lunes, 25 de septiembre de 2017

El intérprete bilingüe (Gabriel Zas)




El juez de Instrucción, Silvio Piedemonte, estaba nervioso y altamente preocupado, sentado detrás de su escritorio de su despacho de la sede judicial de los Tribunales Federales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. No era capaz de hallar una solución sensata a su pequeño problema inusual. Sus allegados y otros jueces que trabajaban en el mismo edificio no eran capaces tampoco de ofrecer alguna clase de ayuda resueltamente satisfactoria, y eso ponía al doctor Piedemonte de muy mal humor.

Hacía dos días había logrado detener después de más de dos años de investigación exhaustiva a los cabecillas de una banda trasnacional que se dedicaba al contrabando y al lavado de dinero. La mayoría de los miembros de la banda eran de nacionalidad argentina, uruguaya, colombiana, hondureña y mexicana, respectivamente. Pero sus dos líderes propiamente dicho eran de nacionalidades europeas: Otto Hëger, alemán; y Antoine Lafourcade, francés. Y ninguno de ellos hablaba ni una sola palabra de español. NI siquiera manejaban fluidamente el inglés. El único idioma que manejaban era su lengua nativa, nada más. Y las posibilidades de encontrar a algún traductor bilingüe que manejara ambos idiomas, era de una entre diez millones. Así que, el doctor Silvio Piedemonte se estaba volviendo a cada segundo más y más irracional y fastidioso, y con causa legítimamente justificada. Y para colmo, absolutamente nadie ofrecía una solución digna y aceptable a tal entuerto, por lo que la tranquilidad tan característica y persistente de Silvio Piedemonte desapareció magistralmente y fue reemplazada por un estado emocional agitado y turbulento. Nunca nadie lo había visto en ésas condiciones, por lo que los motivos para preocuparse por su inhóspito comportamiento sobraban de manera sobreabundante.

 Ni bien se enfrentó a ésa situación atípica, el doctor Piedemonte ordenó realizarle a los dos imputados en primer término una serie de estudios psicológicos complementarios para descartar la posibilidad de que ambos estuviesen fingiendo para escabullirse del interrogatorio. Pero el resultado de la pesquisa fue concluyente: ninguno simulaba. Realmente, no hablaban español. "Carajo, che. Qué suerte la mía", declaró enardecido el juez.

La cuestión de conseguir un traductor bilingüe alemán/francés para poder llevar a cabo la indagación lo estaba volviendo loco. Ninguna idea era convincente, hasta que una empleada administrativa se acercó hasta la oficina del doctor algo dubitativa y retraída. Golpeó la puerta tímidamente varias veces hasta que la voz irritable de Silvio Piedemonte le ordenó que entrase. Andrea, la empleada en cuestión, se mostró reacia a obedecer. Pero su fuerza de voluntad por ayudar pudo más e ingresó con un expediente en mano.

_ Disculpe, señor_ balbuceó Andrea tímida y frágil._ Encontré este archivo de una vieja causa que puede servir a sus propósitos en este caso.

Silvio Piedemonte extendió la mano y ella le dio el informe.

_ ¿Qué es?_ le preguntó el juez.

_ Es un caso de hace tres años. El condenado se llama Germán Aldana. Recibió una sentencia a veinte años de cárcel por homicidio simple por asesinar a un fiscal. Se da la casualidad de que Aldana es traductor bilingüe de alemán y francés. Se me ocurre pensar que si colabora con usted ayudándolo en la declaración de sus dos detenidos, podría otorgarle alguna clase de beneficio a cambio.

Piedemonte miró a Andrea con una mirada inquisitiva que mezclaba orgullo, sorpresa, admiración e insolencia. Inesperadamente, desplegó una sonrisa de triunfo que ocupó la mayor proporción de sus labios y se abalanzó sobre ella de tal manera que parecía que había descubierto el secreto de la paz mundial.

_ Es usted una empleada ejemplar_ la elogió el juez bastante exageradamente.

_ No es para tanto, señor_ respondió ella con una sonrisa cohibida.

Silvio Piedemonte aceptó la idea, hizo todo el papeleo pertinente para poder sacar a Aldana temporalmente de la prisión y después de dos semanas de hablar y negociar con las autoridades penitenciarias, judiciales y los abogados defensores del detenido, pudo llevar a cabo la indagatoria de forma regular.

El primero en declarar fue Otto Hëger. La traducción que hizo Germán Aldana de su declaración fue que él no sabía nada de ningún contrabando ni de lavado de dinero. Conoció a Lafourcade en un viaje de placer que hizo en Kingston, Jamaica. Después, ambos vinieron a la Argentina también por placer y se sintieron a gusto y fueron tan bien recibidos, que decidieron quedarse a vivir por al menos dos años para probar suerte. Por alguna cuestión que desconocían, nunca pudieron aprender debidamente el idioma. Y ese detalle era, para Piedemonte, el que derrumbaba toda su historia y no la hacía nada creíble.

Sin embargo, Hëger afirmó que podía entablar conversaciones con personas de habla hispana gracias a un traductor digital que tenía instalado en su celular, el cual le confiscaron junto a otras pertenencias cuando la Policía lo detuvo.

Confesó también que cuando llegaron a la Argentina, consiguieron trabajo inmediatamente en un call center de una empresa de turismo internacional. Pero que ni él ni su amigo Antoine Lafourcade jamás imaginaron que ésa empresa era una pantalla para el contrabando y el lavado de activos.

Por su parte, el propio Lafourcade declaró exactamente lo mismo. Y ante una falta importante de cantidad de pruebas físicas, Piedemonte dejó en libertad a ambos extranjeros aunque todavía seguirían imputados por ambos cargos hasta que la causa lo ameritara.

Por su parte, Germán Aldana obtuvo el beneficio de la libertad condicional por su valiosa ayuda en la traducción de las declaraciones de Hëger y Lafourcade.

Claro que Hëiger en realidad se llamaba Lionel Ponso y Lafourcade era en verdad Pablo Superregui, ambos bien argentinos y cómplices del falso traductor bilingüe, Germán Aldana, en el asesinato del fiscal Fontana. Pero como ninguna autoridad sabía hablar ni alemán ni francés, el ardid de los tres funcionó a la perfección y de un modo admirable. Sólo tuvieron que hacer la pantomima necesaria para que su farsa fuese creíble. Y realmente lo fue. Sólo les quedaba planificar su próximo golpe para empezar a operar de nuevo.  

La aventura de Troya (Gabriel Zas)

 








Sean Dortmund tenía tres medios diferentes, aunque no tan diferentes unos de otros, de hacerse de algún caso complicado e interesante que requiriera su intervención. El primero, era por intermedio del jefe de la División Homicidios de la Policía Federal, el capitán Eugenio Riestra, quien le consultaba en persona cada vez que el procedimiento de alguna investigación en curso le impidía avanzar. El segundo, era ayudando también al capitán Riestra en la misma escena del crimen, interrogando testigos; estudiando los hechos, pero sobre todo, observando. Observando y deduciendo. Las vagas impresiones de la escena que estimulaban su imaginación resultaban más genuinas que cualquier evidencia concreta. Ese era su gran secreto, que a lo largo de su vasta trayectoria de casos resueltos en el país, demostró que siempre le dio resultados altamente eficaces y extraordinarios, partiendo principalmente para ello, de un detalle muy puntual e intrascendente a primera vista, que la Policía siempre ignoraba deliberadamente. Esto injería en que muchas veces casos que aparentaban trastocar una trama peculiarmente enmarañada y compleja, terminaran siendo de una sencillez inmensa e inesperada.

Ejemplos que pueden servir para enunciar toda ésta serie de cualidades expuestas son el robo del collar de oro en el tradicional Tren a las Nubes de Salta, que el inspector Dortmund resolvió a través del capitán Riestra sin siquiera haber estado presente en el lugar de los hechos. El curioso incidente del nuevo inquilino que se mudó al mismo edificio en donde vivía Dortmund y que casi lo arrestan por error por considerarlo un estafador a nivel internacional, si no fuese por el gran talento que Sean Dortmund desplegó para descubrir al verdadero culpable y desdeñar toda una historia de fondo interesante que arraigaba asimismo un inusual ardid bien pensado y ejecutado. O el asesinato de un miembro de la Realeza española en un hotel de Rosario. O el pequeño problema del falso alquiler para fraguar los intereses de una inmobiliaria y cobrar dinero extra. O el caso de la bailarina de tango que asesinó a su compañero de baile poseída por los celos y la traición, de una forma brillantemente original y eficaz, sólo por nombrar alguno de los miles de casos en los que se vio involucrado y triunfó en cada uno de ellos de manera concluyente y original.

 Pero toda regla dispone de sus excepciones. Y es que el siguiente caso llegó a manos de Sean Dortmund por mero accidente, una mañana de abril mientras compartía un desayuno con su amigo, el capitán Riestra. SI bien no pone de manifiesto al cien por ciento todas y cada una de las virtudes anteriormente ponderadas, las características del caso fueron tan inverosímiles y algo fuera de lo común, que merecen ser narradas aunque sea de un modo breve y conciso.

_ Insisto en que los criminales no son metódicos_ veneraba Riestra con un aire de superioridad sobreactuado, que despertó la simpatía de Dortmund._ O al menos los que aparentan serlo, lo disimulan muy bien porque en el fondo tienen su orgullo herido. El pretender no dejar rastros en la escena de un crimen para evadirse de la ley les alimenta su ego hasta que llega un punto en que el intentar bajarlos de lo más alto del pedestal puede resultar peligroso.  

Dortmund entrelazó sus manos por detrás de la nuca y miró a Riestra fijamente con una expresión afable y dominadora.

_ Puedo estar o no de acuerdo con alguna de sus apreciaciones, capitán Riestra_ adujo._ Pero sí puedo relativizar su criterio lógico con un axioma sostenido por la certeza de los hechos y que nadie, hasta ahora, ha podido contradecir de forma fehaciente ni por muy lejos.

_ ¿Cuál, Dortmund? Me intriga conocer su respuesta.

El inspector se puso de pie erguido frente a su visitante, pasó sus manos entrelazadas a atrás de su cintura y lo miró con cierto brillo en su mirada que sus ojos destellaban.

_ Ningún criminal escapa a mi infalibilidad_ afirmó con aire de grandeza._ Hagan lo que hagan, siempre caen en mi red. Y usted es el mejor testigo que conozco para respaldar lo que digo.

_ No voy a discutir eso con usted. Su agudeza mental es admirablemente superior a la de cualquier mortal en ésta Tierra. Es una gran suerte haberlo conocido.

_ Tiene que aprender, no obstante capitán Riestra, a ser más meticuloso y a trabajar desde una perspectiva más solemnemente deductiva y artera. Si se pusiera a razonar debidamente cada detalle que aparece en una escena de crimen, se sorprendería hasta de usted mismo de todos los resultados que sería capaz de alcanzar. Sólo es cuestión de saber observar con buen ojo clínico y analizar todas las vertientes que ofrece dicha observación preliminar. La imaginación hace el resto.   

La interesante charla catedrática que ambos hombres mantenían se vio seriamente afectada por los violentos toques desesperados que una dama propinaba en la puerta de entrada, hundiendo hasta el fondo los nudillos. Sin perder tiempo, Dortmund y Riestra acudieron en su ayuda. Se encontraron con una mujer de aspecto elegante, joven, treinta a treinta y cinco años aproximadamente, piel blanca, cabello negro rizado hasta la altura de los hombros y de estatura media. En esos momentos, sus ojos estaban desencajados y emanaban una especie de fulgor que refulgía temor y pánico. Su rostro estaba lívido y sus manos temblaban vertiginosamente contra su propia voluntad.

Sean Dortmund la hizo entrar de inmediato, mientras el capitán Riestra corroboró que nadie la siguiera. Cuando lo hizo, cerró la puerta y corrió en auxilio de la dama. El inspector la había sentado en una silla al lado de una ventana abierta para que le diese el aire fresco y le había dado de beber un vaso con agua para que se calmase. Era más que claro que aquélla extraña visitante había pasado recientemente por una experiencia traumática y que estaba escapando de una o más personas que la perseguían por motivos desconocidos.

Cuando finalmente pudo reponerse por completo después de unas pocas horas, se presentó formalmente ante los dos caballeros y pidió sinceras disculpas por su intempestiva e inusual llegada. Su voz era débil y cansada, aunque hablaba articuladamente y sin inconvenientes. Su carácter era reservado y pasaron algunos minutos hasta que ella entró en confianza y le expuso su caso a Dortmund y Riestra.

_ Puede hablar con total libertad frente a nosotros, señorita_ la alentó el inspector, benevolente._ El caballero aquí a mi lado es el capitán Eugenio Riestra de la Policía Federal y yo soy Sean Dortmund, investigador privado y a su vez asesor de la Fuerza en cuestión. Por favor, le ruego nos cuente su problema fielmente para que la podamos ayudar.

Todavía estaba en un estado de excitación bastante importante. Pero se concentró, respiró profundamente y una vez que se sintió repuesta del todo, comenzó a hablar gradualmente.

_ Dudo que puedan ayudarme. Si ese tipo me encuentra, me mata_ auguró con escepticismo y convicción la mujer en cuestión.

_ Mientras permanezca acá con nosotros, estará más a salvo que en cualquier otro sitio, no lo dude_ le dio su palabra el inspector.

Ella se sintió segura con el tono de su voz y narró los hechos sin reparo tal como sucedieron.

_ Me llamo Nadia Zuloaga. Hasta hace unos meses atrás, trabajé como recepcionista en un estudio de abogados en pleno Microcentro. Pero tuve ciertas divergencias con mi jefe y renuncié, y desde ése momento, que estoy sin trabajo. Busqué incansablemente en todos los avisos clasificados de todos los diarios que puedan ustedes imaginarse, hasta que vi un anuncio en el que solicitaban mujer joven con buena presencia para desempeñarse como empleada administrativa en una firma multinacional. Me pareció raro que la aspirante a ocupar el cargo debía disponer de ciertas cualidades físicas y personales como menester para acceder a una entrevista laboral.

_ ¿Qué cualidades, señorita Zuloaga?_ preguntó Dortmund con sumo interés en el relato de la joven.

_ Alta, morocha, joven, simpática y elegante, entre las principales. Me pareció una solicitud sospechosa, pero como yo respondía a todas ellas y necesitaba realmente el trabajo, le resté importancia al asunto y consentí en presentarme y adjuntar un currículum sin objeciones de ningún tipo. Envié toda la documentación por correo postal y no tuve noticias de la empresa hasta la semana siguiente.

_ ¿Cuál era el nombre de la compañía?_ quiso estar al tanto Riestra, ávidamente.

_ S&N. Es todo lo que puedo decirle en lo concerniente a su duda_ respondió la dama algo confundida.

_ ¿La había escuchado nombrar anteriormente?

_ No, jamás la sentí nombrar.

_ ¿Hace cuánto de todo esto?_ se interpuso Dortmund, amablemente.

_ El anuncio salió publicado hace unas tres semanas y hace dos que recibí una respuesta favorable de parte de ellos_ respondió Nadia Zuloaga, un poco más calmada.

_ Por favor, prosiga. ¿Qué sucedió cuando se presentó a la entrevista?

_ Me mandaron una citación por correo. Lo curioso es que la carta no tenía matasellos y al principio desconfié de asistir a la reunión. Pero, como les dije en un principio, realmente necesitaba trabajar y no podía darme el lujo de rechazar la oferta con todo el trabajo que me costó conseguirla. Así que decidí presentarme.

_ ¿Interpusieron alguna condición adicional a las ya plasmadas en el aviso para la entrevista en sí?_ inquirió sumamente atraído por el relato, el capitán Riestra.

_ Iba a comentárselo a continuación. Me exigieron ir vestida con una clase de vestido muy particular. Debía ser de seda, color negro, de encaje, decorado con lentejuelas y ornamentos con diseños en dorado. Eso me pareció más extraño que las condiciones explicitadas en el diario. Sabía que algo no estaba bien y que algo muy grande se escondía y estaba en juego. De lo contrario, esas peticiones no tendrían ningún sentido de ser. Confieso que estaba algo asustada y nerviosa, pero decidí igualmente arriesgarme, pensando que nada malo podría ocurrirme particularmente a mí. Le pedí a una amiga mía que me prestara un vestido de tales características, que sabía que tenía uno porque lo usó una vez en un casamiento. Me presenté a su oficina puntual a la hora fijada y francamente el ambiente me produjo mayor miedo que todo el resto del asunto. La oficina estaba prácticamente desnuda. Sólo tenía un escritorio apenas con algunos documentos arrumbados encima y dos sillas, una en cada extremo de la mesa. Por lo demás, estaba vacío. El hombre que me recibió dijo llamarse Jorge. Alto, de unos cuarenta y tantos años, corpulento, con una personalidad fuerte y una persona muy segura de sí misma a primera vista. Amable y caballero. Quiso justificar que la oficina estaba deshabitada porque hacía poco que se habían instalado ahí y faltaban muchas cosas por acomodar. Pero lo cierto es que no le creí en absoluto ése argumento porque no vi cajas con embalajes por ningún rincón. Y eso, de algún modo, vino a confirmar mis sospechas de que algo raro estaba sucediendo, aunque no era capaz de entrever exactamente de qué se trataba todo eso. Me pidió disculpas por hacerme ir hasta ahí inútilmente, porque en ésas condiciones tan incómodas, no podía entrevistarme. Y me postergó el encuentro para hoy temprano a la siete. No me opuse, claro. Pero, si me preguntan si hubo algo raro en el tipo en sí, por supuesto que lo hubo. Ni bien abrió la puerta para recibirme y contempló mi vestuario, sus ojos brillaron como dos faroles y sus mejillas se tornaron de un color rojizo insondable. Pero lo más extraño fue cuando me fui, que vi de espaldas a una mujer vestida idénticamente a mí_ Pronunció eso último con remarcada efervescencia.

Cerró los ojos por un momento y los volvió abrir a los pocos segundos. Apretó sus manos empuñadas como quien contiene su enojo y continuó.

_ Eso me horrorizó terriblemente. Y ya a ésa altura, no sabía qué pensar. Si yo estaba tomando su lugar o ella el mío, y mucho menos, qué rol desempeñaba en toda ésta intrincada cadena de eventos enturbiados y temerosos.

_ Y aún, así y todo, optó por volver hoy a las siete_ dedujo Dortmund con inteligencia.

_ Sí. Pero fui empujada ya por la curiosidad de saber qué cuernos estaba pasando ahí. Y cuando llegué, golpeé y me abrieron, el mismo hombre amable de la primera vez me atacó con un revólver, tirándome a mansalva. Me corrió unos cuantos metros sin mediar palabra y sin dejar de disparar su arma en ningún momento, hasta que logré escabullirme y perderle el rastro de forma definitiva. Y francamente, me siento afortunada, porque de alguna manera que aún no me explico, logré huir de una muerte casi segura. Corrí desesperadamente en busca de ayuda hasta que di con ustedes por pura casualidad después de tocar timbre en otros departamentos y acá estoy. Esos son los hechos. Dejo todo en sus manos, señores.

_ ¿Vio si este extraño personaje o alguien más la siguió?

_ No, estoy completamente segura de que nadie me siguió.

_ Por el momento, estará más segura acá con nosotros. Le prepararé un cuarto para que descanse y tendrá a su disposición todo lo que necesite.

_ Le estoy inmensamente agradecida.

Sean Dortmund llevó a Nadia Zuloaga hasta el cuarto de invitados y volvió enseguida a reunirse con el capitán Riestra en el comedor.

_ ¿Y bien, Dortmund?_ dijo el capitán Riestra obstinadamente_ ¿Alguna idea al respecto? Porque yo lo veo todo muy oscuro.

_ Creo que está todo suficientemente claro desde mi punto de vista_ sostuvo el inspector._ Ésta historia está compuesta por seis elementos primordiales y por demás, interesantes: el aviso del periódico sobre una mujer con rasgos específicos para cubrir el puesto, la exigencia de ir vestida con determinado atuendo a la entrevista, la oficina deshabitada, el matasellos ausente en la misiva enviada a la señorita Zuloaga, la misteriosa mujer con el mismo vestido exigido por nuestro hombre y el cambio de día para la supuesta entrevista, falsa desde luego. ¿A dónde nos conducen todos esos elementos juntos si los unimos adecuadamente con un mismo hilo conductor? Piense, capitán Riestra. Y piense porqué querrían muerta a nuestra pobre huésped.

_ No se me ocurre nada lógico.

_ De eso le hablaba justamente antes de la imprevista interrupción de la señorita Zuloaga. Bien. Este caso, principalmente su modus operandi tan excéntrico si quiere calificarlo así, me remite al caso del hombre del retrato que llegó a mi conocimiento por medio de la señorita Cecilia Graviño que solicitó mi ayuda. Fue secuestrada y la hicieron dibujar a un hombre que ella no conocía. Y todo respondía a una historia de traición, venganza y desencantos amorosos. Y estoy convencido de que esto no es muy distinto de aquello.

_ Recuerdo el caso perfectamente. Pero, en este caso en particular, se me hace extremadamente difícil imaginar porqué alguien desconocido querría muerta a una mujer también desconocida por ellos.

_ Este extraño personaje, Jorge, tal es su nombre ficticio, es un miembro de una organización criminal mafiosa y la dama en cuestión es la prometida del jefe de dicha organización. Partamos de estos supuestos que espero convertir en certeza muy pronto. Sabemos por regla general que involucrarse con la mujer de un jefe mafioso es sinónimo de una muerte segura. Así que es claro que ambos tienen que mantener su romance oculto por completo del resto. Todo marcha de acurdo a lo previsto hasta que accidentalmente Jorge y su amante son descubiertos por uno de los miembros de la misma organización. Suponen entonces que ésa es su sentencia definitiva. Pero sin embargo aquél tercer miembro apela al silencio a cambio de obtener una ventaja personal de la situación. Les impone condiciones a la pareja clandestina que ambos deben respetar si quieren vivir, porque de lo contrario, sería el fin para los tres. Alguien que oculta una relación así al jefe de la organización también es un traidor y también merece morir.

<Ellos dos estaban tan compenetrados y enamorados que aceptan las reglas del juego. Las cumplen hasta que cierto día algo sale mal y el plan se desmorona abruptamente. Sus vidas se ven seriamente amenazadas porque, como era de esperarse, el fiel adepto del Jefe lo pone en aviso sobre la aventura que su mujer y uno de sus súbditos más leales mantienen a sus espaldas. Él entonces atrapa a la pareja feliz. Pero no tiene intención de matarlos. Al menos decide tender un manto de piedad sobre él y le da una única posibilidad de demostrar su honestidad. ¿Qué le pide a cambio? Que la mate a ella en un plazo de tres semanas como mucho. Y le da ese tiempo prudencial sólo porque imagino que debe arreglar algunos asuntos vinculados con ella, antes.>

<Entonces, al caballero que se hace llamar Jorge se le ocurre una idea fenomenal: esconder a su amante, buscar a una sustituta, matarla para que el Jefe de la banda crea realmente que cumplió con su mandato y que le sigue siendo fiel, y así mantener a su amada a salvo, mientras todos creen que realmente la mujer del Jefe está muerta por despojarse en los brazos de alguien más. Por eso, las extrañas exigencias en el aviso del falso empleo publicado en el diario. Ése fue un señuelo perfecto. Y por poco, la señorita Zuloaga termina muerta por caer en la trampa. El engaño resultó tan sutil, que casi rinde sus frutos inflexiblemente. El plan era dejar el cuerpo de la señorita Zuloaga a la vera de algún lugar determinado para que sea encontrado en virtud de sus intereses, mientras Jorge y su amante probablemente cruzaban el Río de la Plata para ir a Uruguay, donde ella permanecería oculta casi de por vida, teniendo la certeza de que la mafia nunca descubriría la verdad del asunto. Es como una Elena de Troya en la vida real de la mafia. Porque si la artimaña es descubierta, la guerra será inevitable y varias vidas correrán peligro.>

_ ¿Cómo deduce lo del supuesto viaje a Uruguay, inspector Dortmund?

_ Simple. Nadie cita a ninguna a persona a horarios irrisorios, como ser las siete de la mañana, para celebrar una reunión laboral. Y sabiendo que los primeros buques parten a partir de las ocho de la mañana desde Puerto Madero, queda todo más que claro en ése aspecto.

_ ¡Por el amor de Dios, Dortmund! Me rindo ante su explicación. Fue realmente implacable. Entonces, concluyo que Jorge citó a Nadia Zuloaga en su agencia que operaba en realidad como madriguera y ella vio a la dama por la que pretendían tomar su vida. Por eso postergó el plan para unos días después. No quería correr riesgos innecesarios. Aunque no sé entonces, porqué la citó en especial para ése día sabiendo que su amante iba a estar presente. Podía suponer que la señorita Zuloaga sospecharía algo.

_ Exacto, capitán Riestra. Ése es uno de los puntos que faltan aclarar todavía. Como ve, todo encaja y se ajusta perfectamente a los detalles y hechos proporcionados por la señorita Zuloaga. Y como también advertirá, ella estará por ahora más a salvo aquí que en cualquier otro lugar, por lo menos hasta que descubramos exactamente quiénes son estas personas y podamos capturarlas desde la  primera hasta la última. Nuestra huésped debe darnos ésa carta que dijo que recibió porque es una prueba fundamental. No creo que ésa oficina que sirvió de guarida por unas semanas conserve aún evidencias de algún tipo. La gente de la mafia es muy estricta.

_ ¿Cómo siguiere que continuemos, Dortmund?

_ Ése ya es problema suyo, capitán Riestra. Lo dejo enteramente en sus manos.
 
 
 

miércoles, 20 de septiembre de 2017

El cliente de la hostería (Gabriel Zas)





Raimundo Villamayor manejaba su auto último modelo por la ruta nacional 14 de Misiones cuando se averió a la altura del arroyo Alegría, lejos de su destino final que era la provincia de Corrientes. Se irritó bastante por ésa situación inesperada sin saber qué hacer. Pero su vista se cruzó con un letrero en madera de roble que le llevó nuevamente tranquilidad: hostería Los Nogales. Se corrió hasta el lugar y le pidió al empleado que lo atendió, que por su aspecto y buen trato, atribuyó a que era el dueño de la hostería; utilizar el teléfono para comunicarse con la grúa. Aquél buen samaritano accedió amablemente a la solicitud de Villamayor, quien le agradeció el gesto con una enorme sonrisa en sus labios.

Mientras Villamayor intentaba hablar por teléfono, Carlos, el empleado y supuesto dueño de la cabaña; no paraba de mirarlo. Miraba a su intempestivo cliente de una manera muy particular y extraña, que Villamayor, para su suerte, no advirtió porque seguía intentando establecer comunicación para pedir la grúa. La mirada de Carlos, llena de impaciencia y dudas, daba cuenta de que ya había visto anteriormente y en otra circunstancia a Raimundo Villamayor. y repentinamente creyó recordarlo y corrió hasta la cocina a hablar urgentemente con Analía, su esposa. La agarró desesperadamente del brazo en una clara actitud de nervios y tensión que no podía ocultar.

_ ¿Qué pasa, Carlos?_ le preguntó Analía, irascible, a su esposo.

Carlos posicionó a su mujer en una perspectiva justo enfrente del mostrador de la entrada con absoluta cautela para que su visitante no lo notara.

_ Mirá_ le dijo Carlos a Ana._ Miralo bien_ le insistió él ansiosamente.

Analía miró a Villamayor por unos cuantos segundos sin lograr reconocerlo.

_ Es un tipo hablando por teléfono. Y posiblemente un cliente que pase la noche acá_ adujo Ana, inexpresivamente._ ¿Qué pasa, Carlos? No entiendo.

_ Es Raimundo Villamayor, estoy seguro. Es el juez de Garantías que hace cuatro años atrás dejó libre al monstruo de Otamendi, que mató a sangre fría a nuestra hija. Lo dejó libre con diversas opiniones en contra, asesinó a Pamela, lo metieron preso de nuevo y este hijo de su madre lo liberó otra vez hace una semana. Salió en todos los medios del país. ¡Tanto tiempo esperé para esto!

Analía no sabía exactamente a qué se refería su esposo con eso último que dijo, aunque vislumbraba con certeza que estaba decidido a actuar en consecuencia. Ella volvió a observar a Raimundo con más detenimiento que al principio e invadida por un tropel de dudas infundidas por una  corazonada que su esposo supo instaurar en su mente con éxito.

_ ¿Estás seguro?_ indagó Ana con recelo._ No me acuerdo demasiado del tipo en sí. ¿Y si te equivocás?

_ No, te aseguro que no estoy equivocado. Nunca me olvido del rostro de alguien que nos arruinó la vida para siempre. Confiá en mí, Ana. Es él.

Carlos sonaba tan convincente y seguro de sí mismo, que su mujer no le quedó otra más que creerle.

_ Supongamos que sea él. ¿Qué pensás hacer?_ quiso saber Analía con absoluto y total interés.

_ Este Villamayor se especializa en dejar libre y otorgarle beneficios inmerecidos a asesinos en serie que después salen, reinciden y le cagan la vida a quién sabe cuántas familias. A violadores que se topan de casualidad con chicas inocentes como nuestra hija y las matan como perros sin razón alguna. Y este juez es penalmente tan responsable como todas ésas lacras en sí. Por culpa de su negligencia es que pasan todos ésos crímenes atroces que se pueden evitar si tomara en cuenta los antecedentes y la valoración de fiscales y otras autoridades judiciales competentes.

_ Tenés razón y te apoyo en todo lo que decís. Pero, no respondiste mi pregunta: ¿qué pensás hacer?

Carlos miró a su esposa de una manera tan poco afectuosa y expresiva, que por un segundo sintió que no lo conocía y que quien estaba frente a ella era alguien completamente diferente.

_ Matarlo. Matarlo, como Otamendi mató sin piedad a Pamela_ sugirió Carlos con tono de venganza en cada una de sus palabras.

Analía se opuso resueltamente a cometer una barbaridad como ésa. Y sin embargo, Carlos supo disuadirla después de unos cuantos minutos con mucha facilidad con distintas clases de argumentos que sonaron muy convincentes. La decisión de asesinar a Raimundo Villamayor entonces estaba tomada y era indeclinable.

 _ ¿Cómo lo hacemos?_ le preguntó Analía a su esposo con total frivolidad. En esos momentos, ella también parecía una persona muy diferente a la anterior.

Carlos tomó su guitarra que tenía a mano y aplicando toda su fuerza, arrancó una de las cuerdas y se la expuso a su mujer estirándola y sosteniéndola con ambas manos.

_ Yo lo estrangulo de sorpresa con esto por atrás mientras vos lo distraes hablándole de cualquier cosa. Si te pregunta por mí, metele cualquier pretexto_ dijo._ Procurá ser encantadora, cosa que le hables y se babosee, así yo lo agarro indefenso y desprevenido.

_ Partile la guitarra por la cabeza y listo. Lo matás seguro_ sugirió Ana.

_ No, tenemos clientes hospedándose que no pueden enterarse de nada de todo esto. El ruido de la guitarra va a levantar sospechas.

_ Estrangularlo con una cuerda de guitarra tampoco es muy sutil que digamos.

_ ¿Entonces, cómo proponés hacerlo?

Ana retrocedió hasta la cocina y de un mueble extrajo un frasco que puso frente a los ojos de Carlos.

_ Con esto_ le dijo._ Es arsénico. Le metemos una buena cantidad con la comida y se va a retorcer del dolor. Va a agonizar y a sufrir como un condenado antes de morir. La Policía va a creer que se intoxicó con algo que le cayó mal.

_ No van a creer que se intoxicó así nomás. Cuando le hagan la autopsia al cuerpo y hallen restos de arsénico, de nosotros dos van a ser de los primeros que van a sospechar.

_ Lo matemos de la manera en que lo hagamos, van a sospechar igualmente de nosotros dos. Alguno de los otros clientes podría sospechar algo y quemarnos.

Carlos saltó como si una idea lo hubiese atacado de repente.

_ Tenés razón, Ana. Sí, es verdad lo que decís_ afirmó él sin mucha alternativa.

_ No, desistamos de ésta locura, Carlos_ se arrepintió Analía._ Además, podés estar equivocado y terminamos matando a un pobre infeliz que no tiene nada que ver.

_ ¡No estoy errado!_ exclamó Carlos con énfasis._ Este tipo que ahora está usando nuestro teléfono intentando llamar a la grúa es Raimundo Villamayor, el juez de Garantías que dejó libre porque se le antojó al asesino de nuestra hija. Tenemos una oportunidad única y no la voy a desperdiciar por culpa tuya. Lo voy a hacer con o sin tu ayuda.

_ Hagámoslo_ dijo Analía con frivolidad y determinación._ y agarró de la cocina un cuchillo y lo ocultó entre sus ropas. Carlos se acercó hacia Villamayor con idéntica relación de empleado y cliente que cuando él llegó.

_ ¿Pudo comunicarse, maestro, con la grúa?_ le preguntó Carlos a Villamayor amablemente.

_ Está complicado el tema de la señal_ contestó Raimundo mientras seguía insistiendo.

_ Sí, estamos en una región media aislada. Pero, si quiere, pase la noche acá y mañana a primera hora usamos mi auto como remolque y lo alcanzo hasta adonde usted vaya.

_ ¿Enserio me haría ése favor?

_ Por supuesto. Y de paso, nos cuenta a mi mujer y a mí a cuántos asesinos más dejaste libres, hijo de puta.

La expresión de Villamayor cambió radicalmente.

_ ¿Perdón? ¿Cómo dijo?_ preguntó confundido.

_ No te hagas el desentendido, que vos no sos ningún Santo_ le contestó Carlos, enardecido._ Vos sos un juez trucho que deja libre asesinos y no te importa un carajo de nada. Otamendi, un reincidente que vos liberaste, vino hace cuatro años a pasar una noche acá, se aprovechó de nuestra hija Pamela, de veintiún años, y la mató salvajemente. Ésa habitación, desde entonces, que no la rentamos. La conservamos como un santuario en honor a nuestro retoño, que no merecía morir de la forma en que murió. La tiró por las escaleras, y no conforme con eso, bajó y la terminó de asfixiar. Una joyita ése Otamendi, que vos dejaste libre.

_ Lamento profundamente lo que pasó con su hija. Pero es evidente que usted me confunde con alguien más. 

_ No, no estoy para nada confundido. Vos sos Raimundo Villamayor, el juez de Garantías que dejó en libertad al asesino de mi hija. Y ahora vas a pagar.

_ No, espere_ suplicó desesperado, Villamayor._ Usted está confundido. Además, tengo familia. Se van a preocupar si no llego enseguida. No cometa un error.

_ Me cago en tu familia. Si a vos no te importaron todas las familias a las que Otamendi les arruinó la vida para siempre, incluyendo nosotros, ¿por qué a mí me tiene que importar la tuya? Que sientan en carne propia perder a alguien tan cercano y querido.

Raimundo Villamayor imploró varias veces más por su vida inútilmente. Analía le apareció de sorpresa por atrás y le asestó múltiples puñaladas hasta ocasionarle la muerte. Una vez muerto, entre Analía y Carlos acomodaron el cuerpo más acorde a otras circunstancias para cubrir sus rastros.

_ ¿De verdad nuestra hija murió como lo describiste?_ preguntó Ana atemorizada y entre sollozos.

_ Sí_ afirmó Carlos, consternado._ Agradezco que no hayas estado ése día para verlo. Ojalá hubiese podido hacer algo para evitarlo. Pero el tipo me amenazó y me encerró.

_ No fue tu culpa_ y los dos se fundieron en un sentido abrazo.

Enseguida, Carlos tomó una escopeta que tenía reservada especialmente para cazar los fin de semanas, subió por la escalera hasta las habitaciones y le disparó a dos huéspedes a sangre fría.

_ ¿¡Qué hiciste, Carlos!?_ inquirió Analía, espantada.

_ Era necesario para que no sospechen de nosotros_ afirmó Carlos, como si nada, de un modo estremecedor._ Con dos cuerpos más, no van a sospechar que el juez era el objetivo primario del homicidio. Así creerán que todo esto responde a un motivo más general y confuso.

Analía seguía sin salir de su estado de conmoción.

_ ¿Qué querés hacer ésta noche? ¿Cenamos afuera en la ciudad o compramos algo y comemos acá, los dos solos, a la luz de las velas?_ le dijo Carlos a su mujer con total calma y mesura.

Dinero robado (Gabriel Zas)




_ ¿Están seguros que fue él quien robó los doce millones del banco? Le preguntó Ignacio Rosental a su mujer, Eleonora Burdisio, lleno de angustia.

Se refería a su antiguo socio y amigos de muchos años, Luis Zabaleta.

_ Todo apunta a que el hombre que aparece en las cámaras de seguridad es él_ le respondió ella, reticente a aceptar la idea de que su amigo era un vulgar ladrón de bancos.

_ Entonces, especulan con lo que las cámaras muestran. Pero la realidad es que no tienen ninguna certeza de que realmente haya sido él o no.

La angustia que Ignacio mostró al comienzo rápidamente se transformó en un súbito ápice de esperanza.

_ Creo_ sostuvo Eleonora_ que Luis estaba en el lugar y el momento equivocados.

_ Un perejil.

_ Si lo querés llamar así. Pero más bien creo que la situación en la que él estaba fue fortuita y les generó a las autoridades una duda razonable.

Ignacio miró a su mujer inexpresivamente y con rencor.

_ ¿Vos para qué lado tirás?_ le preguntó inexorablemente.

_ Del lado de Luis_ respondió su esposa, ofendida por la insinuación de su marido._ Lo que estoy diciendo es que las circunstancias no lo favorecen en absoluto.

_ Hay que conseguir un buen abogado. Alguno que con una gran capacidad astucia judicial logre que lo liberen bajo fianza.

_ Conozco uno. Ya me encargué de eso y me aseguró que iba a hacer todo lo posible. Pero que no iba a ser algo tan sencillo. Convencer al juez de la inocencia de Luis es un desafío.

_ Él no hizo nada. No veo porqué tiene que ser algo tan difícil.

_ Por supuesto que él no hizo nada. Yo sé tan bien como vos que Luis es inocente. Y si las circunstancias son de dudosa relevancia, como argumentó la Policía cuando lo detuvo, eso judicialmente amerita un sobreseimiento por carecer de elementos suficientes para prolongar su estadía en la cárcel.

Ignacio Rosental seguía nervioso aunque su mujer intentara calmarlo y darle ánimo de que todo iba a salir bien. No creía en la Justicia. Pero confiaba en que iba a entender que Luis Zabaleta no robó una fortuna del banco y  en consecuencia lo iba a absolver.

_ ¿Cuáles son los puntos que tiene a favor?_ quiso saber con interés, Ignacio.

_ El principal y más importante, creo yo, es que no le encontraron la plata_ dijo Eleonora con un esbozo ligero en sus labios.

_ Entonces, ¡ya está! ¿Qué tantas vueltas?

_ El problema es que la Policía cree que se lo dio a un cómplice para que escapara con la Guita o que la escondió por ahí cerca, en un lugar seguro al que sólo Luis tiene acceso. Y hasta que eso no quede definitivamente descartado, dudo que el juez disponga su liberación.

Rosental se encogió de hombros.

_ La Cana está convencida de que fue él_ agregó sórdidamente.

Eleonora Burdisio dijo que sí, moviendo la cabeza con preocupación.

_ Siempre se la agarran con cualquiera, menos con el verdadero responsable_ protestó Ignacio.

_ Confiemos en el abogado que le puse.

_ ¿Por qué hiciste eso por Luis?

_ Porque es amigo tanto mío como tuyo y no voy a permitir que su defensa caiga en manos de cualquier abogado carancho u oportunista.

_ Está bien. Hiciste bien, no te culpo. ¿Quién es, si se puede saber?

_ Raúl Belloni, de vasta trascendencia en casos similares al de Luis. La tiene clara. No nos va a defraudar.

_ No puedo dejar de pensar en que todo esto parece una pesadilla. Luis no robó ésa plata del banco.

_ En eso coincidimos, amor. Pero no hay rastros de que lo haya hecho alguien más.

_ Vos misma fuiste la que minutos antes también me dijo lo contrario, Eleonora. Ponete de acuerdo. ¿A qué estás jugando?

Burdisio se mostró firme y seria.

_ No me gusta lo que estás sugiriendo, Ignacio.

_ Decime vos qué estoy sugiriendo.

Eleonora no dijo nada y se fue directo al cuarto. Se sentó en la cama cubriéndose la cara con ambas manos. Rosental la siguió y la abrazó por atrás con afecto.

_ Perdoname, mi vida_ se disculpó Ignacio, sinceramente._ Pero entendeme. Ésta madeja de incertidumbres que giran alrededor de Luis me ponen nervioso y no me dejan pensar con claridad.

La besó tiernamente en el hombro, pero ella lo sacudió en señal de rechazo.

_ Yo también estoy como vos_ dijo ella._ Pero no por eso estoy tirando cualquier boludez al aire sin pensar. La diferencia entre vos y yo es que vos sos optimista y yo soy realista.

_ ¿Vos no sos optimista, Eleonora? ¿No creés que Luis vaya a zafar de ésta?

_ Ojalá que lo haga. Pero hay que apegarnos a los hechos de la realidad.

_ Discutiendo no lo ayudamos. Lo único que me queda es ser optimista y tener confianza en que todo va a resultar en beneficio absoluto de Luis.

_ ¿Vos te pensás que yo no soy optimista, Gordo? Claro que lo soy.

_ No parece.

_ No voy a seguir discutiendo con vos. Los dos mantenemos posiciones diferentes respecto a lo mismo y eso no va a cambiar.

_ Ya que vos sos realista_ Ignacio Rosental sonó sarcástico, ¿de dónde vamos a sacar la plata para pagar la fianza, en caso de que el juez acepte liberarlo bajo caución real?

_ De nuestros ahorros. Creo que lo que ahorramos en estos últimos diez años va a ser suficiente.

_ Ésa plata es para nosotros, para nuestro futuro. Para eso la ahorramos rompiéndonos el lomo laburando y ése es el destino que le vamos a dar.

_ No tenemos tiempo de nada con toda la carga que tenemos encima. Así al menos le damos un destino noble.

_ Noble sería que la familia de Luis se hiciera cargo de su fianza, no nosotros. Ya le pusiste un abogado. ¿Cuánta plata se nos fue ahí?

_ El tipo me debía un favor grande. Defendiendo a Zabaleta, me lo está retribuyendo.

_ ¿Se puede saber qué clase de favor te hizo un abogado, Eleonora?

_ Negocios que no te incumben.

_ Me incumbe todo lo que involucra a mi mujer para bien o para mal.

_ Son negocios en los que invertí plata mía, no tuya. Por lo tanto, no te interesa. Lo que haga con mi plata es cuestión mía y de nadie más.

_ ¿Segura que es tu plata, nada más?

_ La familia de Luis es pobre y él está sin trabajo. Sin mujer ni hijos. Nosotros somos la única solución que tiene.

_ Me conmueve tu humanidad, tirando nuestros ahorros a la basura.

_ Luis me va a devolver peso por peso y la vamos a recuperar, no te preocupes por eso.

_ ¿Y cómo va a hacer para devolvernos la plata si no tiene ni trabajo ni dónde caerse muerto?

_ Hablás de Luis como si fuera un enemigo.

_ Me parece que vos sos la enemiga acá.

Eleonora miró a su esposo desafiante. Pero una llamada entrante en su celular la interrumpió. Atendió y era el doctor Belloni con excelentes noticias. El juez autorizó liberar a Luis Zabaleta bajo una fianza de cincuenta mil pesos impuesta por él mismo. Ella se puso inmensamente feliz al recibir la noticia, que se la comunicó enseguida a Ignacio Rosental y él, pese a toda la discusión previa que ambos mantuvieron, también se contentó por la liberación de su amigo.

Eleonora Burdisio tomó el bolso con la plata de la fianza y le pidió a Ignacio que la lleve al Juzgado que le había indicado el abogado para completar el trámite y excarcelar a Luis Zabaleta prontamente. Aceptó, pese a todo. Cuando llegó al edificio judicial y pagó la fianza, siguiendo las indicaciones del doctor Belloni tajantemente, quedó inmediatamente arrestado por robo. Esos billetes pertenecían en parte al total del dinero robado del banco.

Ignacio Rosental quedó arrestado en el mismo momento que efectuó el pago de la fianza y el juez revisó y contabilizó uno a uno todos los billetes, y Luis Zabaleta fue absuelto y liberado en simultáneo a su detención. Ahora él y su amante, la mismísima Eleonora Burdisio, podían finalmente estar juntos con su marido fuera de juego.    

 

Auto gris (Gabriel Zas)





Pedro Larrauldi, un estanciero del norte de La Pampa, estaba emocionalmente quebrado. Hacía no más de una semana que había atropellado  y matado accidentalmente a un hombre mayor en la ruta camino a Buenos Aires. Era de noche y aquél pobre hombre apareció de la nada. Pero cuando Larrauldi lo vio, ya era muy tarde.

Pedro se entregó en la Comisaría, expuso los hechos tal como sucedieron y quedó detenido en el momento. Su abogado defensor logró que fuese excarcelado bajo caución juratoria por su falta de antecedentes y por todos los atenuantes que jugaron a su favor al momento del accidente. Demás está aclarar que esto le cayó como un baldazo de agua fría a la familia del infortunado hombre fallecido.

Aunque Pedro cargaba con una muerte en su conciencia que aún no lograba asimilar, pudo retomar a su vida habitual y rural bastante más rápidamente de lo que él pensaba, lo que no implicaba para nada que haya superado el trauma sufrido por el episodio. Una persona estaba muerta y eso en su mente no lo podía remediar.

Todo iba normal hasta que a los pocos días un extraño y sospechoso auto gris comenzó a seguirlo de un modo muy poco convencional. Mantenía respecto al vehículo de Pedro Larrauldi una distancia prudente. Pero lo que ineludiblemente resultaba más confuso era que aquél misterioso auto gris imitaba todos sus movimientos. Así, si Pedro avanzaba a velocidad normal, el vehículo hacía lo mismo. Si Pedro iba a más de cien km/h, el auto gris también. Si Larrauldi se detenía en medio de la ruta por cualquier motivo, ése dudoso auto gris también lo hacía. Y si Pedro paraba en una estación de servicio o en algún otro paraje, el auto gris estacionaba en la puerta y se quedaba esperando a que se fuera, y cuando se iba, todo volvía a comenzar otra vez. Era un círculo vicioso que no se detenía.

Por la distancia que el recóndito auto gris mantenía con el coche de Larrauldi, aquél nunca pudo ver a su conductor. Lo único que alcanzaba a entrever era una sombra negra y oscura al volante, nada más.

 "¿Será alguno de los familiares del pobre hombre que atropellé sin querer, que busca venganza?", no dejaba de preguntarse Pedro ni por un segundo. Pero la respuesta estaba muy lejos de conocerse. Por lo tanto, todo seguía siendo una intrigante nube de misterio, cargada de infinitas preguntas sin responder. 

La pesadilla perduró por unos cuantos días más, hasta que una noche oscura, fría y desierta; el enigmático conductor del auto gris aceleró a fondo, impactó fuertemente por atrás el coche de Pedro Larrauldi y lo arrojó por un barranco hasta el precipicio, ocasionándole a Pedro una muerte instantánea. Entonces, el auto gris se estacionó a un costado de la carretera, a la orilla de la escena del crimen y después de permanecer detenido allí por unos cuantos minutos, su misterioso conductor se decidió finalmente a bajar del vehículo y dar la cara. Era el pobre hombre que Pedro Larrauldi había atropellado accidentalmente y dado por muerto.  

jueves, 14 de septiembre de 2017

La carta extraviada (Gabriel Zas)

                        

Clemente Estévez ingresó a la sucursal del banco del que era cliente y se dirigió directo a un agente de cuentas que lo atendió enseguida.
_ Buenas tardes _ saludó Estévez formalmente._ Vengo a ver al gerente de sucursal.
_ ¿Su nombre?_ le preguntó el empleado por reglamento.
_ Clemente Hugo Estévez, cuenta 566544/0. Es para realizar un retiro de mi caja de seguridad personal. La número 47.
El empleado chequeó los datos en la computadora.
_ Sólo puede venir una vez al día a revisar su caja de seguridad. Son políticas del banco_ anunció el agente de cuentas.
_ ¿Y te pensás que vine a verte la cara a vos?_ le respondió Estévez, sarcástico y de malas maneras.
_ Hábleme bien, señor, porque yo a usted no le falté el respeto_ se impuso el empleado bancario con autoridad.
_ Entonces, hacé lo que tenés que hacer, derivame con el gerente y listo. ¿Es muy complicado? Es urgente, no puedo esperar a que te decidas.
_ El gerente no está disponible en estos momentos. Además, en el sistema me figura que usted ya vino a revisar su caja e hizo el retiro de unos documentos.
_ Sí. Y volví porque te extrañaba a vos, pibe. Dale, ¡no me jodas!
_ Vino hace media hora y lo atendió mi compañero Federico.
_ ¿Y quién es Federico?
_ Es nuevo. No sé, recién fue el recambio. No sabría decirle más. Cuando lo vea más tarde, le planteo la situación pero…
Estévez lo interrumpió severamente.
_ Tu compañerito es nuevo y se equivocó. Ingresó datos erróneos al sistema. Fijate bien, ¿querés?
_ No hay margen de error en esto, señor. Nos podemos equivocar en algún número o en algún otro dato menor, pero no en el nombre completo de un cliente. Manejamos ésas cosas confidencialmente y con mucha seriedad y resguardo.
_ ¡No puede ser!
Estévez se desesperó y empezó a hacer con las manos agitados ademanes de ansiedad.
_ Figura en el sistema. Le repito que no hay margen de error en esto. Lo lamento_ insistió el empleado.
Clemente pasó sus manos por detrás de su cabeza y se mordió los labios. Su celular sonó y atendió. Al otro lado de la línea, una voz distorsionada se impuso con sobriedad por sobre la suya.
_ Escuchame y no hagas preguntas_ dijo ésa extraña voz._ Los dos sabemos que estos documentos que ahora tengo en mis manos son unos papeles que confirman la verdadera identidad de tu hija. Tanto tiempo ella quiso saber la verdad y vos la perseguiste incansablemente hasta que la encontraste. Ella quiere saber exactamente quiénes son sus padres y vos le ibas a conceder ése deseo el día de su cumpleaños.
_ ¿Quién sos, basura? ¿Cómo tenés ésa información?
_ ¡Shhhhh! Te dije que no hablaras. No importa quién soy. Importa lo que hice y lo que vas a hacer vos. Te robé la llave de tu caja de seguridad de tu portafolio, fui hasta el banco, me aproveché del cambio de turno de los empleados, me acerqué hasta uno que era nuevo y fue fácil convencerlo de que yo era vos y de que me dejara revisar la caja. Extraje el sobre y asunto resuelto. Ahora, vos vas a sacar de tu caja de ahorro $50.000 y vas a hacer exactamente todo lo que yo te diga. ¿Está claro?
_ ¿Qué querés? ¡Hablá!
_ Tranquilo. Acá mando yo. Primero, sacá la guita y después te digo cómo seguir. No cortés ni hagas macanas, porque sos hombre muerto. ¿Te quedó claro?
Obligado contra su voluntad, Estévez obedeció y retiró la suma exigida por el desconocido. La siguiente orden que recibió fue salir del banco, tomar un taxi hasta Parque Lezama y le indicó que una vez que se bajase del coche, fuese a pie hasta el Parque Bastidas, justo enfrente de la Dársena 2 y que dejara ahí la plata en un tacho de basura. Estévez cumplió con las demandas del criminal a mansalva, pero éste cortó la comunicación abruptamente y no obtuvo respuestas suyas por unos cuantos minutos que se hicieron eternos y comenzó a desesperarse severamente. Cuando Clemente ya estaba perdiendo la paciencia, el extraño volvió a contactarse telefónicamente con él.
_ ¿Y el sobre?_ preguntó Clemente Estévez haciendo un esfuerzo por evitar un exabrupto del que podía arrepentirse.
_ Seguí derecho por donde estás_ lo guió el desconocido_ hasta el segundo conteiner. Abrilo y buscalo ahí. Fue un placer hacer negocios con vos.
Y la comunicación se cortó con la misma brusquedad que antes y sin darle chance alguna a Estévez de réplica. No caminó, corrió. Llegó hasta el lugar señalado, buscó un poco y el sobre estaba ahí, intacto, tal cual él lo conservaba. El alma le volvió al cuerpo. El suspiro de alivio que exhaló cuando recuperó ése preciado documento fue más prolongado de lo normal. Lo único que faltaba era la llave de su caja de seguridad del banco, pero eso no fue ninguna preocupación para Clemente Estévez. Podía decir en el banco que la perdió para que le diesen una copia nueva y asunto arreglado.
El sábado siguiente fue el cumpleaños de Macarena, su única hija, que cumplía quince años. Le dio el sobre en mano con su esposa presente. Macarena tomó el sobre de manos de Clemente Estévez emocionada. Sabía o al menos intuía su contenido. Lo abrió con lágrimas en los ojos. Pero todos se llevaron una decepción. El sobre contenía en verdad una vieja carta que Clemente había dado por sentado que se había extraviado y que ya no existían motivos para preocuparse, escrita por una antigua amante suya, con acusaciones en su contra, secretos y una serie de fotos comprometedoras. Clemente Estévez intentó, de todas las maneras posibles, hacer entrar en razón a su hija y de explicarle la situación y la confusión, pero ella no quiso escucharlo y se fue dando un portazo. Su esposa la siguió. En un segundo, perdió todo.
Estévez sólo deseaba encontrar al desconocido para matarlo. No quería otra cosa. Anhelaba poder encontrarlo, ponerle las manos encima y asfixiarlo hasta la muerte muy lentamente. Su tertulia lo dejó sin nada. Pero menos aún, entendía de dónde y cómo el desconocido había recuperado ésa carta extraviada de hace muchos años atrás.
Macarena idolatraba a su madre. De hecho, llevaba su apellido. La discusión entre ella y Clemente, cuando la adoptaron, fue justamente si llevaría su apellido o el de los dos. Su esposa dijo que era injusto que Macarena portara su apellido y que debía adoptar el que legalmente le correspondiera. Macarena lo avaló y siempre insistió en conocer su verdadera identidad. Con Clemente no se llevaba nada bien y él pensó que quizás si buscaba intensamente, encontraría su partida de nacimiento original en la que constaba lo que ella tanto quería saber y así recompondría el vínculo con su hija. Macarena en el fondo lo intuyó. La intuición femenina no falla jamás.
Pero la madre no iba a arriesgarse a que Macarena descubriera que era su hija legítima, producto de una noche de lujuria con un desconocido y que la dio en adopción porque no podía mantenerla, y que prefería las relaciones carnales antes que cuidarla a ella. Y menos aún, arriesgarse a que descubriera que cuando se casó con Clemente Estévez, mintió con respecto a su identidad para poder adoptar y recuperarla de modo encubierto. Si Macarena sabía toda ésa verdad sobre ella, volvería a perderla por segunda vez y ésa vez para siempre. 
Usó ésa carta que era prueba irrefutable de una infidelidad vergonzosa y que Estévez creía extraviada, pero que en realidad ella siempre conservó quién sabe cómo, para extorsionarlo y arruinarlo definitivamente. Le robó la llave de la caja de seguridad del banco, contrató a alguien para que se hiciera pasar por él y robara el acta de nacimiento de Macarena de la caja de seguridad del banco. Después, ella simplemente se encargaría de la sustitución y de exigirle a Estévez los $50.000 para pagarle a su cómplice por su impecable actuación y trabajo.