lunes, 5 de febrero de 2018

El tren a Delta (Gabriel Zas)



_ Hoy dejaremos el crimen de lado_ dijo Dortmund con aire de relajación._ Al contrario de nuestra rutina ordinaria, iremos al Delta en tren y luego daremos un paseo en catamarán. Y por último, almorzaremos carne blanca en un buen restaurante. Sí, me gusta la idea.

_ Estoy de acuerdo_ repliqué con aire de aprobación._ Pero, ¿qué pasa si surge algún caso interesante de por medio?

_ Se hará cargo alguien más de resolverlo. Vengo resolviendo casos incansablemente desde hace un largo tiempo ya. Necesitamos tiempo para ambos. Necesitamos disfrutar, doctor.

_ Cuando fuimos de vacaciones a Bariloche y a Cataratas respectivamente, el crimen golpeó a nuestras puertas. ¿No teme que eso vuelva a ocurrir, Dortmund?

_ No lo temo porque no pasará. La tercera es la vencida.

_ Confío en su instinto.

Preparamos lo esencial y partimos directo en un taxi a la estación Maipú, de donde partía el tren que nos llevaría al Delta, en la zona de puertos de Tigre. Llegamos a la media hora y alcanzamos a abordar la formación que partía a las 10:15. Nos sentamos cerca de la puerta en soledad, ya que nadie ocupó los dos asientos que estaban frente a los nuestros. En términos generales, el tren iba con poca gente a bordo y las posibilidades de que eso ocurriese eran muy escasas. Sin embargo, cuando arribamos a la estación Las Barrancas, una joven señorita de unos treinta y dos años de edad, ojos verdes, de buena contextura física y piel tostada se sentó frente a nosotros.

_ ¿Están ocupados?_ nos preguntó cálidamente antes de dejarse caer.

_ Siéntese, señorita_ la invitó Dortmund caballerosamente y con una sutil sonrisa en sus labios.

_ Gracias_ y la joven muchacha obedeció la invitación de mi amigo._ Estaba en el otro vagón, pero viajaba sola y no estoy acostumbrada a hacerlo.

_ La soledad en un tren es el octavo pecado capital. Uno siempre encuentra estimulante el viaje si tiene a alguien con quien charlar.

_ Suena como todo un filósofo. A propósito, me llamo Giovanna Carzola.

Nos estrechó la mano cordialmente.

_ Soy Sean Dortmund y él un gran amigo y colaborador, que prefiere mantener su nombre en el anonimato.

_ ¿Cómo lo llama usted, entonces?_ preguntó nuestra acompañante, intrigada.

_ Le digo sencillamente doctor.

_ Soy médico forense retirado_ aclaré._ Y mi amigo es investigador privado, un inspector retirado de la Policía irlandesa. Actualmente, asesora a la Policía Federal y resuelve casos de forma particular.

_ ¡Yo creí que eso sólo existía en las novelas de ficción!_ exclamó la señorita Carzola, entusiasmada._ Me siento más segura sabiendo que voy acompañada por dos servidores de la ley.

_ No hace falta que magnifique el hecho innecesariamente, señorita_ dijo mi amigo.

_ NI bien los vi, me inspiraron un profundo respeto. Por eso elegí sentarme con ustedes. No entendí el porqué de mi intuición al comienzo. Pero ahora todo tiene sentido.

_ La intuición femenina es algo muy difícil de comprender_ añadí con aire profesional.

_ Mis intuiciones casi nunca fallan. Y aunque sea mujer, nunca entenderé del todo de dónde viene ése don especial que hemos de llamar sexto sentido.

_ El subconsciente detecta cosas que el consciente ignora por completo_ manifestó mi amigo con sabiduría._ Cuando eso ocurre, el subconsciente le envía una señal al consciente para que aquél nos alerte sobre ciertos peligros que nos rodean. A nosotros nos cuesta entenderlo, pero la explicación es algo mucho más sencilla de lo que parece.

_ Y plausible_ repuso Giovanna Carzola._ No me extraña que usted sea un gran conocedor de estas cuestiones que la gente común ignoramos. Después de todo, si se dedica a resolver crímenes, eso está en la naturaleza de su labor detectivesca.

_ Ha dicho usted una gran verdad_ reconocí.

_ Y dígame, ¿tuvo algún presentimiento antes de subir al tren?_ preguntó Dortmund con interés.

_ Ninguno_ respondió la joven con tono persuasivo.

_ En realidad, sí. Y fue el motivo que la impulsó a cambiar de vagón y sentarse aquí con nosotros. ¿No es esto correcto, señorita Carzola?

_ ¡Es usted brillante! Me atrapó.

_ ¿Cuál es su motivo?

Nos miró de hito en hito dubitativa, pero se decidió a confiar absolutamente en nosotros y abrió con mucha cautela su cartera. Metió la mano dentro en posición de tomar algo que guardaba, pero el tren se detuvo en la estación Marina Nueva. Esperó a que retomara la marcha y entonces nos exhibió lo que llevaba consigo. Era una pulsera de oro de una belleza solemne y cautivadora. Por los ornamentos que tenía tallados y el trabajo en general que recubría la pieza, nos dimos cuenta que se trataba de una joya antigua, fabricada en el siglo pasado o quizás antes. Con Dortmund la contemplamos maravillados.

_ Señorita Carzola_ dijo Dortmund, enmudecido._ ¿Cómo se arriesga a salir con algo así encima?

_ Porque la vendí_ repuso ella, melancólica._ Perteneció a mi bisabuelo, don Raimundo Salvador Carzola, jefe de ministros del ex presidente Roque Sáenz Peña. Según lo que se cuenta en mi familia, esta pulsera perteneció en algún momento a la esposa del doctor Sáenz Peña. Y aquél decidió obsequiársela a mi bisabuelo como una muestra de gratitud y reconocimiento a su lealtad y desempeño. Antes de fallecer, se le dejó a mi bisabuela, ella a mi abuela y así fue pasando por todas las mujeres de la familiaia hasta que llegó a mis manos.

_ ¿Cómo se le ocurre vender semejante pieza con un gran valor sentimental y patrimonial?_ pregunté desolado.

_ Tengo muchas deudas que pagar y estoy sin trabajo_ contestó la señorita Giovanna Carzola con sinceridad aunque bastante compungida._ Y ésta es la única forma que tengo de cubrir mis gastos. Créanme, caballeros, que me duele recurrir a esto. Pero no tengo más remedio.

_ ¿Su familia lo sabe?_ indagó el inspector.

_ No. Mi única familia es mi madre. Y es mejor que no se entere.

_ ¿Qué pasará cuando descubra su desaparición?

_ Algo se me ocurrirá. Pero prefiero no pensar en eso ahora.

_  Debe enfrentarla con la verdad.

_ Sí. Quizás tenga usted razón, después de todo._ Su tono no detentaba convencimiento absoluto.

_ ¿A quién se la vendió?

_ A un coleccionista. Se llama Carlos Iriarte. Lo tengo que encontrar en el catamarán que sale a las doce del mediodía.

_ El mismo al que iremos nosotros_ dije.

_ ¡Eso es genial! Me sentiré más segura sabiendo que ustedes estarán ahí por si las cosas salen algo mal.

_ Cuente con nuestro apoyo_ afirmó Sean Dortmund con un esbozo._ ¿Pero, por qué piensa que las cosas pueden eventualmente llegar a salir mal?

_ Otro presentimiento_ replicó la señorita Carzola, temerosa._ Usted me entiende, cosas de mujeres. Pero como mencionó antes, quizás mi subconsciente detectó algún peligro que mi consciente desconoce.

_ Es posible. Pero la psicología es una ciencia que no encuentra explicación para todo.

_ ¿La joya en cuestión está asegurada?_ le pregunté a nuestra compañera de viaje sólo por mera curiosidad.

_ Siempre lo estuvo_ respondió ella._ Actualmente, el seguro lo mantiene mi madre con lo que cobra de pensión todos los meses.

_ ¿Y le parece justo que siga pagando por algo que ya no va a tener?_ se interpuso mi amigo con reproche.

_ No_ contestó la joven Carzola, avergonzada de sí misma._ Creo que se lo tendré que decir cuando vuelva, sin más remedio.

Mi amigo asintió con la cabeza.  Los siguientes minutos tuve la vaga impresión de que transcurrieron con un poco más de lentitud que los primeros. Dortmund le hizo algunas preguntas más de interés sobre la pulsera a la señorita Carzola y luego el eje central de nuestra conversación con ella giró en torno a temas variados más relacionados con la actualidad y la política hasta que percibimos que el tren estaba aminorando su marcha. Al mirar por la ventanilla hacia afuera, nos dimos cuenta que ya habíamos prácticamente llegado a la estación Delta, que era la última del recorrido. La señorita Giovanna Carzola miró hacia un punto determinado en el siguiente vagón, sus nervios se tensaron y como si quisiera disimular la situación, nos miró a Dortmund y a mí de reojo, con sonrió levemente y se despidió de nosotros.

_ Los veo en un rato, caballeros_ nos dijo al bajar.

Mi amigo inclinó la cabeza y yo le sonreí con cierta preocupación.

_ ¿Qué piensa de ella, Dortmund?_ le pregunté al inspector cuando me cercioré de que la muchacha se había alejado lo suficiente.

_ Creo recordar_ me contestó entre vacilaciones_ que la joya que la señorita Carzola adujo tener en poder suyo ya fue vendida hace aproximadamente unas tres semanas atrás.

Me quedé boquiabierto.

_ Debe estar confundido_ le dije en tono disuasorio.

_ No, doctor. Ésa pulsera fue rematada en una subasta que se hizo en Las Flores a un matrimonio de Capilla del Monte. Vi bien la que la señorita Carzola nos mostró y es una imitación barata.

_ Por eso está asustada. Temen que la descubran. ¿Cómo puede arriesgarse a vender la imitación de un brazalete que fue subastado semanas atrás y cuya subasta y remate fue de un notorio conocimiento público?

_ Ese es precisamente el escollo de la trama, lo que me hace pensar que la pieza subastada también se trató de una imitación.

_ ¿Quiere decir que...?_ y estaba tan azorado, que no supe qué más decir.

_ Que nuestra compañera de viaje que parecía una inocente y dulce criatura adorable, es en realidad una estafadora de mucha talla. Hace varias falsificaciones de una misma antigüedad y las vende como si se tratase de la pieza original. Ella gana millones con este fraude y a su vez conserva la pulsera genuina. Y con esos mismos millones, abona mensualmente el seguro.

_ ¿Sugiere entonces que lo que nos contó sobre que se lo mantenía su madre es totalmente falso?

_ ¡Claramente, doctor! ¿Acaso pensó que lo que cobra una persona de pensión alcanza para cubrir el valor de un seguro tan elevado?

_ Tiene razón en eso. Y hay algo más que no comprendo.

_ ¿Qué es ese otro algo?

_ ¿Por qué un cliente interesado citaría a la señorita Giovanna Carzola a bordo de un catamarán para cerrar la operación? Ése brazalete es muy visible y es una oportunidad demasiado tentadora para algún ladrón ocasional que esté a bordo de la embarcación.

_ ¡Excelente punto, doctor! Hay veces que me sorprende más que otras. Pero lamento decirle que ya me adelanté a dicha línea de pensamiento. Y la única explicación posible para eso es que piensa deshacerse de la imitación que nos mostró antes ocultándola bajo tierra en alguna isla del Delta para defraudar a la aseguradora. Es una estafa muy común. Cobra el valor del seguro, se queda con la pulsera original y sigue en paralelo con su negocio de vender las falsificaciones como si fuesen la pieza real. 

_ No puedo creer que intentara engañarnos tan descaradamente.

_ No lo hizo, porque la descubrimos.

_ Pero no explica porqué estaba tan temerosa.

_ Cambió de vagón porque había dos hombres que la estaban siguiendo y vio que en otras dos estaciones posteriores después de que se sentara con nosotros subieron otros dos hombres que no le sacaban la vista de encima ni por un segundo. Lo mismo ahora cuando bajó.

_ Alguien descubrió el engaño y quiere matarla. Y con pretextos de otra compra, la hicieron venir hasta acá. Por eso nos usó a nosotros. Más, si estamos en su mismo catamarán e intentaran hacerle daño, nosotros seríamos testigos directos de lo ocurrido. Y con lo que nos contó a bordo del tren, ve una posibilidad muy clara de evadirse de su culpa y victimizarse.

_ Acertó en casi todo lo que dijo, doctor. Pero olvida usted un detalle.

_ ¿Cuál?

_ Que va a esconder la pieza para defraudar a la aseguradora.

_ Le metería cualquier excusa al comprador. O, en su defecto, trajo dos remedos consigo y sólo nos mostró uno. Por Dios, cómo nos usó ésta mujer.

_ Exacto, doctor. Me alegra que por primera vez en muchos años de conocernos y trabajar juntos, no tenga que explicarle yo en detalle las conclusiones de un caso.

_ ¿Por qué dice que acerté en casi todo?

_ Lo comprobará  usted mismo.

Subimos al catamarán y disfrutamos del paseo y de la compañía de las otras personas que viajaban a bordo, a la vez que discretamente manteníamos contacto visual con la señorita Giovanna Carzola. En ningún momento establecimos ninguna clase de comunicación con ella, pero sabía que la estábamos vigilando y eso pareció aliviarla cuantiosamente.

Un hombre elegantemente vestido, de unos cuarenta y tres años de edad, cabellos lacios y de gran altura y tamaño, se acercó a ella agradablemente y estuvieron hablando un buen rato, hasta que ella sutilmente sacó la pulsera de su cartera y la dejó caer discretamente en uno de los bolsillos del saco del caballero que la acompañaba, al que inevitablemente tomamos por Carlos Iriarte, el comprador del que nos habló ella durante el viaje en tren. Después de consumada la transacción, él pareció darle alguna clase de indicación en secreto, seguramente relacionada al pago acordado. La señorita Carzola se alejó indiferente y el presunto señor Iriarte ladeó la cabeza con firmeza como un señal convenida a un cómplice suyo para que actuara. Le hice ver eso a Dortmund, pero me detuvo con un ademán apresurado y repentino. Era claro que ésa muchacha estaba en peligro, pero por alguna razón, mi amigo me impedía proceder. Ésa actitud en él fue rara y aparte de producirme indignación, también me produjo un inusitado desconcierto en mi cabeza.

_ No se precipite, doctor_ me dijo Sean Dortmund, con voz relajada._ Deje que los hechos tomen su curso por sí solos.

Lo miré con rencor sin musitar nada. El catamarán se detuvo a la vera de una pequeña isla y la señorita Carzola bajó. Pero no fue la única. Detrás de ella descendió el señor Iriarte junto a otro hombre, al que le asigné el rol de cómplice. Y detrás de ellos y con total cautela y precaución, descendimos nosotros. Nos escondimos detrás de una enorme vegetación y vimos perfectamente cómo la señorita Giovanna Carzola extrajo de su cartera la pulsera falsa y la enterró en un orificio que había preparado anticipadamente.

Cuando terminó el trabajo y se dispuso a irse después de regocijarse de placer, emergieron de la nada el señor Iriarte, junto a su cómplice y a varios hombres más armados, y la atraparon en cuestión de segundos. Lo único que alcanzamos a escuchar con Dortmund fue: "Está detenida por fraude agravado reiterado", en voz de alguno de los hombres que no pudimos identificar con certeza. Observé a mi amigo con obstinación.

_ Cuando el matrimonio acreedor_ explicó el inspector_ del brazalete en la subasta realizada se dio cuenta de que en verdad resultaba ser una imitación barata, dio intervención a la Policía. Los detectives de la División de Delitos Complejos rastrearon la pieza y la asociaron inmediatamente con la señorita Giovanna Carzola, ya que fue quien la donó para la subasta en cuestión. Desde ése momento, no tardaron demasiado tiempo en descubrir su engaño, el mismo que revelamos usted y yo, y haciéndose pasar por un comprador interesado, filtraron a un oficial para que asumiera el rol de dicho rol en este montaje. No dudo de que ella quisiera defraudar a la compañía de seguros en un futuro próximo, pero la intención de esconder la pulsera bajo tierra en una isla del Delta respondió en verdad a deshacerse de la evidencia porque sabía que la estaban siguiendo. Porque, en algún punto, intuía que la Policía ya la había descubierto.

_  Y yo intuyo que volvió a acertar una vez más, Dortmund. ¿Qué vamos a hacer ahora?

_ Volver al catamarán e ir a un restaurante a almorzar, conforme a nuestros planes originales.

Y golpeándome suavemente el hombro y luciendo una sonrisa secuaz, agregó.

_ Le dije que si casualmente nos cruzábamos con algún caso, el encargado de resolverlo sería alguien más.

 

 

 

 


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