lunes, 18 de febrero de 2019

El número 13 (Gabriel Zas)








Ya son 12 los magos que murieron a lo largo de la historia, intentando realizar ésta hazaña. Se trata de la famosa ilusión llamada desafiando a la muerte, en la cual el artista simula valerse de sus cualidades mentales para atrapar una bala disparada de un rifle con la boca.
Pese a los constantes consejos y precauciones que proporcionan tanto los instructores como los entrenadores de tiro para evitar una desgracia, los magos hacen oídos sordos a toda clase de advertencia y se las rebuscan ingeniosamente para hacer el juego y que resulte todo un éxito.
No son conscientes del peligro ni de las consecuencias fatales que puede acarrear tal experiencia. Se creen que el rifle es tan inofensivo como una baraja, pero el sólo hecho de suponerlo exige un grado de ignorancia muy elevado.
Los ilusionistas que incluyen este juego en su repertorio creen que son inmunes a la muerte y que nada puede pasarles. Otro terrible error. Esto pone de manifiesto los límites que un artista es capaz de ignorar con tal de cautivar a su audiencia.
Sucedió hace poco. Rey de Picas, seudónimo de Facundo Valenzuela, se sumó a la lista de los 12 magos que murieron realizando el efecto. Él es el número 13. Pero había una diferencia muy marcada: los 12 casos anteriores fueron todos desafortunados accidentes, este no.
La bala la colocó en el rifle un espectador del público elegido aparentemente al azar. Y digo aparentemente porque nunca se sabe. Corroboró que todo estuviera en óptimas condiciones y se retiró de nuevo a su asiento. Se creó un clima; Celia Ruíz, esposa y asistente de Rey de Picas, tomó el rifle, apuntó y apretó el gatillo. La bala salió ferozmente y terminó con la vida y la carrera de Facundo Valenzuela.
La señora Ruíz, desesperada, comenzó a gritar que aquella terrible escena era muy real y que algo había sucedido. <El arma era falsa. La bala no debía salir. No, ¡no estaba puesta!...>. Y lo siguiente que hizo fue aferrarse desconsoladamente al cuerpo de su esposo.
El secreto de la ilusión consistía en que el espectador, la persona del público elegida al azar, verdaderamente cargaba el rifle con una bala genuina. Seguidamente, cuando se creaba el clima previo al momento del disparo, se atenuaban las luces de la sala, momento que era aprovechado por la señora Ruíz para cambiar el rifle verdadero por uno semejante de utilería y esconder el real; el mago se llevaba una bala que tenía previamente guardada en su bolsillo a la boca, las luces volvían a subir, Rey de Picas se mostraba nervioso pero dispuesto, y asunto concluido. La parte final del juego era pura teatralización. El rifle de utilería disponía de una carga de cebita que aparentaba la detonación.
Pero ésa noche, alguien alevosamente, cambió el rifle real por otro real y escondió el de utilería. Por lo tanto, la sustitución tuvo que consumarse unos diez minutos antes de iniciar el número, lo que dejaba a cuatro potenciales sospechosos de haber realizado el cambio: las dos asistentes, el responsable de utilería y la propia esposa de la víctima.
Celia Ruíz efectuó el disparo mortal, como era habitual en ella simular en todas las funciones disparar el rifle. ¿Era en realidad una asesina fría y ávida o fue sencillamente usada como instrumento del delito aquélla fatídica noche por el verdadero asesino? La Policía no podía descartar ninguna posibilidad.
Celia Ruíz tenía un fuerte motivo para querer muerto a Facundo Valenzuela: un triángulo amoroso. Ella tenía un amante secreto desde hacía menos de un año, que la Justicia identificó como Rómulo Carvazza, un italiano que vivía desde hacía quince años en Argentina. Era corredor inmobiliario y se conocieron de casualidad.
Facundo Valenzuela descubrió el engaño, y lejos de divorciarse de su mujer, decidió pagarle con la misma moneda y se involucró románticamente con Daniela Rúa, una de sus dos asistentes. Los dos estaban en pareja con alguien más y ya no habría diferencias entre ellos.
Una manera muy extraña de resolver el conflicto. Pero Celia Ruíz consideró que era una medida legalmente justa. Creo en lo personal que ninguna otra mujer en el mundo hubiese tolerado algo similar. Celia Ruíz era una mujer muy curiosa y se convirtió en objeto de interés para la Justicia.
El fiscal de la causa, el doctor Luis Altolaguirre, suponía que la señora Ruíz no soportó más la situación, y en virtud de que Facundo Valenzuela se enamoró perdidamente de la señorita Rúa, la carcomieron los celos y asesinó a su esposo. Lo peor del caso, si ése era el motivo del crimen, era que tanto Valenzuela como su joven asistente y amante, disfrutaban ver sufrir a Celia Ruíz. La presión la habría sofocado si ése era el caso.
El doctor Altolaguirre entrevistó por más de seis horas a la señora Ruíz y no logró que se quebrara. Ya más agresivo y con menos paciencia, el fiscal comenzó a acorralar sin misericordia a Celia Ruíz con preguntas directas y mordaces. Ella se angustió profundamente y se negó a seguir declarando sin la presencia de un abogado defensor que la representara. Era su derecho constitucional y el doctor Altolaguirre tuvo que aceptarlo aunque no estuviera completamente de acuerdo.
Esto ponía en una situación similar a la asistente del señor Valenzuela, la señorita Rúa, que también fue indagada e imputada de homicidio premeditado por el fiscal de la causa. Contestó algunas preguntas genéricas al principio del interrogatorio e inmediatamente solicitó un abogado.
Investigó por su parte a Raúl Origoza, el encargado de utilería. No tenía motivos para el homicidio y estaba muy afligido por lo ocurrido.
Respecto a su proceder, alegó que el rifle verdadero nunca lo manipulaba. Tanto Facundo Valenzuela como su esposa, Celia Ruíz, se lo tenían terminantemente prohibido. Su única labor era tomar el rifle de utilería, administrarle la carga pertinente de cebita, cerciorarse de que el mecanismo funcionase adecuadamente y dejarlo listo para su uso. Eso mismo hizo la noche del asesinato. Lo perturbaba terriblemente no comprender qué sucedió. El fiscal lo liberó aunque no lo descartó de la lista de sospechosos. Para el fiscal Luis Altolaguirre, uno de esos los cuatro era el asesino.
Ruth De Carlo, la otra asistente de Rey de Picas, no tenía motivo para el crimen pero sí oportunidad. Dijo que su relación con el artista era buena, que lo estimaba mucho y que no se imaginaba quién podía quererlo muerto. Sus respuestas no revelaron nada extraño y el fiscal la dejó ir. Ocupaba el último lugar en la lista de sospechosos.
A todo esto, Balística determinó que las únicas huellas que estaban en el rifle disparado eran las de la señora Ruíz y las de la víctima, como era de esperarse. El fiscal esperaba encontrar alguna más, pero debió conformarse con el resultado más lógico. Respecto al proyectil y al arma en sí, los peritos no encontraron nada fuera de la media.
A la semana siguiente, el doctor Altolaguirre volvió a la escena del crimen junto a los cuatro sospechosos (vale aclarar las dos asistentes de la víctima, el utilero y la propia esposa) para hacer una reconstrucción completa de los hechos, desde que se toma el arma por primera vez hasta el momento del disparo durante el acto. No hubo sorpresas tampoco en el resultado final del experimento. Sirvió para confirmar las declaraciones de los sospechosos, principalmente la del utilero, el señor Origoza; y para verificar también que por fuera de ellos cuatro, nadie más pudo cometer el asesinato.
La siguiente diligencia del funcionario del Ministerio Público Fiscal fue dirigirse a la armería más cercana a la escena del crimen para constatar si ahí se había efectivamente vendido el rifle que diera muerte al trascendental Rey de Picas. El dueño del comercio no recordaba haberle vendido un rifle de las características del usado para matar al señor Valenzuela a alguno de los sospechosos o a alguien que dijera ir de parte de algunos de ellos.
Por eso, el doctor Altolaguirre le solicitó la lista de clientes de la última semana y el hombre se la extendió gentilmente. Solamente tres personas, según la lista, habían adquirido un rifle durante ése período de tiempo. Y un nombre en especial llamó su atención poderosamente. Luis Altolaguirre sonrió triunfante, la exigió al dueño de la armería una copia de la lista, le dio las gracias por su invaluable colaboración en el caso y volvió urgido a su despacho.
Ni bien llegó, levantó el tubo del teléfono e hizo una llamada.
_ Sí. Habla Luis Altolaguirre, de la Fiscalía de Instrucción penal número 8_ se presentó cuando atendieron la comunicación._ Lo contacto por el caso Valenzuela, cuya investigación tengo a mi cargo. Mande una patrulla con gente de la División a cargo. Vamos a hacer un arresto. Ya sé quién es el asesino.
Y cortó abruptamente sin mediar palabra alguna. Llenó la orden de arresto, se la alcanzó al juez de turno, le explicó los motivos de su solicitud con evidencia en mano y el magistrado la firmó con celeridad y contundencia. ¿Qué descubrió el doctor Altolaguirre en ésa lista?



                                                                        ***

Mediante un oficio enviado por intermedio de un cadete, el doctor Altolaguirre las requirió a los cuatro sospechosos que estuvieran presentes en el teatro a las 18 horas en punto de ése día sin dejar entrever el motivo de dicha petición.
Aunque un poco renuentes y desconfiados; Daniela Rúa, Ruth De Carlo, Celia Ruíz y Raúl Origoza cumplieron con lo ordenado por el fiscal de la causa.
_ Gracias a los cuatro por venir_ dijo Luis Altolaguirre, cuando ingresó a la sala del teatro y vio a los sospechosos esperándolo impacientes y nerviosos._ Les prometo que esto no va a durar más de diez o quince minutos como mucho.
_ ¿Por qué estamos acá, exactamente?_ preguntó Daniela Rúa, ofuscada mientras golpeaba nerviosamente la punta de su zapato contra el piso.
_ No se apure, señorita Rúa. Permítanme mostrarles primero algo que conseguí de muy buena fuente.
De una carpeta que traía en el portafolio, el fiscal tomó la lista de compradores que le cedió el dueño de la armería y se la exhibió a los cuatro sospechosos, agitando el papel provocativamente y analizando las reacciones de todos, detenidamente uno por uno. Nada extraño. Ninguno se delató. Ninguno se inmutó. Ninguno sabía qué había escrito en ésa hoja.
_ ¿Qué es eso?_ inquirió desinteresadamente, Ruth De Carlo.
_ Esperaba que alguien preguntara al respecto_ repuso el doctor Altolaguirre._ ¿Conocen la armería que está acá a cinco cuadras? Supuse que si el asesino cambió el rifle verdadero que siempre el occiso usaba en cada función antes de reemplazarlo por el trucado, digámoslo así, por otro verdadero con un cartucho en su interior listo para ser disparado, el asesino tuvo que comprar el segundo rifle en algún lado_ y enfatizó esta última frase con mucha vehemencia.
_ Y ésta armería es lo más cerca que hay_ continuó el fiscal._ Así que, indefectiblemente, el culpable tuvo que adquirirlo ahí. ¿Para qué iba a irse más lejos quizás si tiene lo que busca a la vuelta de la esquina?
Y desvió la atención hacia la hoja que sostenía en su mano. Todos la miraron de un modo muy particular. La miraron con miedo, dudas, estupor e incredulidad.
_ ¿Usted me preguntó hace un rato qué es este papel que traigo conmigo, correcto señorita Rúa?_ siguió el doctor Altolaguirre._ Son las personas que compraron un rifle durante toda la semana previa al homicidio del señor Valenzuela. Estoy casi seguro de lo que pasó. Así que, para confirmarlo, necesito que los cuatros me regalen su firma para compararla con la tipografía de esta lista. Si no tienen nada que ocultar, no van a tener problemas en acceder, imagino.
_ ¡Lo que usted pretende está en disconformidad con la ley!_ protestó ferviente, Raúl Origoza.
_ Muéstrenos la orden de un juez y accederemos gustosos_ dijo con soberbia, Celia Ruíz.
Pero el doctor Altolaguirre apeló al silencio y a intentar interpretar las miradas de los cuatro sospechosos.
_ Como imaginé_ remarcó el señor Origoza._ Si me disculpa, tengo que cosas que hacer.
Tomó su saco y se retiró descortésmente, sin que el doctor Altolaguirre se lo imposibilitara.
Pasaron unos segundos, hasta que Luis Altolaguirre rompió el silencio.
_ ¿Soy el único que piensa que está huyendo?
Las tres mujeres se miraron entre sí ingenuas y exaltadas.
Igualmente, Raúl Origoza no llegó muy lejos. La Policía lo detuvo por orden del fiscal. Pasó la noche en el calabozo de la Comisaría y el doctor Luis Altolaguirre lo entrevistó en su oficina a la mañana siguiente temprano.
_ Ya que usted se niega a hablar_ dijo Altolaguirre después de un buen rato de silencio,_ voy a hacerlo yo. Fue a la armería y compró un rifle exacto al usado por Rey de Picas, Valenzuela, como quiera llamarlo, en el show. Es evidente que no puede acusar su nombre real en el registro de compradores que por ley lo obliga a llenar el empleado de la armería. Y escribe uno falso, inventado ahí en el momento. No pensó en un nombre más elaborado porque ése era un detalle menor, sin importancia. Y lo que desconocen los asesinos inexpertos como usted, señor Origoza, es que son justamente esos detalles los que nos guían siempre hacia la verdad.
Luis Altolaguirre colocó la hoja frente al utilero y con el dedo Índice, le señaló el nombre en cuestión.
_ Juan Pérez_ repitió el fiscal en voz alta y pronunciada._ El famoso Juan Pérez que los argentinos usamos para todo. Lo usamos más que el fulano y el mengano, mire lo que le digo.
Juan Pérez compró la misma arma que la usada en el asesinato. Pero no sabía quién era Juan Pérez. Sabía que era uno de ustedes cuatro, pero nunca tuve ninguna certeza al respecto porque, para serle honesto, mis sospechas nunca recayeron sobre alguien en particular. Y por eso los cité en el teatro y les dije que precisaba la firma de todos para hacer la comparación pertinente con la letra de Juan Pérez. Era claro que el responsable no se iba a arriesgar a descubrirse e iba a buscar algún pretexto para abandonarnos. ¿Y mire cómo son las cosas, que usted resultó ser el ganador? Lo escucho, Origoza.
_ No tiene nada_ replicó el utilero con preponderancia y altivez.
_ Deme una muestra de su letra y su firma, y vemos. ¿Qué le parece la idea? A mí me fascina.
_ Hace unos meses caí en bancarrota_ se quebró finalmente Raúl Origoza._ Deudas por todos lados, la hipoteca de la casa... Y lo que me pagaba Valenzuela no me alcanzaba para nada, ¿entiende? ¡Para nada! Le imploré que me aumentase el sueldo, pero me respondió que mi trabajo no era gran cosa y que lo me pagaba por mes estaba acorde a mis tareas. Me faltó el respeto, se rió en mi propia cara. No lo soporté. Iba a asesinarlo ahí, inmediatamente. Pero Rey de Picas, un mago tan reconocido y aclamado por todo el mundo, tenía muchas posesiones que son un tesoro para sus seguidores. Elementos personales, recuerdos invaluables, reliquias, por la que muchos pagarían una fortuna por poseerlas. Así que, las hurté de a poco y las vendí en el mercado negro. Él nunca sospechó de mí. Pobre infeliz. Creyó que era su otra secretaria, Ruth De Carlo, aunque nunca hizo públicas sus sospechas porque no estaba seguro. Lo sé de buena fuente.
<Fui ganando la plata suficiente que me iba permitiendo paulatinamente ir cancelando mis deudas. Pero me enteré de mera casualidad por un contacto mío que los coleccionistas pagan muchísimo más por posesiones de personas que ya no están y que fueron una inminencia en su arte. Así que, pensé que si lo asesinaba, ganaría muchísimo más y así me fue. No me puedo quejar. Compré el rifle, lo cambié por el falso y la querida señora Ruíz hizo el resto por mí. Saldría lo del triángulo amoroso a la luz y asunto resuelto. Fue perfecto. Bueno, casi perfecto. Pero no me arrepiento en absoluto de lo que hice>.
_ ¿Dónde escondió el rifle de utilería que reemplazó por el suyo?
_ Lo oculté en el doble fondo de uno de esos aparatos gigantes que tienen los magos. Es el mamotreto que está justo atrás del escenario.
El doctor Altolaguirre le hizo firmar la declaración y ordenó su inmediato traslado al penal de Ezeiza.
<_ Si este tipo tuviese las habilidades del legendario Harry Houdini, lo encerraría en una prisión de máxima seguridad en medio de una isla>_ se dijo el fiscal para sí. Y sonrió satisfactoriamente por su repentina ocurrencia.




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