Ya son 12 los magos que murieron a lo
largo de la historia, intentando realizar ésta hazaña. Se trata de la famosa
ilusión llamada desafiando a la muerte, en la cual el artista simula
valerse de sus cualidades mentales para atrapar una bala disparada de un rifle
con la boca.
Pese a los constantes consejos y
precauciones que proporcionan tanto los instructores como los entrenadores de
tiro para evitar una desgracia, los magos hacen oídos sordos a toda clase de
advertencia y se las rebuscan ingeniosamente para hacer el juego y que resulte
todo un éxito.
No son conscientes del peligro ni de
las consecuencias fatales que puede acarrear tal experiencia. Se creen que el
rifle es tan inofensivo como una baraja, pero el sólo hecho de suponerlo exige
un grado de ignorancia muy elevado.
Los ilusionistas que incluyen este
juego en su repertorio creen que son inmunes a la muerte y que nada puede
pasarles. Otro terrible error. Esto pone de manifiesto los límites que un
artista es capaz de ignorar con tal de cautivar a su audiencia.
Sucedió hace poco. Rey de Picas,
seudónimo de Facundo Valenzuela, se sumó a la lista de los 12 magos que
murieron realizando el efecto. Él es el número 13. Pero había una diferencia
muy marcada: los 12 casos anteriores fueron todos desafortunados accidentes,
este no.
La bala la colocó en el rifle un
espectador del público elegido aparentemente al azar. Y digo aparentemente
porque nunca se sabe. Corroboró que todo estuviera en óptimas condiciones y se
retiró de nuevo a su asiento. Se creó un clima; Celia Ruíz, esposa y asistente
de Rey de Picas, tomó el rifle, apuntó y apretó el gatillo. La bala
salió ferozmente y terminó con la vida y la carrera de Facundo Valenzuela.
La señora Ruíz, desesperada, comenzó a
gritar que aquella terrible escena era muy real y que algo había sucedido. <El
arma era falsa. La bala no debía salir. No, ¡no estaba puesta!...>. Y lo
siguiente que hizo fue aferrarse desconsoladamente al cuerpo de su esposo.
El secreto de la ilusión consistía en
que el espectador, la persona del público elegida al azar, verdaderamente
cargaba el rifle con una bala genuina. Seguidamente, cuando se creaba el clima
previo al momento del disparo, se atenuaban las luces de la sala, momento que
era aprovechado por la señora Ruíz para cambiar el rifle verdadero por uno
semejante de utilería y esconder el real; el mago se llevaba una bala que tenía
previamente guardada en su bolsillo a la boca, las luces volvían a subir, Rey
de Picas se mostraba nervioso pero dispuesto, y asunto concluido. La parte
final del juego era pura teatralización. El rifle de utilería disponía de una
carga de cebita que aparentaba la detonación.
Pero ésa noche, alguien alevosamente,
cambió el rifle real por otro real y escondió el de utilería. Por lo tanto, la
sustitución tuvo que consumarse unos diez minutos antes de iniciar el número,
lo que dejaba a cuatro potenciales sospechosos de haber realizado el cambio:
las dos asistentes, el responsable de utilería y la propia esposa de la
víctima.
Celia Ruíz efectuó el disparo mortal,
como era habitual en ella simular en todas las funciones disparar el rifle.
¿Era en realidad una asesina fría y ávida o fue sencillamente usada como instrumento
del delito aquélla fatídica noche por el verdadero asesino? La Policía no podía
descartar ninguna posibilidad.
Celia Ruíz tenía un fuerte motivo para
querer muerto a Facundo Valenzuela: un triángulo amoroso. Ella tenía un amante
secreto desde hacía menos de un año, que la Justicia identificó como Rómulo
Carvazza, un italiano que vivía desde hacía quince años en Argentina. Era
corredor inmobiliario y se conocieron de casualidad.
Facundo Valenzuela descubrió el
engaño, y lejos de divorciarse de su mujer, decidió pagarle con la misma moneda
y se involucró románticamente con Daniela Rúa, una de sus dos asistentes. Los
dos estaban en pareja con alguien más y ya no habría diferencias entre ellos.
Una manera muy extraña de resolver el
conflicto. Pero Celia Ruíz consideró que era una medida legalmente justa. Creo
en lo personal que ninguna otra mujer en el mundo hubiese tolerado algo
similar. Celia Ruíz era una mujer muy curiosa y se convirtió en objeto de
interés para la Justicia.
El fiscal de la causa, el doctor Luis
Altolaguirre, suponía que la señora Ruíz no soportó más la situación, y en
virtud de que Facundo Valenzuela se enamoró perdidamente de la señorita Rúa, la
carcomieron los celos y asesinó a su esposo. Lo peor del caso, si ése era el
motivo del crimen, era que tanto Valenzuela como su joven asistente y amante,
disfrutaban ver sufrir a Celia Ruíz. La presión la habría sofocado si ése era
el caso.
El doctor Altolaguirre entrevistó por
más de seis horas a la señora Ruíz y no logró que se quebrara. Ya más agresivo
y con menos paciencia, el fiscal comenzó a acorralar sin misericordia a Celia
Ruíz con preguntas directas y mordaces. Ella se angustió profundamente y se
negó a seguir declarando sin la presencia de un abogado defensor que la
representara. Era su derecho constitucional y el doctor Altolaguirre tuvo que
aceptarlo aunque no estuviera completamente de acuerdo.
Esto ponía en una situación similar a
la asistente del señor Valenzuela, la señorita Rúa, que también fue indagada e
imputada de homicidio premeditado por el fiscal de la causa. Contestó algunas
preguntas genéricas al principio del interrogatorio e inmediatamente solicitó
un abogado.
Investigó por su parte a Raúl Origoza,
el encargado de utilería. No tenía motivos para el homicidio y estaba muy
afligido por lo ocurrido.
Respecto a su proceder, alegó que el
rifle verdadero nunca lo manipulaba. Tanto Facundo Valenzuela como su esposa,
Celia Ruíz, se lo tenían terminantemente prohibido. Su única labor era tomar el
rifle de utilería, administrarle la carga pertinente de cebita, cerciorarse de
que el mecanismo funcionase adecuadamente y dejarlo listo para su uso. Eso
mismo hizo la noche del asesinato. Lo perturbaba terriblemente no comprender
qué sucedió. El fiscal lo liberó aunque no lo descartó de la lista de
sospechosos. Para el fiscal Luis Altolaguirre, uno de esos los cuatro era el
asesino.
Ruth De Carlo, la otra asistente de Rey
de Picas, no tenía motivo para el crimen pero sí oportunidad. Dijo que su
relación con el artista era buena, que lo estimaba mucho y que no se imaginaba
quién podía quererlo muerto. Sus respuestas no revelaron nada extraño y el
fiscal la dejó ir. Ocupaba el último lugar en la lista de sospechosos.
A todo esto, Balística determinó que
las únicas huellas que estaban en el rifle disparado eran las de la señora Ruíz
y las de la víctima, como era de esperarse. El fiscal esperaba encontrar alguna
más, pero debió conformarse con el resultado más lógico. Respecto al proyectil
y al arma en sí, los peritos no encontraron nada fuera de la media.
A la semana siguiente, el doctor
Altolaguirre volvió a la escena del crimen junto a los cuatro sospechosos (vale
aclarar las dos asistentes de la víctima, el utilero y la propia esposa) para
hacer una reconstrucción completa de los hechos, desde que se toma el arma por
primera vez hasta el momento del disparo durante el acto. No hubo sorpresas
tampoco en el resultado final del experimento. Sirvió para confirmar las
declaraciones de los sospechosos, principalmente la del utilero, el señor Origoza;
y para verificar también que por fuera de ellos cuatro, nadie más pudo cometer
el asesinato.
La siguiente diligencia del
funcionario del Ministerio Público Fiscal fue dirigirse a la armería más
cercana a la escena del crimen para constatar si ahí se había efectivamente
vendido el rifle que diera muerte al trascendental Rey de Picas. El
dueño del comercio no recordaba haberle vendido un rifle de las características
del usado para matar al señor Valenzuela a alguno de los sospechosos o a
alguien que dijera ir de parte de algunos de ellos.
Por eso, el doctor Altolaguirre le
solicitó la lista de clientes de la última semana y el hombre se la extendió
gentilmente. Solamente tres personas, según la lista, habían adquirido un rifle
durante ése período de tiempo. Y un nombre en especial llamó su atención
poderosamente. Luis Altolaguirre sonrió triunfante, la exigió al dueño de la
armería una copia de la lista, le dio las gracias por su invaluable
colaboración en el caso y volvió urgido a su despacho.
Ni bien llegó, levantó el tubo del
teléfono e hizo una llamada.
_ Sí. Habla Luis Altolaguirre, de la
Fiscalía de Instrucción penal número 8_ se presentó cuando atendieron la
comunicación._ Lo contacto por el caso Valenzuela, cuya investigación tengo a
mi cargo. Mande una patrulla con gente de la División a cargo. Vamos a hacer un
arresto. Ya sé quién es el asesino.
Y cortó abruptamente sin mediar
palabra alguna. Llenó la orden de arresto, se la alcanzó al juez de turno, le
explicó los motivos de su solicitud con evidencia en mano y el magistrado la
firmó con celeridad y contundencia. ¿Qué descubrió el doctor Altolaguirre en
ésa lista?
***
Mediante un oficio enviado por
intermedio de un cadete, el doctor Altolaguirre las requirió a los cuatro
sospechosos que estuvieran presentes en el teatro a las 18 horas en punto de
ése día sin dejar entrever el motivo de dicha petición.
Aunque un poco renuentes y
desconfiados; Daniela Rúa, Ruth De Carlo, Celia Ruíz y Raúl Origoza cumplieron
con lo ordenado por el fiscal de la causa.
_ Gracias a los cuatro por venir_ dijo
Luis Altolaguirre, cuando ingresó a la sala del teatro y vio a los sospechosos
esperándolo impacientes y nerviosos._ Les prometo que esto no va a durar más de
diez o quince minutos como mucho.
_ ¿Por qué estamos acá, exactamente?_
preguntó Daniela Rúa, ofuscada mientras golpeaba nerviosamente la punta de su
zapato contra el piso.
_ No se apure, señorita Rúa.
Permítanme mostrarles primero algo que conseguí de muy buena fuente.
De una carpeta que traía en el
portafolio, el fiscal tomó la lista de compradores que le cedió el dueño de la
armería y se la exhibió a los cuatro sospechosos, agitando el papel
provocativamente y analizando las reacciones de todos, detenidamente uno por
uno. Nada extraño. Ninguno se delató. Ninguno se inmutó. Ninguno sabía qué
había escrito en ésa hoja.
_ ¿Qué es eso?_ inquirió
desinteresadamente, Ruth De Carlo.
_ Esperaba que alguien preguntara al
respecto_ repuso el doctor Altolaguirre._ ¿Conocen la armería que está acá a
cinco cuadras? Supuse que si el asesino cambió el rifle verdadero que siempre
el occiso usaba en cada función antes de reemplazarlo por el trucado, digámoslo
así, por otro verdadero con un cartucho en su interior listo para ser
disparado, el asesino tuvo que comprar el segundo rifle en algún lado_ y
enfatizó esta última frase con mucha vehemencia.
_ Y ésta armería es lo más cerca que
hay_ continuó el fiscal._ Así que, indefectiblemente, el culpable tuvo que
adquirirlo ahí. ¿Para qué iba a irse más lejos quizás si tiene lo que busca a
la vuelta de la esquina?
Y desvió la atención hacia la hoja que
sostenía en su mano. Todos la miraron de un modo muy particular. La miraron con
miedo, dudas, estupor e incredulidad.
_ ¿Usted me preguntó hace un rato qué
es este papel que traigo conmigo, correcto señorita Rúa?_ siguió el doctor
Altolaguirre._ Son las personas que compraron un rifle durante toda la semana
previa al homicidio del señor Valenzuela. Estoy casi seguro de lo que pasó. Así
que, para confirmarlo, necesito que los cuatros me regalen su firma para
compararla con la tipografía de esta lista. Si no tienen nada que ocultar, no
van a tener problemas en acceder, imagino.
_ ¡Lo que usted pretende está en
disconformidad con la ley!_ protestó ferviente, Raúl Origoza.
_ Muéstrenos la orden de un juez y
accederemos gustosos_ dijo con soberbia, Celia Ruíz.
Pero el doctor Altolaguirre apeló al
silencio y a intentar interpretar las miradas de los cuatro sospechosos.
_ Como imaginé_ remarcó el señor
Origoza._ Si me disculpa, tengo que cosas que hacer.
Tomó su saco y se retiró
descortésmente, sin que el doctor Altolaguirre se lo imposibilitara.
Pasaron unos segundos, hasta que Luis
Altolaguirre rompió el silencio.
_ ¿Soy el único que piensa que está
huyendo?
Las tres mujeres se miraron entre sí
ingenuas y exaltadas.
Igualmente, Raúl Origoza no llegó muy
lejos. La Policía lo detuvo por orden del fiscal. Pasó la noche en el calabozo
de la Comisaría y el doctor Luis Altolaguirre lo entrevistó en su oficina a la
mañana siguiente temprano.
_ Ya que usted se niega a hablar_ dijo
Altolaguirre después de un buen rato de silencio,_ voy a hacerlo yo. Fue a la
armería y compró un rifle exacto al usado por Rey de Picas, Valenzuela,
como quiera llamarlo, en el show. Es evidente que no puede acusar su nombre
real en el registro de compradores que por ley lo obliga a llenar el empleado
de la armería. Y escribe uno falso, inventado ahí en el momento. No pensó en un
nombre más elaborado porque ése era un detalle menor, sin importancia. Y lo que
desconocen los asesinos inexpertos como usted, señor Origoza, es que son
justamente esos detalles los que nos guían siempre hacia la verdad.
Luis Altolaguirre colocó la hoja
frente al utilero y con el dedo Índice, le señaló el nombre en cuestión.
_ Juan Pérez_ repitió el fiscal en voz
alta y pronunciada._ El famoso Juan Pérez que los argentinos usamos para todo.
Lo usamos más que el fulano y el mengano, mire lo que le digo.
Juan Pérez compró la misma arma que la
usada en el asesinato. Pero no sabía quién era Juan Pérez. Sabía que era uno de
ustedes cuatro, pero nunca tuve ninguna certeza al respecto porque, para serle
honesto, mis sospechas nunca recayeron sobre alguien en particular. Y por eso
los cité en el teatro y les dije que precisaba la firma de todos para hacer la
comparación pertinente con la letra de Juan Pérez. Era claro que el responsable
no se iba a arriesgar a descubrirse e iba a buscar algún pretexto para
abandonarnos. ¿Y mire cómo son las cosas, que usted resultó ser el ganador? Lo
escucho, Origoza.
_ No tiene nada_ replicó el utilero
con preponderancia y altivez.
_ Deme una muestra de su letra y su
firma, y vemos. ¿Qué le parece la idea? A mí me fascina.
_ Hace unos meses caí en bancarrota_
se quebró finalmente Raúl Origoza._ Deudas por todos lados, la hipoteca de la
casa... Y lo que me pagaba Valenzuela no me alcanzaba para nada, ¿entiende?
¡Para nada! Le imploré que me aumentase el sueldo, pero me respondió que mi
trabajo no era gran cosa y que lo me pagaba por mes estaba acorde a mis tareas.
Me faltó el respeto, se rió en mi propia cara. No lo soporté. Iba a asesinarlo
ahí, inmediatamente. Pero Rey de Picas, un mago tan reconocido y aclamado por
todo el mundo, tenía muchas posesiones que son un tesoro para sus seguidores.
Elementos personales, recuerdos invaluables, reliquias, por la que muchos
pagarían una fortuna por poseerlas. Así que, las hurté de a poco y las vendí en
el mercado negro. Él nunca sospechó de mí. Pobre infeliz. Creyó que era su otra
secretaria, Ruth De Carlo, aunque nunca hizo públicas sus sospechas porque no
estaba seguro. Lo sé de buena fuente.
<Fui ganando la plata suficiente
que me iba permitiendo paulatinamente ir cancelando mis deudas. Pero me enteré
de mera casualidad por un contacto mío que los coleccionistas pagan muchísimo
más por posesiones de personas que ya no están y que fueron una inminencia en
su arte. Así que, pensé que si lo asesinaba, ganaría muchísimo más y así me
fue. No me puedo quejar. Compré el rifle, lo cambié por el falso y la querida
señora Ruíz hizo el resto por mí. Saldría lo del triángulo amoroso a la luz y
asunto resuelto. Fue perfecto. Bueno, casi perfecto. Pero no me arrepiento en
absoluto de lo que hice>.
_ ¿Dónde escondió el rifle de utilería
que reemplazó por el suyo?
_ Lo oculté en el doble fondo de uno
de esos aparatos gigantes que tienen los magos. Es el mamotreto que está justo
atrás del escenario.
El doctor Altolaguirre le hizo firmar
la declaración y ordenó su inmediato traslado al penal de Ezeiza.
<_ Si este tipo tuviese las
habilidades del legendario Harry Houdini, lo encerraría en una prisión de
máxima seguridad en medio de una isla>_ se dijo el fiscal para sí. Y
sonrió satisfactoriamente por su repentina ocurrencia.
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