Hace poco menos de un mes, Dortmund y yo nos enteramos que nuestro buen
amigo y colaborador, el capitán Riestra, era propietario de una pequeña finca
ubicada a cinco kilómetros al oeste de Bragado. Era un lugar rodeado de campo, aire puro y mucha calma reinante. Y a un kilómetro y medio de donde estaba
situada la finca del capitán, se encontraba la posada El halcón, muy popular
entre los lugartenientes de la zona y sus alrededores. Ahí fuimos una mañana
cuando nuestro amigo nos invitó a pasar un fin de semana en su pequeña
residencia con él como sus huéspedes de honor. Estábamos disfrutando
placenteramente de nuestro desayuno cuando un cuerpo macizo de apariencia
respetable y con atuendo azulado bloqueó la puerta de entrada. Era el sargento
Ariel Kurtz.
_ Perdón si interrumpo, capitán_
dijo._ Pero hablé a Zárate y me dijeron que estaba desayunando acá.
_ Así es_ repuso Riestra satisfecho, con la misma satisfacción de quien
está disfrutando a pleno de su descanso._ Estoy de vacaciones, fuera de
servicio y acompañado por dos buenos amigos. Lo que sea que precise, vuelva el
lunes y lo recibiré encantado.
_ El asunto no puede esperar y deseo que usted me aconseje al respecto.
_ Fui claro cuando le dije que estoy fuera de
servicio. ¿Sabe lo que eso significa? ¿De qué se trata?
_ De una mujer que residía en Vacarezza. Se mató al pegarse un tiro en
la cabeza.
_ Supongo que estaba deprimida o sufría por un hombre o estaba en graves
apuros financieros. Es lo usual. Ahora, si nos disculpa, sargento...
_El caso es... Dudo que se haya pegado el tiro por sí sola.
El capitán Riestra dejó caer la taza de café que estaba a punto de
llevarse a la boca bruscamente sobre la mesa.
_ Explíquese mejor.
_ Ésa es mi teoría_ repuso Kurtz._ No se trató de ningún suicidio. Ésta
muerte me sembró más dudas que certezas. La puerta estaba cerrada con llave y
la llave estaba tirada a metros del cuerpo, lo que resulta absolutamente
natural tratándose de un suicidio. La ventana también estaba cerrada.
_ ¿Entonces, por qué se aferra a la idea de que no se trató de ningún
suicidio?
_ Quiero que lo vea usted mismo y me diga si tengo razón o sólo es idea
mía.
Esto último zanjó la cuestión. Medialunas y tostadas fueron dejadas de lado. Riestra nos presentó a Dortmund y a mí con el sargento Kurtz y
avanzamos todos a ritmo acelerado en dirección a Vacarezza, mientras Riestra
ametrallaba impiedosamente a preguntas al sargento.
El nombre de la difunta era Valeria Linardi, una mujer de mediana edad y
de carácter retraído. Había llegó a Vacarezza en noviembre de 1982 y compró una
suerte de estancia rural, atendida por una mucama que había llevado consigo. Su
nombre era María Levington, y era un mujer de buen porte, a la que todo el
pueblo respetaba. La señora Linardi tenía a su vez a dos huéspedes recién
llegados de Formosa: el matrimonio Pincén. Ésa mañana, la señorita Levington
había llamado en vano a la habitación de su señora y al percibir que estaba
cerrada con llave se alarmó y llamó a la Policía. El sargento Ariel Kurtz llegó
a tiempo con otros oficiales y un delegado de la Policía Científica. Los
esfuerzos unidos lograron echar abajo la puerta de madera del dormitorio.
Valeria Linardi apareció tendida en el suelo. Presentaba un tiro en la
cabeza y sostenía la pistola con su mano derecha. Era evidente que se trataba
de un suicidio. Sin embargo, al examinar el cadáver, el sargento Kurtz quedó
visiblemente azorado, pensó en el momento en su antiguo compañero de escuadrón,
el capitán Riestra, y corrió a la fonda a avisarnos lo ocurrido.
Cuando concluía su descripción de los hechos, llegamos a Vacarezza. Casa
desolada, rodeada de un inmenso jardín bastante bien cuidado y repleto de toda
especie de plantas. Como la puerta estaba abierta, pasamos al vestíbulo y de
ésta a una sala de estar en la que convergían todo tipo de voces. Allí había
reunidas cuatro personas: un hombre vestido ostentosamente, con un rostro
áspero y desagradable, que me inspiró súbita antipatía; una mujer del tipo
parecido, aunque hermosa de una manera banal y austera; otra mujer vestida con
uniforme azul y algo separada del resto, a la que tomé como la mucama; y un
caballero alto, vestido con ropa informal, de semblante descansado y sincero,
que parecía dominar la situación.
_ El doctor Levene, delegado de la Policía Científica_ dijo el sargento
Kurtz_ el capitán Riestra, de la Policía de Zárate y también de la Federal, y
dos amigos.
El doctor nos saludó y después hizo la presentación del matrimonio
Pincén. Enseguida, subimos tras él la escalera. Obedeciendo una indicación de
Riestra, se volvió a abajo para custodiar la casa. El doctor, que
nos precedía, nos hizo recorrer un pasillo. Al final, vimos abierta una puerta.
Entramos en dicha habitación. El cuerpo de la interfecta aún permanecía en el
lugar. El capitán Riestra se arrodilló ante él.
_ ¿Por qué no lo dejaron tal como estaba?_ protestó.
_ Porque creímos_ respondió el doctor Levene_ que se trataba de un
simple caso de suicidio.
_ ¿Tocaron alguna cosa más?
_ No, señor.
_ Sostiene el arma firmemente con decisión con la mano derecha; el
orificio de impacto lo tiene del lado derecho, y el arma debe tener sus huellas
dactilares. Fue suicidio, eso está muy claro.
_ ¿Entonces, por qué dice el sargento Kurtz que fue asesinato?
_Hay que preguntárselo a él. A propósito, deseo examinar el arma.
Riestra tomó el arma debidamente y la analizó minuciosamente.
_ Sólo hay un cartucho vacío_ dijo._ Sacaremos las huellas dactilares.
Pero no espero encontrar otras más que las de la propia víctima.
_ ¿Hace cuánto tiempo estimado que se produjo el deceso?_ intervino por
primera vez en el caso, el inspector Dortmund.
_ No puedo precisar la hora con exactitud. Pero debió ser muy pocas horas atrás. La muerte parece bastante reciente_ afirmó el doctor Levene, con aire profesional.
_ Me inquieta la cuestión del arma.
_ La sostiene fuertemente en su mano. ¿Qué es lo inusual al respecto?
_ Justamente, ése es el punto. Entiendo que después de que la señorita
Linardi se disparara, el cuerpo pierde fuerza y por inercia el arma cae al piso
y se desliza unos metros hacia uno de los costados o hacia el frente,
dependiendo del ángulo de caída.
El doctor Levene miró a mi amigo perplejo. Yo lo imité porque había que
admitir que su observación resultaba correcta. Y de la nada misma, Dortmund
empezó a olfatear el aire delicadamente como si se sintiera perplejo. Yo seguí
el ritual sin hacer ningún descubrimiento interesante. El aire puro no olía a
nada. Así y todo, Dortmund lo olfateaba como si sus sentidos percibieran algo
que escapaba a su inteligencia.
Al separarse el capitán Riestra del cadáver, mi amigo se arrodilló ante
él. La herida no pareció despertar su interés. Primero supuse que examinaba los
dedos de la mano con la que blandía el arma, pero enseguida noté que examinaba
su otra mano. Su perplejidad fue absoluta.
_ El sargento Kurtz tenía razón. Fue asesinato_ dijo convencido.
Lo miramos asombrados.
_ ¿Cómo deduce eso?_ preguntó el capitán Riestra, con interés.
_ Por su mano izquierda. Si observa a conciencia los dedos, verá que
tienen impresiones el Pulgar, el Índice y el Medio. Sobre todo, en el borde de
estos existen zonas rojizas y un poco más abajo, se observa una visible
decoloración de la piel. ¿Qué sugiere esto?
_ Que estuvo escribiendo_ confirmé.
_ Exacto, doctor. Podemos asegurar entonces que era Zurda. ¿Por qué
pegarse un tiro con la mano derecha?_ dijo Sean Dortmund.
_ Estuvo escribiendo durante un tiempo prolongado para que los dedos
adquirieran esas impresiones.
_ ¿Hallaron algún tipo de nota escrita por ella?
_ Sí, pero no es nada inherente al caso. Son unos borradores de algo
incierto. La tinta está seca_ replicó Riestra.
_ Naturalmente, una lapicera tiene secado rápido, pero ésas marcas en
los dedos no prevalecen por mucho tiempo. Por consiguiente, tuvo que haber
muerto hace no más de media hora como mucho. ¿Dónde estaba la llave?
El capitán Riestra indicó una marca en el piso.
_ Es claro lo que pasó_ dijo el inspector Dortmund._ La señora Linardi
estaba haciendo unas redacciones. Desde luego, mantenía la puerta cerrada con
llave para que no la interrumpieran. El asesino le golpea la puerta, ella lo
reconoce y le abre. Le pega un tiro en la sien derecha, y para aparentar un
suicidio, asió con precisión el revólver sobre la mano derecha de la víctima.
Salió, cerró la puerta con llave desde afuera y luego la arrojó por debajo de
la puerta para hacer parecer que se había caído de la cerradura. De este modo,
la señora Linardi nunca abandonó la habitación.
_ No dudo de que así pasó todo. Y no hay que dar por hecho que a
cualquiera se le ocurren ideas tan brillantes como ésta.
_ Parece ser, además caballeros, que a ésta dama le gustaban mucho los
sahumerios.
Esto era cierto. La víctima tenía guardados varios paquetes en uno de
los cajones de su cómoda y dos afuera, apoyados sobre un cenicero, que
aparentemente fueron encendidos durante la última hora ya que estaban en un
avanzado estado de chamuscamiento.
_ Parece que anoche encendió dos. O uno a la noche y otro más
recientemente_ dijo el capitán Riestra. Y tomó los dos usados para examinarlos
con buen ojo clínico._ El hecho no tiene nada de particular, inspector
Dortmund.
_ No he sugerido que lo tuviera, capitán Riestra.
_ Como sea. ¿Qué haremos con los Pincén? Porque el señor Luis Pincén
tiene que volver para Formosa por trabajo.
_ En vista del cariz que toman las cosas, los necesitamos acá. Envíeme a
la mucama y no permita que los Pincén abandonen la casa bajo ningún pretexto.
¿Entraron aquí por la mañana?
El doctor Levene reflexionó unos segundos antes de responder categórico.
_ No. Se quedaron en el pasillo hasta que llegamos el sargento Kurtz y
yo.
_ ¿Está seguro?
_ Completamente.
El doctor Levene se retiró a cumplir su tarea.
_ Es un buen hombre_ dijo Riestra con aprobación._ Estos médicos del
tipo rurales suelen ser excelentes personas. Volviendo a este extraño asunto,
¿quién le habrá pegado el tiro a esta pobre mujer? Además de ella, había tres
personas más en la casa. No sospecho de la mucama, porque desde 1982 hasta hoy
tuvo no una sino mil oportunidades para matarla. Pero, ¿qué clase de gente
serán los Pincén? No sé a ustedes. Pero, a mí me resultan detestables y de
modales poco refinados.
En este momento, apareció María Levington. Era una joven relativamente
delgada, de cabellos oscuros que llevaba divididos en dos, y sus modales eran
muy refinados y tranquilos. Y de su persona emanaba, al mismo tiempo, una
eficacia tal que inspiraba respeto y admiración. En respuesta a las preguntas
del capitán Riestra, explicó que llevaba doce años al servicio de la señora
Linardi, que fue ama generosa y sumamente considerada. No conocía al matrimonio
Pincén a quienes había visto por primera vez hace dos días atrás. Era
indudable, desde su propio punto de vista, que nadie los había invitado porque
su visita pareció desanimar a la señora Valeria Linardi. Con respecto a la
pistola, repuso que la señora poseía una que guardaba bajo llave. Ella la vio
de casualidad en una ocasión, aunque no se animó a afirmar que fuese la misma
que le había dado muerte la noche anterior. El hecho no detentaba
características sobresalientes porque la casa era amplia, y lo mismo su
habitación que la reservada por el matrimonio Pincén, se hallaba al otro lado
de la de ella. Ignoraba también a qué hora su señora se retiró a descansar.
Cuando lo hizo ella, cerca de las diez y cuarto de la noche, la señora Linardi
estaba levantada porque no habituaba irse a dormir a horas tan tempranas. Por
regla general, leía mientras climatizaba el ambiente con inciensos para
espantar a las plagas de insectos que parecían ser también otra clase de
huéspedes no deseados. Y tenía el hábito de quedarse despierta hasta avanzadas
horas de la madrugada.
Sean Dortmund interpuso en este punto una pregunta.
_ ¿La señora Linardi, durmió con la ventana abierta o cerrada?
María Levington se tomó unos segundos de vacilación.
_ Si la memoria no me falla, con la ventana abierta_ respondió después.
_ Sin embargo, ahora está cerrada. ¿Qué explicación puede darme sobre
eso?
_ No sé. Quizás sentía frío y por eso la cerro. O quería evitar que
ingresara alguna abeja o alguno de esos bichos desagradables que son muy
comunes en zonas rurales como ésta.
El capitán Riestra le dirigió todavía varias preguntas más y luego la
liberó. Enseguida, habló por separado con los Pincén. Ella lloraba; él optó por
fanfarronear e increparnos con una catarata surtida de insultos. Negó tener
dificultades con la víctima, pero su mujer reconoció que había mencionado un
plan para robarla y por supuesto, el hecho empeoró la situación. Y como negó
también conocerla, el capitán Riestra consideró que había evidencia suficiente
para proceder a su aprehensión.
Dejando al sargento Kurtz en custodia de la propiedad, corrió al pueblo
y pidió comunicación con el cuartel de la Policía local, en tanto Dortmund y yo
volvimos a El halcón.
_ Está demasiado callado respecto a otras veces_ le dije a mi amigo._
¿No le interesa el caso?
_ Al contrario. Me resulta extraordinariamente atractivo. Pero en algún
punto, me deja bastante desorientado.
_ No está demasiado claro el móvil del asesinato, aunque pareciera ser
que todo se trató de un intento de robo truncado. Estoy más que convencido que
esos Pincén son aves de otro corral y donde la evidencia hasta el momento está totalmente
en su contra.
_ No había efectos personales
dispersos ni ningún otro elemento que apoye la teoría del intento de robo
frustrado. Sin embargo, no dejo de pensar en el intenso olor a sahumerio.
_ Yo no olí nada_ respondí azorado.
_ Y yo, querido doctor, nunca dije que lo oliera algo.
Lo miré con reproche.
La audiencia de acusación se celebró dos días después. Entretanto, salió
a la luz una prueba más. Un vagabundo que rondaba la misma zona con frecuencia
porque dormía ahí cerca, a unas cuadras de la vieja estación del ferrocarril,
admitió que la noche del crimen, a la una y media de la madrugada, oyó voces
que provenían de la planta alta de la casa. Una era la señora Valeria Linardi y
la otra era una mujer, aparentemente joven, que llevaba puestos un par de
anteojos. Por lo que pudo escuchar el vagabundo, la discusión giraba en torno
al dinero y vio claramente cómo la mujer de los lentes disparó en contra de la
señora Linardi y cómo luego se encargó de acomodar el cuerpo y preparar la
escena. La mucama habló sobre esto y el vagabundo tenía miedo de declarar.
Ahora estaba claro que la señora Linardi había sido chantajeada, se negó y la
mataron. Todo podía interpretarse como que ésa extraña mujer de los anteojos
era la señora Pincén, porque yo había advertido con absoluta claridad que tenía
el ojo derecho ligeramente desviado. Todo nos cerraba perfectamente: la asesina
era la señora Pincén y no su esposo, como sugirió la evidencia. Eso era lo que
ella pretendía que pensáramos. Logramos aclarar esto en la audiencia y el
matrimonio se reservó la defensa. Ella exhibió ante el juez... ¡Un par de
anteojos! Después de los procedimientos y del curso de la audiencia, Sean
Dortmund meneó la cabeza.
_ Sí, así debe ser. Sí, no puedo estar equivocado.
Escribió unas líneas y mandó por correo especial un telegrama que no vi
a quién iba destinado. Enseguida, volvimos a la cantina El halcón.
_ Espero visita_ me aclaró._ ¿Me habré equivocado? No, estoy seguro que
di en el clavo con la verdad de este extraño pero interesantísimo caso.
Y con muy poca sorpresa, vi a María Levington acercándose hacia
nosotros. Me pareció que aquélla vez, a diferencia de las demás, estaba hecha
un manojo de nervios. Vi brillar el horror en sus ojos cuando miró a mi amigo.
_ Siéntese, por favor_ le dijo Dortmund, cortésmente._ ¿Adiviné, no es
así, señorita Levington? Dígame porqué mató a su señora y todo será más
sencillo para usted. Créame que no permitiré que juzguen y condenen a un
inocente.
_ ¡Está usted muy equivocado, señor mío!
_ No, no lo estoy en absoluto. Usted se sentía atormentada por ella
porque la trataba muy mal. No fue solamente soportar tantos años a su lado así,
sufriendo impiedosamente. La señora Linardi también se abusaba de usted, la
mataba de sed y de hambre, algunas veces. Y todo por no estar a su nivel,
porque ella era de clase alta y usted la humilde mucama de clase baja que le
servía. Siempre soñó con este momento. Sólo usted sabía dónde su señora
guardaba el arma, y la presencia de los Pincén le facilitó la tarea al proporcionarle
una gran posibilidad de escape a su culpa. Usted sabía que todas las noches
pasaba por ahí un vagabundo, así que provocó a la señora Pincén para darle
alguna excusa para discutir. Eran la
señora Pincén y usted quienes discutieron la noche del homicidio, no la
señora Linardi y usted. Le debió reclamar un pago mayor al ofrecido por la
arrienda de las habitaciones ya que consideró que la cantidad que abonaba era
exigua, y por eso el vagabundo dijo que la discusión giraba en torno al dinero,
y por eso creyó erróneamente que una de las contendientes era la propia señora
Linardi. Pero usted debió verlo y utilizando ésa confusión a su favor, debió extorsionarlo para que dijera que había
visto el asesinato para que se pensara que se había cometido durante la madrugada. Él es débil y accedió, y usted se aprovechó de su debilidad
para someterlo a su entero dominio. Por eso sentía miedo.
<Le pidió plata a su señora a cambio de perdonarle todos estos años de
sufrimiento y desidia. Y ella, a su vez, le exigió una garantía para asegurarse
de que su proposición era genuina. Pero usted no aceptó y ella declinó su
oferta. A usted, entonces, se le ocurrió otra alternativa: la confesión. Le
exigió a la señora Linardi que si no accedía al chantaje, debía escribir en un
documento que posteriormente ella firmaría una confesión completa y detallada
de todas y cada una de las bajezas y humillaciones a las que usted fue
tortuosamente sometida por ella. La señora Linardi aceptó la confesión, que
usted la obligó a escribir y la obligó a escribir sólo lo que usted le sugería.
Pero cuando usted percibió que lo que la señora Valeria Linardi escribía no se
condecía en nada con su dictado, escribiendo en lugar de ello una suerte de
borradores ininteligibles, su ira la superó y la mató>.
<Le pegó el tiro del lado del pecho, le empuñó el arma en su mano, y al
abandonar el cuarto y cerrarlo con llave y tirar ésta luego por debajo de la
puerta, aparentó que la propia señora Linardi la tenía en su poder al momento
del hipotético suicidio y que se desprendió de su mano al caer muerta. Pensó
como una suicida, se puso por un instante en su lugar y procedió de ésa manera
para evitar que alguien encontrase su cuerpo porque se sentía afligida por los
demás y por cómo su suicidio pudiera afectarlos. Es el razonamiento correcto de
un suicida, estimulado por sus ansias impetuosas de desligar su responsabilidad
de la muerte de su señora. Pero lo cierto es que lo hizo para ganar tiempo usted misma y crearse una coartada>.
<El humo del sahumerio fue la pieza final y contundente del rompecabezas.
Si la ventana hubiera estado cerrada y encendidos esos dos inciensos, la
habitación hubiera estado impregnada de olor a alguna fragancia muy
característica. Pero, contrario a este hecho, el aire era límpido. Así concluí
que la ventana había estado abierta toda la noche y que se cerró a la mañana
después del homicidio. Y la confesión del vagabundo vino a confirmarlo, porque
si él creyó que la señora Linardi discutía con alguien más en su propia alcoba,
debía indefectiblemente estar abierta la ventana para tales propósitos. Cómo
ve, un hecho ilusorio vino a confirmar otro genuino, porque la ventana que sí
estaba abierta era la de la habitación contigua, en la que tuvo lugar la
discusión. El tenue resplandor de la oscuridad y la luz del dormitorio
levemente encendida fueron herramientas indispensables para contribuir a la
confusión del mendigo>.
_ Tiene usted una imaginación muy interesante, inspector. Pero no puede
demostrar nada.
María Levington sonrió con malicia y soberbia.
Con la habilidad de un prestidigitador, mi amigo extrajo del bolsillo de
su saco un papel escrito a mano.
_ Ésta es una confesión en la que usted se responsabiliza del asesinato
de la señora Valeria Linardi del modo en que los hechos le fueron expuestos y
en la que desliga de toda culpa a la señora Pincén. Fírmela y le concederé
veinticuatro horas de gracia antes de entregarla definitivamente a la Policía.
_ ¿Y si me niego a firmar?
_ En ése caso, la arrestarán ni bien ponga un pie fuera de ésta casa.
_ De nada servirá porque no tiene pruebas en mi contra. De lo contrario,
no me hubiera citado en privado para darme todo este sermón y proponerme una
posibilidad de escape. ¿Qué certeza tiene de que no me escaparé definitivamente
dentro de las veinticuatro horas de gracia que usted gentilmente me concede?
_ Ninguna. Pero es un riesgo que estoy dispuesto a correr.
_ En ése caso, le deseo buenos días.
Iba a abandonarnos. Pero mi amigo se lo impidió obstaculizándole el
paso.
_ Antes de dejarnos, señora Linardi, respóndame sólo una cosa_ le dijo a
la mucama.
_ ¿Qué quiere usted saber?_ repuso ella.
_ Si tengo razón. Sólo eso. En nada la perjudicará ya que, como bien
usted asegura, carezco de toda prueba para detenerla y acusarla ante un juez.
_ Sí. Acertó usted en todo. Resultó ser un hombre demasiado inteligente
para mí. Años de humillación, tortura y malos tratos. De denigrarme,
menospreciarme y reírse de mí en mis propias narices. ¿Quién se creía que era,
Linardi? Los ricos son demasiados altaneros y egocéntricos, y creen que tienen
todo el derecho del mundo de tratar mal a todo aquél que no esté a su altura.
Soporté sus bajezas, insultos y humillaciones tanto en público como en privado
lo más que pude, hasta que me harté. Hacía que los demás también se rieran de
mí y me esclavizaran como ella lo hacía conmigo. Que esto, que lo otro, que yo
no era una mujer culta, que no servía para nada, que hacía todo mal, etcétera.
¡Las mucamas también somos tan humanas como los ricos! No merecía que me
tratara así. Robé el arma sin que se diera cuenta. Estaba dispuesta a matarla
de un modo u otro. Si tan sólo hubiera aceptado su culpa y pagarme el precio
que le exigía, aún viviría. Pero me pidió garantías burlándose absolutamente de
mí. ¿Y todo por qué? Por amor a su riqueza y a su insaciable deseo de autoridad
y marginación contra mi persona. Me puse como loca. Iba a matarla ahí mismo.
Pero se me ocurrió hacerla firmar una confesión para luego entregarla a la
Policía. En vez de eso, escribió un sinfín de garabatos insignificantes. Perdí
la paciencia y le disparé en el pecho. Quería que viera que era yo quien le
arrebataba su vida y que ya nunca más podría hacerme daño y seguir lastimándome
injustamente como lo hacía. Y después de que le disparara, ¡me sentí tan
aliviada! ¡Me sentí como si me hubiera librado del mismísimo Diablo! Saqué la
llave la de la cerradura, cerré con dos vueltas y la arrojé al piso para que
creyeran, o bien que se le cayó a ella de la mano después de que se
desvaneciera o bien que se había caído accidentalmente cuando la Policía
derribó la puerta para entrar por la fuerza. ¿Me entiende, verdad?
_ La entiendo. Pero no la justifico. Obre con sentido común y firme la
confesión.
_ Eso no pasará. Con su permiso. Que tenga buenos días.
Dortmund la dejó ir caballerosamente. Pero ni bien dio unos pasos hacia
fuera, la señorita Levington fue apresada por dos oficiales tras una orden del
capitán Riestra. Se acercó hacia nosotros y nos exhibió con satisfacción un
grabador de mano. Abrió la casetera y retiró la cinta que estaba dentro.
_ Todo grabado. La tenemos gracias a usted, Dortmund_ reconoció el
capitán._ ¿Cómo supo que fue ella?
_ Los Pincén llegaron hace apenas dos o tres días. Es poco tiempo para
que se generara un conflicto entre ellos y la señora Linardi, que ameritara
matarla. Por lo tanto, María Levington era la opción más evidente porque era la
única, además, que sabía sobre la existencia del arma de su señora.
_ Cuando planee algo así, Dortmund_ dije, _ avíseme por favor, así estoy
mejor preparado y evito llevarme una sorpresa como la que me acaba de dar.