sábado, 23 de mayo de 2020

El clan Iribarne (Gabriel Zas)







Todos los pasajeros del vuelo 305 con destino a la Patagonia tenían su atención puesta en un matrimonio que discutía en fuertes términos. Algunos intervinieron para intentar calmar las aguas, pero el resultado fue nulo. Intervinieron también las azafatas y la discusión siguió su curso de mal en peor.  Hasta que Marcelina Iribarne se hartó, se levantó de su asiento, tomó sus maletas y se bajó del avión decididamente. Su esposo, Juan Bertorelo, se mostró indiferente hacia el abandono de su esposa y viajó a destino. Había ido a Santa Cruz a pescar y a visitar a unos amigos. Estaba en un bote alquilado transitando las espléndidas aguas del mar Argentino cuando una voz por radio lo hizo volver con suma urgencia a puerto. Al arribar y antes de que terminara de amarrar el bote, el empleado de turno le dijo que la Policía necesitaba comunicarse cuanto antes con él. Juan Bertorelo se mostró confundido y alarmado al mismo tiempo, y se contactó con las autoridades con un ápice de renuencia.
_ Habla Juan Bertorelo_ se presentó ante quien atendió su llamada._ Entiendo que la Policía quiere hablar conmigo de forma urgente… Bien, lo espero.
Transfirieron la llamada a la autoridad competente, con quien el señor Bertorelo habló no más de cinco minutos. Cuando colgó el tubo del teléfono con pesadumbre y dolor,  sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal y empezó en consecuencia a convulsionar frenéticamente. Afortunadamente, el empleado que le alquiló el bote reaccionó a tiempo y el señor Bertorelo se recuperó en pocos minutos.
_ ¿Se encuentra usted bien, caballero?_ le preguntó el empleado, algo angustiado.
_ Sí, estoy bien. Gracias_ repuso el señor Bertorelo con algo de dificultad.
_ ¿Qué pasó?
_ Marcelina, mi esposa… La encontraron muerta. La asesinaron.
Juan Bertorelo dio señas de volver a estremecerse, pero eso no ocurrió.
_ ¡Señor, por Dios!_ reaccionó el empleado del puerto, totalmente aterrado._ Lo lamento profundamente.
_ Gracias, buen hombre.
_ ¿Están seguros de que fue asesinato?
_ La Policía asegura que la estrangularon por detrás. Están reconstruyendo la escena para tener más presiones al respecto.
_ Señor, no sé cómo ayudarlo.
_ Ya lo hizo salvándome la vida. ¿Sabe una cosa? Íbamos a viajar juntos. Pero discutimos en el avión y ella se bajó dos segundos antes de que despegara. Y yo, indiferente ante la situación, no sé si por tacaño o si por ambicioso o si por cobarde, dejé que se fuera y yo volé igual. Es mi culpa.
_ No, quédese tranquilo. Usted no tiene la culpa de nada.
_ Fui un egoísta que puse mis intereses por encima de mi matrimonio.
_ No se alarme. Vuelva cuanto antes para Buenos Aires.
_ ¿Cuánto es el alquiler del bote?_ quiso saber Juan Bertorelo metiendo su mano en el bolsillo trasero de su pantalón para extraer la billetera.
_ Nada. No le voy a cobrar en estas circunstancias.
_ Pero, va a tener problemas con su patrón sino.
_ Yo lo manejo, eso es lo de menos. Vaya y utilice ese dinero en volver para Buenos Aires. Lo de su esposa es mucho más urgente.
Juan Bertorelo le esbozó una sonrisa y corrió hacia el aeropuerto para tratar de alcanzar a tiempo el primer vuelo que partiese para Capital Federal.
Cuando llegó a su casa, se encontró con una escena espantosa. Policías por doquier y toda la casa revuelta de pies a cabeza, como si el asesino buscara algo en particular.
El capitán Riestra recibió con una actitud acorde al contexto al señor Bertorelo y hablaron tranquilos en la oficina que Juan Bertorelo tenía en su casa. Era dueño de una empresa que fabricaba repuestos para ferrocarriles y embarcaciones.
_ El portero de su edificio_ le explicaba el capitán Riestra_ fue quien encontró el cuerpo  de la señora Iribarne y nos avisó a nosotros. También fue quien nos notificó de su viaje a la Patagonia. Llamamos a Aeroparque, nos dieron los datos del vuelo, en Santa Cruz nos dieron los registros del hotel en el que se hospedaría, allí nos dijeron que fue al puerto y tuvieron la gentileza de contactarnos con ellos, y ellos con usted. Así lo localizamos. Pero no le dije todo esto para hacer gala de mi trabajo, sino porque el viaje estaba programado para dos, pero se embarcó usted solo. ¿Por qué, señor Bertorelo?
_ Porque Marcelina y yo discutimos a bordo. En un momento, ella se resignó y desistió del vuelo.
_ Eso mismo nos dijeron los testigos con los que hablamos. No se comportó usted como un buen marido que digamos.
_ No me lo recuerde. Estaba tan enojado, que… No sé, actué equivocadamente. Por instinto, por estúpido, como quiera decirle, capitán.
_ ¿Por qué discutían, señor Bertorelo?
_ Por cuestiones de familia. Ella quería irse por un tiempo a Cuba por un asunto familiar, que no me parecía que requiriera indispensablemente de su presencia.
_ ¿Tenían algo de valor en la propiedad?
_ Muchas cosas. Alhajas, diamantes, ahorros en dólares y pesos…
_ Me refiero concretamente algo muy preciso, algo por lo que valiera la pena matar.
_ No, nada de eso. ¿Por qué me lo pregunta, capitán?
_ Porque la casa está muy revuelta, lo que me sugiere que el asesino se tomó la molestia de buscar algo muy particular y muy especial.
_ Se equivoca.
_ La cerradura no estaba forzada. ¿Quién más tenía copia de la llave del departamento, señor Bertorelo?
_ Marcelina y yo, nadie más. Bueno, y el portero también. Tiene copia de las llaves de todos los departamentos.
_ Eso es interesante. ¿Usted qué opina?
_ Que no me gusta lo que está insinuando, capitán.
_ Es curioso que lo dijera porque no estaba insinuando nada.
_ ¿Y el portero? Nunca me fié de él.
_ Tiene una coartada sólida.
_ ¡Yo estaba en el avión cuando la mataron! Es una locura lo que está sugiriendo.
_ Reitero, señor Bertorelo, que no insinué nada significativo.
_ Ustedes los policías son todos iguales. Llega un punto en que se vuelven predecibles. ¿Hablaron con el resto de los vecinos?
_ No vieron ni escucharon nada fuera de lo normal. ¿Sabe lo que me resulta ciertamente llamativo, señor Bertorelo?
_ A ver. Lúzcase, capitán, haciendo conjeturas infundadas y ridículas.
_ Que el ropero de su esposa tenía bastante ropa. Digo, si pensaban irse de viaje una semana, ella no iba a llevar tan poca ropa en su maleta.
_ Revise la maleta y verifíquelo usted mismo. Usted sabe que la naturaleza de la mujer es muy compleja.
_ Esa es la cuestión. La valija no está. No la encontramos por ningún lado. ¿Usted se imagina que pudo haber hecho con ella la señora Iribarne?
_ No sé. ¿Quién sabe? Ni siquiera sé si vino inmediatamente para acá después de que abandonara el vuelo.
_ ¿Y a qué otro lugar pudo haber ido?
_ ¡Ya le dije que no sé, capitán! Deje de tratarme como si fuese culpable. Mi esposa está muerta, la mataron. No sabe cómo me siento. Así que, voy a pedirle un poco más de consideración, si no lo toma a mal.
_ Para nada, señor Bertorelo. ¿Notó si alguien miraba de forma poco habitual a su mujer en el avión?
_ Para serle franco, no.
_ ¿Y nadie más abandonó el vuelo después de que ella lo hiciera?
_ No todos están tan locos como para tomar semejante decisión.
_ Tomo eso como un no.
_ Fue lo que dije.
_ Bien. ¿Ningún pasajero en particular se acercó a disuadirlos para que dejaran de discutir?
_ Prácticamente, todo el avión. Pero ninguno sobresalía, si a eso se refiere.
_ ¿Ni reconoció a ninguno, puntualmente?
_ En absoluto, capitán.
_ ¿Había discutido con su mujer en las últimas semanas?
_ Discutíamos con frecuencia, capitán, como todo matrimonio. Pero todas cosas sin importancia. Ahora, si me disculpa…
_ Muy bien. No salga del país. La Fiscalía lo va a citar en unos días para que preste testimonio. Lo dejo tranquilo. Cuando el resto de los peritos terminen su labor, se retirarán. Hasta luego.
Y el capitán Riestra abandonó el despacho de Juan Bertorelo. Resultó un hombre de modales agresivos, poco amable y de temperamento hostil. Pero lo que más impresionó a Riestra fue esa sensación de que el señor Bertorelo se estaba esforzando por ocultarle algo.
Sentía un gran impulso por consultar al respecto con el inspector Dortmund, pero resistió la tentación a fuerza de plena voluntad. Quería demostrarle que era capaz de resolver eficazmente un caso sin su intervención. Más que una demostración para Dortmund, lo era para sí mismo.
Desde Aeroparque, se contactaron con él porque una de las azafatas encontró olvidada en el avión la valija de la señora Marcelina Iribarne. Pero se negaron a devolvérsela sin la anuencia del juez competente en la causa.
Pasaron tres semanas hasta que la orden finalmente llegó a manos del capitán Riestra. Durante ese tiempo, no fueron demasiados los avances que Riestra alcanzó. Pero había descubierto, entre esos avances, uno muy trascendental: que el señor Juan Bertorelo tenía una amante quince años menor que él. “Un buen motivo para el asesinato-pensó Riestra para sí- ¿Pero, cómo hizo el señor Bertorelo para matar a su esposa estando en el avión?”. Quien podía disipar esa duda de forma inexorable era el inspector Dortmund. Pero Riestra seguía negándose a consultarle. Tenía que usar, por ende, todo su ingenio para descubrirlo por sus propios medios.
Con la orden del juez de Instrucción en mano, se dirigió a Aeroparque a retirar la maleta de Marcelina Iribarne como evidencia. Pero cuando llegó, un caballero que él conocía muy bien estaba mostrándole una fotografía a la empleada de recepción. Riestra no sabía si ponerse contento o frustrarse. Pero sí supo cómo confrontar a ese caballero impertinente.
_ ¿Qué hace acá, Dortmund?_ le preguntó en tono poco grácil.
_ ¡Capitán Riestra!_ replicó Sean Dortmund._ Supe del caso y no pude contenerme de hacer mis propias averiguaciones aparte.
_ ¿Por qué no me avisó?
_ Porque un colega suyo me notificó que usted quería demostrarme a mí, pero particularmente a sí mismo, que era capaz de resolver un caso sin mi intervención.
_ Bueno. Sí, tal vez…
_ Si lo hace sentir complacido, nunca puse en duda sus capacidades. Usted es un gran capitán en jefe de Homicidios. Por algo ocupa ese cargo y por algo también hasta ahora aquí, hablando conmigo, frente a frente. ¿A qué conclusiones llegó, capitán Riestra?
Riestra sintió una enorme satisfacción recorrer su estómago.
_ El señor Bertorelo mató a Marcelina Iribarne por una amante_ alegó con modestia._ Engañaba a su esposa con una mujer quince años más chica que él.
_ Lo felicito, capitán. Descubrió usted correctamente al asesino. Cuénteme cómo llegó a esa conclusión.
_ Por varios detalles, Dortmund. El placard de la señora Marcelina Iribarne estaba repleto de ropa, lo que me llevó a concluir que en su valija guardó poco o nada de ropa, lo que resulta insuficiente para un viaje de una semana. El otro detalle fue que la cerradura de la puerta de su casa no estaba forzada. Además, el asesino había revuelto excesivamente todos los muebles de la propiedad en general como para pretender aparentar un robo o que buscaba algo específico. ¿Además, primero comete el crimen a traición, estrangulando a la víctima por la espalda y luego se entusiasma revolviendo todas las cosas? Me sonó extraño.  El escándalo en el avión fue otro detalle que me llamó poderosamente la atención. Me dio la impresión de que el espectáculo fue preparado adrede para que la gente se fijara en él para enaltecer su coartada. Y además, el señor Bertorelo me dio todo el tiempo la impresión de estar ocultando algo.
_ ¡Lo felicito, capitán Riestra! Se lo digo honestamente.
_ Muchas gracias, Dortmund. Me complacen sus elogios.
_ ¿Y cómo piensa que se llevó a cabo el asesinato?
_ El señor Juan Bertorelo contrató a alguien. Se infiere solo.
_ Ahí se equivoca.
Sean Dortmund le exhibió al capitán Riestra la misma fotografía que le mostrara recientemente a la empleada de Aeroparque.
_ ¿La reconoce?_ le preguntó Dortmund a Riestra.
_ Es nuestra víctima, Marcelina Iribarne.
_ Exactamente. Pero la señorita aquí presente-señaló a la empleada en cuestión- no la reconoció como la mujer que discutió con el señor Bertorelo a bordo del vuelo 305.
_ Eso es imposible…
_ Señorita, por favor.
_ De aspecto era casi idéntica. Pero la mujer que vimos discutiendo con el señor Bertorelo era de estatura más baja y tenía los ojos de otro color_ respondió la muchacha amablemente.
_ Créame que no entiendo, Dortmund.
_ Se lo explicaré, capitán Riestra. La mujer que vieron a bordo discutir con el señor Juan Bertorelo era su amante, Analía Mayorga, quien tomó el lugar de la señora Marcelina Iribarne. Pero no se tuvieron en cuenta mínimos detalles: un rostro de una persona de 35 años se ve distinto al de una persona de 50. Y además, el detalle fundamental del color de ojos. Los de la víctima, verdes, y los de la señorita Mayorga, marrones. Un par de lentes de contacto hubiese solucionado el imprevisto. El señor Bertorelo jamás tuvo intención de viajar a la Patagonia con su mujer, sino que fue todo un montaje para crearse una coartada y tener testigos oculares que lo vieran en el avión al momento del asesinato, cuando en verdad ya se había cometido. El señor Juan Bertorelo estrangula a su esposa y revuelve la casa para fingir un robo. Las cosas que sustrajo las guardó en la valija de su mujer, dejando solamente algunas prendas y guardando el resto en el placard. La maleta hacía bulto, estaba pesada. ¿Quién iba a sospechar algo? Pero usted, capitán Riestra, revisó audazmente el placard de la señora Iribarne y lo dedujo brillantemente. Inmediatamente, la señorita Mayorga se atavia en las prendas de la señora Iribarne, se coloca una peluca y se arregla para parecerse lo más exactamente posible a ella. Una vez efectuado el cambio de apariencia, la pareja se dirige aquí abordar el avión para la Patagonia. Una vez abordo, la pareja necesita un pretexto para que la señorita Mayorga abandone la aeronave y montan el espectáculo de la pelea, que le sirvió a su vez al señor Bertorelo para crearse una coartada. Pero en la huída desesperada, Analía Mayorga se deja olvidada la valija y el señor Juan Bertorelo no se percata de ese detalle. Pero, ¿qué importaba, llegado el caso, si él estaba navegando por las hermosas aguas del mar Argentino al momento del crimen de su esposa? Fue un plan extraordinariamente hábil. Pero fueron esos pequeños detalles lo que lo dejó al descubierto.
El capitán Riestra se quedó sin aliento, tras lo que le extendió la orden del juez de Instrucción para retirar la valija de la señorita Analía Mayorga, alías Marcelina Iribarne, a la recepcionista de la empresa aérea. La joven la leyó, se la devolvió en mano cordialmente y le entregó en mano la valija en cuestión. La abrió y tanto él como Dortmund corroboraron que en su interior había diversos efectos personales extraídos del departamento y unos pocos vestidos pertenecientes a la señora Iribarne. Riestra miró al inspector Dortmund significativamente, cerró la maleta, le agradeció a la muchacha de la recepción su colaboración y los dos hombres emprendieron el trayecto hacia la salida.
_ Jamás entenderé la necesidad del hombre de asesinar a su mujer para quedarse con su amante_ comentó Riestra.
_ La señorita Analía Mayorga era la amante del señor Bertorelo, pero no fue ese el motivo real del asesinato_ repuso Dortmund para sorpresa del capitán Riestra.
_ ¿Me está diciendo que la mataron por otra razón?
_  El señor Juan Bertorelo le hizo creer a la señorita Mayorga que el crimen sería para estar juntos. Pero en realidad ese fue un pretexto. La usó para cubrir sus verdaderos propósitos.
_ ¿Y cuáles son esos verdaderos propósitos, Dortmund?
_ ¿No le sugiere nada el apellido Iribarne?
Riestra vaciló por unos segundos.
_ No. En absoluto_ respondió resueltamente decidido.
_ Se lo explicaré, entonces. El señor Juan Bertorelo se casó con la señora Iribarne sólo para acercarse a ella y robar un documento muy valioso. Y utilizó a su vez a la señorita Mayorga como chivo expiatorio para cubrir su verdadera motivación, haciéndole creer que estaba enamorado de ella. La familia Iribarne es una familia con una oscura historia criminal. El Clan Iribarne fue iniciado en 1912 por el bisabuelo de la señora Marcelina Iribarne, el señor don Aurelio Iribarne. Secuestraban personas, mataban, torturaban, esclavizaban mujeres provenientes desde todas partes de Europa, lavaban dinero, se dedicaban a sobornar a jueces y policías… En fin. Su madriguera era un conventillo de La Boca, que funcionó como fachada muy bien durante muchos años, amparados por gente cercana a Marcelo T. De Alvear según consta.  Hasta que en 1930, con el golpe de Estado que derrocó al presidente Yrigoyen, el dr. Alvear les soltó la mano y ya no tuvieron resguardo del Gobierno. Un representante del gobierno de Alvear les dijo que si no le pagaban un millón de pesos, los iban a detener y a matar y hasta a humillar. Entonces, el clan robó documentos secretos de Alvear y los exhibió en público. Se dice que esos documentos fueron los causales del estallido que en 1931 obligó a varios dirigentes de la UCR a exiliarse, entre ellos, el propio Alvear. A raíz de eso, el clan Iribarne se mantuvo un tiempo en las sombras y volvieron a la vida bajo una historia completamente falsa. La historia de una familia digna y de bien, el ejemplo de una familia de sociedad de aquéllos días que llevó adelante diversos actos solidarios para con el pueblo. Una familia muy solidaria. Pero se dice que un dirigente de Alvear, de apellido Bertorelo casualmente, mantuvo en su poder unos documentos muy valiosos que contaban la verdadera historia de la familia Iribarne, documentos que de ver la luz, descalificaría por completo el apellido Iribarne y expondría una verdad ignorada por muchos. Los Iribarne, hasta hace dos meses, siguieron haciendo donaciones a quienes lo necesitaban. Para concluir, esos documentos con la verdadera historia del clan Iribarne estarían ocultos en el interior de un bastón que tenía en su posesión la señora Marcelina Iribarne. Pero estoy más que seguro que ella era una mujer honesta y caritativa, y que desconocía por completo todo esto que le he contado. El señor Juan Bertorelo por supuesto, quería hacerse de esos documentos para continuar el legado familiar y honrar la memoria de sus antepasados.
_ Será cuestión de encontrar ese bastón para verificar si realmente en su interior están ocultos tales documentos…_ adujo Riestra azorado y emocionado a la vez.
_ Vamos a encontrarlo, capitán. Se lo prometo.



miércoles, 13 de mayo de 2020

La ronda (Gabriel Zas)









                          


_ La víctima a la que tenés que matar es a la que salga segunda en la ronda_ le decía un desconocido a otro._ Esta es la señal convenida. Vos ahí mismo te vas a dar cuenta quién es. La vas a ubicar visualmente enseguida, no te preocupes por eso.
_ ¿Por qué no me decís directamente quién es, en vez de estar jugando a las adivinanzas?_ le replicó con dureza su interlocutor.
_ Porque cuanto menos sepas, mejor, para que después llegado el caso la Policía no sospeche de nosotros.
_ ¿Y si le erro?
_ Vos sos muy inteligente. Dudo absolutamente de que vayas a cometer semejante error.
_ Mirá que nadie es perfecto, eh…
El otro reflexionó por unos segundos y se resignó a las dudas de su par.
_ Está bien, hagamos algo más sencillo._ propuso._ Cuando llegamos, yo te presento a todo el resto y vos ahí te memorizás quién es quién. Cuando adoptemos la señal convenida, vos ya lo vas a tener identificado de antemano y te va a resultar más sencillo actuar. ¿Te parece mejor hacer así?
_ Pacto de caballeros.
Y se estrecharon la mano.
_ ¿Estás seguro que nadie va a sospechar nada malo, no?
_ La ouija la voy a manipular yo. Está todo controlado eso. Vos tranquilo. ¿Está todo listo?
_ Sí.
_ Vamos entonces, que sino vamos a llegar tarde.
Y los dos desconocidos partieron.


                                                                              ***

El grupo de seis amigos estaba sentado en ronda alrededor del tablero de la ouija que descansaba sobre el centro de una mesa especialmente preparada para la ocasión, tomados de la mano entre sí y con los ojos cerrados. La habitación estaba  semi en penumbras, iluminada tenuemente sólo por el reflejo de una lámpara encendida. Algunos rostros expresaban emoción, otros pánico y otros en cambio, se mostraban absolutamente indiferentes. Afuera el clima era hostil y aullaba un viento arrollador, que erizaba la piel. El ambiente era irremediablemente propicio y adecuado para un juego de tales características.
Cuando la concentración ganó protagonismo, empezaron las preguntas, cuya copa a la que los seis participantes estaban adheridos iba moviéndose de letra en letra para formar la respuesta buscada. Algunos se alteraban, otros en cambio se mostraban inmunes. Pero repentinamente, la luz de la lámpara se apagó y el ambiente fue dominado por una incómoda y turbia oscuridad.  Alguien tanteó las paredes, localizó el interruptor y presionó la perilla para iluminar la sala nuevamente.  Cuando la luz retornó, una mujer estaba convulsionando, empezó a delirar y a comportarse erráticamente. Todos estaban preocupadamente azorados y asustados frente a tal hecho. Pero era imposible detener a esta mujer  evidentemente afectada seriamente por el juego mismo.  De la nada, empezó a ahogarse y se precipitó de espalda en seco al piso, quedando inerte y decididamente inmóvil. El resto la contempló obnubilado y totalmente afectado.
_ Tranquilos_ dijo una voz._ Voy a acercarme.
En efecto, esta persona se acercó, se puso de cuclillas ante el cuerpo y le tomó el pulso del cuello. Estaba muerta. Miró a los otros con una  grave expresión que advirtieron enseguida. El temor y los nervios fueron mayúsculos y generó una conmoción en masa que pocos tuvieron la capacidad de controlar debidamente.
_ ¿Y ahora qué hacemos?_ preguntó una voz femenina, indiscutiblemente alterada.
_ Llamar a la Policía. Va a hacer peor si nos mandamos a mudar sin avisar_ dijo quien corroboró el deceso sin todavía poder despegar los ojos del cuerpo, impactado aún por lo ocurrido.
_ Sí, hay que hacerlo. No tenemos alternativa_ afirmó alguien por ahí.
Quien corroboró la muerte de la víctima se llamaba Fernando Treminio y la víctima en sí se trataba de Ema Merazo.
Fernando Treminio se reincorporó y demandó al resto a mantener la calma. Algunos salieron del departamento temporalmente a tomar aire porque se sentían emocionalmente afligidos y fatigados por lo sucedido.
_ ¿Qué fue lo que le pasó?_ le preguntó con la voz quebrada Mariela Zaldívar, la mejor amiga de Fernando Treminio a él mismo.
_ Lo más probable es que sufriera un ataque de pánico que devino en un infarto_ respondió Fernando Treminio, gravemente afectado y preocupado.
_ No soportó el juego y colapsó.
_ Pareciera que sí.
Un grito seco y ahogado provino de afuera.  Todos corrieron a ver de qué se trataba. Juan Contreras, otro de los amigos del grupo, apareció muerto sobre la cabina del ascensor. Tenía una lapicera estilo pluma clavada profundamente en el cuello y el asesino se deshizo del cuerpo arrojándolo por el vacío del ascensor.  Todos miraban asustados, preocupados y alterados la escena.
_ ¿Qué está pasando?_ preguntó alarmada Mariela Zaldívar, entre sollozos.
_ Esto no fue ningún accidente. Y lo de Ema… Estoy seguro que tampoco_ respondió otro de los amigos, absolutamente consternado.
_ ¡Este juego de porquería!_ gritó desenfrenadamente Mariela.
_ Ningún juego. Esto lo hizo uno de nosotros cuatro_ reflexionó Fernando Treminio, escrutando al resto con solemne severidad.  
Todos se miraron entre sí bajo el mismo manto de sospecha.
_ La pregunta es quién y por qué.
La desconfianza  conquistó irresolutamente el ánimo de los cuatro amigos involucrados en el incidente.

                                                                   ***

Los cuatro sospechosos eran entonces Fernando Treminio, Mariela Zaldívar, Martín Valero y Estefanía Mena. Y las víctimas Ema Merazo y Juan Contreras.
El capitán Riestra entró a la escena y un oficial asignado al caso lo puso al tanto de lo sucedido.
_ Los seis amigos en cuestión estaban jugando a la ouija_ le explicaba el oficial a Riestra._  Parece que era rutina. No era la primera vez que lo hacían. Lo encontraban entretenido. La cuestión es que la luz de aquélla lámpara- la señaló- se apagó y cuando la restablecieron, vieron a la señorita Merazo convulsionar y perecer frente a sus propios ojos. Entre tanto ajetreo, Contreras se habría quedado sin aire y salió al pasillo a oxigenarse. Quien salió atrás suyo pasó completamente desapercibido. Pero quien haya sido, abrió las puertas del ascensor y arrojó a Juan Contreras al vacío después de haberle clavado una pluma en el cuello. Y la señorita Mena gritó cuando descubrió su cuerpo sobre la cabina.
_ Muy claro su relato, oficial_ ponderó el capitán Riestra._ ¿Por qué salió la señorita Mena?
_ Según ella, a pedirle ayuda a algún vecino.
_ Está bien. Me gustaría examinar la escena de ser posible.
El oficial consintió el pedido del capitán Riestra y lo dejó trabajar tranquilo. Riestra examinó la lámpara que se apagó durante el juego y advirtió que tenía colocado un parche humedecido en agua sobre un trozo de cable cortado. El corte de luz fue entonces deliberadamente perpetrado.  Se quedó unos segundos pensativo y examinó seguidamente el cuerpo de Ema Merazo. Luego, revisó la mesa de juego y se acercó de nuevo al oficial que lo asistió anteriormente.
_ Dígame, señor_ dijo el oficial en cuestión en respuesta al llamado del capitán Riestra.
_ Llame a Dortmund, por favor. Lo necesitamos con urgencia_ ordenó Riestra.
Al rato, Sean Dortmund se anunciaba con el oficial de guardia que custodiaba la entrada y era afablemente recibido por el capitán Riestra.
_ Un doble homicidio y la ouija mediante_ comentó Sean Dortmund, invadido por una extraña sensación de amargura.  
_ No creerá que el juego los mató a ambos…_ repuso con escepticismo el capitán Riestra.
_ No, para nada. El juego fue sólo una excusa. Los homicidios los cometió una persona de carne y hueso.
Dortmund revisó la mesa y notó que un vaso estaba por la mitad.
_ ¿Quién se sentaba en este lugar?_ preguntó con mucho interés el inspector Dortmund.
_ De acuerdo a los testimonios de los cuatro sospechosos, Martín Valero.
El inspector tomó el vaso pertinentemente y lo inspeccionó minuciosamente. Percibió un aroma atípico que reconoció rápidamente. Era estramonio.
_ ¿Con qué estramonio, eh, Dortmund? No me equivoqué al solicitar su colaboración en el caso.
_ Es un poderoso alucinógeno… Tan poderoso como letal. La señorita Merazo aparentemente ingirió una dosis elevada que la mató al instante.
_ Eso explica el comportamiento errático que manifestaron que ella presentó antes de morir.
_ Sufrió terribles alucinaciones. La agonía fue terrible, capitán Riestra. El asesino quería que sufriera.
_ Déjeme preguntarle algo, Dortmund. ¿Es posible que el blanco real del asesino fuese el señor Valero y la señorita Merazo tomó el vaso por error? Como estaba todo el ambiente en penumbras, es posible que no advirtiera nada fuera de lo común.
_ Es perfectamente razonable, capitán Riestra. Empieza usted a razonar con sentido común.  Ésa fue la intención por la que el asesino indujo el corte de luz intencionalmente: para darse tiempo de echar el estramonio discretamente en el vaso de su interés. Pero entra tanta conmoción se desorientó y echó el veneno en el vaso equivocado. Y la señorita Merazo tomó el vaso equivocado.
_ Entonces, es posible que el señor  Martín Valero tampoco fuese el blanco real del asesino.
_ No. El único objetivo de este plan era asesinar al señor Contreras, capitán.
_ Tiene sentido, Dortmund. Juan Contreras estaba sentado justo a la izquierda del señor Valero.
_ Y el asesino confundió la izquierda con la derecha por efecto de la conmoción del momento y envenenó un vaso que no era el correcto. Y por ende, asesinó a la persona que no era la correcta. Y aprovechó la incertidumbre que giraba en torno al primer asesinato, para pasar desapercibido, seguir al señor Contreras, matarlo y ocultar su cadáver en el tubo del ascensor. Un lugar rápido y efectivo para deshacerse del cuerpo en el momento. Pero no una elección muy inteligente que digamos.  
_ ¿Cómo se oculta un cuerpo en un ascensor en tales condiciones? Honestamente, lo veo complicado.
_ Sin embargo, resulta mucho más sencillo de lo que imagina. Cuando me anuncié con el portero del edificio, me dijo una peculiaridad referida al ascensor que el asesino debió descubrir cuando subió para venir acá. Y que la usó a su favor en virtud de que las cosas no salieron acordes a la idea original.  
_ Nunca deja de sorprenderme, Dortmund.  En fin. Hay una habitación de la casa dispuesta exclusivamente para llevar a cabo los interrogatorios.
_ Me complacerá acompañarlo, capitán Riestra.
_ Por eso se lo comenté.  Si le parece, Dortmund…
Fueron hasta la habitación en cuestión y tomaron sus respectivos lugares. Fernando Treminio fue el primero en ser interrogado. Un joven alto, piel tostada, de carácter apacible y reservado.  En resumen, dijo que no vio nada inusual, que no vio salir a nadie detrás de Juan Contreras, que estaba terriblemente conmocionado por lo ocurrido y que no era la primera vez en general que jugaban a la ouija, pero sí la primera vez para una de las víctimas, Ema Merazo. Comentó que le dio la impresión que su desvarío y posterior colapso fueron consecuencia del susto que se llevó por el juego. Pero cuando Dortmund le aclaró lo del estramonio, se quedó tan sorprendido como frívolo. Y por último dejó sentado que no sabía de dónde había salido el estramonio. Le dieron las gracias y se retiró.
_ ¿Qué opina de su testimonio, Dortmund?_ quiso saber el capitán Riestra.
_ Me pareció sincero en todo sentido_ respondió el inspector, quedamente._ Pero no nos limitemos a emitir opiniones prematuras.
La siguiente en ingresar fue la señorita Estefanía Mena. Mujer de unos treinta años, rostro blanquecino sobresaliente por sus grandes y hermosos ojos azules, cejas prolijamente recortadas y cabello colorado. Atestiguó estar sumamente conmocionada por lo sucedido, que tampoco ella vio salir a nadie detrás del señor Contreras y que cuando la luz de la lámpara cedió, ella tanteó en la oscuridad las paredes para encontrar el interruptor para encender la luz. Que ya había jugado antes y que no sabía quién pudiera querer muerto al señor Contreras. Pero alegó algo que llamó la atención de Dortmund y de Riestra poderosamente. Había alguien que era la primera vez que veía y no se refería precisamente a la señorita Merazo, que era la primera vez que jugaba a la ouija. Ambos caballeros se quedaron perplejos por ese último dato y la dejaron ir amablemente.
_ Interesante. ¿No le parece, Dortmund?_ comentó el capitán Riestra, sumamente atraído por el caso.
_ Mucho, capitán Riestra_ repuso el inspector, reflexivo.
El siguiente en ser sometido al interrogatorio fue el señor Martín Valero. Hombre de temperamento fuerte pero de modales dóciles, buen porte, ojos color café y cabello rubio. Declaró lo mismo que los dos anteriores. Y al igual que Estefanía Mena, vio a alguien por primera vez que no era tampoco precisamente la desafortunada señorita Merazo.
Finalmente, el testimonio de Mariela Zaldívar, mujer joven, de rostro reluciente y un hermoso cabello negro, fue coincidente con los anteriores. Incluso en esa persona que era la primera vez que veía.  Cuando la señorita Zaldívar abandonó la habitación, después del interrogatorio, Dortmund se puso de pie surcando una enorme sonrisa de satisfacción.
_ ¿Tiene una idea al respecto, no?_ le preguntó levemente irritado el capitán Riestra.
_ El caso está resuelto, capitán_ replicó el inspector con aire triunfal y muecas de soberbia.
_ ¿¡Qué!?
_ No es muy difícil, capitán Riestra. La solución está a la vista. El asesino preparó  de antemano la lámpara para que se produjera una falla eléctrica y se apagara. En medio de la oscuridad y entra tanta confusión, equivocó las coordenadas y envenenó el vaso del señor Martín Valero por error, el cual tomó también por error la señorita Merazo, dando como resultado una muerte agonizante. ¿Esto qué nos dice? Que el asesino quería que su víctima sufriera, conclusión que nos lleva a su vez a otra inevitable: que el crimen era muy personal. Pero falló y debía subsanar su error. El ascensor, capitán Riestra, tenía averiado el sistema de abertura automático de puertas. Esto es, que las puertas podían abrirse manualmente haciendo el más mínimo esfuerzo. Eso fue lo que me dijo el portero cuando llegué. Que por cuestiones de diversa índole, todavía no habían podido llamar a un técnico para que lo reparase. El asesino, no dudo, debió notarlo cuando subió. Pero le restó importancia en el momento. Y cuando su primer intento de matar al señor Juan Contreras fracasó, lo recordó inmediatamente. En medio del caos por la repentina e inexplicable muerte de la señorita Merazo, el asesino tomó una pluma que vio por ahí y se la asestó certeramente en el cuello al señor Contreras, el cual agonizó terriblemente. El asesino entonces salió, abrió la puerta del ascensor e indujo al señor Juan Contreras a precipitarse al vacío. Y para generar confusión, el mismo asesino exhaló un grito profundo simulando hallar el cuerpo. Pero entre tanto estupor, nadie percibió quién gritó porque no detectaron ni siquiera quién faltaba. Y el trauma que recibieron al contemplar el cuerpo del señor Contreras en tales condiciones, reforzó esa idea. Fue perfecto. Una sincronización de movimientos y hechos extraordinaria.
_ ¿Pero, quién es esa persona, Dortmund?
_ La única que no sabía dónde estaba el interruptor de la luz porque nunca antes había estado allí, capitán Riestra: la señorita Estefanía Mena.
Riestra se quedó obnubilado.  A los pocos minutos, teníamos a la joven nuevamente sentada frente a nosotros. Comprendió que estaba atrapada y que intentar evadirse de la situación resultaría completamente inútil.
_ A mí me contrataron_ confesó la señorita Mena, afligida._ La persona que me pidió que la ayudara a asesinar a Juan pretendió ser discreta para evitar sospechas. No me dijo quién era el objetivo directamente, sino que debía matar a la persona que saliese segunda en la ronda de juego. La que fuese nombrada segunda, como señal convenida. Pero como no quise permitirme cometer errores, esta persona me dijo que iba a presentarme formalmente a cada uno del resto y que así yo memorizaría el nombre de cada uno y sabría entonces con mayor certeza a quién matar, porque yo no conocía a nadie. Pero al corte de luz, le siguió la conmoción y todo se me fue de las manos. Y cometí un grave desliz, que me vi en la obligación de corregir.
_ ¿Quién la contrató, señorita Mena?_ preguntó Riestra con autoridad.
_ La señorita Ema Merazo_ repuso Dortmund con arrogancia.
_ ¡La primera víctima!
_ ¡Fue un error terrible!_ se lamentó Estefanía Mena entre lágrimas._ Sentí la necesidad de vengarla, de remediar las cosas. Por eso asesiné a Juan después. ¡Nada de esto debió pasar! ¡Soy una idiota! Estaba todo preparado para que no fallara: el juego, la ronda, el corte de luz… Y tiré todo por la borda.
_ ¿Por qué Ema Merazo quería muerto al señor Juan Contreras?_ inquirió Riestra.
_ Porque la rechazó_ respondió Estefanía Mena con pesar._  Ema estaba perdidamente enamorada de Juan, pero Juan nunca se fijó en ella. Hizo de todo para llamar su atención, pero él jamás lo notó. Y cuando ella le declaró su amor, él se ofendió, la rechazó de malas maneras y le pidió que lo dejara tranquilo y que nunca más lo molestara. Y Ema no lo soportó porque era una mujer muy frágil… ¡No lo soportó! Creo que Juan debió imaginarse que algo pasaría porque Ema nunca antes había participado de este juego, que se juntaban a jugarlo regularmente una o dos veces por mes.
_ Y usted no debe imaginarse cómo es la vida carcelaria de una mujer joven y atractiva como usted, señorita Mena_ le dijo Riestra con sorna. Le colocó las esposas y la llevó detenida.
_ Lo invito a mi casa esta noche, capitán Riestra_ le dijo Dortmund después.
_ ¿A cenar? Acepto gustosamente_ replicó el capitán con un esbozo.
_ No exactamente. Sino a jugar cierto juego con un tablero y letras…
Y se rió con sarcástica malicia.

sábado, 9 de mayo de 2020

El cerrajero (Gabriel Zas)









                                           

Damián se palpaba desesperadamente todos los bolsillos de sus ropas inútilmente. Recordaba muy a flor de piel haber recogido las llaves antes de salir, pero al parecer, o se las olvidó o las perdió en algún lugar quién sabe en dónde.  Así que para entrar de nuevo a su morada, como vivía solo, tuvo que recurrir a la única solución posible: llamar a un cerrajero de turno. Le pidió prestada la guía telefónica a uno de sus vecinos y verificó que había un cerrajero a sólo cuatro cuadras de ahí. Le pidió prestado amablemente el teléfono a su vecina, a la que le explicó lo ocurrido, y llamó al número que figuraba en la publicación. Juan, tal era el nombre del cerrajero, aceptó el trabajo gustosamente. En menos de diez minutos, el hombre se apersonó con una valija en mano que contenía todas las herramientas que pudiera necesitar para realizar su labor eficientemente.
Damián le expuso escuetamente su problema y Juan lo resolvió enseguida, con una velocidad inaudita. Mientras manipulaba profesionalmente la cerradura para abrir la puerta, él y su cliente discutieron sobre temas variados. Hasta que se escuchó un “click”, Juan tiró suavemente del picaporte y la puerta se abrió sin oponer resistencia alguna.  
_ ¿Hace mucho que vive acá en el barrio, maestro?_ le preguntó el cerrajero a Damián sólo por curiosidad.
_ ¿Por qué quiere saber?_ repuso el aludido con una sonrisa incómoda.
_ No se me ofenda, don. Es que conozco a todos los vecinos de la zona y a usted no lo vi nunca. ¿Se mudó hace poco al barrio, no?
_ No, no soy de acá. Esta ni siquiera es mi casa.
Juan se quedó equidistantemente arredrado y confundido mirando al hombre que tenía parado enfrente de él. Por un instante, pensó que Damián le estaba haciendo un chiste. Pero enseguida avizoró que aquél hombre indulgente que conoció desapareció para resurgir en su reemplazo un hombre de temperamento agreste y frívolo, y de personalidad temeraria e insurgente.
_ Mire, por el precio, no se preocupe. Por esta vez, no le cobro nada. Así me recomienda y me hago propaganda, ¿no?
Con esto, Juan intentaba evadirse de la situación, pero no le resultó tarea sencilla. Damián era una persona resueltamente inflexible.
_ ¿Cree que miento?
_ No, don. ¿Por qué pensaría eso?
_ ¿Entonces me cree que esta no es mi casa?
_ Bueno. Mire, a mí me resulta raro…
_ No es mi casa. Es más, no sé ni quién vive acá. Usted sí sabe, ¿no?
_ La alquilaron hace poco me parece. Por eso, no dudé cuando usted me hizo abrir la cerradura. Por eso confié. Soy un humilde laburante. No quiero líos con nadie.
_ No se preocupe, Juan. No le va a pasar nada. Después de todo dígame cuál es la diferencia entre abrir la cerradura de mi casa propiamente dicha y la de la casa de un completo desconocido, si usted el trabajo lo va a cobrar igual. Usted es cerrajero. Abre la puerta que se le ordena y listo. No tiene que preguntar nada.
_ No quiero verme involucrado en nada turbio, don. Entiéndame, soy un hombre de familia y un vecino muy respetado en el barrio.
_ Y lo va a seguir siendo. Ni yo ni nadie lo va a privar de semejantes privilegios. ¿Cuánto es?
_ No se preocupe, tómelo como un favor de amigo.
_ Insisto. Su trabajo vale. La puerta ya la abrió, cobre o no. Así que, le reitero que me notifique el importe por sus servicios.
_ Yo no puedo aceptar cobrar por un trabajo realizado en una casa ajena a la del cliente. Entienda mi posición, don Damián.
_ Un hombre de valores altos, Juan. Respeto eso.
_ Si me permite, se me hace tarde.
El cerrajero iba a retirarse, pero Damián le cerró deliberadamente el paso.
_ No dije que pudiera irse.
_ Ya le dije que no quiero verme envuelto en ningún lío. Si usted quiere robar la casa, hágalo. Yo no voy a decir nada. Pero déjeme ir, por favor, don Damián.
_ ¿Quién habló de robo?
Juan se paralizó por unos segundos.
_ Supuse que, dadas las circunstancias…_ se arriesgó a opinar después.
_ ¿Qué dadas las circunstancias, pretendo robar una casa completamente deshabitada?
_ Simplemente, digo que no quiero ser cómplice de ninguna cosa rara.
_ Sea lo que sea que yo tenga pensado hacer, usted ya se convirtió en cómplice quiera o no. Abrió la puerta de una casa ajena.
_ Por orden suya. Pensé que sencillamente era un trabajo.
_ Por orden de un desconocido. Muy sólido su argumento. Le deseo mucha suerte con eso.
El rostro de Juan se puso lívido y antes de que pudiera reaccionar, alguien le asestó un fuerte golpe en la cabeza por detrás y se desvaneció al instante.
_ ¿Estás seguro que el cerrajero este es de la zona?_ le preguntó el cómplice a Damián mientras cargaban el cuerpo de Juan para entrarlo y acomodarlo en la casa.
_ Sí, Toro, no pasa nada. Vos tranquilo._ replicó Damián con mucha convicción y firmeza._ El flaco se ufanó de conocer a todo el barrio. Así que, al muerto también lo conoce. Olvidate.
_ Espero no te equivoques.
_ Dejá te perseguirte al divino cohete, Toro. Vamos a acomodar al cerrajero rápido, dale.
Cuando acomodaron al cerrajero en un rincón propicio del comedor, trajeron desde la casa aledaña un baúl en cuyo interior yacía un hombre muerto de un solo disparo, al que prepararon justo al lado del cuerpo de Juan. Toro tomó la pistola empleada para el crimen y la blandió entre los dedos del cerrajero, mientras Damián revisaba el ambiente para cerciorarse de que no quedara ningún detalle librado al azar. Cuando ambos concluyeron con sus respectivas labores, se reunieron al lado de los dos cuerpos.
_ Listo. Nos salió redondo_ adujo Damián con satisfacción._ Cuando el cerrajero vuelva en sí, va a ver el cadáver al lado suyo, va a ver el arma que sostiene en su mano y va a pensar que él lo mató.
_ La Policía va a ver que la puerta fue abierta a la fuerza, casualmente el principal sospechoso es un cerrajero…_ continuó Toro.
_ Un cerrajero muy conocido en el barrio que conocía perfectamente a la víctima y que sabía que la casa estaba deshabitada, a punto de ser alquilada._ completó la idea, Damián.
_ Impecable.
Toro se acurrucó sobre el cuerpo del hombre que asesinaron.
_ ¿Viste?_ le dijo con ironía._ Si el cheque que el banco te envió por error nos lo hubieses devuelto como correspondía en vez de cobrarlo y gastarte nuestra plata, no te hubiese pasado nada.
Los dos sujetos revisaron por última vez la morada y se retiraron, libres de preocupaciones.