Ismael Sanabria era dueño de una propiedad de dimensiones extraordinarias. Tenía chalet, una pequeña cabaña en el fondo, parrilla propia, una enorme pileta obsesivamente bien cuidada, un inmenso jardín que suponía una cuota muy elevada de sacrificio para conservarlo, dos canchas de golf, una de tenis y un sinfín más de ostentaciones dignas de un millonario poderosamente acaudalado. Se podía decir que era la envidia sana de la Quinta Presidencial de Olivos, aunque dicha residencia en sí estuviese enclavada en una zona humilde del barrio de Merlo. Pero hacer ésa comparación resultaba un sacrilegio de la real Providencia.
Sanabria era dueño de una importante empresa trasnacional de autopartes y el negocio estaba en constante crecimiento, pese a la difícil situación que atravesaba el país por aquellos días. Él era feliz porque era un hombre importante y respetado, que podía darse todos los lujos que quisiese; un hombre de sociedad, generoso entre los suyos pero egoísta con los que menos tenían. "Los pobres son un mal que hay que exterminar definitivamente para que no sigan contaminando a nuestra sociedad con su ignorancia y su malaria, que tan poco necesitamos ", solía repetirse continuamente. Suena terriblemente cruel. Pero ésa frase definía su línea de pensamiento. Era un hombre muy cerrado a cuestiones ceñidas por la política, pero muy abierto a dialogar sobre otros temas. Fanático del fútbol, era un hincha enfermizo de Velez Sarfield e iba a la cancha todos los domingos.
En resumen, era un hombre al que no le faltaba absolutamente nada, aunque esto no era del todo cierto. Le faltaba una mujer a su lado. Nunca se casó y no tenía hijos. Por lo tanto, su legado cuando muriera iba a quedar a merced del azar. Pero era un asunto que francamente lo tenía sin ninguna preocupación aparente. Solía decir en reiteradas ocasiones que el amor era solamente para los idiotas y para los fracasados. Y que los hombres ricos y exitosos como él, mantenían relaciones ocasionales con mujeres de la alta sociedad que conocían en los eventos más prestigiosos a los que acudían. Eran las esposas de otros empresarios, o en su defecto las hijas o sobrinas de otros millonarios.
Las relaciones prohibidas había que mantenerlas muy en secreto para evitar escándalos y para evitar perder inversores, clientes y a potenciales socios.
Pero un día pasó e Ismael Sanabria se enamoró contra su propia voluntad de una hermosa mujer que paseaba a su perro todas las mañanas a las once frente a su casa. Había conocido decididamente a la mujer de sus sueños. La primera vez que la vio, su corazón dio un sobresalto estrepitoso de manera irreflexiva, cuyos latidos se aceleraron a gran escala, denotando un sentimiento de enamoramiento acentuado que Ismael Sanabria trataba de rechazar pero que era propenso de un poder que ni su más tenaz fuerza de voluntad podía derribar. Ésa mujer lo hechizó sin compasión alguna.
Todas las mañanas la veía pasar por la puerta de su casa y siempre se quedaba admirándola como la cosa más bella que existía en el universo. Ella sonreía dulcemente como si quisiera llamar la atención de Ismael. ¿Acaso ella pasaba todas las mañanas por la puerta de su casa intencionalmente para llamar su atención porque se sentía física y emocionalmente atraída por él? Si ése era su propósito, lo cumplió exitosamente. Pues, había logrado que Sanabria se fijara en ella desde el primer momento en que la vio pasar. ¿Pero, ella lo había notado, llegado el caso? Era lo mismo que Ismael se preguntaba. Si hay algo que tienen las mujeres, es intuición, el secreto más misterioso que esconde el alma en la esencia más pura del ser humano. Y la intuición femenina jamás se equivoca.
La dama en cuestión era morocha con reflejos dorados como la luz del sol, de estatura promedio, ojos marrones centelleantes, de mirada dulce, sonrisa ensordecedora y un caminar muy sensual. De su sola presencia emanaban destellos de alegría, felicidad y ternura. Y por su forma de vestir elegante pero informal, Ismael presumía que era vecina de la zona.
Tardó varios días pero finalmente se decidió y la interceptó con educación y cortesía, como todo un caballero. Y ella se sintió agraciada. Se llamaba Andrea, tenía 34 años y vivía a dos cuadras de su casa. Su química y conexión fueron instantáneas, y ella aceptó felizmente desayunar con él sentados bajo la sombra de un cerezo que tenía en su jardín. Hablaron, se conocieron, se reían como dos chicos enamorados. La rutina se repitió diariamente durante dos semanas consecutivas. Los fin de semanas salían a comer afuera o iban de paseo a algún lugar al aire libre.
Ninguno de los conocidos, empleados y socios de Ismael Sanabria podía creerlo. Él les hablaba de ella todo el tiempo de un modo dulce y romántico. Ya no se interesaba por las relaciones ocasionales y se preocupaba por cuestiones que antes ignoraba. Andrea lo había cambiado para mejor. Aprendió a apreciar las cosas simples y bellas de una forma más humana y compasiva. Ella lo hacía feliz y él a ella.
Pero un día, todo cambió repentinamente. Andrea dejó de pasar por la puerta de su casa paseando a su perro, dejó de visitarlo, dejó de responderle los llamados y las cartas, y eso lo lastimó demasiado. Había estado suponiendo que ella simplemente jugó con él. Lo usó con algún propósito personal y después lo desechó como a un objeto inservible. Y eso lo enojó terriblemente. Tenía razón con respecto al amor: era para los débiles y los idiotas. Y se sintió frustrado, porque Ismael no se sentía identificado por ninguna de ésas dos cualidades. Pasaron tres semanas, se olvidó de Andrea para siempre y volvió a ser el mismo tipo egoísta, vanidoso y soberbio que fue siempre. Los negocios volvieron a ser su prioridad.
Volviendo de su oficina una noche, encontró acurrucada bajo el mismo cerezo a Andrea. Lo estaba esperando complacida, cálida y feliz. Su corazón dio un vuelco impulsivo cuando la vio, pero Ismael evitó ésa vez que los sentimientos volvieran a tomar posesión absoluta de su razón. Se paró frente a ella y la miró severamente en silencio por unos segundos. Ella lo miraba con la misma ternura y sonrisa de siempre.
_ ¿Cómo entraste?_ le preguntó Ismael con aspereza.
_ Eso no importa_ contestó Andrea, afectivamente y con brillo en sus ojos, rodeándole el cuerpo con sus brazos.
_ ¿Te creés que podés estar conmigo, desaparecer cuando quieras y volver así porque sí?
_ El amor no entiende de misterios.
_ ¿A qué viniste? ¿Qué querés?
_ Vine a buscarte para llevarte a mis aposentos. Vos compartiste conmigo tu hermoso jardín y yo quiero llevarte a conocer el mío, y que te quedes conmigo para siempre.
Ismael la apartó de sí con una brusquedad moderada, pero a Andrea no le importó.
_ Con vos, no voy ni a la esquina. Andate, por favor_ le dijo sin atenuar su conducta áspera y hostil.
_ Vení, mi amor, a conocer mi jardín_ insistió ella en sus ruegos._ Dicen que es un lugar hermoso el paraíso...
Y repentinamente, Ismael Sanabria sintió un dolor punzante y agudo que oprimía su pecho. A la mañana siguiente, la Policía encontró los dos cuerpos sepultados bajo una manta de flores de cerezo, uno apoyado sobre el otro.
_ Con razón dejó de matar de un día para el otro_ concluyó uno de los oficiales que estaba parado frente a la pareja de fallecidos._ Se enamoró de su siguiente víctima.
_ Igual, terminó en tragedia, como Romeo y Julieta_ repuso su compañero._ Caso cerrado.
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