lunes, 12 de febrero de 2018

Testigo protegido (Gabriel Zas)




Mi amigo tenía a su cargo velar por la integridad física del señor Mauro Aramburu por un expreso pedido de nuestro amigo y colaborador, el capitán Riestra.

Mauro Aramburu era testigo protegido en una causa que investigaba a unos jueces corruptos por asociación ilícita, desvío de fondos y extorsión; y su testimonio podía comprometer y encarcelar a la gran mayoría de ellos, y desbaratar a la organización ilícita que conformaban en su totalidad. Y por eso debió ser que recibió varias cartas amenazadoras durante los días previos al inicio del juicio. Eran todas similares y aducían: "Si habla, muere, señor Aramburu. Pero si declina su postura, lo dejaremos en paz para siempre. Usted decide", "¿Piensa testificar? Peor para usted", "Si declara contra los jueces, como tiene previsto hacerlo, le rogará a Dios no haber nacido". Pero las últimas que recibió fueron aún más alarmantes que éstas primeras. "El 25 es el juicio. El 24 lo mataremos", "Recuérdelo, señor Aramburu. El 24 va a morir asesinado. No nos vamos a arriesgar a que nos arruine". El involucramiento por parte de quien redactó las cartas en la última recibida como presunto miembro activo de la banda exacerbó todos los límites y la Policía tuvo que diseñar un plan para mantener al señor Mauro Aramburo con vida. Y fue ahí cuando el inspector Sean Dortmund entró en acción.

_ ¿Rastrearon las misivas?_ le preguntó mi amigo a Riestra.

_ Sí. Pero los resultados de los análisis son un callejón sin salida_ murmuró el capitán con preocupación._ La tinta nos dice que la fuente de origen es una máquina de escribir absolutamente convencional. Es el modelo más vendido del país. Es como buscar una aguja específica en un pajar de agujas.

_ ¿Y los caracteres no dejaron marcas distintivas que pudieran responder a un defecto del artefacto?

_ No. Ya agotamos todas las posibilidades y no obtuvimos ningún resultado aliciente. Si al señor Aramburu le pasa algo, será una responsabilidad muy grande la que tendremos que enfrentar y asumir.

Dortmund se irguió de hombros y se mostró preocupado por el asunto.

_ Alguien llegado a los acusados escribió la última carta. De eso, no existen dudas al respecto_ balbuceó mi amigo entre cavilaciones.

_ En lo personal_ dijo Riestra,_ yo creo que fue uno de ellos cinco porque esperan el juicio en libertad.

_ ¿Los investigaron?

_ A cada uno hasta el cansancio, y nada.

_ Pensemos juntos, capitán Riestra. ¿Cómo podrían matarlo, en caso de que se arriesgaran a intentarlo?

_ En la calle, quizás. En un lugar muy concurrido para pasar desapercibidos.

_ No. Lo harían más sutilmente. Y además, no es conveniente de que el señor Aramburu ande caminando libremente sin custodia, solo por ahí y a la suerte de estos malhechores.

_ Eso es verdad, Dortmund.

_ ¿Con quién vive el señor Aramburu?

_ Con dos empleadas domésticas que están de lunes a viernes, un jardinero que va todos los días a la mañana y un primo suyo que está viviendo temporalmente con él hasta que consiga un lugar propio para alquilar.

_ ¿Y tiene algún pariente cercano que viva afuera o en otro lado?

_ Su hija, Dalia Aramburu. Vive en Chile.

_ ¿Tiene custodia policial?

_ Dos guardias en la puerta de entrada de su casa, noche y día. Durante el día, tenemos dos oficiales que son relevados a las nueve de la noche y se quedan hasta las diez de la mañana del otro día.

_ Hasta las diez de la mañana del otro día..._ repitió Dortmund murmurando, como si una idea lo hubiera atacado repentinamente.

_ ¿Qué importancia tiene eso, Dortmund?_ intervine por primera vez en el asunto.

_ Entre las ocho y las diez de la mañana_ repuso mi amigo, reflexivamente_ es el horario habitual en que pasa el cartero a dejar la correspondencia.

_ ¿Cuál es el punto?_ preguntó Riestra, con celeridad.

_ Que la orden para matar al señor Aramburu probablemente provenga de afuera. Si uno de los guardias que custodia la casa es un cómplice de ellos, lo más razonable sería que tenga oculta una carta falsa que sustituya por cualquiera de las recibidas y la entregue en manos de alguno de los miembros de la casa, lo que implica que tanto cualquiera de las empleadas domésticas como el jardinero o como el primo del señor Aramburu están involucrados.

_ Hay que reemplazarlos urgente por agentes nuestros encubiertos sin que el señor Aramburu lo perciba para que no entre en pánico. Ya bastante traumado está por las cartas que recibió.

_ Buena idea, capitán Riestra.

_ El cartero también pudiera ser parte de este complot_ sugerí.

_ Tuvo usted una excelente ocurrencia, doctor_ me elogió Dortmund.

_ Cambiaré a los guardias de seguridad de la puerta por precaución e infiltraré gente dentro de la casa_ afirmó Riestra.

_ Muy bien_ convino Sean Dortmund._ Yo investigaré a los cuatro sospechosos, si quiere llamarlos así. Necesito sus nombres.

_ Las empleadas domésticas se llaman Alejandra Fonseca y Guillermina Gullot, respectivamente. El jardinero es Lionel Pons y el primo del señor Mauro Aramburu es Elías Aramburu.

_ Me encargaré de averiguar todo lo que me sea posible sobre cada uno de ellos.

_ ¿Vendrá usted?

_ ¿A dónde, capitán Riestra?

_ Quiero que usted esté dentro de la casa junto a los oficiales que infiltremos.

_ Lo haré, si usted así lo desea.  

 

El plan se puso en marcha de acuerdo a lo hablado y todo salió tal cual lo dispuesto. El señor Aramburu no sospechó nada inusual y a diferencia de otras ocasiones, estaba más tranquilo que de costumbre. Auguró no tener miedo y remarcó más de una vez durante la noche del 23 que estaba muy ansioso por atestiguar contra la mafia de los jueces deshonestos en el juicio que se celebraría dentro de exactamente dos días. Cenó, miró un rato televisión y antes de irse a acostar, repasó su declaración. Luego de eso, se durmió sin rodeos y un oficial custodió toda la noche la habitación.

En un momento dado, el señor Mauro Aramburu preguntó por su primo, porque no lo había visto en todo el día, y el oficial al que consultó le respondió que lo habían mandado a otro sitio seguro por la seguridad de ambos. Él lo entendió de muy buena fe y no objetó nada más al respecto del tema, aunque en el fondo estaba sumamente convencido de que no le ocurriría nada malo. "Las amenazas no me asustan. Son sólo intentos cobardes para asustarme y que no declare. Pero voy a declarar igual. No hay lugar más seguro que mi casa. No se arriesgarán a hacerme nada". Por el bien de la causa y del suyo propio, esperaba que no estuviese equivocado.

 

La mañana del 24 amaneció sin novedades hasta que a las 9.30 llegó el correo. Varias de las cartas que el señor Aramburu recibió eran del Banco en el que tenía abierta una cuenta, facturas de servicios impagos, una notificación del Gobierno y otra carta de su hija, en la que le enviaba $400 que alegó deberle desde hacía un tiempo y el propio señor Aramburu consintió que eso era cierto. Dortmund recibió la carta, la estudió minuciosamente y la entregó luego en manos de otro oficial. Le susurró unas palabras en secreto y luego se volvió hacia Riestra y hacia mí.

_ ¿Por qué le envía la plata justo hoy y ahora?_ nos preguntó.

_ Casualidad_ replicó Riestra.

_ No. Las casualidades no existen.

Mi amigo nos miró con arrogancia y Riestra y yo nos miramos perplejos.

_ ¿No creerá que ella...?_ me animé a indagar.

_ Lo creo_ reafirmó Sean Dortmund._ Ya mandé a detenerla y me disculpo por pasar por encima de su autoridad, capitán Riestra. Van a pedirle una orden al juez de turno, que tendrá que enviar un exhorto a Chile para solicitar el pedido de extradición, el arresto y posterior traslado a Buenos Aires, ya que ella reside en ése país actualmente.

_ ¿Cómo la descubrió usted?

_ Supongo que investigando_ dije.

_ Correcto, doctor_ confirmó el inspector._ La señorita Dalia Aramburu tenía contactos con tres de los jueces juzgados. Ella también estaba en el negocio y fue a la única que no descubrieron porque supo ocultar muy bien sus movimientos. Permitió que los jueces desleales que estaban con ella pagasen. Pero cuando se enteró que su padre testificaría en la causa ya que trabajó como secretario con dos de los jueces juzgados y tenía información relevante para la causa, tuvo miedo y mandó a matarlo.

_ Pensó que su padre la había descubierto pero no le dijo nada. Y temía que la  delatara frente a un Tribunal_ reflexionó Riestra.

_ No pensaba hacer eso porque el señor Aramburu no lo sabía y nunca se lo hubiera imaginado_ sostuvo Dortmund._ Pero la señorita Aramburu probablemente lo pensó y quiso evitar correr riesgos.

_ Quería protegerse ella misma_ añadí._ No le importaban los jueces que manejaba.

_ Por lo menos, esperemos que la Justicia sea benévola y les dé una sentencia ejemplar a estos cinco jueces_ dijo el capitán Riestra._ Ya que conformaron una asociación ilícita para extorsionar y desviar fondos, lo mínimo es que devuelvan todo ése caudal con creces.

_ Creo que la señorita Dalia Aramburu temía también por que alguno de sus cinco cómplices la delatara durante el debate_ deduje a viva voz._ Planeó el asesinato de su propio padre para hacerlo parecer como que uno de ellos cinco o los cinco en su conjunto eran los responsables de su muerte..

_ También es posible_ replicó mi amigo._ Pero dejemos que los jueces del Tribunal lo decidan.

_ Me queda una duda_ dijo Riestra con recelo._ ¿De qué manera llegó la orden para matar al señor Aramburu y a quién iba dirigida?

_ En respuesta a su segunda inquietud_ contestó Sean Dortmund,_ es posible que fuese remitida a alguna de las dos sirvientas o  al jardinero o al propio señor Elías Aramburu, como así también a alguno de los oficiales que vigilaban la casa anteriormente al relevo. Eso no puedo respondérselo con ninguna certeza. Y en alusión a su primera duda, la orden estaba implícita en la denominación de los billetes enviados, ya que las letras finales de cada una de las cuatro series formaban la palabra "M-A-T-A". Debe saber que nuestro trabajo no es sólo resolver un asesinato cuando éste ya fue cometido, sino también resolverlo antes de que se cometa, anticipándonos de ése modo al asesino.

 

 

 

 


La hija solitaria (Gabriel Zas)




La excéntrica mujer que nos visitó aquélla tarde provenía desde Necochea y había conducido más de tres horas por la ruta para que Dortmund la recibiera. Era una dama de ademanes agitados, temperamento nervioso y de hábitos caprichosos. Se llamaba Inés Orozco y contemplarla resultaba como un gran espectáculo. Tenía una forma tan poco usual de comportarse que no sabíamos si actuaba o si realmente era así siempre. Tocó la puerta, Dortmund le abrió y ella entró despavorida y descortésmente. Se cruzó de brazos seriamente y miró a mi amigo con frivolidad pero compasivamente como si toda su fe estuviese depositado en él. Con el inspector nos miramos incrédulos toda vez que la llegad intempestiva de la señora Orozco nos había incomodado, pues no estábamos acostumbrados a tanta clase de destrato y deslealtad. Inmediatamente después, Dortmund le escudriñó una mirada interrogativa invitándola a que nos refiriera sobre el motivo de su visita.

_ ¿Es usted Sean Dortmund, correcto?_ empezó nuestra visitante._ Espero que sí sea, porque no hice un viaje agotador por ruta de más de tres horas desde Necochea para que usted se niegue a recibirme. Asumo entonces que tomará mi caso sin restricciones. Usted es un caballero y los caballeros suelen ayudar a las damas que se encuentran en serios apuros.

La señora Orozco no cesaba de hablar. Su modo de expresarse era veloz, intranquilo y exasperado. Pero sobre todo, monolítico, ya que no descansaba ni siquiera para expulsar el aire, exhalar de nuevo y retomar. Ésa mujer era poseedora de unos pulmones increíblemente resistentes.

_ Usted resuelve toda clase de casos_ seguía_ y sé que resolverá el mío. No sabía a quién recurrir y entonces supe de usted. Y ni crea que le voy a decir cómo averigüé sobre usted. Ése es asunto que a usted no le compete. ¿Me va a ayudar o no? Todavía no me dijo si va a ayudarme o no. Yo estoy segura que sí. Mi marido, el caradura de mi marido, no volvió a casa. Íbamos a salir a cenar afuera y el muy desgraciado me llamó y me canceló interponiendo una excusa para nada creíble. ¿Sabe usted lo que me dijo el insolente de mi esposo? Que de camino a casa se encontró con una nena de unos siete años que estaba perdida y que le pidió si podía llevarla a casa. La nena le dio la dirección de donde vivía anotada en un papel. Dijo que se separó de sus padres porque estaban discutiendo, salió y se perdió. Y que su mamá le había anotado sus datos en un papel por las dudas que pasase algo porque era una nena muy traviesa y desobediente. ¡Mentira! Es la vil mentira de un hombre que se fue por ahí con otra.

"Sí ése es el caso_ pensé para mis adentros_ el pobre hombre está absolutamente justificado y perdonado. Lo de una nena solitaria que no sabe volver sola a su casa es la excusa más estúpida y nefasta que escuché en toda mi vida. Pero a este buen caballero que deseaba liberarse de los tratos insoportables de su esposa le funcionó sin problemas". Y mientras tanto, Inés Orozco continuaba discurseando incesantemente.

_ Mi marido está con otra, eso es innegable. No sé la dirección ficticia que le mencionó la nena ficticia, pero quiero que busque a mi marido, lo siga y lo agarre con las manos en la masa. ¿Puede hacer eso por mí? Seguramente, no se rehusará a ayudar a una pobre mujer engañada como yo. Le pagaré lo que sea y más también, si es preciso.

Y después de haber hablado durante una eternidad sin parar ni por un segundo, literalmente, por fin el silencio volvía a hacerse presente en el ambiente.

Sean Dortmund miró a nuestra cliente insignificantemente durante unos minutos. Al fin, soslayó una sonrisa simpática y con la misma simpatía, le habló a la señora Orozco.

_ Aprecio que recurriera a mí_ dijo el inspector._ Pero usted confunde mi labor. Mi trabajo no consiste en desengañar a esposos infieles, sino va por otro camino muy diferente. Asesoro a la Policía Federal. Ayudo a ellos a resolver casos delictivos y también recibo casos de igual índole de forma particular. Lamento no poder asistirla, señora Orozco.

Inés Orozco le profirió a Dortmund un sinfín de insultos y palabras desagradables con la misma pasión con la que narró los hechos y estaba incontenible. Pero, de repente, se calló por completo, nos miró de forma totalmente diferente y largándose a llorar, dijo que su esposo pudo haber sido secuestrado y asesinado, y no sé cuántas cosas más, recurriendo de esta manera a una estrategia desesperada para que Sean Dortmund tomara su caso, cosa que decididamente no ocurrió. Después de varias horas de intentar convencerla y de tener que lidiar forzosamente contra su renuencia, la señora Inés Orozco se fue, aunque claramente ofendida.

_ Todo un personaje ésa mujer_ declaró mi amigo, aliviado.

Yo consentí su opinión.

 

A la mañana siguiente, el capitán Riestra nos llamó por teléfono y habló con Dortmund.

_ La policía de Necochea_ dijo el capitán_ nos contactó para pedirnos refuerzo en un caso. Un hombre apareció muerto a la vera de la laguna. Al parecer, lo mataron en otro lugar y trasladaron el cuerpo hasta ahí. Se llama Guillermo Puig. Trabajaba en una oficina de Correos y volvía para su casa cuando lo secuestraron y lo asesinaron.

Dortmund sintió que el corazón se le paró por un instante.

_ ¿Hablaron con su esposa o con algún otro familiar directo?_ Preguntó mi amigo, precavidamente.

_ Sí. Estaba casado con Inés Orozco. Pero creo que usted ya la conoce, Dortmund. Me comentó que fue a verlo ayer y que rechazó su caso.

_ Lo rechacé porque sostenía que su esposo le era infiel y quería que yo lo siguiera para atraparlo con las manos en la masa, pero le dije que yo no me dedico a eso. Después, como un intento desesperado y apelando a la emoción, adujo que su esposo pudo ser víctima de un secuestro y de un asesinato.

_ Lo que resultó ser cierto. Y es por demás, altamente sospechoso.

_ Estamos de acuerdo en eso último, capitán Riestra. La señora Orozco mató a su marido, escondió el cuerpo en el baúl de su coche, lo llevó hasta una laguna cercana, en donde lo abandonó y luego viajó hasta Buenos Aires a verme a mí para crearse una coartada y desviar las sospechas. muy hábil. Desde el primer momento que pisó mi departamento, supe que estaba actuando. Y la absurda historia de la nena solitaria me lo confirmó.

 _ A mí también me la refirió. Vamos a revisar su coche para buscar evidencia e interrogarla para que nos diga dónde lo mató realmente y por qué.

_ Manténgame al tanto de todo.

Cortó la comunicación y Dortmund me puso al tanto. Y no me extrañó no sorprenderme en absoluto. Por ésa vez, dejamos el asunto de lado.

Al otro día, el capitán Riestra nos volvió a llamar y nos comentó que los análisis realizados en el vehículo de la señora Inés Orozco dieron todos negativos, y que negó asesinar a su marido, haciendo hincapié en el relato de la nena solitaria y perdida. Los tres seguimos creyendo que todo era inventado, porque a mi amigo se le ocurrió pensar que la señora Orozco alquiló un coche especialmente para la ocasión. El capitán Riestra siguió ésa pista, pero no condujo a ningún lado.

Una semana más tarde, la historia de la nena solitaria se repitió. Una mujer, llamada Érica Serna, denunció lo mismo que la señora Inés Orozco. Su esposo, Alan Yáñez, le avisó que llegaría a su casa un poco más tarde de lo habitual porque un nena aparentemente perdida le había pedido ayuda. No supo más nada de él desde ése momento y fue encontrado muerto al día siguiente en el mismo lugar donde fuera encontrado anteriormente el señor Puig. Nos estremecimos. Lo que parecía ser una historia inventada por una mente imperturbable y fría, resultó ser cierta. Las dos víctimas no se conocían entre sí y no existía vínculo alguno ni entre ellos ni sus viudas. En ningún caso, se había hasta entonces identificado la escena del crimen principal. La única coincidencia existente entre ambos homicidios era que tanto Guillermo Puig como Alan Yáñez murieron a raíz de un golpe en la nuca dado con fuerza y precisión.

_ Usan a la pobre criatura como carnada para atrapar a las víctimas_ dedujo Dortmund._ El asesino debe estar con ella. Ve pasar a la gente y cuando ve a alguien que se ajusta a su perfil, lo sigue hasta una zona solitaria para no levantar sospechas y ahí entra en acción la pobre niña. Lo atrae con la falsa historia de que está perdida y todo lo que ya sabemos, y el asesino se encarga del resto.

_ ¿Quién tiene la frialdad de usar a una inocente criatura de apenas siete años como carnada para atraer a sus víctimas?_ reflexioné en voz alta y con pesar.

_ Alguien que no tiene corazón, doctor_ repuso Dortmund.

_ O alguien que lo tiene cargado de odio y resentimiento. Espero que no haya matado antes. ¿Qué hacemos, Dortmund? ¿Cómo vamos a encontrarlo?

_ Con audacia. Pero para eso, tendremos que hacer un pequeño viaje hasta Necochea.

_ ¿Es necesario?

_ Absolutamente necesario, porque en el único lugar que el asesino puede ver y seleccionar a sus víctimas es una zona ampliamente concurrida.

_ ¡El centro de la ciudad!

_ Exacto. Iremos en tren. Saque los pasajes para mañana para el primer tren que salga. Yo lo pondré en aviso al capitán Riestra y le preguntaré dicho sea de paso si tiene alguna novedad al respecto.

Nuestro amigo todavía no había avanzado demasiado y dependía, como era habitual, de la perspicacia de Sean Dortmund.

Llegamos a Necochea a las cuatro de la tarde del día siguiente. El inspector revisó un mapa de la ciudad y delimitó un perímetro de búsqueda. Fuimos hasta los lugares indicados en el mapa, observando muy detenidamente a cada persona que pasaba y cada movimiento que ocurría alrededor.

Vi al girar la cabeza a una nena de unos siete años, ojos claros, pelo largo y vestido blanco, y sostenía entre sus pequeñas manos un oso de peluche.

Se la mostré a Dortmund con una seña y él se acercó a ella.

_ ¿Y tu mami?_ le preguntó mi amigo, dulcemente.

_ No sé_ respondió ella, tímidamente._ Mi papá y mi mamá se pelearon y yo me escapé porque no me gusta que pelen adelante mío.

_ ¿Saliste por la puerta?

_ Sí. Yo conozco cerca de mi casa porque mi mamá me enseñó. Ella me enseñó a cuidarme sola. Y sé cuidarme sola porque ya tengo siete años.

_ ¿Y sabés cómo volver?

_ No._ Hizo puchero y agachó la cabeza avergonzada._ ¿Me puede llevar a mi casa, señor?

_ ¿Te acordás la dirección?

La niña sacó de uno de los bolsillos de su vestido un papel con algo anotado y lo entregó en manos de mi amigo. La leyó y se la devolvió acompañando el gesto con una tierna sonrisa.

_ ¿Siempre salís con la dirección de tu casa encima?

_ Sí, porque mi mamá dice que la calle es peligrosa.

_ ¿Y vos te escapás seguido cada vez que tus papis discuten?

_ Sí, señor. Y mi mamá se enoja porque se angustia porque tiene miedo de que pase algo.

_ Y tiene razón. ¿Pero, sabés algo? Yo conozco por acá y te puedo acompañar a tu casa.

_ ¡Sí!_ La nena dio pequeños saltos eufóricos sobre donde estaba parada y desplegó una sonrisa contenta de lado a lado. Dortmund la tomó suavemente de la mano y la niña lo guió por una calle lateral por la que casi no pasaba gente. Yo los seguí a una distancia prudente para evitar levantar sospechas.

Vi que una joven mujer con un objeto contundente que llevaba entre sus manos salió de atrás de un árbol y se agazapó sigilosamente en posición para arremeter sorpresivamente contra mi amigo. Me aventuré a evitar el ataque. Pero el capitán Riestra con sus oficiales me ganaron de mano. Era obvio que mi amigo les había anunciado el plan con anticipación.

La mujer arrestada se llamaba Paula Huguet y la nena, Dafne Pérez Huguet, era su hija.

_ Es muy endeble que una pequeña e inocente criatura_ me dijo Dortmund al día siguiente_ lleve encima un papel con la dirección de su casa anotada por las dudas de que se pierda. Todo el ardid de la historia de la pelea de los padres, el papel con ésa dirección anotada y todo lo que rodea al hecho en sí fue obra de la señorita Huguet. Y dio resultado porque, ¿quién iba a desconfiar de una inofensiva nena de siete años? Una vez que el incauto caía en la trampa, la pequeña Dafne lo guiaba por el mismo camino por el que me llevó a mí y la señorita Paula lo atacaba de sorpresa y lo mataba. Trasladaba el cuerpo y lo abandonaba en la misma laguna donde encontramos los últimos dos cuerpos.

_ Pero fueron muchos más_ dije.

_ La señorita Paula Huguet confesó un total de ocho asesinatos con idéntico modus operandi. El capitán Riestra va a investigar los seis anteriores y nos va a mantener al tanto de todo.

_ ¿Por qué lo hizo?

_ Cuando la señorita Huguet quedó embarazada de Dafne hace siete años atrás, su padre, Facundo Pérez, mantenía una relación paralela con otra mujer, a la que también dejó embarazada casi en simultáneo. La señorita Paula Huguet se enteró y él señor Pérez decidió quedarse con la otra mujer y tener el hijo con ella, y no reconocer a su otra hija. Técnicamente, no estaban casados. Pero tenía que asumir una gran responsabilidad y él se evadió de ella.

La señorita Huget entonces usó a su hija para que atraiga a sus víctimas como venganza hacia su padre por haberla abandonado y no haberla reconocido como tal. Cada hombre que mataba representaba al señor Pérez.

Nos enteramos meses más tarde que Dafne Pérez Huguet quedó al resguardo de su padre, el señor Facundo Pérez, por imposición del juez de Menores que intervino en la causa. Ésa nena merecía una vida más digna y normal. Por fin se había hecho justicia. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


viernes, 9 de febrero de 2018

El extraño caso de Vacarezza (Gabriel Zas)







 

Hace poco menos de un mes, Dortmund y yo nos enteramos que nuestro buen amigo y colaborador, el capitán Riestra, era propietario de una pequeña finca ubicada a cinco kilómetros al oeste de Bragado. Era un lugar rodeado de campo, aire puro y mucha calma reinante. Y a un kilómetro y medio de donde estaba situada la finca del capitán, se encontraba la posada El halcón, muy popular entre los lugartenientes de la zona y sus alrededores. Ahí fuimos una mañana cuando nuestro amigo nos invitó a pasar un fin de semana en su pequeña residencia con él como sus huéspedes de honor. Estábamos disfrutando placenteramente de nuestro desayuno cuando un cuerpo macizo de apariencia respetable y con atuendo azulado bloqueó la puerta de entrada. Era el sargento Ariel Kurtz.

_  Perdón si interrumpo, capitán_ dijo._ Pero hablé a Zárate y me dijeron que estaba desayunando acá.

_ Así es_ repuso Riestra satisfecho, con la misma satisfacción de quien está disfrutando a pleno de su descanso._ Estoy de vacaciones, fuera de servicio y acompañado por dos buenos amigos. Lo que sea que precise, vuelva el lunes y lo recibiré encantado.

_ El asunto no puede esperar y deseo que usted me aconseje al respecto.

_ Fui claro cuando le dije que estoy fuera de servicio. ¿Sabe lo que eso significa? ¿De qué se trata? 

_ De una mujer que residía en Vacarezza. Se mató al pegarse un tiro en la cabeza.

_ Supongo que estaba deprimida o sufría por un hombre o estaba en graves apuros financieros. Es lo usual. Ahora, si nos disculpa, sargento...

_El caso es... Dudo que se haya pegado el tiro por sí sola.

El capitán Riestra dejó caer la taza de café que estaba a punto de llevarse a la boca bruscamente sobre la mesa.

_ Explíquese mejor.

_ Ésa es mi teoría_ repuso Kurtz._ No se trató de ningún suicidio. Ésta muerte me sembró más dudas que certezas. La puerta estaba cerrada con llave y la llave estaba tirada a metros del cuerpo, lo que resulta absolutamente natural tratándose de un suicidio. La ventana también estaba cerrada.

_ ¿Entonces, por qué se aferra a la idea de que no se trató de ningún suicidio?

_ Quiero que lo vea usted mismo y me diga si tengo razón o sólo es idea mía.

Esto último zanjó la cuestión. Medialunas y tostadas fueron dejadas de lado. Riestra nos presentó a Dortmund y a mí con el sargento Kurtz y avanzamos todos a ritmo acelerado en dirección a Vacarezza, mientras Riestra ametrallaba impiedosamente a preguntas al sargento.

El nombre de la difunta era Valeria Linardi, una mujer de mediana edad y de carácter retraído. Había llegó a Vacarezza en noviembre de 1982 y compró una suerte de estancia rural, atendida por una mucama que había llevado consigo. Su nombre era María Levington, y era un mujer de buen porte, a la que todo el pueblo respetaba. La señora Linardi tenía a su vez a dos huéspedes recién llegados de Formosa: el matrimonio Pincén. Ésa mañana, la señorita Levington había llamado en vano a la habitación de su señora y al percibir que estaba cerrada con llave se alarmó y llamó a la Policía. El sargento Ariel Kurtz llegó a tiempo con otros oficiales y un delegado de la Policía Científica. Los esfuerzos unidos lograron echar abajo la puerta de madera del dormitorio.

Valeria Linardi apareció tendida en el suelo. Presentaba un tiro en la cabeza y sostenía la pistola con su mano derecha. Era evidente que se trataba de un suicidio. Sin embargo, al examinar el cadáver, el sargento Kurtz quedó visiblemente azorado, pensó en el momento en su antiguo compañero de escuadrón, el capitán Riestra, y corrió a la fonda a avisarnos lo ocurrido.

Cuando concluía su descripción de los hechos, llegamos a Vacarezza. Casa desolada, rodeada de un inmenso jardín bastante bien cuidado y repleto de toda especie de plantas. Como la puerta estaba abierta, pasamos al vestíbulo y de ésta a una sala de estar en la que convergían todo tipo de voces. Allí había reunidas cuatro personas: un hombre vestido ostentosamente, con un rostro áspero y desagradable, que me inspiró súbita antipatía; una mujer del tipo parecido, aunque hermosa de una manera banal y austera; otra mujer vestida con uniforme azul y algo separada del resto, a la que tomé como la mucama; y un caballero alto, vestido con ropa informal, de semblante descansado y sincero, que parecía dominar la situación.

_ El doctor Levene, delegado de la Policía Científica_ dijo el sargento Kurtz_ el capitán Riestra, de la Policía de Zárate y también de la Federal, y dos amigos.

El doctor nos saludó y después hizo la presentación del matrimonio Pincén. Enseguida, subimos tras él la escalera. Obedeciendo una indicación de Riestra, se volvió a abajo para custodiar la casa. El doctor, que nos precedía, nos hizo recorrer un pasillo. Al final, vimos abierta una puerta. Entramos en dicha habitación. El cuerpo de la interfecta aún permanecía en el lugar. El capitán Riestra se arrodilló ante él.

_ ¿Por qué no lo dejaron tal como estaba?_ protestó.

_ Porque creímos_ respondió el doctor Levene_ que se trataba de un simple caso de suicidio.

_ ¿Tocaron alguna cosa más?

_ No, señor.

_ Sostiene el arma firmemente con decisión con la mano derecha; el orificio de impacto lo tiene del lado derecho, y el arma debe tener sus huellas dactilares. Fue suicidio, eso está muy claro.

_ ¿Entonces, por qué dice el sargento Kurtz que fue asesinato?

_Hay que preguntárselo a él. A propósito, deseo examinar el arma.

Riestra tomó el arma debidamente y la analizó minuciosamente.

_ Sólo hay un cartucho vacío_ dijo._ Sacaremos las huellas dactilares. Pero no espero encontrar otras más que las de la propia víctima.

_ ¿Hace cuánto tiempo estimado que se produjo el deceso?_ intervino por primera vez en el caso, el inspector Dortmund.

_ No puedo precisar la hora con exactitud. Pero debió ser muy pocas horas atrás. La muerte parece bastante reciente_ afirmó el doctor Levene, con aire profesional.

_ Me inquieta la cuestión del arma.

_ La sostiene fuertemente en su mano. ¿Qué es lo inusual al respecto?

_ Justamente, ése es el punto. Entiendo que después de que la señorita Linardi se disparara, el cuerpo pierde fuerza y por inercia el arma cae al piso y se desliza unos metros hacia uno de los costados o hacia el frente, dependiendo del ángulo de caída.

El doctor Levene miró a mi amigo perplejo. Yo lo imité porque había que admitir que su observación resultaba correcta. Y de la nada misma, Dortmund empezó a olfatear el aire delicadamente como si se sintiera perplejo. Yo seguí el ritual sin hacer ningún descubrimiento interesante. El aire puro no olía a nada. Así y todo, Dortmund lo olfateaba como si sus sentidos percibieran algo que escapaba a su inteligencia.

Al separarse el capitán Riestra del cadáver, mi amigo se arrodilló ante él. La herida no pareció despertar su interés. Primero supuse que examinaba los dedos de la mano con la que blandía el arma, pero enseguida noté que examinaba su otra mano. Su perplejidad fue absoluta.

_ El sargento Kurtz tenía razón. Fue asesinato_ dijo convencido.

Lo miramos asombrados.

_ ¿Cómo deduce eso?_ preguntó el capitán Riestra, con interés.

_ Por su mano izquierda. Si observa a conciencia los dedos, verá que tienen impresiones el Pulgar, el Índice y el Medio. Sobre todo, en el borde de estos existen zonas rojizas y un poco más abajo, se observa una visible decoloración de la piel. ¿Qué sugiere esto?

_ Que estuvo escribiendo_ confirmé.

_ Exacto, doctor. Podemos asegurar entonces que era Zurda. ¿Por qué pegarse un tiro con la mano derecha?_ dijo Sean Dortmund.

_ Estuvo escribiendo durante un tiempo prolongado para que los dedos adquirieran esas impresiones.

_ ¿Hallaron algún tipo de nota escrita por ella?

_ Sí, pero no es nada inherente al caso. Son unos borradores de algo incierto. La tinta está seca_ replicó Riestra.

_ Naturalmente, una lapicera tiene secado rápido, pero ésas marcas en los dedos no prevalecen por mucho tiempo. Por consiguiente, tuvo que haber muerto hace no más de media hora como mucho. ¿Dónde estaba la llave?

El capitán Riestra indicó una marca en el piso.

_ Es claro lo que pasó_ dijo el inspector Dortmund._ La señora Linardi estaba haciendo unas redacciones. Desde luego, mantenía la puerta cerrada con llave para que no la interrumpieran. El asesino le golpea la puerta, ella lo reconoce y le abre. Le pega un tiro en la sien derecha, y para aparentar un suicidio, asió con precisión el revólver sobre la mano derecha de la víctima. Salió, cerró la puerta con llave desde afuera y luego la arrojó por debajo de la puerta para hacer parecer que se había caído de la cerradura. De este modo, la señora Linardi nunca abandonó la habitación.

_ No dudo de que así pasó todo. Y no hay que dar por hecho que a cualquiera se le ocurren ideas tan brillantes como ésta.

_ Parece ser, además caballeros, que a ésta dama le gustaban mucho los sahumerios.

Esto era cierto. La víctima tenía guardados varios paquetes en uno de los cajones de su cómoda y dos afuera, apoyados sobre un cenicero, que aparentemente fueron encendidos durante la última hora ya que estaban en un avanzado estado de chamuscamiento.

_ Parece que anoche encendió dos. O uno a la noche y otro más recientemente_ dijo el capitán Riestra. Y tomó los dos usados para examinarlos con buen ojo clínico._ El hecho no tiene nada de particular, inspector Dortmund.

_ No he sugerido que lo tuviera, capitán Riestra.

_ Como sea. ¿Qué haremos con los Pincén? Porque el señor Luis Pincén tiene que volver para Formosa por trabajo.

_ En vista del cariz que toman las cosas, los necesitamos acá. Envíeme a la mucama y no permita que los Pincén abandonen la casa bajo ningún pretexto. ¿Entraron aquí por la mañana?

El doctor Levene reflexionó unos segundos antes de responder categórico.

_ No. Se quedaron en el pasillo hasta que llegamos el sargento Kurtz y yo.

_ ¿Está seguro?

_ Completamente.

El doctor Levene se retiró a cumplir su tarea.

_ Es un buen hombre_ dijo Riestra con aprobación._ Estos médicos del tipo rurales suelen ser excelentes personas. Volviendo a este extraño asunto, ¿quién le habrá pegado el tiro a esta pobre mujer? Además de ella, había tres personas más en la casa. No sospecho de la mucama, porque desde 1982 hasta hoy tuvo no una sino mil oportunidades para matarla. Pero, ¿qué clase de gente serán los Pincén? No sé a ustedes. Pero, a mí me resultan detestables y de modales poco refinados.

En este momento, apareció María Levington. Era una joven relativamente delgada, de cabellos oscuros que llevaba divididos en dos, y sus modales eran muy refinados y tranquilos. Y de su persona emanaba, al mismo tiempo, una eficacia tal que inspiraba respeto y admiración. En respuesta a las preguntas del capitán Riestra, explicó que llevaba doce años al servicio de la señora Linardi, que fue ama generosa y sumamente considerada. No conocía al matrimonio Pincén a quienes había visto por primera vez hace dos días atrás. Era indudable, desde su propio punto de vista, que nadie los había invitado porque su visita pareció desanimar a la señora Valeria Linardi. Con respecto a la pistola, repuso que la señora poseía una que guardaba bajo llave. Ella la vio de casualidad en una ocasión, aunque no se animó a afirmar que fuese la misma que le había dado muerte la noche anterior. El hecho no detentaba características sobresalientes porque la casa era amplia, y lo mismo su habitación que la reservada por el matrimonio Pincén, se hallaba al otro lado de la de ella. Ignoraba también a qué hora su señora se retiró a descansar. Cuando lo hizo ella, cerca de las diez y cuarto de la noche, la señora Linardi estaba levantada porque no habituaba irse a dormir a horas tan tempranas. Por regla general, leía mientras climatizaba el ambiente con inciensos para espantar a las plagas de insectos que parecían ser también otra clase de huéspedes no deseados. Y tenía el hábito de quedarse despierta hasta avanzadas horas de la madrugada.

Sean Dortmund interpuso en este punto una pregunta.

_ ¿La señora Linardi, durmió con la ventana abierta o cerrada?

María Levington se tomó unos segundos de vacilación.

_ Si la memoria no me falla, con la ventana abierta_ respondió después.

_ Sin embargo, ahora está cerrada. ¿Qué explicación puede darme sobre eso?

_ No sé. Quizás sentía frío y por eso la cerro. O quería evitar que ingresara alguna abeja o alguno de esos bichos desagradables que son muy comunes en zonas rurales como ésta.

El capitán Riestra le dirigió todavía varias preguntas más y luego la liberó. Enseguida, habló por separado con los Pincén. Ella lloraba; él optó por fanfarronear e increparnos con una catarata surtida de insultos. Negó tener dificultades con la víctima, pero su mujer reconoció que había mencionado un plan para robarla y por supuesto, el hecho empeoró la situación. Y como negó también conocerla, el capitán Riestra consideró que había evidencia suficiente para proceder a su aprehensión.

Dejando al sargento Kurtz en custodia de la propiedad, corrió al pueblo y pidió comunicación con el cuartel de la Policía local, en tanto Dortmund y yo volvimos a El halcón.

_ Está demasiado callado respecto a otras veces_ le dije a mi amigo._ ¿No le interesa el caso?

_ Al contrario. Me resulta extraordinariamente atractivo. Pero en algún punto, me deja bastante desorientado.

_ No está demasiado claro el móvil del asesinato, aunque pareciera ser que todo se trató de un intento de robo truncado. Estoy más que convencido que esos Pincén son aves de otro corral y donde la evidencia hasta el momento está totalmente en su contra.

_ No  había efectos personales dispersos ni ningún otro elemento que apoye la teoría del intento de robo frustrado. Sin embargo, no dejo de pensar en el intenso olor a sahumerio.

_ Yo no olí nada_ respondí azorado.

_ Y yo, querido doctor, nunca dije que lo oliera algo.

Lo miré con reproche.

La audiencia de acusación se celebró dos días después. Entretanto, salió a la luz una prueba más. Un vagabundo que rondaba la misma zona con frecuencia porque dormía ahí cerca, a unas cuadras de la vieja estación del ferrocarril, admitió que la noche del crimen, a la una y media de la madrugada, oyó voces que provenían de la planta alta de la casa. Una era la señora Valeria Linardi y la otra era una mujer, aparentemente joven, que llevaba puestos un par de anteojos. Por lo que pudo escuchar el vagabundo, la discusión giraba en torno al dinero y vio claramente cómo la mujer de los lentes disparó en contra de la señora Linardi y cómo luego se encargó de acomodar el cuerpo y preparar la escena. La mucama habló sobre esto y el vagabundo tenía miedo de declarar. Ahora estaba claro que la señora Linardi había sido chantajeada, se negó y la mataron. Todo podía interpretarse como que ésa extraña mujer de los anteojos era la señora Pincén, porque yo había advertido con absoluta claridad que tenía el ojo derecho ligeramente desviado. Todo nos cerraba perfectamente: la asesina era la señora Pincén y no su esposo, como sugirió la evidencia. Eso era lo que ella pretendía que pensáramos. Logramos aclarar esto en la audiencia y el matrimonio se reservó la defensa. Ella exhibió ante el juez... ¡Un par de anteojos! Después de los procedimientos y del curso de la audiencia, Sean Dortmund meneó la cabeza.

_ Sí, así debe ser. Sí, no puedo estar equivocado.

Escribió unas líneas y mandó por correo especial un telegrama que no vi a quién iba destinado. Enseguida, volvimos a la cantina El halcón.

_ Espero visita_ me aclaró._ ¿Me habré equivocado? No, estoy seguro que di en el clavo con la verdad de este extraño pero interesantísimo caso.

Y con muy poca sorpresa, vi a María Levington acercándose hacia nosotros. Me pareció que aquélla vez, a diferencia de las demás, estaba hecha un manojo de nervios. Vi brillar el horror en sus ojos cuando miró a mi amigo.

_ Siéntese, por favor_ le dijo Dortmund, cortésmente._ ¿Adiviné, no es así, señorita Levington? Dígame porqué mató a su señora y todo será más sencillo para usted. Créame que no permitiré que juzguen y condenen a un inocente.

_ ¡Está usted muy equivocado, señor mío!

_ No, no lo estoy en absoluto. Usted se sentía atormentada por ella porque la trataba muy mal. No fue solamente soportar tantos años a su lado así, sufriendo impiedosamente. La señora Linardi también se abusaba de usted, la mataba de sed y de hambre, algunas veces. Y todo por no estar a su nivel, porque ella era de clase alta y usted la humilde mucama de clase baja que le servía. Siempre soñó con este momento. Sólo usted sabía dónde su señora guardaba el arma, y la presencia de los Pincén le facilitó la tarea al proporcionarle una gran posibilidad de escape a su culpa. Usted sabía que todas las noches pasaba por ahí un vagabundo, así que provocó a la señora Pincén para darle alguna excusa para discutir. Eran la señora Pincén y usted quienes discutieron la noche del homicidio, no la señora Linardi y usted. Le debió reclamar un pago mayor al ofrecido por la arrienda de las habitaciones ya que consideró que la cantidad que abonaba era exigua, y por eso el vagabundo dijo que la discusión giraba en torno al dinero, y por eso creyó erróneamente que una de las contendientes era la propia señora Linardi. Pero usted debió verlo y utilizando ésa confusión a su favor,  debió extorsionarlo para que dijera que había visto el asesinato para que se pensara que se había cometido durante la madrugada. Él es débil y accedió, y usted se aprovechó de su debilidad para someterlo a su entero dominio. Por eso sentía miedo.

<Le pidió plata a su señora a cambio de perdonarle todos estos años de sufrimiento y desidia. Y ella, a su vez, le exigió una garantía para asegurarse de que su proposición era genuina. Pero usted no aceptó y ella declinó su oferta. A usted, entonces, se le ocurrió otra alternativa: la confesión. Le exigió a la señora Linardi que si no accedía al chantaje, debía escribir en un documento que posteriormente ella firmaría una confesión completa y detallada de todas y cada una de las bajezas y humillaciones a las que usted fue tortuosamente sometida por ella. La señora Linardi aceptó la confesión, que usted la obligó a escribir y la obligó a escribir sólo lo que usted le sugería. Pero cuando usted percibió que lo que la señora Valeria Linardi escribía no se condecía en nada con su dictado, escribiendo en lugar de ello una suerte de borradores ininteligibles, su ira la superó y la mató>.

<Le pegó el tiro del lado del pecho, le empuñó el arma en su mano, y al abandonar el cuarto y cerrarlo con llave y tirar ésta luego por debajo de la puerta, aparentó que la propia señora Linardi la tenía en su poder al momento del hipotético suicidio y que se desprendió de su mano al caer muerta. Pensó como una suicida, se puso por un instante en su lugar y procedió de ésa manera para evitar que alguien encontrase su cuerpo porque se sentía afligida por los demás y por cómo su suicidio pudiera afectarlos. Es el razonamiento correcto de un suicida, estimulado por sus ansias impetuosas de desligar su responsabilidad de la muerte de su señora. Pero lo cierto es que lo hizo para ganar tiempo usted misma y crearse una coartada>.

<El humo del sahumerio fue la pieza final y contundente del rompecabezas. Si la ventana hubiera estado cerrada y encendidos esos dos inciensos, la habitación hubiera estado impregnada de olor a alguna fragancia muy característica. Pero, contrario a este hecho, el aire era límpido. Así concluí que la ventana había estado abierta toda la noche y que se cerró a la mañana después del homicidio. Y la confesión del vagabundo vino a confirmarlo, porque si él creyó que la señora Linardi discutía con alguien más en su propia alcoba, debía indefectiblemente estar abierta la ventana para tales propósitos. Cómo ve, un hecho ilusorio vino a confirmar otro genuino, porque la ventana que sí estaba abierta era la de la habitación contigua, en la que tuvo lugar la discusión. El tenue resplandor de la oscuridad y la luz del dormitorio levemente encendida fueron herramientas indispensables para contribuir a la confusión del mendigo>.

_ Tiene usted una imaginación muy interesante, inspector. Pero no puede demostrar nada.

María Levington sonrió con malicia y soberbia.

Con la habilidad de un prestidigitador, mi amigo extrajo del bolsillo de su saco un papel escrito a mano.

_ Ésta es una confesión en la que usted se responsabiliza del asesinato de la señora Valeria Linardi del modo en que los hechos le fueron expuestos y en la que desliga de toda culpa a la señora Pincén. Fírmela y le concederé veinticuatro horas de gracia antes de entregarla definitivamente a la Policía.

_ ¿Y si me niego a firmar?

_ En ése caso, la arrestarán ni bien ponga un pie fuera de ésta casa.

_ De nada servirá porque no tiene pruebas en mi contra. De lo contrario, no me hubiera citado en privado para darme todo este sermón y proponerme una posibilidad de escape. ¿Qué certeza tiene de que no me escaparé definitivamente dentro de las veinticuatro horas de gracia que usted gentilmente me concede?

_ Ninguna. Pero es un riesgo que estoy dispuesto a correr.

_ En ése caso, le deseo buenos días.

Iba a abandonarnos. Pero mi amigo se lo impidió obstaculizándole el paso.

_ Antes de dejarnos, señora Linardi, respóndame sólo una cosa_ le dijo a la mucama.

_ ¿Qué quiere usted saber?_ repuso ella.

_ Si tengo razón. Sólo eso. En nada la perjudicará ya que, como bien usted asegura, carezco de toda prueba para detenerla y acusarla ante un juez.

_ Sí. Acertó usted en todo. Resultó ser un hombre demasiado inteligente para mí. Años de humillación, tortura y malos tratos. De denigrarme, menospreciarme y reírse de mí en mis propias narices. ¿Quién se creía que era, Linardi? Los ricos son demasiados altaneros y egocéntricos, y creen que tienen todo el derecho del mundo de tratar mal a todo aquél que no esté a su altura. Soporté sus bajezas, insultos y humillaciones tanto en público como en privado lo más que pude, hasta que me harté. Hacía que los demás también se rieran de mí y me esclavizaran como ella lo hacía conmigo. Que esto, que lo otro, que yo no era una mujer culta, que no servía para nada, que hacía todo mal, etcétera. ¡Las mucamas también somos tan humanas como los ricos! No merecía que me tratara así. Robé el arma sin que se diera cuenta. Estaba dispuesta a matarla de un modo u otro. Si tan sólo hubiera aceptado su culpa y pagarme el precio que le exigía, aún viviría. Pero me pidió garantías burlándose absolutamente de mí. ¿Y todo por qué? Por amor a su riqueza y a su insaciable deseo de autoridad y marginación contra mi persona. Me puse como loca. Iba a matarla ahí mismo. Pero se me ocurrió hacerla firmar una confesión para luego entregarla a la Policía. En vez de eso, escribió un sinfín de garabatos insignificantes. Perdí la paciencia y le disparé en el pecho. Quería que viera que era yo quien le arrebataba su vida y que ya nunca más podría hacerme daño y seguir lastimándome injustamente como lo hacía. Y después de que le disparara, ¡me sentí tan aliviada! ¡Me sentí como si me hubiera librado del mismísimo Diablo! Saqué la llave la de la cerradura, cerré con dos vueltas y la arrojé al piso para que creyeran, o bien que se le cayó a ella de la mano después de que se desvaneciera o bien que se había caído accidentalmente cuando la Policía derribó la puerta para entrar por la fuerza. ¿Me entiende, verdad?

_ La entiendo. Pero no la justifico. Obre con sentido común y firme la confesión.

_ Eso no pasará. Con su permiso. Que tenga buenos días.

Dortmund la dejó ir caballerosamente. Pero ni bien dio unos pasos hacia fuera, la señorita Levington fue apresada por dos oficiales tras una orden del capitán Riestra. Se acercó hacia nosotros y nos exhibió con satisfacción un grabador de mano. Abrió la casetera y retiró la cinta que estaba dentro.

_ Todo grabado. La tenemos gracias a usted, Dortmund_ reconoció el capitán._ ¿Cómo supo que fue ella?

_ Los Pincén llegaron hace apenas dos o tres días. Es poco tiempo para que se generara un conflicto entre ellos y la señora Linardi, que ameritara matarla. Por lo tanto, María Levington era la opción más evidente porque era la única, además, que sabía sobre la existencia  del arma de su señora.

_ Cuando planee algo así, Dortmund_ dije, _ avíseme por favor, así estoy mejor preparado y evito llevarme una sorpresa como la que me acaba de dar.