domingo, 28 de marzo de 2021

Confesiones homicidas: 1. Confesión en el Juzgado (Gabriel Zas)

 

 

 

 

                                             

_ Le recuerdo que usted está prestando declaración en calidad de testigo, señora Fernández_ le dijo el juez a la mujer que tenía sentada enfrente de él.

_ Lo tengo muy presente eso, doctor_ repuso la mujer en aparente estado de confusión y disgusto._ Gracias por recordármelo.

_ Se lo aclaro porque es mi obligación como autoridad de este Juzgado y además porque percibo cierta tensión en usted.

_ Es que no puedo creer que mi marido haya sido capaz de cometer esos asesinatos atroces.

_ Si usted supiera las cosas que la gente es capaz de hacer en determinadas circunstancias, no se sorprendería demasiado. Se lo garantizo.

_ Usted porque ya está acostumbrado a ver casos así diariamente circulando por este recinto. No existe absolutamente nada que una autoridad judicial no haya visto antes en su vida. Pero dígame cómo hago yo para acostumbrarme a que mi marido, con el que compartí los últimos 28 años de mi vida, es un asesino despiadado que mató a cinco personas desalmadamente.

_ No puedo ayudarla en ese sentido, señora Fernández. No hay secretos para eso.

_ ¿Está seguro de que mi marido es el responsable de esas muertes?

_ La evidencia no miente. Aunque reconozco que fue muy hábil ocultando sus rastros. Les borró las huellas dactilares a las víctimas y les transfirió la de otras personas para confundirnos. Realmente brillante.  Seguramente, les habrá pagado muy bien a los voluntariados que prestaros sus huellas, creyendo que el fin para tal evento era otro. Pero imagínese usted, señora Fernández, si en las noticias se viera a usted víctima de un homicidio. ¿Qué haría?

_ Entraría en pánico, supongo. Me desesperaría, no sé. Es una situación muy compleja. 

_ Exactamente es lo que les pasó a estas pobres personas. Nos dijeron que la demanda respondía a un supuesto experimento contra el cáncer. Ese fue el pretexto. La debilidad de todo ser humano. Pero no nos pudieron dar datos demasiado precisos de su esposo porque estaba completamente cubierto. Se casó usted con un hombre muy hábil e inteligente.

_ ¿Cómo descubrieron que fue él?

_ Porque, por una cuestión de tiempo, no pudo conseguir a alguien más para transferirle sus huellas a la última víctima y tuvo que improvisar. Y las improvisaciones muchas veces no salen como uno desea que salgan. Se las robó a un muerto.

La señora Fernández no reaccionaba a las palabras del juez. Sin embargo, el estado que tenía estaba en crecimiento constante y se hacía más notorio cada segundo que pasaba. El juez la observaba con singular interés.

_ ¿Cómo que le robó las huellas a un muerto?_ reaccionó tardíamente la señora Fernández.

_ Eso es algo que todavía no podemos explicar_ respondió el juez._ Pero al fiscal le llamó la atención de que nadie reclamara el tema de las huellas, como en los casos anteriores. Y debo admitir que por propiedad transitiva, me pareció sospechoso a mí también. Y nos preguntamos: “¿por qué?”. Y cuando pasamos las huellas por todas las bases de datos que pudiéramos haberlas pasado, descubrimos que su verdadero propietario falleció recientemente en un accidente de trabajo. Pensamos que era otra estrategia de su esposo para liarnos todavía más, pero no. No había secretos. Una misma persona muerta dos veces en pocos días. ¿Raro, no? Más que raro, imposible. Investigamos, lo descubrimos y lo atrapamos.  

_ ¿Confesó?

_ No. Por eso la cité. Para conocer más en profundidad a su esposo. Para que me cuente todo sobre él.  

_ ¿Cómo mató a esas pobres personas?

_ De un golpe certero en la cabeza. Interesante, ¿no le parece, señora Fernández?

_ Quiero saber qué es exactamente lo que tienen en contra de mi marido.

_ No fue para nada cuidadoso. Sus coartadas son falsas. No puede explicar dónde estuvo al momento de los homicidios. Y sus huellas están por toda el arma homicida, que él nos reveló dónde estaba oculta, algo que únicamente el culpable puede conocer. Por fuera de eso, se niega a confesar. Y coincidimos con el fiscal en que usted puede terminar de completar las piezas que nos faltan del rompecabezas.

_ ¿Qué necesita saber?

_ Lo que no entiendo, señora Fernández, es cómo un hombre que fue minuciosamente  cuidadoso en ocultar la identidad de las víctimas borrando sus huellas y transfiriendo otras en su lugar, fuera absolutamente descuidado en otros aspectos relevantes del caso.

_ Mi esposo es así en todo. Creo que es apurado para hacer las cosas.

_  En las cosas cotidianas puedo entenderlo. ¿Pero en una serie de asesinatos?

_ Cuando una persona tiene una personalidad establecida, le es muy difícil modificar algunos aspectos acorde a las circunstancias del momento.

_ ¿Es psicóloga, señora Fernández? No sabía.

_ Estudié hasta tercer año y tuve que abandonar por cuestiones de fuerza mayor. Pero nunca dejé de interesarme por la psicología. Leo mucho sobre el tema.

_ No, no, eso está muy claro. La felicito.

_ Gracias. ¿Podemos ir al grano, por favor, doctor? ¿Qué necesita saber puntualmente sobre mi esposo?

_ Me sorprende que todavía sostenga que es su esposo después de que se comprobara que mató a cinco personas inocentes.

_ Estoy avergonzada al respecto, y me apena mucho por esas pobres personas y sus familias. Pero, legalmente sigue siendo mi esposo y eso se va a mantener así hasta que firmemos el acta de divorcio. Mientras tanto…

_ ¿Lo justifica, entonces? Trata de encubrirlo, de protegerlo…

_ ¡No! Lo que mi esposo hizo es una atrocidad terrible y no merece el perdón de nadie, ni siquiera el mío.

_ ¿Entonces?

_ Es como dicen ustedes, los jueces penales: una persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. ¿No es así?

El juez asintió con la cabeza.

_ Bueno, entonces mi esposo seguirá siendo mi esposo hasta que los papeles de divorcio estén firmados.

_ Pero, ni siquiera lo llama por su nombre. Digo… Podría mantener distancia de él y no lo hace.

_ Conozco sus artilugios. No voy a caer, si eso piensa. No voy a incriminarme para decirle lo que usted quiere saber acerca de mi esposo.

_ ¿No va a declarar, me está diciendo? Le recuerdo que su obligación como testigo es declarar con la verdad absoluta. Si no lo hiciera, le cabe una condena en prisión. ¿Lo sabe eso, cierto?

_ ¿Me va a preguntar lo que quiere saber o va a seguir haciendo de este interrogatorio un show?

_ ¿Piensa divorciarse?

_ Creo que ya respondí eso antes.

_ Muy bien. Las víctimas son Atilio Rotondo, Marcela Robles, Lucas Punzo, Javier Uztegui y Mercedes Loreira. ¿Le suenan esos nombres?

_ Fueron compañeros de Secundaria de mi esposo. Los cinco le jugaron una broma pesada al rector de ese momento y lo culparon a mi marido por eso. ¿Y sabe una cosa? Esa jodita le valió la expulsión. Y los cinco, tan amigos que decían ser, se callaron todos la boca y dejaron que a mi marido lo echaran del colegio como un perro a la calle.

_ Su marido entonces conocía a las víctimas, no fueron al azar. Bien. Y las unía el mismo deseo de venganza. Todo encaja perfecto, excepto por un detalle.

_ ¿Qué detalle, doctor?

_ ¿Por qué esperar tanto para la venganza?

_ Eso es cuestión de mi marido. Yo no puedo responder por él.

_ Pero usted como su esposa que tan íntimamente lo conoce, debería tener alguna idea al respecto.

_ Bueno, se equivoca porque no tengo ninguna idea de nada. No puedo meterme en la cabeza suya para saber cómo piensa y qué le pasa.

_ ¿No se le ocurre nada?

_ Supongo que el destino los juntó a los cinco nuevamente ahora y mi marido aprovechó la boleada.

_ Es válido… Sí, es válido. Pero no me convence. ¿Por qué en tanto tiempo que pasó no lo superó?

_ Le repito que eso es cuestión de él y nadie más.

_ ¿Nunca le comentó nada sobre el tema?

_ Jamás.

_ ¿Y usted cómo lo sabe, entonces?

_ Me lo contó una sola vez a los pocos meses de casarnos y de casualidad. Y después nunca más volvió a tocar el tema. Lo tenía recontra olvidado y superado.

_ Evidentemente, no. No lo olvido. O no hubiese hecho lo que hizo, ¿no? Supongo que estará de acuerdo conmigo en este punto.

_ Si usted lo dice… Usted es el que sabe, no yo.

_ Sí. Soy el que sabe, señora Fernández. Al respecto de eso, ¿sabe qué más sé? Que en el medio sucedió algo que detonó en su esposo esta reacción violenta que lo impulsó a matar inescrupulosamente.

_ ¿Lo sabe o lo presume?

_ Más bien, lo intuyo, que tampoco es lo mismo, ¿no? Saber es una cosa. Presumir, otra. E intuir, otra completamente distinta.

_ ¿Cuál es el grado de diferencia entre los tres conceptos, doctor? Me interesa mucho conocer su opinión.

_ Saber implica certeza absoluta sobre algo en concreto. Presumir, en cambio, implica elaborar una teoría de cómo sucedió ese algo en concreto. E intuir significa que en el subconsciente sabe cuál es la verdad del asunto, pero en la realidad no puede demostrarlo.

_ ¿Entonces, sabe, intuye o presume que mi esposo mató a esas cinco personas, que después de todo, tan inocentes no eran?

_ La evidencia forense es irrefutable. Lo sé sin lugar a dudas. Ahora, por el motivo, lo intuyo. Por eso está usted acá, sentada cara a cara conmigo. Para poder entender si estoy acertado o no.

_ ¿Acertado?

_ No me responda con otra pregunta, señora Fernández. ¿Usted realmente justifica lo que hizo su esposo?

_ Si le arruinaron la vida en la Secundaria…

_ Pero, eso fue hace mucho… ¿Hace cuánto?

_ 35 años.

_ Es mucho tiempo para pretender vengarse al respecto.

_ Mire. Hablé con mi marido una sola vez del tema y nunca más. Se lo vuelvo a reiterar para que le quede del todo claro, doctor. Porque parece que no nos estamos entendiendo. O no confía en mí, que es distinto.

_ No confío en nadie, señora Fernández. ¿Por qué usted debería ser la excepción?

_ ¿Porque le estoy diciendo la verdad y estoy colaborando con usted?

_ No sé si me dijo toda la verdad y… No está colaborando. Está muy persuasiva con las respuestas.  Y ya me cansé, honestamente. Y además  dentro de quince minutos tengo que tomar testimonio por otro caso a otra persona. Así que le ruego, vayamos al grano. ¿Cómo era su esposo como tal?

_ Era atento, caballero, considerado… Es un buen hombre. Lo suficientemente bueno para creer que él es responsable de estos horribles homicidios.

_ ¿Y quién fue sino? Conocía a las cinco víctimas, tenía un posible motivo para los asesinatos, encontramos sus huellas en el arma homicida, que él mismo nos reveló dónde estaba oculta. Y para rematarla, no tiene coartada para ninguno de los cinco homicidios. Así que, le reitero la pregunta, señora Fernández, ¿quién más podría haberlo hecho?

_ Pero lo del cambio de huellas sí fue desconcertante, ¿no?

_ Sigue sin encajar. Pero no ese el punto. El punto es que me dé el nombre de otro posible sospechoso que usted crea que asesinó a las cinco víctimas para exonerar a su esposo de toda culpa y cargo, aunque eso es imposible.

_Quizá mi esposo tocó el arma de casualidad.

_ Un argumento demasiado débil y sin fundamentos. En fin. ¿Tiene algún otro nombre para darme? De lo contrario, ya terminamos. Se me agota el tiempo y la paciencia.

_ Ustedes tenían a otros tres sospechosos antes que lo arrestaran a mi esposo.

_ ¿Esa es su respuesta? ¿Es todo lo que tiene para decirme, señora Fernández?

_ ¿Qué quiere que le diga? Mi esposo no lo hizo.

_ Y sin embargo, no es capaz de darme otro nombre para que investigue.

_ ¡Porque no lo tengo! ¡Hubo otros tres sospechosos implicados antes que mi marido! ¿Qué pasó? ¿Lo sobornaron y los dejó libres?

El juez se puso firme, ofendido por la insinuación fuera de lugar que hizo la señora Fernández.

_ No le voy a permitir que sugiera que soy corrupto, ¿está claro?_ repuso el juez con autoridad severa._ Esos tres sospechosos que usted dice los investigamos y comprobamos que no tenían vinculación alguna con ninguno de los cinco asesinatos. Y firmé su sobreseimiento de inmediato. Su esposo no tiene salida, admítalo. Puede retirarse, es todo. Gracias por su tiempo.

La señora Fernández se agitó de golpe y tomó unas pastillas de su cartera, que ingirió nerviosamente. El juez la observó intrigado.

_ ¿Qué es eso?_ preguntó con sumo interés.

_ Es un antidepresivo que tomo desde hace algún tiempo. Está prescripto, no es ilegal.

_ ¿Por qué? ¿Qué la motivó a ingerirlo?

_ Usted me puso nerviosa con el último tramo de la charla. Y encima, no puedo controlar la ansiedad pensando en lo que le depara a mi esposo.

El juez le arrebató el blíster de la mano a la señora Fernández y leyó el reverso.

_ Paroxetina_ dijo el juez, mirando a la señora Fernández con suspicacia._ Es un antidepresivo muy habitual. Pero en dosis levemente elevadas, puede producir somnolencia en quien la ingiera.

_ No veo ningún problema en eso.

_ Para su desgracia, yo sí, señora Fernández. En todas las víctimas se encontraron dosis ínfimas de Paroxetina. El asesino las sedó antes de golpearles la cabeza por piedad, para que no sufran. Raro si su marido se quería vengar, porque hubiese deseado que sufrieran. No hubiese tenido ningún acto de compasión para con ninguno de los cinco. Pero la Paroxetina dice lo contrario. Es curioso.

_ Tal vez mi marido la tomaba para algo y yo no estaba enterada.

_ No. El jueguito de querer tomarme por estúpido se terminó ya. Fue usted. Usted mató a los cinco, ¿no? Y cuando su marido se enteró de los crímenes, supo que fue usted la responsable. Así que para protegerla, modificó las huellas dactilares de las víctimas y las cambió por las de otras personas. Pero en realidad, no la estaba protegiendo a usted, señora Fernández. Se estaba protegiendo él mismo porque sabía que podíamos vincularlo con las cinco víctimas de manera eficaz e inmediata. En cambio, con ese ardid, él ganaría tiempo para pensar qué hacer. Estoy casi seguro que estuvo a punto de entregarla a la Justicia. Pero su instinto de marido protector salió a flote. Así que, le pidió que le entregue el arma homicida para esconderla. Limpió las huellas suyas y dejó impregnadas las de él para autoincriminarse. Y la ocultó en un lugar muy seguro en plena madrugada. Pero cuando se dio cuenta del error que cometió al transferir las huellas de un difunto a la última víctima, sabía que lo atraparíamos de un momento a otro, y decidió entregarse y confesar dónde había escondido el arma homicida con la que usted mató a esas cinco personas. Dígame una cosa. ¿Les tuvo clemencia? ¿Por eso las anestesió con Paroxetina antes de darles el golpe de gracia o fue un acto de misericordia para con su esposo por todo lo que había sufrido a manos de ellos? Me inclino un 100% por esto último. ¿Qué opinará su abogado al respecto, señora Fernández?

_ ¿Se olvida que mi esposo no tenía coartada para ninguno de los asesinatos? Lo dijo usted mismo.

_ Le mentí. Su marido sí tenía coartada en tres de las cinco muertes. Suficiente para descartarlo como sospechoso. La que no tenía coartada y me encargué de verificarlo personalmente, es usted, señora Fernández. Nadie la vio. Nadie puede explicar dónde se encontraba al momento de cada uno de los asesinatos. Realmente, una pena enorme para usted. ¿Por qué? ¿Qué pasó en realidad?

_ ¡Yo sufro de depresión por su culpa! Cada vez que mi esposo veía las fotos de Secundaria, se acordaba de cómo estos cinco imberbes le arruinaron la vida por una broma que le hicieron al rector, y se traumaba terriblemente. No había manera de controlarlo. Esa mancha que le quedó le cerró un montón de puertas en la vida y tuvo que ingeniárselas para subsistir, para ser alguien. ¿Y todo por qué? Por culpa de cinco idiotas que le echaron la culpa a mi esposo de lo que hicieron y nunca lo aclararon, y permitieron que a él lo echaran de la Secundaria. Mi esposo quería hacer algo, pero pobrecito, es un cobarde.  Un gran cobarde. ¡Y su cobardía estaba acabando con mi salud mental! ¡Tenía que hacer algo al respecto!

_ Y decidió encontrarlos y matarlos. Pero no contó con que su esposo interviniera.

_ Eso me dio tiempo.

_ Al contrario. Fue lo que la condenó. ¿Sigue pensando que es un cobarde todavía?

La expresión de la señora Fernández cambió radicalmente.

 

 

domingo, 21 de marzo de 2021

Incomprobable (Gabriel Zas)


 

 

 

La víctima de este caso se llamaba Donato Herrera. Y sus asesinos estaban fehacientemente identificados. Se llamaban Elviro Gaona y Gerónimo Molina, respectivamente. Pero los dos atacaron a la víctima en distintos momentos y con diferentes métodos. El señor Gaona lo golpeó reiteradamente en la cabeza hasta que Donato Herrera perdió el conocimiento. Y el señor Molina le dio un tiro en el pecho.

_ ¿Cómo los atrapó, capitán Riestra?_ preguntó Dortmund, sumamente interesado en el caso.

_ No resultó difícil. Había muchos elementos en su contra, no fueron para nada precavidos. Los acorralamos con todas las evidencia que habíamos reunido y sólo fue cuestión de esperar que confesaran. Y lo hicieron. Soltaron la lengua a lo loco_ repuso el capitán, vanagloriándose de su logro.

_ Sin embargo, no parece estar del todo satisfecho… ¿O sí?

_ No. El forense no pudo comprobar la causa de muerte. Alega que es incomprobable determinar si al señor Herrera lo mataron los golpes en la cabeza que le propinó repetitivamente el señor Gaona. O el disparo que le efectuara el señor Molina.

_ Entiendo el punto. Y eso representa un problema legal muy serio.

_ Absolutamente, Dortmund. El abogado de Molina va a alegar en el juicio que su cliente le disparó cuando el señor Herrera ya estaba muerto, por lo que va a depositar la culpa en Elviro Gaona. Y viceversa. El abogado de Gaona va a presentarle al tribunal el mismo argumento. Y ante la conclusión a la que arribó el forense, los dos van a quedar en libertad por falta de mérito.

_ Y quiere que yo descubra lo que el forense no puede.

_ Sé que usted, Dortmund, es la única persona en el mundo capaz de conseguirlo.

_ Haré todo lo posible. Pero no le prometo resultados favorables.

_ Gracias. Conociéndolo como lo conozco, sé que lo descubrirá.

_ ¿Por qué mataron al señor Herrera, para empezar?

_ Por los rumores que se corrían sobre él en el barrio, Dortmund. Usted sabe perfectamente que la gente toma muy en serio los rumores.

_ ¿Y qué decían esos rumores, exactamente, capitán Riestra?

_ Que el señor Herrera conquistaba mujeres ricas y hermosas para robarles. Desde que se corrió la voz por el barrio, el señor Herrera empezó a ser ignorado y despreciado por sus propios vecinos. No le hablaban y si lo veían venir, lo evitaban deliberadamente. Los rumores cada vez fueron más grandes hasta que supo que el señor Donato Herrera supuestamente se habría acostado con las esposas de Gaona y Molina, respectivamente, aunque ellas lo negaran, por supuesto. Pero los dos no se convencieron y actuaron, y sucedió lo que ya sabemos.

_ ¿Los señores Gaona y Molina se conocían ya? ¿Eran amigos?

_ No. En absoluto.

_ Pensé que fue un plan urdido por los dos para salir libres.

_ También lo pensamos. Pero dado que no se conocen, lo descartamos de plano.

_ Yo aún lo considero. Ya me conoce, capitán Riestra. No descarto absolutamente nada hasta que el caso queda completamente dilucidado.

_ Ese es el proceder correcto que se debe seguir.

_ ¿A qué hora fue el ataque del señor Gaona?

_ Hace dos días, a las 19.

_ ¿Y el del señor Molina?

_ Unos minutos más tarde, a las 19:21.

_ Interesante… ¿Está comprobado?

_ No hay lugar a dudas al respecto, Dortmund.

Sean Dortmund estaba reflexivo, pero soberbio, lo que significaba que se la había ocurrido algo.

_ ¿Podemos ir a la escena del crimen, por favor, capitán Riestra?

El capitán complació a Sean Dortmund y lo llevó hasta la escena del crimen.

_ ¿Es una sola escena, capitán?_ inquirió Dortmund, mientras revisaba exhaustivamente el lugar.

_ Sí. Elviro Gaona lo golpeó y la víctima quedó tendida en el suelo, inconsciente. Unos minutos después, Molina lo vio y le disparó. Había salido a buscarlo.

Una vez que terminó de examinar la escena cuidadosamente, Dortmund miró triunfante al capitán Riestra.

_ Lo tengo. Ya sé cómo pasó todo_ se ufanó el inspector, envuelto en una manta de soberbia indiscriminada.

_ ¡Lo sabía!_ pronunció eufórico Riestra._ Sabía que usted iba a poder averiguarlo. ¿Quién de los dos mató verdaderamente al señor Donato Herrera? ¿Gaona o Molina?

_ Fueron los dos, capitán Riestra.

_ ¿¡Qué!?

_ Hay huellas en la tierra. Pero hay un juego que es más profundo que el otro. Los peritos seguramente lo interpretaron de una manera equivocada, si no es que lo pasaron completamente por alto. Pero la razón por la que este juego de huellas es más profundo que el otro es porque la misma persona volvió apenas unos minutos después sobre sus propios pasos. Y por sentido común, ese par de huellas corresponden al señor Elviro Gaona. Seguramente, citó al señor Donato Herrera en este punto con algún pretexto y lo golpeó reiteradamente en la cabeza hasta que quedó inconsciente. Y se retiró sigilosamente sin que lo descubrieran. Pero una gran duda le carcomía la cabeza: ¿realmente estará muerto? Y nervioso por la incertidumbre que lo socavaba, vuelve a la escena del crimen, aún con el temor de que el señor Herrera ya no estuviera. En ese caso, tendría que salir a buscarlo urgentemente antes que hable con alguien y lo identifique a él mismo como su agresor. Pero al volver, el señor Gaona se llevó una sorpresa. Alguien le había disparado al señor Herrera en esos minutos. Y eso lo alivió enormemente. Pero la bala, pese a que impactó de lleno en el pecho de la víctima, no lo mató de inmediato. Así que, el señor Gaona, para ir sobre seguro, le propinó al señor Herrera un par de golpes más en la cabeza y escapó del lugar. Golpes en la cabeza, disparo de pistola en el pecho y otra serie de golpes en la cabeza, todo con escasa diferencia de minutos. Por eso el forense no pudo determinar quién de los dos le había dado muerte al señor Donato Herrera.

El capitán Riestra no supo cómo reaccionar. Simplemente, le dio las gracias al inspector Sean Dortmund una vez más y se presentó ante el juez con esta nueva evidencia. El juez se la giró al fiscal, ambos la avalaron y tanto Gaona como Molina fueron condenados a 25 años de prisión efectiva por el asesinato del señor Donato Herrera.

A los pocos días, Dortmund, tras una investigación exhaustiva, había averiguado quién inició los rumores difamatorios en contra del señor Herrera y la razón de ellos. Pero no viene al caso porque la explicación se extendería demasiado. Lo importante que hay que resaltar es que esa persona en cuestión fue puesta a disposición de la Justicia porque sus injurias y difamaciones llevaron a la muerte al señor Herrera.

Y una última cosa para agregar antes de cerrar. El capitán Riestra no aprendió en absoluto nada del caso anterior sobre la importancia del poder de observación.

 

El geriátrico (Gabriel Zas)

 


Nuestro buen amigo, el capitán Riestra, recordaba muy a flor de piel la ocasión en la que perdió una apuesta contra Dortmund al desafiarlo a aquél a que no resolvía un caso en menos de tres horas, lo que resultó un error fatal por parte del capitán ya que Sean Dortmund sí logró resolver el caso eficazmente en ese lapso y se hizo acreedor de la módica suma de  5000 australes.

Al encontrarse al frente de este particular caso, donde un interno de un geriátrico de Luján fue asfixiado hasta la muerte, Riestra pensó que Dortmund podía resolverlo en menos de una hora. Supuso que no revestía una complejidad mayor para él, dado el contexto y las circunstancias del caso, así que no tardó en ponerse en contacto por teléfono con él. A diferencia de la vez anterior, no apostó ni medio centavo.

Mi amigo aceptó encantado el caso y se dirigió de inmediato a la escena del crimen. La lista de sospechosos había sido reducida por los investigadores a siete personas: cuatro residentes, dos enfermeras y un familiar, que se encontraba visitando a su madre al momento del asesinato.

El inspector descartó, en primera instancia, al familiar que ocasionalmente estaba de visita por no tener nexos comprobables con la víctima en cuestión, la cual era una mujer de 83 años que se llamaba Elsa White. Sin familiares, sola en el mundo.

Dortmund revisó el cuerpo y la escena minuciosamente, para luego entrevistarse con los ahora seis sospechosos y estudiarlos detenidamente y a consciencia. Eso significaba que buscaba algo en concreto en uno de ellos, ¿pero, qué?

_ Busco a alguien de su misma nacionalidad_ proclamó Dortmund triunfante, mientras Riestra lo observaba terriblemente confundido.

_ La víctima era argentina, Dortmund_ refutó el capitán con tacto y sutileza._ Apellido inglés, sí. Pero sangre cien por cien argentina.

_ Error, capitán Riestra._ Y Dortmund le exhibió un pasaporte perteneciente a la víctima._ Este pasaporte estaba muy bien oculto entre sus cosas. Difícilmente pudiera encontrarse si no se aplica la razón y se utiliza adecuadamente la cabeza.

_ No hace falta que presuma, Dortmund. Son dos de sus más ponderadas virtudes.

_ No estoy presumiendo. Al contario. Este pasaporte estaba muy bien escondido para no ser encontrado. ¿Y por qué la señora Elsa White no deseaba que fuese encontrado?

_ No sé. ¿Por qué?

_ Lea, capitán Riestra.

Y obedeció. Se quedó perturbadoramente atónito cuando leyó el verdadero nombre de la víctima y su verdadera nacionalidad. Se llamaba Else Waitt y era alemana.

_ Dada la cuestión de su verdadera identidad_ continuó Dortmund_  y del hecho de que mantuviera el pasaporte oculto en un lugar imposible de hallar, nos hace pensar que mantuvo un fuerte vínculo con el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial.

_ Alguno de los residentes la reconoció y la mató_ dedujo Riestra, espantado por la verdad que el inspector Sean Dortmund sacó a relucir.

_ Exacto. Y ese residente es la señora Divina Franco, cuyo real apellido debe ser Frank.

_ ¿Por qué particularmente ella, Dortmund?

_ Porque cuando entrevisté a la enfermera, me dijo que la señora Franco nunca toma su medicación a horario. Y por lo regular, no respeta tampoco los horarios establecidos del geriátrico. Y el desentenderse del tiempo es una cualidad muy marcada de los alemanes, sobre todo en verano.

_ Y estamos apenas arrancando febrero.

_ Así es, capitán.

_ ¿Por qué? ¿Por qué Divina Franco asesinó a Elsa White?

_ Else Waitt_ corrigió el inspector, modestamente.

_ Yo se los diré con gusto_ interrumpió una figura maciza con dificultades para mantenerse estable con la ayuda de un bastón.

_ Divina Franco, imagino_ dijo Dortmund.

_ Así es, caballero_ repuso la anciana, cariñosamente._ Y veo que usted tampoco es argentino.

_ De alma y corazón, sí. De sangre, soy irlandés.

Antes de comenzar con la explicación del asesinato, la señora Divina Franco se sentó ayudada por los dos hombres en un plácido y mullido sillón.

_ Tal como usted dijo antes_ empezó con su relato, la señora Franco_ mi verdadero apellido es Frank y mi verdadero nombre es Johann. La gente suele confundirse en ese sentido porque cree que el nombre Johann es alemán, pero en realidad es judío. Soy alemana con descendencia judía por parte de la familia de mi madre. Conocí a Elsa o Else, como más les guste, en agosto de 1943. Me dijo que su nombre era otro y yo le creí. Creí que realmente era judía. Qué estúpida fui. No supe la verdad hasta que estuvimos las dos en Auschwitz.  Compartimos mucho tiempo juntas. Ella conoció a mi familia, yo a la de ella. No había secretos entre nosotras porque éramos de la misma especie y porque estábamos enfrentadas al mismo peligro. Un día, de camino a Berlín, nos secuestraron y nos llevaron a un campo de concentración en Auschwitz. Rezamos para que no nos hicieran nada. Contrario a eso, me torturaron hasta el cansancio. Pero Else, no tenía signos de haber sido maltratada. Y eso era raro. Y no tardé demasiado en averiguar la verdad. Con ella, supe que mi familia había sido masacrada por los nazis y que nuestro hogar en Israel había sido completamente destruido. No se imaginan lo que sentí en ese momento. La amiga a la que le confié mi vida era una traidora, una aliada del enemigo. Habían ordenado matarme en la cámara de gas, pero los polacos invadieron en ese momento y nos salvaron a todos. Fue un verdadero milagro que eso ocurriese. Desde ese momento, vagabundeé por el mundo. Sabía que muchos alemanes se radicaron acá en Argentina, temerosos de ser capturados por las atrocidades que cometieron contra mi pueblo. Algunos se exiliaron para La Falda, en Córdoba, otros se fueron al sur y unos pocos vinieron para Buenos Aires.

_ ¿Usted vino para Buenos Aires, por qué razón, señora Frank?_ inquirió Riestra apesadumbrado y con la voz casi quebrada.

_ Porque me enamoré de un argentino cuando estuve temporalmente exiliada en Dinamarca para intentar darle un nuevo rumbo a mi vida y empezar de cero. Me prometió una vida digna en Buenos Aires y acepté sin dudarlo. Llegamos al país el 7 de mayo de 1946, nos casamos y tuvimos tres hijos. Los tres formaron sus propias familias fuera del país y por eso me internaron acá. Mi esposo falleció hace cuatro años de una neumonía severa. Pero ellos, los tres, me escriben diariamente. No hay día que no reciba noticias de ellos. Y cuando vi a Else en el mismo geriátrico que estoy yo, recordé todo. Absolutamente todo. Y me sentí tan enojada… Que tomé una almohada, la agarré indefensa y la asfixié con mis escasas fuerzas hasta la muerte. Y me sentí liberada. Sentí una sensación de libertad inexplicable cuando ya estaba hecho, que no se imaginan. Aún persiste en mi mente la incertidumbre de saber si ella me reconoció a mí.

_ Por eso el forense dijo que tardó en morir unos minutos más de los habituales en cualquier caso de asfixia.

_ ¿Qué van a hacer conmigo, señores?

Los ojos de la señora Frank destellaban súplica y misericordia.

_ Nada. Absolutamente nada. Los cargos se levantan. Que tenga buenos días.

Fue muy loable el acto de compasión que el capitán Riestra tuvo para con la señora Johann Frank, alías Divina Franco. Pero lo más relevante fue suponer que finalmente el capitán Riestra había comprendido que el poder de observación en los detalles es sumamente importante y fundamental porque puede ayudar a resolver un caso en cuestión de minutos sin la necesidad de recurrir a ninguna clase de evidencia física.