El juez
de Instrucción, Silvio Piedemonte, estaba nervioso y altamente preocupado,
sentado detrás de su escritorio de su despacho de la sede judicial de los
Tribunales Federales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. No era capaz de
hallar una solución sensata a su pequeño problema inusual. Sus allegados y
otros jueces que trabajaban en el mismo edificio no eran capaces tampoco de
ofrecer alguna clase de ayuda resueltamente satisfactoria, y eso ponía al
doctor Piedemonte de muy mal humor.
Hacía
dos días había logrado detener después de más de dos años de investigación
exhaustiva a los cabecillas de una banda trasnacional que se dedicaba al
contrabando y al lavado de dinero. La mayoría de los miembros de la banda eran
de nacionalidad argentina, uruguaya, colombiana, hondureña y mexicana,
respectivamente. Pero sus dos líderes propiamente dicho eran de nacionalidades europeas:
Otto Hëger, alemán; y Antoine Lafourcade, francés. Y ninguno de ellos hablaba
ni una sola palabra de español. NI siquiera manejaban fluidamente el inglés. El
único idioma que manejaban era su lengua nativa, nada más. Y las posibilidades
de encontrar a algún traductor bilingüe que manejara ambos idiomas, era de una
entre diez millones. Así que, el doctor Silvio Piedemonte se estaba volviendo a
cada segundo más y más irracional y fastidioso, y con causa legítimamente
justificada. Y para colmo, absolutamente nadie ofrecía una solución digna y aceptable
a tal entuerto, por lo que la tranquilidad tan característica y persistente de
Silvio Piedemonte desapareció magistralmente y fue reemplazada por un estado
emocional agitado y turbulento. Nunca nadie lo había visto en ésas condiciones,
por lo que los motivos para preocuparse por su inhóspito comportamiento
sobraban de manera sobreabundante.
Ni bien se enfrentó a ésa situación atípica,
el doctor Piedemonte ordenó realizarle a los dos imputados en primer término
una serie de estudios psicológicos complementarios para descartar la
posibilidad de que ambos estuviesen fingiendo para escabullirse del
interrogatorio. Pero el resultado de la pesquisa fue concluyente: ninguno
simulaba. Realmente, no hablaban español. "Carajo, che. Qué suerte la
mía", declaró enardecido el juez.
La cuestión
de conseguir un traductor bilingüe alemán/francés para poder llevar a cabo la
indagación lo estaba volviendo loco. Ninguna idea era convincente, hasta que
una empleada administrativa se acercó hasta la oficina del doctor algo
dubitativa y retraída. Golpeó la puerta tímidamente varias veces hasta que la
voz irritable de Silvio Piedemonte le ordenó que entrase. Andrea, la empleada
en cuestión, se mostró reacia a obedecer. Pero su fuerza de voluntad por ayudar
pudo más e ingresó con un expediente en mano.
_
Disculpe, señor_ balbuceó Andrea tímida y frágil._ Encontré este archivo de una
vieja causa que puede servir a sus propósitos en este caso.
Silvio
Piedemonte extendió la mano y ella le dio el informe.
_ ¿Qué
es?_ le preguntó el juez.
_ Es un
caso de hace tres años. El condenado se llama Germán Aldana. Recibió una
sentencia a veinte años de cárcel por homicidio simple por asesinar a un
fiscal. Se da la casualidad de que Aldana es traductor bilingüe de alemán y
francés. Se me ocurre pensar que si colabora con usted ayudándolo en la
declaración de sus dos detenidos, podría otorgarle alguna clase de beneficio a
cambio.
Piedemonte
miró a Andrea con una mirada inquisitiva que mezclaba orgullo, sorpresa,
admiración e insolencia. Inesperadamente, desplegó una sonrisa de triunfo que
ocupó la mayor proporción de sus labios y se abalanzó sobre ella de tal manera
que parecía que había descubierto el secreto de la paz mundial.
_ Es
usted una empleada ejemplar_ la elogió el juez bastante exageradamente.
_ No es
para tanto, señor_ respondió ella con una sonrisa cohibida.
Silvio
Piedemonte aceptó la idea, hizo todo el papeleo pertinente para poder sacar a
Aldana temporalmente de la prisión y después de dos semanas de hablar y
negociar con las autoridades penitenciarias, judiciales y los abogados
defensores del detenido, pudo llevar a cabo la indagatoria de forma regular.
El
primero en declarar fue Otto Hëger. La traducción que hizo Germán Aldana de su
declaración fue que él no sabía nada de ningún contrabando ni de lavado de
dinero. Conoció a Lafourcade en un viaje de placer que hizo en Kingston,
Jamaica. Después, ambos vinieron a la Argentina también por placer y se
sintieron a gusto y fueron tan bien recibidos, que decidieron quedarse a vivir
por al menos dos años para probar suerte. Por alguna cuestión que desconocían,
nunca pudieron aprender debidamente el idioma. Y ese detalle era, para
Piedemonte, el que derrumbaba toda su historia y no la hacía nada
creíble.
Sin
embargo, Hëger afirmó que podía entablar conversaciones con personas de habla
hispana gracias a un traductor digital que tenía instalado en su celular, el
cual le confiscaron junto a otras pertenencias cuando la Policía lo detuvo.
Confesó
también que cuando llegaron a la Argentina, consiguieron trabajo inmediatamente
en un call center de una empresa de turismo internacional. Pero que ni él ni su
amigo Antoine Lafourcade jamás imaginaron que ésa empresa era una pantalla para
el contrabando y el lavado de activos.
Por su
parte, el propio Lafourcade declaró exactamente lo mismo. Y ante una falta
importante de cantidad de pruebas físicas, Piedemonte dejó en libertad a ambos
extranjeros aunque todavía seguirían imputados por ambos cargos hasta que la
causa lo ameritara.
Por su
parte, Germán Aldana obtuvo el beneficio de la libertad condicional por su
valiosa ayuda en la traducción de las declaraciones de Hëger y Lafourcade.
Claro
que Hëiger en realidad se llamaba Lionel Ponso y Lafourcade era en verdad Pablo
Superregui, ambos bien argentinos y cómplices del falso traductor bilingüe,
Germán Aldana, en el asesinato del fiscal Fontana. Pero como ninguna autoridad
sabía hablar ni alemán ni francés, el ardid de los tres funcionó a la
perfección y de un modo admirable. Sólo tuvieron que hacer la pantomima necesaria
para que su farsa fuese creíble. Y realmente lo fue. Sólo les quedaba
planificar su próximo golpe para empezar a operar de nuevo.
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