_ Seguramente, dispone de varios casos interesantes que resolvió sin mi
intervención_ le dije a Dortmund, mientras compartíamos una cena en su
departamento una noche de julio de 1989.
_ He resuelto varios, sí, pero el término interesante propiamente dicho
alude a una cualidad subjetiva añadida por el interlocutor que la recibe_ me
respondió mi amigo con aire intelectual y algo sosegado._ Lo que resulta
interesante para mí quizás no lo sea para usted y viceversa.
_ Todos sus casos son interesantes, sin importar lo que crea yo, el
capitán Riestra o cualquier otra persona.
_ Me adula usted, doctor, más de lo que creo merecer por propio mérito.
Pero si quiere, puedo reseñarle un caso breve que, si bien fue sencillo, cerró
una historia que permanecía abierta desde 1957.
_ Soy todo oídos.
_ ¿Le hablé sobre el caso Siloci? El hombre que fingió un asesinato
cuando su esposa se suicidó en la Mesopotamia, sólo porque la amaba más de lo
que él creía capaz.
_ ¿Que tenía una amante y su esposa los siguió, ella lo confrontó a su
marido y se desató la tragedia? Sí, me lo ha comentado. Usted abordó una
solución de la que aún duda. El asunto no lo dejó dormir por varias noches.
_ Y aún me deja intranquilo y lo sigo investigando. Su solución no me
deja satisfecho y eso me genera mucha impotencia conmigo mismo. Si dejé libre a
una asesina, eso es algo que jamás me perdonaré y con lo que no podré vivir. Por eso sigo
escarbando y no pienso descansar hasta cerciorarme de que hice las cosas bien.
Pero unas semanas después, surgió este otro caso y de cierto modo, me redimí
conmigo mismo aunque no es para nada suficiente.
_ Estoy impaciente por oírlo.
_ ¿Alguna vez escuchó hablar sobre el caso de la desaparición de Nuria
Quevedo, doctor?
_ Me temo que no, Dortmund.
_ No es gran cosa lo que se logró esclarecer sobre el mismo y los
pormenores son muy sintéticos pero con particularidades muy específicas cada
uno de ellos. Nuria Quevedo era una abogada muy reconocida por defender a
grandes personalidades políticas en diversos litigios judiciales entre 1953 y
1957, años muy agitados y difíciles para el país. El día de su desaparición, el
15 de junio de 1957, era el día anterior a una audiencia de divorcio en la que una
de las partes se presume era un familiar directo de Juan Perón, que por razones
obvias, su verdadera identidad nunca trascendió. Se reunió con él y la otra
parte involucrada en su casa de San Andrés de Giles y según datos que surgieron
de la investigación misma, se fue de ahí a las 18:30 rumbo a su casa de Capital
Federal, en donde ella vivía. Tenía una vivienda propia que había adquirido hacía poco por avenida
Alem, muy cerca de la plaza de Mayo. Testigos afirmaron que el día de su
desaparición, la señora Nuria Quevedo tomó el ferrocarril Urquiza en la
estación Giles hasta Chacarita. Y desde allí, el colectivo 218 que la dejaba a
media cuadra de su casa. Pero parece ser que cuando se bajó del tren, su
pareja, una tal Ludovico Albornoz, de quien casualmente se había separado hacía
poco; la estaba esperando en el andén de la estación Lacroze. Él la confrontó y
discutieron fuertemente por un buen rato hasta que ella abandonó la discusión y
al señor Albornoz no le quedó más remedio que dejarla ir. Fue lo último que se
supo de ella. Desapareció misteriosamente sin dejar rastros. El señor Albornoz
declaró varias veces y en todas las declaraciones sostuvo lo mismo: que después
de que dejara a Nuria Quevedo, él se tomó el bus 108 hasta su casa en Liniers y
no volvió a contactar a la señorita Quevedo. Se enteró de su desaparición al
día siguiente por los diarios. Cuando el fiscal de la causa le preguntó sobre
el motivo de su separación, le dijo que la causa respondía a una diferencia de
opiniones. Nunca lo pudieron detener porque no había evidencia en su contra que
lo vinculara con la desaparición de Nuria Quevedo. En resumen, la Justicia hizo
dos años exhaustivos de investigaciones inacabables sin obtener resultados
favorables y se decidió por ende cerrar el caso. Ella nunca apareció. Se
examinó inclusive la posibilidad de que su desaparición estuviera relacionada
con alguno de sus casos judiciales o con alguno de sus clientes, pero tampoco
se pudo sacar nada en limpio por ése lado. No hubo novedades del caso hasta que
hace un poco más de un año, el capitán Riestra se encontró entre las evidencias
por mera casualidad durante una investigación en curso por asesinato con una
blusa que perteneció nada más y nada menos que a Nuria Quevedo. Y se recuperó
de entre las fibras de la prenda una muestra de cabello que se certificó
científicamente que pertenecía a la señorita Quevedo. La prenda fue comprada en
una feria americana pero nadie pudo explicar cómo llegó hasta ahí. Fue cuando
el capitán Riestra decidió venir a consultarme. Lo primero que hice fue
localizar al señor Albornoz para interrogarlo e interiorizarme más sobre el
caso y su relación entre él y la señorita Quevedo. Pero no fui muy afortunado
en ése sentido porque Ludovico Albornoz estaba internado por un cuadro de
neumonía agravado y los médicos le prohibieron tajantemente recibir visitas.
Pero pude convencer a una de sus enfermeras para que me dejara al menos dos
minutos a solas con él. Y eso fue algo muy fructífero. Le costaba enormemente
hablar y tenía serias dificultades para respirar. Pero llegó a confesarme que
conservaba un mechón de cabello de Nuria Quevedo, que ella se lo cortó para él
cuando empezaron a salir como una muestra de fidelidad y me dijo en qué rincón
exacto de su casa lo conservaba. Lo último que me hizo saber fue que nunca
habló de eso porque sabía que podía darle un argumento muy sólido a la Policía
para arrestarlo y acusarlo. Pero quería morir con la conciencia tranquila.
Dicho y hecho, después de su revelación, falleció. Lo puse al corriente al capitán Riestra sobre
estos nuevos datos y consiguió una orden judicial para registrar el domicilio
del señor Ludovico Albornoz. Revisamos toda la morada en profundidad y el
mechón estaba ahí, en el lugar preciso en donde el señor Albornoz me indicó con
su último aliento. Ambas muestras, la presente y la recabada de la blusa,
fueron cotejadas una con otra y analizadas por separado. Concluyentemente, se
determinó que el cabello era el de la señorita Nuria Quevedo y que el mechón
que el señor Albornoz tenía en su poder conservaba restos de arsénico y eso se
pudo afirmar por las pruebas de radiación que se practicaron sobre ambas
muestras. Eso lo excluía de entre los sospechosos porque el envenenamiento por
arsénico requiere suministro constante y los estudios forenses ratificaron que
la señorita Quevedo tenía en su organismo tres veces más de arsénico de lo
permitido, y que le fue administrado por al menos quince días seguidos. Estar
al lado de la víctima para envenenarla con arsénico es condición necesaria para
emplear este mecanismo de muerte, lo que el señor Albornoz claramente no
cumplía si recién la había conocido y habían empezado a salir. No habían sido
muchos los momentos que compartieron juntos. Fue algo inteligente de parte de
Ludovico Albornoz ocultar ésa prueba a la Policía porque si no, estoy
convencido, lo hubieran acusado por el asesinato de Nuria Quevedo injustamente.
Era claro entonces que el asesino la mató y supo esconder muy bien el
cuerpo para que jamás fuese encontrado. Y esto ponía entre los sospechosos a
sus más poderosos clientes de la esfera política. ¿Quién mejor que ellos puede
tener recursos para hacer desaparecer un cuerpo por completo? Volví entonces
sobre el último caso que Nuria Quevedo estaba investigando antes de su
desaparición. Fue a casa de su cliente durante dos semanas consecutivas y según
los testimonios a los que tuve acceso, solamente una persona estuvo siempre y
permaneció fielmente a su lado durante ése período de tiempo: Jorge Meraglia,
esposo de su cliente, la señora Agustina Esteche. Ella era su defendida,
verdaderamente. Recuerde, doctor, que le dije al comienzo del relato que el
nombre real del principal afectado en el pleito nupcial nunca se dio a conocer,
por lo que estos nombres que manejo son puramente ficticios y fueron designados
por el juez de Instrucción que entendió en la causa original.
En consecuencia a esto que concisamente le diserté, esta es mi transitoria
reconstrucción de los hechos. Por lo que averigüé, el señor Jorge Meraglia
tenía un elevado cargo político en el Congreso de la Nación y estaba en carrera
política para postularse como candidato a presidente. Pero Meraglia era un
mujeriego hecho y derecho, doctor. Tuvo aventuras con más de treinta mujeres
durante varios años en los que estuvo casado. Pensó que su esposa nunca lo iba
a descubrir, pero se equivocó y ella le pidió inexorablemente el divorcio.
Trató de convencerla de hacer borrón y cuenta nueva, pero ella se rehusó a
aceptar eso y contrató a la señorita Quevedo como su abogada. Era implacable en
lo que hacía, una trayectoria intachable. Según pude deducir de los hechos
mismos, el señor Jorge Meraglia intentó sobornar varias veces a su esposa,
Agustina Estrche, para que no impulsase ninguna acción judicial en su contra, porque
quería evitar el escándalo porque algo así, sin dudas, perjudicaría su carrera
electoral seriamente. Como no logró corromper a su esposa, quiso corromper a su
abogada. Pero como no pudo con ella tampoco, decidió proteger su honor y su
reputación envenenando a la única persona que podía realmente arruinarlo: Nuria
Quevedo. Fingiendo todos los días interesarse por la causa y mostrarse
dispuesto a colaborar en todo lo que fuese necesario para que todo acabara en
buenos términos, propuso su hogar como centro de reuniones para las partes. Si
bien la señora Esteche desaprobó la idea desde un comienzo, la señorita Quevedo
consideró que era una buena ocurrencia para intentar merecer un acuerdo y llegar a la primera audiencia con
una postura ya definida, y la señora Agustina Esteche aceptó de buena fe. Pero
ya ve que la verdadera intención de ésa tertulia era simplemente asesinar a la
señora Quevedo.
Si ella no hubiera acatado la propuesta planteada por el señor Meraglia,
quizás aún hoy viviría. Se supo después que, a raíz de la tragedia devenida, la
señora Agustina Esteche y el señor Jorge Meraglia siguieron juntos y se fueron
a vivir a París al año siguiente de las elecciones. Pero se les perdió el
rastro a ambos y todo esto me hace considerar seriamente en la posibilidad de
que la señora Esteche haya jugado un papel fundamental en todo este drama. Si
Meraglia y Esteche se reconciliaron y querían desistir de instar la acción
judicial pero la señorita Nuria Quevedo consideró todo lo contrario, no
resultaría nada extraño que después de todo la señora Esteche haya fingido
condescendencia para con su abogada y haya tomado parte activa de un plan ciertamente frío y calculador.
Para que mi teoría
encaje decisivamente en los hechos, hay que suponer que la señora Quevedo no
quería redimirse de proseguir la acción judicial contra el señor Meraglia
porque eso le significaría a ella grandes pérdidas de dinero, de tiempo y su
reputación declinaría a su suerte en competencia con el resto. El matrimonio
insiste en prescindir de la medida, pero Nuria Quevedo sostiene todo lo
contrario y hasta estoy convencido de que se reunió a solas con la señora
Esteche para aclarar los términos y manifestarle en persona los argumentos que
justificaren su determinación. Agustina Esteche finge comprensión pero la
decisión ante su negativa ya estaba tomada y entonces se desató la tragedia. Si
tan sólo la doctora Quevedo hubiera aceptado como buena abogada que era la rescisión de la
demanda, su destino hubiera sido uno completamente diferente. La política mueve
sentimientos y los sentimientos mueven al dinero. El círculo vicioso más peligroso que
puede existir en tiempos modernos como los actuales.
_ ¿Pero, y el cuerpo? ¿Nunca lo encontraron?
_ Jamás y a ésta altura, las posibilidades de hallarlo son absolutamente
nulas. Pero el caso tuvo un cierre digno y eso basta. El secreto de
dónde fue ocultado el cuerpo de Nuria Quevedo se fue con el señor Meraglia.
Quizás si algún día logramos localizarlo, nos pueda concluir de decirnos toda
la verdad del asunto para llenar los puntos que aún permanecen vacíos. En lo
que a mí atañe, no tengo más nada que decir respecto al mismo más que
expresar mi conformidad por los logros mayoritariamente obtenidos.
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