sábado, 23 de mayo de 2020

El clan Iribarne (Gabriel Zas)







Todos los pasajeros del vuelo 305 con destino a la Patagonia tenían su atención puesta en un matrimonio que discutía en fuertes términos. Algunos intervinieron para intentar calmar las aguas, pero el resultado fue nulo. Intervinieron también las azafatas y la discusión siguió su curso de mal en peor.  Hasta que Marcelina Iribarne se hartó, se levantó de su asiento, tomó sus maletas y se bajó del avión decididamente. Su esposo, Juan Bertorelo, se mostró indiferente hacia el abandono de su esposa y viajó a destino. Había ido a Santa Cruz a pescar y a visitar a unos amigos. Estaba en un bote alquilado transitando las espléndidas aguas del mar Argentino cuando una voz por radio lo hizo volver con suma urgencia a puerto. Al arribar y antes de que terminara de amarrar el bote, el empleado de turno le dijo que la Policía necesitaba comunicarse cuanto antes con él. Juan Bertorelo se mostró confundido y alarmado al mismo tiempo, y se contactó con las autoridades con un ápice de renuencia.
_ Habla Juan Bertorelo_ se presentó ante quien atendió su llamada._ Entiendo que la Policía quiere hablar conmigo de forma urgente… Bien, lo espero.
Transfirieron la llamada a la autoridad competente, con quien el señor Bertorelo habló no más de cinco minutos. Cuando colgó el tubo del teléfono con pesadumbre y dolor,  sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal y empezó en consecuencia a convulsionar frenéticamente. Afortunadamente, el empleado que le alquiló el bote reaccionó a tiempo y el señor Bertorelo se recuperó en pocos minutos.
_ ¿Se encuentra usted bien, caballero?_ le preguntó el empleado, algo angustiado.
_ Sí, estoy bien. Gracias_ repuso el señor Bertorelo con algo de dificultad.
_ ¿Qué pasó?
_ Marcelina, mi esposa… La encontraron muerta. La asesinaron.
Juan Bertorelo dio señas de volver a estremecerse, pero eso no ocurrió.
_ ¡Señor, por Dios!_ reaccionó el empleado del puerto, totalmente aterrado._ Lo lamento profundamente.
_ Gracias, buen hombre.
_ ¿Están seguros de que fue asesinato?
_ La Policía asegura que la estrangularon por detrás. Están reconstruyendo la escena para tener más presiones al respecto.
_ Señor, no sé cómo ayudarlo.
_ Ya lo hizo salvándome la vida. ¿Sabe una cosa? Íbamos a viajar juntos. Pero discutimos en el avión y ella se bajó dos segundos antes de que despegara. Y yo, indiferente ante la situación, no sé si por tacaño o si por ambicioso o si por cobarde, dejé que se fuera y yo volé igual. Es mi culpa.
_ No, quédese tranquilo. Usted no tiene la culpa de nada.
_ Fui un egoísta que puse mis intereses por encima de mi matrimonio.
_ No se alarme. Vuelva cuanto antes para Buenos Aires.
_ ¿Cuánto es el alquiler del bote?_ quiso saber Juan Bertorelo metiendo su mano en el bolsillo trasero de su pantalón para extraer la billetera.
_ Nada. No le voy a cobrar en estas circunstancias.
_ Pero, va a tener problemas con su patrón sino.
_ Yo lo manejo, eso es lo de menos. Vaya y utilice ese dinero en volver para Buenos Aires. Lo de su esposa es mucho más urgente.
Juan Bertorelo le esbozó una sonrisa y corrió hacia el aeropuerto para tratar de alcanzar a tiempo el primer vuelo que partiese para Capital Federal.
Cuando llegó a su casa, se encontró con una escena espantosa. Policías por doquier y toda la casa revuelta de pies a cabeza, como si el asesino buscara algo en particular.
El capitán Riestra recibió con una actitud acorde al contexto al señor Bertorelo y hablaron tranquilos en la oficina que Juan Bertorelo tenía en su casa. Era dueño de una empresa que fabricaba repuestos para ferrocarriles y embarcaciones.
_ El portero de su edificio_ le explicaba el capitán Riestra_ fue quien encontró el cuerpo  de la señora Iribarne y nos avisó a nosotros. También fue quien nos notificó de su viaje a la Patagonia. Llamamos a Aeroparque, nos dieron los datos del vuelo, en Santa Cruz nos dieron los registros del hotel en el que se hospedaría, allí nos dijeron que fue al puerto y tuvieron la gentileza de contactarnos con ellos, y ellos con usted. Así lo localizamos. Pero no le dije todo esto para hacer gala de mi trabajo, sino porque el viaje estaba programado para dos, pero se embarcó usted solo. ¿Por qué, señor Bertorelo?
_ Porque Marcelina y yo discutimos a bordo. En un momento, ella se resignó y desistió del vuelo.
_ Eso mismo nos dijeron los testigos con los que hablamos. No se comportó usted como un buen marido que digamos.
_ No me lo recuerde. Estaba tan enojado, que… No sé, actué equivocadamente. Por instinto, por estúpido, como quiera decirle, capitán.
_ ¿Por qué discutían, señor Bertorelo?
_ Por cuestiones de familia. Ella quería irse por un tiempo a Cuba por un asunto familiar, que no me parecía que requiriera indispensablemente de su presencia.
_ ¿Tenían algo de valor en la propiedad?
_ Muchas cosas. Alhajas, diamantes, ahorros en dólares y pesos…
_ Me refiero concretamente algo muy preciso, algo por lo que valiera la pena matar.
_ No, nada de eso. ¿Por qué me lo pregunta, capitán?
_ Porque la casa está muy revuelta, lo que me sugiere que el asesino se tomó la molestia de buscar algo muy particular y muy especial.
_ Se equivoca.
_ La cerradura no estaba forzada. ¿Quién más tenía copia de la llave del departamento, señor Bertorelo?
_ Marcelina y yo, nadie más. Bueno, y el portero también. Tiene copia de las llaves de todos los departamentos.
_ Eso es interesante. ¿Usted qué opina?
_ Que no me gusta lo que está insinuando, capitán.
_ Es curioso que lo dijera porque no estaba insinuando nada.
_ ¿Y el portero? Nunca me fié de él.
_ Tiene una coartada sólida.
_ ¡Yo estaba en el avión cuando la mataron! Es una locura lo que está sugiriendo.
_ Reitero, señor Bertorelo, que no insinué nada significativo.
_ Ustedes los policías son todos iguales. Llega un punto en que se vuelven predecibles. ¿Hablaron con el resto de los vecinos?
_ No vieron ni escucharon nada fuera de lo normal. ¿Sabe lo que me resulta ciertamente llamativo, señor Bertorelo?
_ A ver. Lúzcase, capitán, haciendo conjeturas infundadas y ridículas.
_ Que el ropero de su esposa tenía bastante ropa. Digo, si pensaban irse de viaje una semana, ella no iba a llevar tan poca ropa en su maleta.
_ Revise la maleta y verifíquelo usted mismo. Usted sabe que la naturaleza de la mujer es muy compleja.
_ Esa es la cuestión. La valija no está. No la encontramos por ningún lado. ¿Usted se imagina que pudo haber hecho con ella la señora Iribarne?
_ No sé. ¿Quién sabe? Ni siquiera sé si vino inmediatamente para acá después de que abandonara el vuelo.
_ ¿Y a qué otro lugar pudo haber ido?
_ ¡Ya le dije que no sé, capitán! Deje de tratarme como si fuese culpable. Mi esposa está muerta, la mataron. No sabe cómo me siento. Así que, voy a pedirle un poco más de consideración, si no lo toma a mal.
_ Para nada, señor Bertorelo. ¿Notó si alguien miraba de forma poco habitual a su mujer en el avión?
_ Para serle franco, no.
_ ¿Y nadie más abandonó el vuelo después de que ella lo hiciera?
_ No todos están tan locos como para tomar semejante decisión.
_ Tomo eso como un no.
_ Fue lo que dije.
_ Bien. ¿Ningún pasajero en particular se acercó a disuadirlos para que dejaran de discutir?
_ Prácticamente, todo el avión. Pero ninguno sobresalía, si a eso se refiere.
_ ¿Ni reconoció a ninguno, puntualmente?
_ En absoluto, capitán.
_ ¿Había discutido con su mujer en las últimas semanas?
_ Discutíamos con frecuencia, capitán, como todo matrimonio. Pero todas cosas sin importancia. Ahora, si me disculpa…
_ Muy bien. No salga del país. La Fiscalía lo va a citar en unos días para que preste testimonio. Lo dejo tranquilo. Cuando el resto de los peritos terminen su labor, se retirarán. Hasta luego.
Y el capitán Riestra abandonó el despacho de Juan Bertorelo. Resultó un hombre de modales agresivos, poco amable y de temperamento hostil. Pero lo que más impresionó a Riestra fue esa sensación de que el señor Bertorelo se estaba esforzando por ocultarle algo.
Sentía un gran impulso por consultar al respecto con el inspector Dortmund, pero resistió la tentación a fuerza de plena voluntad. Quería demostrarle que era capaz de resolver eficazmente un caso sin su intervención. Más que una demostración para Dortmund, lo era para sí mismo.
Desde Aeroparque, se contactaron con él porque una de las azafatas encontró olvidada en el avión la valija de la señora Marcelina Iribarne. Pero se negaron a devolvérsela sin la anuencia del juez competente en la causa.
Pasaron tres semanas hasta que la orden finalmente llegó a manos del capitán Riestra. Durante ese tiempo, no fueron demasiados los avances que Riestra alcanzó. Pero había descubierto, entre esos avances, uno muy trascendental: que el señor Juan Bertorelo tenía una amante quince años menor que él. “Un buen motivo para el asesinato-pensó Riestra para sí- ¿Pero, cómo hizo el señor Bertorelo para matar a su esposa estando en el avión?”. Quien podía disipar esa duda de forma inexorable era el inspector Dortmund. Pero Riestra seguía negándose a consultarle. Tenía que usar, por ende, todo su ingenio para descubrirlo por sus propios medios.
Con la orden del juez de Instrucción en mano, se dirigió a Aeroparque a retirar la maleta de Marcelina Iribarne como evidencia. Pero cuando llegó, un caballero que él conocía muy bien estaba mostrándole una fotografía a la empleada de recepción. Riestra no sabía si ponerse contento o frustrarse. Pero sí supo cómo confrontar a ese caballero impertinente.
_ ¿Qué hace acá, Dortmund?_ le preguntó en tono poco grácil.
_ ¡Capitán Riestra!_ replicó Sean Dortmund._ Supe del caso y no pude contenerme de hacer mis propias averiguaciones aparte.
_ ¿Por qué no me avisó?
_ Porque un colega suyo me notificó que usted quería demostrarme a mí, pero particularmente a sí mismo, que era capaz de resolver un caso sin mi intervención.
_ Bueno. Sí, tal vez…
_ Si lo hace sentir complacido, nunca puse en duda sus capacidades. Usted es un gran capitán en jefe de Homicidios. Por algo ocupa ese cargo y por algo también hasta ahora aquí, hablando conmigo, frente a frente. ¿A qué conclusiones llegó, capitán Riestra?
Riestra sintió una enorme satisfacción recorrer su estómago.
_ El señor Bertorelo mató a Marcelina Iribarne por una amante_ alegó con modestia._ Engañaba a su esposa con una mujer quince años más chica que él.
_ Lo felicito, capitán. Descubrió usted correctamente al asesino. Cuénteme cómo llegó a esa conclusión.
_ Por varios detalles, Dortmund. El placard de la señora Marcelina Iribarne estaba repleto de ropa, lo que me llevó a concluir que en su valija guardó poco o nada de ropa, lo que resulta insuficiente para un viaje de una semana. El otro detalle fue que la cerradura de la puerta de su casa no estaba forzada. Además, el asesino había revuelto excesivamente todos los muebles de la propiedad en general como para pretender aparentar un robo o que buscaba algo específico. ¿Además, primero comete el crimen a traición, estrangulando a la víctima por la espalda y luego se entusiasma revolviendo todas las cosas? Me sonó extraño.  El escándalo en el avión fue otro detalle que me llamó poderosamente la atención. Me dio la impresión de que el espectáculo fue preparado adrede para que la gente se fijara en él para enaltecer su coartada. Y además, el señor Bertorelo me dio todo el tiempo la impresión de estar ocultando algo.
_ ¡Lo felicito, capitán Riestra! Se lo digo honestamente.
_ Muchas gracias, Dortmund. Me complacen sus elogios.
_ ¿Y cómo piensa que se llevó a cabo el asesinato?
_ El señor Juan Bertorelo contrató a alguien. Se infiere solo.
_ Ahí se equivoca.
Sean Dortmund le exhibió al capitán Riestra la misma fotografía que le mostrara recientemente a la empleada de Aeroparque.
_ ¿La reconoce?_ le preguntó Dortmund a Riestra.
_ Es nuestra víctima, Marcelina Iribarne.
_ Exactamente. Pero la señorita aquí presente-señaló a la empleada en cuestión- no la reconoció como la mujer que discutió con el señor Bertorelo a bordo del vuelo 305.
_ Eso es imposible…
_ Señorita, por favor.
_ De aspecto era casi idéntica. Pero la mujer que vimos discutiendo con el señor Bertorelo era de estatura más baja y tenía los ojos de otro color_ respondió la muchacha amablemente.
_ Créame que no entiendo, Dortmund.
_ Se lo explicaré, capitán Riestra. La mujer que vieron a bordo discutir con el señor Juan Bertorelo era su amante, Analía Mayorga, quien tomó el lugar de la señora Marcelina Iribarne. Pero no se tuvieron en cuenta mínimos detalles: un rostro de una persona de 35 años se ve distinto al de una persona de 50. Y además, el detalle fundamental del color de ojos. Los de la víctima, verdes, y los de la señorita Mayorga, marrones. Un par de lentes de contacto hubiese solucionado el imprevisto. El señor Bertorelo jamás tuvo intención de viajar a la Patagonia con su mujer, sino que fue todo un montaje para crearse una coartada y tener testigos oculares que lo vieran en el avión al momento del asesinato, cuando en verdad ya se había cometido. El señor Juan Bertorelo estrangula a su esposa y revuelve la casa para fingir un robo. Las cosas que sustrajo las guardó en la valija de su mujer, dejando solamente algunas prendas y guardando el resto en el placard. La maleta hacía bulto, estaba pesada. ¿Quién iba a sospechar algo? Pero usted, capitán Riestra, revisó audazmente el placard de la señora Iribarne y lo dedujo brillantemente. Inmediatamente, la señorita Mayorga se atavia en las prendas de la señora Iribarne, se coloca una peluca y se arregla para parecerse lo más exactamente posible a ella. Una vez efectuado el cambio de apariencia, la pareja se dirige aquí abordar el avión para la Patagonia. Una vez abordo, la pareja necesita un pretexto para que la señorita Mayorga abandone la aeronave y montan el espectáculo de la pelea, que le sirvió a su vez al señor Bertorelo para crearse una coartada. Pero en la huída desesperada, Analía Mayorga se deja olvidada la valija y el señor Juan Bertorelo no se percata de ese detalle. Pero, ¿qué importaba, llegado el caso, si él estaba navegando por las hermosas aguas del mar Argentino al momento del crimen de su esposa? Fue un plan extraordinariamente hábil. Pero fueron esos pequeños detalles lo que lo dejó al descubierto.
El capitán Riestra se quedó sin aliento, tras lo que le extendió la orden del juez de Instrucción para retirar la valija de la señorita Analía Mayorga, alías Marcelina Iribarne, a la recepcionista de la empresa aérea. La joven la leyó, se la devolvió en mano cordialmente y le entregó en mano la valija en cuestión. La abrió y tanto él como Dortmund corroboraron que en su interior había diversos efectos personales extraídos del departamento y unos pocos vestidos pertenecientes a la señora Iribarne. Riestra miró al inspector Dortmund significativamente, cerró la maleta, le agradeció a la muchacha de la recepción su colaboración y los dos hombres emprendieron el trayecto hacia la salida.
_ Jamás entenderé la necesidad del hombre de asesinar a su mujer para quedarse con su amante_ comentó Riestra.
_ La señorita Analía Mayorga era la amante del señor Bertorelo, pero no fue ese el motivo real del asesinato_ repuso Dortmund para sorpresa del capitán Riestra.
_ ¿Me está diciendo que la mataron por otra razón?
_  El señor Juan Bertorelo le hizo creer a la señorita Mayorga que el crimen sería para estar juntos. Pero en realidad ese fue un pretexto. La usó para cubrir sus verdaderos propósitos.
_ ¿Y cuáles son esos verdaderos propósitos, Dortmund?
_ ¿No le sugiere nada el apellido Iribarne?
Riestra vaciló por unos segundos.
_ No. En absoluto_ respondió resueltamente decidido.
_ Se lo explicaré, entonces. El señor Juan Bertorelo se casó con la señora Iribarne sólo para acercarse a ella y robar un documento muy valioso. Y utilizó a su vez a la señorita Mayorga como chivo expiatorio para cubrir su verdadera motivación, haciéndole creer que estaba enamorado de ella. La familia Iribarne es una familia con una oscura historia criminal. El Clan Iribarne fue iniciado en 1912 por el bisabuelo de la señora Marcelina Iribarne, el señor don Aurelio Iribarne. Secuestraban personas, mataban, torturaban, esclavizaban mujeres provenientes desde todas partes de Europa, lavaban dinero, se dedicaban a sobornar a jueces y policías… En fin. Su madriguera era un conventillo de La Boca, que funcionó como fachada muy bien durante muchos años, amparados por gente cercana a Marcelo T. De Alvear según consta.  Hasta que en 1930, con el golpe de Estado que derrocó al presidente Yrigoyen, el dr. Alvear les soltó la mano y ya no tuvieron resguardo del Gobierno. Un representante del gobierno de Alvear les dijo que si no le pagaban un millón de pesos, los iban a detener y a matar y hasta a humillar. Entonces, el clan robó documentos secretos de Alvear y los exhibió en público. Se dice que esos documentos fueron los causales del estallido que en 1931 obligó a varios dirigentes de la UCR a exiliarse, entre ellos, el propio Alvear. A raíz de eso, el clan Iribarne se mantuvo un tiempo en las sombras y volvieron a la vida bajo una historia completamente falsa. La historia de una familia digna y de bien, el ejemplo de una familia de sociedad de aquéllos días que llevó adelante diversos actos solidarios para con el pueblo. Una familia muy solidaria. Pero se dice que un dirigente de Alvear, de apellido Bertorelo casualmente, mantuvo en su poder unos documentos muy valiosos que contaban la verdadera historia de la familia Iribarne, documentos que de ver la luz, descalificaría por completo el apellido Iribarne y expondría una verdad ignorada por muchos. Los Iribarne, hasta hace dos meses, siguieron haciendo donaciones a quienes lo necesitaban. Para concluir, esos documentos con la verdadera historia del clan Iribarne estarían ocultos en el interior de un bastón que tenía en su posesión la señora Marcelina Iribarne. Pero estoy más que seguro que ella era una mujer honesta y caritativa, y que desconocía por completo todo esto que le he contado. El señor Juan Bertorelo por supuesto, quería hacerse de esos documentos para continuar el legado familiar y honrar la memoria de sus antepasados.
_ Será cuestión de encontrar ese bastón para verificar si realmente en su interior están ocultos tales documentos…_ adujo Riestra azorado y emocionado a la vez.
_ Vamos a encontrarlo, capitán. Se lo prometo.



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