos".
Enseguida,
entendí todo. Mario Guirao, Beatriz, la discusión... ¡Qué estúpido fui! Me
engañaron como el mejor.
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