viernes, 9 de febrero de 2018

El extraño caso de Vacarezza (Gabriel Zas)







 

Hace poco menos de un mes, Dortmund y yo nos enteramos que nuestro buen amigo y colaborador, el capitán Riestra, era propietario de una pequeña finca ubicada a cinco kilómetros al oeste de Bragado. Era un lugar rodeado de campo, aire puro y mucha calma reinante. Y a un kilómetro y medio de donde estaba situada la finca del capitán, se encontraba la posada El halcón, muy popular entre los lugartenientes de la zona y sus alrededores. Ahí fuimos una mañana cuando nuestro amigo nos invitó a pasar un fin de semana en su pequeña residencia con él como sus huéspedes de honor. Estábamos disfrutando placenteramente de nuestro desayuno cuando un cuerpo macizo de apariencia respetable y con atuendo azulado bloqueó la puerta de entrada. Era el sargento Ariel Kurtz.

_  Perdón si interrumpo, capitán_ dijo._ Pero hablé a Zárate y me dijeron que estaba desayunando acá.

_ Así es_ repuso Riestra satisfecho, con la misma satisfacción de quien está disfrutando a pleno de su descanso._ Estoy de vacaciones, fuera de servicio y acompañado por dos buenos amigos. Lo que sea que precise, vuelva el lunes y lo recibiré encantado.

_ El asunto no puede esperar y deseo que usted me aconseje al respecto.

_ Fui claro cuando le dije que estoy fuera de servicio. ¿Sabe lo que eso significa? ¿De qué se trata? 

_ De una mujer que residía en Vacarezza. Se mató al pegarse un tiro en la cabeza.

_ Supongo que estaba deprimida o sufría por un hombre o estaba en graves apuros financieros. Es lo usual. Ahora, si nos disculpa, sargento...

_El caso es... Dudo que se haya pegado el tiro por sí sola.

El capitán Riestra dejó caer la taza de café que estaba a punto de llevarse a la boca bruscamente sobre la mesa.

_ Explíquese mejor.

_ Ésa es mi teoría_ repuso Kurtz._ No se trató de ningún suicidio. Ésta muerte me sembró más dudas que certezas. La puerta estaba cerrada con llave y la llave estaba tirada a metros del cuerpo, lo que resulta absolutamente natural tratándose de un suicidio. La ventana también estaba cerrada.

_ ¿Entonces, por qué se aferra a la idea de que no se trató de ningún suicidio?

_ Quiero que lo vea usted mismo y me diga si tengo razón o sólo es idea mía.

Esto último zanjó la cuestión. Medialunas y tostadas fueron dejadas de lado. Riestra nos presentó a Dortmund y a mí con el sargento Kurtz y avanzamos todos a ritmo acelerado en dirección a Vacarezza, mientras Riestra ametrallaba impiedosamente a preguntas al sargento.

El nombre de la difunta era Valeria Linardi, una mujer de mediana edad y de carácter retraído. Había llegó a Vacarezza en noviembre de 1982 y compró una suerte de estancia rural, atendida por una mucama que había llevado consigo. Su nombre era María Levington, y era un mujer de buen porte, a la que todo el pueblo respetaba. La señora Linardi tenía a su vez a dos huéspedes recién llegados de Formosa: el matrimonio Pincén. Ésa mañana, la señorita Levington había llamado en vano a la habitación de su señora y al percibir que estaba cerrada con llave se alarmó y llamó a la Policía. El sargento Ariel Kurtz llegó a tiempo con otros oficiales y un delegado de la Policía Científica. Los esfuerzos unidos lograron echar abajo la puerta de madera del dormitorio.

Valeria Linardi apareció tendida en el suelo. Presentaba un tiro en la cabeza y sostenía la pistola con su mano derecha. Era evidente que se trataba de un suicidio. Sin embargo, al examinar el cadáver, el sargento Kurtz quedó visiblemente azorado, pensó en el momento en su antiguo compañero de escuadrón, el capitán Riestra, y corrió a la fonda a avisarnos lo ocurrido.

Cuando concluía su descripción de los hechos, llegamos a Vacarezza. Casa desolada, rodeada de un inmenso jardín bastante bien cuidado y repleto de toda especie de plantas. Como la puerta estaba abierta, pasamos al vestíbulo y de ésta a una sala de estar en la que convergían todo tipo de voces. Allí había reunidas cuatro personas: un hombre vestido ostentosamente, con un rostro áspero y desagradable, que me inspiró súbita antipatía; una mujer del tipo parecido, aunque hermosa de una manera banal y austera; otra mujer vestida con uniforme azul y algo separada del resto, a la que tomé como la mucama; y un caballero alto, vestido con ropa informal, de semblante descansado y sincero, que parecía dominar la situación.

_ El doctor Levene, delegado de la Policía Científica_ dijo el sargento Kurtz_ el capitán Riestra, de la Policía de Zárate y también de la Federal, y dos amigos.

El doctor nos saludó y después hizo la presentación del matrimonio Pincén. Enseguida, subimos tras él la escalera. Obedeciendo una indicación de Riestra, se volvió a abajo para custodiar la casa. El doctor, que nos precedía, nos hizo recorrer un pasillo. Al final, vimos abierta una puerta. Entramos en dicha habitación. El cuerpo de la interfecta aún permanecía en el lugar. El capitán Riestra se arrodilló ante él.

_ ¿Por qué no lo dejaron tal como estaba?_ protestó.

_ Porque creímos_ respondió el doctor Levene_ que se trataba de un simple caso de suicidio.

_ ¿Tocaron alguna cosa más?

_ No, señor.

_ Sostiene el arma firmemente con decisión con la mano derecha; el orificio de impacto lo tiene del lado derecho, y el arma debe tener sus huellas dactilares. Fue suicidio, eso está muy claro.

_ ¿Entonces, por qué dice el sargento Kurtz que fue asesinato?

_Hay que preguntárselo a él. A propósito, deseo examinar el arma.

Riestra tomó el arma debidamente y la analizó minuciosamente.

_ Sólo hay un cartucho vacío_ dijo._ Sacaremos las huellas dactilares. Pero no espero encontrar otras más que las de la propia víctima.

_ ¿Hace cuánto tiempo estimado que se produjo el deceso?_ intervino por primera vez en el caso, el inspector Dortmund.

_ No puedo precisar la hora con exactitud. Pero debió ser muy pocas horas atrás. La muerte parece bastante reciente_ afirmó el doctor Levene, con aire profesional.

_ Me inquieta la cuestión del arma.

_ La sostiene fuertemente en su mano. ¿Qué es lo inusual al respecto?

_ Justamente, ése es el punto. Entiendo que después de que la señorita Linardi se disparara, el cuerpo pierde fuerza y por inercia el arma cae al piso y se desliza unos metros hacia uno de los costados o hacia el frente, dependiendo del ángulo de caída.

El doctor Levene miró a mi amigo perplejo. Yo lo imité porque había que admitir que su observación resultaba correcta. Y de la nada misma, Dortmund empezó a olfatear el aire delicadamente como si se sintiera perplejo. Yo seguí el ritual sin hacer ningún descubrimiento interesante. El aire puro no olía a nada. Así y todo, Dortmund lo olfateaba como si sus sentidos percibieran algo que escapaba a su inteligencia.

Al separarse el capitán Riestra del cadáver, mi amigo se arrodilló ante él. La herida no pareció despertar su interés. Primero supuse que examinaba los dedos de la mano con la que blandía el arma, pero enseguida noté que examinaba su otra mano. Su perplejidad fue absoluta.

_ El sargento Kurtz tenía razón. Fue asesinato_ dijo convencido.

Lo miramos asombrados.

_ ¿Cómo deduce eso?_ preguntó el capitán Riestra, con interés.

_ Por su mano izquierda. Si observa a conciencia los dedos, verá que tienen impresiones el Pulgar, el Índice y el Medio. Sobre todo, en el borde de estos existen zonas rojizas y un poco más abajo, se observa una visible decoloración de la piel. ¿Qué sugiere esto?

_ Que estuvo escribiendo_ confirmé.

_ Exacto, doctor. Podemos asegurar entonces que era Zurda. ¿Por qué pegarse un tiro con la mano derecha?_ dijo Sean Dortmund.

_ Estuvo escribiendo durante un tiempo prolongado para que los dedos adquirieran esas impresiones.

_ ¿Hallaron algún tipo de nota escrita por ella?

_ Sí, pero no es nada inherente al caso. Son unos borradores de algo incierto. La tinta está seca_ replicó Riestra.

_ Naturalmente, una lapicera tiene secado rápido, pero ésas marcas en los dedos no prevalecen por mucho tiempo. Por consiguiente, tuvo que haber muerto hace no más de media hora como mucho. ¿Dónde estaba la llave?

El capitán Riestra indicó una marca en el piso.

_ Es claro lo que pasó_ dijo el inspector Dortmund._ La señora Linardi estaba haciendo unas redacciones. Desde luego, mantenía la puerta cerrada con llave para que no la interrumpieran. El asesino le golpea la puerta, ella lo reconoce y le abre. Le pega un tiro en la sien derecha, y para aparentar un suicidio, asió con precisión el revólver sobre la mano derecha de la víctima. Salió, cerró la puerta con llave desde afuera y luego la arrojó por debajo de la puerta para hacer parecer que se había caído de la cerradura. De este modo, la señora Linardi nunca abandonó la habitación.

_ No dudo de que así pasó todo. Y no hay que dar por hecho que a cualquiera se le ocurren ideas tan brillantes como ésta.

_ Parece ser, además caballeros, que a ésta dama le gustaban mucho los sahumerios.

Esto era cierto. La víctima tenía guardados varios paquetes en uno de los cajones de su cómoda y dos afuera, apoyados sobre un cenicero, que aparentemente fueron encendidos durante la última hora ya que estaban en un avanzado estado de chamuscamiento.

_ Parece que anoche encendió dos. O uno a la noche y otro más recientemente_ dijo el capitán Riestra. Y tomó los dos usados para examinarlos con buen ojo clínico._ El hecho no tiene nada de particular, inspector Dortmund.

_ No he sugerido que lo tuviera, capitán Riestra.

_ Como sea. ¿Qué haremos con los Pincén? Porque el señor Luis Pincén tiene que volver para Formosa por trabajo.

_ En vista del cariz que toman las cosas, los necesitamos acá. Envíeme a la mucama y no permita que los Pincén abandonen la casa bajo ningún pretexto. ¿Entraron aquí por la mañana?

El doctor Levene reflexionó unos segundos antes de responder categórico.

_ No. Se quedaron en el pasillo hasta que llegamos el sargento Kurtz y yo.

_ ¿Está seguro?

_ Completamente.

El doctor Levene se retiró a cumplir su tarea.

_ Es un buen hombre_ dijo Riestra con aprobación._ Estos médicos del tipo rurales suelen ser excelentes personas. Volviendo a este extraño asunto, ¿quién le habrá pegado el tiro a esta pobre mujer? Además de ella, había tres personas más en la casa. No sospecho de la mucama, porque desde 1982 hasta hoy tuvo no una sino mil oportunidades para matarla. Pero, ¿qué clase de gente serán los Pincén? No sé a ustedes. Pero, a mí me resultan detestables y de modales poco refinados.

En este momento, apareció María Levington. Era una joven relativamente delgada, de cabellos oscuros que llevaba divididos en dos, y sus modales eran muy refinados y tranquilos. Y de su persona emanaba, al mismo tiempo, una eficacia tal que inspiraba respeto y admiración. En respuesta a las preguntas del capitán Riestra, explicó que llevaba doce años al servicio de la señora Linardi, que fue ama generosa y sumamente considerada. No conocía al matrimonio Pincén a quienes había visto por primera vez hace dos días atrás. Era indudable, desde su propio punto de vista, que nadie los había invitado porque su visita pareció desanimar a la señora Valeria Linardi. Con respecto a la pistola, repuso que la señora poseía una que guardaba bajo llave. Ella la vio de casualidad en una ocasión, aunque no se animó a afirmar que fuese la misma que le había dado muerte la noche anterior. El hecho no detentaba características sobresalientes porque la casa era amplia, y lo mismo su habitación que la reservada por el matrimonio Pincén, se hallaba al otro lado de la de ella. Ignoraba también a qué hora su señora se retiró a descansar. Cuando lo hizo ella, cerca de las diez y cuarto de la noche, la señora Linardi estaba levantada porque no habituaba irse a dormir a horas tan tempranas. Por regla general, leía mientras climatizaba el ambiente con inciensos para espantar a las plagas de insectos que parecían ser también otra clase de huéspedes no deseados. Y tenía el hábito de quedarse despierta hasta avanzadas horas de la madrugada.

Sean Dortmund interpuso en este punto una pregunta.

_ ¿La señora Linardi, durmió con la ventana abierta o cerrada?

María Levington se tomó unos segundos de vacilación.

_ Si la memoria no me falla, con la ventana abierta_ respondió después.

_ Sin embargo, ahora está cerrada. ¿Qué explicación puede darme sobre eso?

_ No sé. Quizás sentía frío y por eso la cerro. O quería evitar que ingresara alguna abeja o alguno de esos bichos desagradables que son muy comunes en zonas rurales como ésta.

El capitán Riestra le dirigió todavía varias preguntas más y luego la liberó. Enseguida, habló por separado con los Pincén. Ella lloraba; él optó por fanfarronear e increparnos con una catarata surtida de insultos. Negó tener dificultades con la víctima, pero su mujer reconoció que había mencionado un plan para robarla y por supuesto, el hecho empeoró la situación. Y como negó también conocerla, el capitán Riestra consideró que había evidencia suficiente para proceder a su aprehensión.

Dejando al sargento Kurtz en custodia de la propiedad, corrió al pueblo y pidió comunicación con el cuartel de la Policía local, en tanto Dortmund y yo volvimos a El halcón.

_ Está demasiado callado respecto a otras veces_ le dije a mi amigo._ ¿No le interesa el caso?

_ Al contrario. Me resulta extraordinariamente atractivo. Pero en algún punto, me deja bastante desorientado.

_ No está demasiado claro el móvil del asesinato, aunque pareciera ser que todo se trató de un intento de robo truncado. Estoy más que convencido que esos Pincén son aves de otro corral y donde la evidencia hasta el momento está totalmente en su contra.

_ No  había efectos personales dispersos ni ningún otro elemento que apoye la teoría del intento de robo frustrado. Sin embargo, no dejo de pensar en el intenso olor a sahumerio.

_ Yo no olí nada_ respondí azorado.

_ Y yo, querido doctor, nunca dije que lo oliera algo.

Lo miré con reproche.

La audiencia de acusación se celebró dos días después. Entretanto, salió a la luz una prueba más. Un vagabundo que rondaba la misma zona con frecuencia porque dormía ahí cerca, a unas cuadras de la vieja estación del ferrocarril, admitió que la noche del crimen, a la una y media de la madrugada, oyó voces que provenían de la planta alta de la casa. Una era la señora Valeria Linardi y la otra era una mujer, aparentemente joven, que llevaba puestos un par de anteojos. Por lo que pudo escuchar el vagabundo, la discusión giraba en torno al dinero y vio claramente cómo la mujer de los lentes disparó en contra de la señora Linardi y cómo luego se encargó de acomodar el cuerpo y preparar la escena. La mucama habló sobre esto y el vagabundo tenía miedo de declarar. Ahora estaba claro que la señora Linardi había sido chantajeada, se negó y la mataron. Todo podía interpretarse como que ésa extraña mujer de los anteojos era la señora Pincén, porque yo había advertido con absoluta claridad que tenía el ojo derecho ligeramente desviado. Todo nos cerraba perfectamente: la asesina era la señora Pincén y no su esposo, como sugirió la evidencia. Eso era lo que ella pretendía que pensáramos. Logramos aclarar esto en la audiencia y el matrimonio se reservó la defensa. Ella exhibió ante el juez... ¡Un par de anteojos! Después de los procedimientos y del curso de la audiencia, Sean Dortmund meneó la cabeza.

_ Sí, así debe ser. Sí, no puedo estar equivocado.

Escribió unas líneas y mandó por correo especial un telegrama que no vi a quién iba destinado. Enseguida, volvimos a la cantina El halcón.

_ Espero visita_ me aclaró._ ¿Me habré equivocado? No, estoy seguro que di en el clavo con la verdad de este extraño pero interesantísimo caso.

Y con muy poca sorpresa, vi a María Levington acercándose hacia nosotros. Me pareció que aquélla vez, a diferencia de las demás, estaba hecha un manojo de nervios. Vi brillar el horror en sus ojos cuando miró a mi amigo.

_ Siéntese, por favor_ le dijo Dortmund, cortésmente._ ¿Adiviné, no es así, señorita Levington? Dígame porqué mató a su señora y todo será más sencillo para usted. Créame que no permitiré que juzguen y condenen a un inocente.

_ ¡Está usted muy equivocado, señor mío!

_ No, no lo estoy en absoluto. Usted se sentía atormentada por ella porque la trataba muy mal. No fue solamente soportar tantos años a su lado así, sufriendo impiedosamente. La señora Linardi también se abusaba de usted, la mataba de sed y de hambre, algunas veces. Y todo por no estar a su nivel, porque ella era de clase alta y usted la humilde mucama de clase baja que le servía. Siempre soñó con este momento. Sólo usted sabía dónde su señora guardaba el arma, y la presencia de los Pincén le facilitó la tarea al proporcionarle una gran posibilidad de escape a su culpa. Usted sabía que todas las noches pasaba por ahí un vagabundo, así que provocó a la señora Pincén para darle alguna excusa para discutir. Eran la señora Pincén y usted quienes discutieron la noche del homicidio, no la señora Linardi y usted. Le debió reclamar un pago mayor al ofrecido por la arrienda de las habitaciones ya que consideró que la cantidad que abonaba era exigua, y por eso el vagabundo dijo que la discusión giraba en torno al dinero, y por eso creyó erróneamente que una de las contendientes era la propia señora Linardi. Pero usted debió verlo y utilizando ésa confusión a su favor,  debió extorsionarlo para que dijera que había visto el asesinato para que se pensara que se había cometido durante la madrugada. Él es débil y accedió, y usted se aprovechó de su debilidad para someterlo a su entero dominio. Por eso sentía miedo.

<Le pidió plata a su señora a cambio de perdonarle todos estos años de sufrimiento y desidia. Y ella, a su vez, le exigió una garantía para asegurarse de que su proposición era genuina. Pero usted no aceptó y ella declinó su oferta. A usted, entonces, se le ocurrió otra alternativa: la confesión. Le exigió a la señora Linardi que si no accedía al chantaje, debía escribir en un documento que posteriormente ella firmaría una confesión completa y detallada de todas y cada una de las bajezas y humillaciones a las que usted fue tortuosamente sometida por ella. La señora Linardi aceptó la confesión, que usted la obligó a escribir y la obligó a escribir sólo lo que usted le sugería. Pero cuando usted percibió que lo que la señora Valeria Linardi escribía no se condecía en nada con su dictado, escribiendo en lugar de ello una suerte de borradores ininteligibles, su ira la superó y la mató>.

<Le pegó el tiro del lado del pecho, le empuñó el arma en su mano, y al abandonar el cuarto y cerrarlo con llave y tirar ésta luego por debajo de la puerta, aparentó que la propia señora Linardi la tenía en su poder al momento del hipotético suicidio y que se desprendió de su mano al caer muerta. Pensó como una suicida, se puso por un instante en su lugar y procedió de ésa manera para evitar que alguien encontrase su cuerpo porque se sentía afligida por los demás y por cómo su suicidio pudiera afectarlos. Es el razonamiento correcto de un suicida, estimulado por sus ansias impetuosas de desligar su responsabilidad de la muerte de su señora. Pero lo cierto es que lo hizo para ganar tiempo usted misma y crearse una coartada>.

<El humo del sahumerio fue la pieza final y contundente del rompecabezas. Si la ventana hubiera estado cerrada y encendidos esos dos inciensos, la habitación hubiera estado impregnada de olor a alguna fragancia muy característica. Pero, contrario a este hecho, el aire era límpido. Así concluí que la ventana había estado abierta toda la noche y que se cerró a la mañana después del homicidio. Y la confesión del vagabundo vino a confirmarlo, porque si él creyó que la señora Linardi discutía con alguien más en su propia alcoba, debía indefectiblemente estar abierta la ventana para tales propósitos. Cómo ve, un hecho ilusorio vino a confirmar otro genuino, porque la ventana que sí estaba abierta era la de la habitación contigua, en la que tuvo lugar la discusión. El tenue resplandor de la oscuridad y la luz del dormitorio levemente encendida fueron herramientas indispensables para contribuir a la confusión del mendigo>.

_ Tiene usted una imaginación muy interesante, inspector. Pero no puede demostrar nada.

María Levington sonrió con malicia y soberbia.

Con la habilidad de un prestidigitador, mi amigo extrajo del bolsillo de su saco un papel escrito a mano.

_ Ésta es una confesión en la que usted se responsabiliza del asesinato de la señora Valeria Linardi del modo en que los hechos le fueron expuestos y en la que desliga de toda culpa a la señora Pincén. Fírmela y le concederé veinticuatro horas de gracia antes de entregarla definitivamente a la Policía.

_ ¿Y si me niego a firmar?

_ En ése caso, la arrestarán ni bien ponga un pie fuera de ésta casa.

_ De nada servirá porque no tiene pruebas en mi contra. De lo contrario, no me hubiera citado en privado para darme todo este sermón y proponerme una posibilidad de escape. ¿Qué certeza tiene de que no me escaparé definitivamente dentro de las veinticuatro horas de gracia que usted gentilmente me concede?

_ Ninguna. Pero es un riesgo que estoy dispuesto a correr.

_ En ése caso, le deseo buenos días.

Iba a abandonarnos. Pero mi amigo se lo impidió obstaculizándole el paso.

_ Antes de dejarnos, señora Linardi, respóndame sólo una cosa_ le dijo a la mucama.

_ ¿Qué quiere usted saber?_ repuso ella.

_ Si tengo razón. Sólo eso. En nada la perjudicará ya que, como bien usted asegura, carezco de toda prueba para detenerla y acusarla ante un juez.

_ Sí. Acertó usted en todo. Resultó ser un hombre demasiado inteligente para mí. Años de humillación, tortura y malos tratos. De denigrarme, menospreciarme y reírse de mí en mis propias narices. ¿Quién se creía que era, Linardi? Los ricos son demasiados altaneros y egocéntricos, y creen que tienen todo el derecho del mundo de tratar mal a todo aquél que no esté a su altura. Soporté sus bajezas, insultos y humillaciones tanto en público como en privado lo más que pude, hasta que me harté. Hacía que los demás también se rieran de mí y me esclavizaran como ella lo hacía conmigo. Que esto, que lo otro, que yo no era una mujer culta, que no servía para nada, que hacía todo mal, etcétera. ¡Las mucamas también somos tan humanas como los ricos! No merecía que me tratara así. Robé el arma sin que se diera cuenta. Estaba dispuesta a matarla de un modo u otro. Si tan sólo hubiera aceptado su culpa y pagarme el precio que le exigía, aún viviría. Pero me pidió garantías burlándose absolutamente de mí. ¿Y todo por qué? Por amor a su riqueza y a su insaciable deseo de autoridad y marginación contra mi persona. Me puse como loca. Iba a matarla ahí mismo. Pero se me ocurrió hacerla firmar una confesión para luego entregarla a la Policía. En vez de eso, escribió un sinfín de garabatos insignificantes. Perdí la paciencia y le disparé en el pecho. Quería que viera que era yo quien le arrebataba su vida y que ya nunca más podría hacerme daño y seguir lastimándome injustamente como lo hacía. Y después de que le disparara, ¡me sentí tan aliviada! ¡Me sentí como si me hubiera librado del mismísimo Diablo! Saqué la llave la de la cerradura, cerré con dos vueltas y la arrojé al piso para que creyeran, o bien que se le cayó a ella de la mano después de que se desvaneciera o bien que se había caído accidentalmente cuando la Policía derribó la puerta para entrar por la fuerza. ¿Me entiende, verdad?

_ La entiendo. Pero no la justifico. Obre con sentido común y firme la confesión.

_ Eso no pasará. Con su permiso. Que tenga buenos días.

Dortmund la dejó ir caballerosamente. Pero ni bien dio unos pasos hacia fuera, la señorita Levington fue apresada por dos oficiales tras una orden del capitán Riestra. Se acercó hacia nosotros y nos exhibió con satisfacción un grabador de mano. Abrió la casetera y retiró la cinta que estaba dentro.

_ Todo grabado. La tenemos gracias a usted, Dortmund_ reconoció el capitán._ ¿Cómo supo que fue ella?

_ Los Pincén llegaron hace apenas dos o tres días. Es poco tiempo para que se generara un conflicto entre ellos y la señora Linardi, que ameritara matarla. Por lo tanto, María Levington era la opción más evidente porque era la única, además, que sabía sobre la existencia  del arma de su señora.

_ Cuando planee algo así, Dortmund_ dije, _ avíseme por favor, así estoy mejor preparado y evito llevarme una sorpresa como la que me acaba de dar.

 

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