viernes, 17 de febrero de 2017
El problema del falso alquiler (Gabriel Zas)
Nada interesante sucedió aquélla mañana. Yo me levanté más tarde de lo habitual, desayuné, leí el diario y me puse a hacer ejercicios hasta casi al mediodía. Dortmund se levantó al rato, me deseó los buenos días y se puso a leer un libro sobre casos sin resolver en el mundo. El diálogo entre ambos fue escueto y reducido, más próximo al silencio.
Mientras me entrenaba en la cinta, miré de casualidad por la ventana y vi a un hombre relativamente alto, cabello negro corto y desprolijo, vestido con un traje gris y algo confundido. Se paró en medio de la vereda con los brazos entrelazados por detrás de su cabeza, siempre de espalda a mí. Pero de repente dio la vuelta y lo reconocí enseguida: se trataba del doctor Reinaldo Castro, uno de los más prestigiosos abogados de Familia que existía en Argentina por esos días. Su reputación era exageradamente elevada y era además sumamente popular dentro del mundo de la farándula. Si un famoso de divorciaba, si tal o cual otro famoso le era infiel a zutanito con fulanita o cosas semejantes, indudablemente se contactaban con él. Y para adquirir sus servicios de forma privada, había que disponer de un capital realmente extraordinario. Era un hombre que lo tenía todo. Hacía cuatro años que estaba casado y tenía una hija de dos años y medio de nombre Rocío. Lo último que se supo de él es que había ganado uno de los casos más difíciles y comprometidos que enfrentó a lo largo de su extenuante y sobresaliente labor profesional, y eso le había significado un reconocimiento muy especial y memorable. Apenas había pasado una semana de ello.
Así que, al verlo en ésas condiciones, me generó una preocupación relevante. Sin dudas, algo grave le había sucedido. Pero, ¿qué hacía frente a nuestra residencia? Le advertí al respecto al inspector Dortmund. Dejó lo que estaba haciendo, vino hacia mí, le expuse mi inquietud y le señalé la ventana. Mi amigo se asomó y contempló la escena por varios segundos, y sin palabra mediante, volvió a retomar lo que estaba haciendo antes de mi interrupción. Me molesté, di un salto brusco desde la cinta hacia el suelo, sequé mi sudor con una toalla y con ostensible enojo confronté a Dortmund.
_ Se fija y se preocupa por él_ me dijo en un tono relajado_ simplemente porque es una figura pública. Pero, para mí, es una persona vulgar como cualquier ser humano en la faz de ésta tierra.
_ Todo en su vida es perfecto_ reprimí ofuscado._ Es muy extraño su comportamiento en detrimento con su repentino cambio de actitud. No se condice en absoluto ni con su estilo de vida ni con el éxito de su trabajo ni con sus cosas en general…
_ Fuera de los medios, es una persona como usted y como yo, con problemas como los nuestros o como los de cualquier otra persona. No se altere, doctor Tait.
Inmediatamente, después de que el inspector concluyera la frase, se oyó que alguien tocó el timbre de nuestra residencia con cierta impaciencia que no supo disimular nada bien.
_ ¡Es él!_ anticipé eufórico_ ¿Lo ve?
Dortmund hizo caso omiso a mi intuición y abrió la puerta. No me equivoqué: nuestro visitante era el doctor Castro.
Mi sonrisa fue elocuente al verlo cruzar el umbral y sentarse en una de las sillas de la sala principal. Después de los saludos de rigor y las formalidades, comenzó una charla interesante.
_ Dudé en venir a verlo_ dijo algo nervioso el señor Castro, _ pero su reputación es tal, inspector Dortmund, que… Bueno, acá estoy. Y francamente, carezco de motivos suficientes para que crea este breve incidente que pretendo revelarle.
Agachó la mirada y guardó silencio. Dortmund carraspeó y se frotó las manos.
_ No hay motivo para que crea eso, señor Castro_ dijo Dortmund en tono alentador._ Pero primero, dígame algo: ¿quién me recomendó?
Reinaldo Castro alzó la mirada un poco más confiado.
_ El señor Irrizága_ soltó casi como en un susurro.
_ ¡Ah! Lo recuerdo, y recuerdo muy bien el caso por el que solicitó mi ayuda.
_ Ahora, quien la solicita soy yo_ dijo Castro algo más tranquilo y cándido.
_ Soy todo oídos_ invitó mi amigo.
_ Gustavo Bordovsky es un viejo cliente mío, pero es sobre todo, un viejo y gran amigo. Es uno de los empresarios más ricos de Bahía Blanca y me atrevo a afirmar que del país. Tiene tres propiedades a su nombre en Bahía Blanca, otra en Torquinst y una última en Capital Federal, en el barrio de Caballito. Tiene una hija: Roxana. Él se casó de grande, a los 34 años. Tuvo a Roxana a los 36 y su esposa falleció a los dos meses en un accidente de tránsito, por lo que Roxana era su mundo. La crió solo a regañadientes y siempre se las arregló para salir adelante. Gracias a su inmenso poder adquisitivo, pagó a las mejores niñeras y a las mejores guarderías para que cuidaran de su retoño mientras él estaba ausente por su trabajo. Su vacío nunca fue económico, sino más bien emocional, pues los tres eran muy unidos. Y con la muerte de su esposa, los vínculos con Roxana se volvieron muchos más fuertes. Después que volvía de trabajar, se dedicaba de lleno a su hija, el resto no importaba en absoluto. Creció y ella se mudó sola a un departamento en Recoleta. Él la mantenía y ella sólo pagaba el arrendamiento. Estudiaba Psicología en la Universidad de Buenos Aires, estaba en tercer año. Pero de la nada, me enteré de que Roxana falleció de muerte súbita. Y la noticia, francamente, devastó terriblemente a Gustavo. Le di mis condolencias y me dispuse a ayudarlo en todo lo que necesitara, no sólo por mi carácter de abogado de Familia sino más bien por nuestra amistad tan arraigada de muchos años.
Pero, de repente y para asombro personal mío, al día siguiente de la muerte de Roxana Bordovsky, me llamaron por teléfono al número de línea de mi casa, atendí y… ¡Era Roxana! Me quedé helado. Reaccioné después de unos segundos y le pregunté de qué se trataba todo eso. Pero sólo me respondió que fue un error: me dijo que se quedó dormida y que la dieron por muerta por las bajas pulsaciones que presentaba, y que el acta de defunción fue desestimada.
Pude reconocer su voz, pero no entiendo porqué no me avisó el propio Gustavo de todo esto. Lo llamé a la casa después de que cortara con Roxana y me confirmó la historia. Pero aun así, tenía mis propias dudas al respecto y pedí a un juez amigo para que autorice un estudio dactilográfico para estar completamente seguro. Respondió a mi solicitud, realizamos las pericias, que confirmaron que era ella. Está viva. La vi el día de los estudios, la vi de frente y algo de ella no me cuadra, aunque sí es ella…
Hizo una pausa y se tapó la cara con ambas manos, prorrumpiendo un prolongado suspiro. Estaba aturdido, no cabían dudas al respecto. Y confieso que yo también lo estaba.
Dortmund, por el contrario, se mostraba inmutado y bastante insensible, por cierto.
_ Y, aun así_ siguió el inspector, _ tiene sus dudas. Y por eso vino a verme, para que descubra si oculta algo y qué es, ¿me equivoco, señor Castro?
_ No_ respondió en seco nuestro visitante._ El tema del pago por sus servicios no es problema para mí. Despreocúpese en ése sentido, inspector Dortmund. Sé que además asesora a la Policía Federal y…
Mi amigo lo interrumpió bruscamente.
_ El dinero es secundario. Mi mayor pago es la satisfacción de ayudar a quien lo necesite. Y volviendo al asunto, ¿cómo tomó el señor Bordovsky el hecho de practicarle pericias a su hija para convalidar su historia?
_ Mal, como era de esperarse. No le gustó para nada que desconfiara de él después de tantos años de conocernos, pero en fin. Todo quedó ahí.
_ ¿En qué basa sus sospechas?
_ En los hechos en sí, en la intuición… Hay algo fuera de lugar. ¡Nadie resucita, inspector Dortmund!
_ ¿Empresario de qué rubro es el caballero en cuestión?
_ Automotriz.
_ ¿Y hace cuánto de esto?
_ Tres días. Me puse en campaña y acá estoy. Necesito que me ayude, ¿podrá?
_ Soy infalible_ replicó Dortmund con vanidad.
El señor Castro se retiró satisfecho, confiado de la lógica de Dortmund para resolver este pequeño pero interesante incidente.
_ ¿Qué piensa?_ le pregunté a Dortmund después que nuestro visitante se retiró.
_ Creo que extremiza un asunto de perfecta sencillez_ me respondió Dortmund, seguro de sí mismo.
Lo miré extrañado.
_ ¿Ya conoce la solución al problema?_ dije al fin.
_ La hija del señor Bordovsky alquila un departamento en pleno corazón de Recoleta, solventada económicamente asimismo por su padre. La joven muere y por lo tanto el asunto ha de acabarse en este punto. Significa, a su vez, un alivio al bolsillo del desafortunado señor Bordovsky. Todo el trámite que sigue requiere la rescisión del contrato de renta con la inmobiliaria, una cuestión burocrática natural. Pero parece que la fallecida hija resurge como el Ave Fénix y el asunto parece solucionarse por arte de magia.
Si el señor Bordovsky consultó al señor Castro respecto del proceder legal luego de la muerte de su hija, era prudente que fuese él mismo quien lo notificara del error, pero sin embargo lo hizo la propia Roxana y cuando el señor Castro lo confrontó para pedirle explicaciones al respecto, adoptó una actitud defensiva e infructuosa, que puso al descubierto que hay algo más de fondo y que sacarlo a la luz implicaría un gran escándalo masivo.
_ Buen punto, Dortmund_ le indiqué._ Pero aún no veo una luz brillar al final del túnel.
_ No obstante, tengo una idea.
Abordamos un taxi y nos dirigimos hasta la concesionaria en donde trabajaba el señor Bordovsky, cuyo domicilio fue amablemente proporcionado por el señor Castro un poco antes de retirarse.
_ El señor Bordovsky oculta algo_ le dije a Dortmund durante el viaje._ El señor Castro mantiene una serie de sospechas al respecto y por eso emprendió toda una estratagema judicial para realizar una serie de estudios dactilares complementarios sobre Roxana Bordovsky. Pero cuando creyó que podía sacar algo en limpio por ése lado, los resultados positivos de las pericias echaron por tierra su hipótesis. Aún veo todo muy oscuro.
_ Yo no_ repuso Dortmund con una modesta sonrisa desplegada a lo ancho de su rostro.
Los minutos restantes del viaje fueron de un silencio incómodo. A Dortmund no se le borraba la sonrisa del rostro y a mí me carcomían las dudas y la impaciencia. Finalmente, llegamos a la concesionaria, que estaba ubicada en Caballito, a unas tres cuadras de la estación de tren. Nos recibió su secretaria, una muchacha de unos treinta años, de facciones duras y ásperas, pero de unos modales muy suaves y encantadores. Le preguntamos por el señor Bordovsky pero nos respondió que había salido por cuestiones de trabajo y que no sabía en cuánto tiempo estimado iba a regresar.
_ Salió de urgencia_ repitió mordaz, Dortmund.
_ ¿Quiere dejarle algo dicho?_ preguntó la joven.
_ No. Preferiría esperarlo acá, si mi presencia no la incomoda_ respondió mi amigo, bastante más perseverante.
_ Por supuesto que no. Tomen asiento por allá, por favor_ nos dijo, y señaló unos sillones planos en el extremo opuesto del local y en diagonal a su escritorio. Obedecimos amablemente. Dortmund recogió de una mesita ratona que estaba situada justo enfrente de donde estábamos sentados un diario al azar y lo hojeó a ritmo apresurado, pero se detuvo a leer un aviso clasificado, y consumada la lectura, lo dobló y lo devolvió de nuevo a su sitio. Ya nos íbamos, cuando ingresaba en ése instante el señor Bordovsky. Era un hombre alto, corpulento, algo malhumorado y de una apariencia muy desprolija, que no se condecía con la elegancia del lugar. Su secretaria lo puso en conocimiento sobre nuestra espera y a los pocos segundos estaba frente a nosotros. Después de que nos hubiera saludado formalmente, el inspector le hizo saber sobre el motivo de nuestra visita. La expresión del señor Bordovsky se desvirtuó aplacadamente. Debió pensar que estábamos interesados en adquirir alguno de los modelos de coche que comercializaba. Pero intuyo que se llevó una desilusión impensada.
_ Lo que le sucedió a Roxana fue una fortuita confusión en virtud de la patología que padece_ nos explicó algo molesto. Hizo silencio, pero Dortmund le clavó la mirada y prolongó ése silencio adrede.
_ ¿Sí?_ lo instó mi amigo después de un rato.
_ Ella padece de narcolepsia. Se queda dormida por varios minutos sin darse ni siquiera cuenta de ello. El médico le recetó un antidepresivo muy potente y efectivo para combatir la enfermedad, a tal punto que mi hija abusó deliberadamente de su consumo y cayó en un coma inducido, por lo que la creyeron muerta. Tenía las pulsaciones tan débiles, que fue casi imposible detectárselas.
_ Pero usted no le notificó esto al señor Castro… Me refiero al doctor Reinaldo Castro.
Sus ojos se abrieron enormemente.
_ Si yo lo llamaba, no iba a creerme_ repuso sensiblemente.
_ Y por eso lo llamó ella_ siguió el inspector._ Pero su gran amigo no le creyó y se enojó cuando ordenó las pericias.
_ Fue una ofensa a nuestra amistad de tantos años_ refunfuñó Gustavo Bordovsky.
_ Por supuesto, no le creyó lo de la enfermedad. Estipulo que ése fue el punto de inflexión que acentuó la discordia entre ustedes.
_ Bueno, es una enfermedad que por motivos aún desconocidos puede aparecer en cualquier etapa de la vida. Preferí mantenerlo en secreto. Ella me lo pidió.
Después de hablar algunas palabras más, le agradecimos el habernos recibido y nos retiramos complacientes.
_ Así que el buen señor Castro no le creyó lo de la narcolepsia_ dije después de que nos hubiéramos alejado unas cuantas cuadras del lugar._ Lo que dijo sobre la enfermedad y los medicamentos es absolutamente cierto.
_ Yo tampoco le creo_ apuntó mi amigo, mucho más seguro que antes y haciendo caso omiso a la última oración.
Ignoré esto último y proseguí algo incierto:
_ ¿Por qué el señor Castro no nos refirió nada referente al tema de la narcolepsia?
_ Porque el señor Bordovsky nunca se lo mencionó, desde luego_ replicó audaz el inspector Dortmund.
Lo miré con gravedad pero él no me devolvió la mirada. Cada minuto que pasaba lo veía más convencido al respecto de lo que realmente sucedió, pero su pronunciado hermetismo era una incógnita infranqueable, y ésa vulgaridad implicaba una sola cosa: Dortmund ya conocía en buena parte la verdad de la milanesa, como acostumbran a decir los argentinos. Admito que me siento ligeramente extraño aduciendo ésta expresión, pero ya me considero parte del rebaño.
Los métodos que Dortmund implementaba para resolver los casos eran bien diferentes unos en relación a otros, ya que siempre empleaba el que creía más conveniente en detrimento al asunto en cuestión, y era esto lo que indudablemente lo hacía único e impredecible, a la vez. A veces seguía la evidencia y otras tantas su intuición, pero le hacía más caso a ésta última que a la primera.
_ ¿Usted le cree?_ me interrumpió mi amigo.
_ ¿Perdón?_ repuse.
_ Digo si le creyó al señor Bordovsky el tema de la narcolepsia.
_ Francamente, tengo mis dudas. ¿Existen registros con antecedentes similares?
_ No, que yo sepa.
_ ¿A dónde nos dirigimos ahora?
_ Para estar seguros, deseo ver la historia clínica de la señorita Roxana.
El inspector telefoneó al capitán Riestra para conseguir un pleno y total acceso a la información requerida. El capitán aprobó la petición y unos minutos más tarde recibíamos por fax la documentación solicitada. Dortmund la leyó atentamente y casi de inmediato hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sin mediar palabra alguna, contactó al señor Castro y le pidió los resultados de las pericias practicadas. Después de que el propio Reinaldo Castro nos trajera personalmente dichos estudios, Dortmund los examinó y volvimos a la concesionaria. Nos recibió la misma muchacha de antes.
_ ¿Viene a ver al señor Bordovsky de nuevo?_ preguntó la joven muy educadamente.
_ No, a usted_ dijo Dortmund para sorpresa, inclusive mía.
Y extrajo un trozo de papel en blanco y un lápiz y se los extendió.
_ ¿Quiere hacerme el favor de regalarme su firma?_ le indicó Dortmund.
La muchacha no comprendía el motivo de la petición, pero obedeció de buena gana aunque algo desconfiada. Creo que la imponente figura de mi amigo la inhibió un poco. Cuando hubo terminado, la señorita Arregui le devolvió los utensillos a mi amigo y el inspector visulmbró una marcas peculiares en sus dedos, tras lo que discernió su mirada en los ojos desorbitados y engañados de la joven.
_ ¿Pasa algo malo?_ preguntó ella algo desorientada.
_ Usted se hizo pasar por la hija del señor Bordovsky. ¿Adiviné?
Miré a Dortmund completamente estupefacto.
_ La contrató a usted_ continuó mi amigo_ por su sobresaliente parecido físico con la señorita Roxana Bordovsky. Cuando el señor Bordovsky halló muerta a su hija en su departamento no podía arriesgarse a perder millones en pesos e ideó un ingenioso plan: empleando la técnica del yeso o de la acetona o cualquier otro método efectivo, falsificó las huellas dactilares de su hija recientemente sucumbida y muy cautelosamente se las transfirió a usted, señorita…
Hizo una pausa.
_ Silvina Arregui_ agregó la joven visiblemente abatida.
_ Lamento mis modales_ se disculpó Sean Dortmund, y prosiguió._ Pero eso no era suficiente y alteró completamente su apariencia haciéndola ver como Roxana Bordovsky para resguardarse de cualquier posible eventualidad. Y de hecho, apareció una: Reinaldo Castro. Lo llamó por teléfono haciendo un gran esfuerzo por adulterar la voz pero él notó que algo no andaba bien y solicitó pericas dactilográficas complementarias. Cuando la vio en persona, confirmó su sospecha y decidió consultarme a mí cuando los resultados de los estudios lo descolocaron por completo. Por eso, Gustavo Bordovsky se inquietó ante la actitud del señor Reinaldo Castro, porque temía que descubriera todo y echara por tierra su plan. Cuando usted gentilmente firmó ése papelito a expreso encargo personal, vi sus dedos y tienen una serie de impresiones consistentes con un proceder quirúrgico, habrá dolido mucho. Estimo que la idea de la narcolepsia fue suya, porque revisé el historial médico de Roxana Bordovsky y no existen antecedentes de enfermedades de ninguna clase, pero le sirvió como coartada. Fue la gota que rebalsó el vaso para que yo me diera cuenta de todo.
La señorita Arregui cayó rendida ante la explicación de Dortmund.
_ Él quería desfigurar el rostro del cuerpo de su propia hija y no sé qué más, tergiversar identidades_ reveló sin más remedio, _ involucrar a un médico forense amigo… Pero lo convencí de que la idea de la narcolepsia era la mejor salida y la aceptó. Y todo ése enredo lo ocasionó su fidelidad al señor Castro, porque ni bien falleció, fue al primero en avisarle, pero se dio cuenta tarde de que echaría todo a perder y supo que se había metido en un lío.
_ ¿Qué cosa?_ intervine confundido.
_ La casa de Roxana Bordovsky era alquilada a través de una inmobiliaria_ explicó Dortmund_ a un importe bastante inferior al valor real de la propiedad, más por tratarse de una zona ostentosa como es Recoleta. Así que se la rentaban los fin de semana a turistas y estudiantes por la módica suma de U$S 900, dinero extra que se repartían entre padre e hija, fraguando de éste modo a la inmobiliaria misma. Con Roxana muerta, el negocio se terminaba. Había conseguido por su influencia que el precio del alquiler sufriera una rebaja, algo así como un favor al propio señor Bordovsky por tratarse de su hija. Pero ya ve cuál era el verdadero propósito de la demanda.
Y Dortmund extrajo del bolsillo de su saco un recorte de un diario, cuyo aviso clasificado ofertaba el departamento en cuestión.
_ ¿Ve?_ me dijo mi amigo, satisfecho_ Resultó mucho más sencillo de lo que aparentaba a simple vista.
_ ¿Y dónde está el cuerpo de la señorita Bordovsky?_ inquirí vivamente.
_ Oculto en un arcón en casa del señor Gustavo_ repuso la señorita Arregui con aire derrotista.
_ Le confortará saber que su muerte se debió a una falla cardíaca como consecuencia de una sobrecarga de estrés.
_ Muerte natural…_ solté aliviado.
Si hubiese reparado de entrada en el hecho de que Dortmund nunca se interesó en hablar desde un comienzo con Roxana Bordovsky (era lo más sensato, creo), hubiera descifrado todo el asunto muy fácilmente.
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