Aquélla
mañana fue como cualquier otra para Dortmund y para mí. Nos pusimos al
corriente de algunas cuestiones sin importancia y nos propusimos pasar una
velada agradable. Los planes eran salir a caminar, y posteriormente, ir a un
restaurant a gozar de un delicioso almuerzo. Pero la visita inesperada de una
joven arruinó lo que teníamos en mente. Era una de las jóvenes más hermosas que
jamás vi en mi vida. Era alta, con un flequillo que le cubría toda la
proporción de la frente, ojos marrones, pelo lacio negro, y unos modales muy
refinados. En apariencia, tendría unos veintisiete años. Mi amigo la invitó a
tomar asiento.
_
Haga el favor de explicarme a que debo el honor de su visita, señorita…_dijo
Dortmund, haciendo una pausa repentina.
_
Bedoya… Victoria Bedoya_ se presentó la muchacha formalmente.
_
Él es mi amigo y colaborador, el Doctor Jim Tait_ repuso haciendo alusión a mi
persona. Yo hice una inclinación de cabeza a modo de saludo.
_
¿Es de confianza?
_
Puede hablar delante de él con absoluta libertad. Es mi mano derecha.
La
joven pareció aliviada.
_
La señora María de los Ángeles Praga me recomendó que venga a verlo. Me dijo
que la ha ayudado satisfactoriamente y que es usted un hombre capaz de resolver
cualquier inconveniente con absoluta discreción y admiración. Acá estoy, señor.
Mi
amigo se sintió conmovido. Recordaba a aquélla dama con cierta dulzura. Se
cruzó de piernas, hizo una leve sonrisa y miró a nuestra visitante con una
peculiar mirada en la que se reflejaba un poco de ternura, inspirándole
confianza.
_
¿Cuál es su pequeño problema? indagó el inspector_ estoy ansioso de escucharla
con total interés.
_
Me temo, inspector Dortmund, que no se trata de nada pequeño. Al contrario, es
algo demasiado grave. Y como he oído hablar mucho de usted, al fin me decidí en
venir a verlo de inmediato. Vengo desde Rosario y me ha costado llegar hasta
acá. Pero sé que podrá dar una solución concreta a este inconveniente.
_
Entonces no pongo en discusión que el motivo que la impulsó a viajar a Buenos
Aires tiene cierta urgencia. La escucho.
_
He sufrido un robo. Hoy en día es natural que todo el mundo sea víctima de una
cosa así. Pero este no se trata de cualquier robo. Me han sacado unas joyas
valuadas en 500.000 dólares. Las adquirí exclusivamente para llevarlas a una
cena real que se celebrará mañana. Deseaba lucirlas ahí. Es una reunión muy
prestigiosa. Y usted sabe, que frente a situaciones de esta naturaleza, a las
mujeres no nos importa gastar en cuanto nos veamos bien. Comprenderá que es
indispensable recuperarlo para mañana. Es difícil…pero no imposible.
_
Entiendo la gravedad del asunto, señorita Bedoya.
Tendrá mi ayuda y haré todo lo posible por que mañana, a la tarde, las joyas
estén nuevamente en sus manos.
_
¡Gracias! No sabe lo que me alivia escuchar eso.
_
Ahora cuénteme todo desde el momento que las adquirió hasta la última vez que
las vio.
_
Yo soy hija del embajador de Venezuela, acá en Argentina. Seguramente habrá
oído hablar del señor Víctor Rogelio Bedoya.
Dortmund
asintió con un movimiento de cabeza. La muchacha continuó relajada.
_
Yo soy su hija. Mi madre murió cuando tenía siete años y desde entonces no me he
separado ni un instante de mi padre. Cuando lo nombraron embajador, nos vinimos
para Buenos Aires. Pasaba el tiempo libre recorriendo la ciudad hasta que mi
padre me llevó a trabajar con él. Francamente se me
hacía incomodo el trabajo y no sentía que era para mí. Conseguí empleo en un
hotel, en Rosario. He ahorrado lo suficiente y me compré una casa de un
ambiente, al norte de la ciudad. Hace tres días, alrededor de las cinco de la
tarde, me llamó mi padre anunciándome que habíamos sido invitados a una cena
real cuyo propósito es reunir a los embajadores más prestigiosos del
continente. Me sentí halagada. Al ver mi vestuario, me sentí en la urgente
necesidad de comprarme ropa especialmente para la ocasión. Naturalmente,
me compré un vestido muy fino y unos zapatos de la misma dimensión que el
vestido. De regreso a mi casa, me detuve en una joyería a contemplar un collar
de oro que era lo más hermoso que había visto en mi vida. Sin pensar en gastos
ni en nada más, lo adquirí. E inmediatamente lo aseguré por la suma de 500.000
dólares. Francamente, guardarlo en mi casa me daba miedo, así que le pedí a Enrique, mi guardaespaldas personal, que lo
guardase en la caja fuerte que tiene en su casa. Me aseguré que estuviese
seguro allí dentro y me retiré con absoluta tranquilidad. Conozco a Enrique
hace diez años y pongo las manos en el fuego por él.
Pero hoy me llamó desesperado a la mañana diciéndome
que lo habían asaltado y que habían sustraído el collar. Según lo sucedido, no
se llevaron nada más. Parecen que sabían que el collar estaba ahí y fueron pura
y exclusivamente a llevárselo. Ahí me di cuenta lo bien que hice en dejarlo en
manos de Enrique porque no sé que me hubieran hecho si el collar se hallaba en
poder mío. Pero fuera de eso, trato de darle vuelta al asunto y parece
imposible.
_
¿Llamaron a la Policía?_ preguntó mi amigo
pensativamente.
_
Sí. Está a cargo del caso el comisario Marconi, un íntimo amigo de mi padre.
Revisó la escena debidamente. Pero no encontró nada fuera de lo normal. La
cerradura no fue forzada y el único que sabe la combinación es Enrique. No lo
entiendo.
_
¿Y revisaron bien toda la casa? ¿Están seguros que no hallaron nada más?
_
Completamente.
_
¿Y su guardaespaldas es el único que sabe la combinación? ¿Es posible que se la
haya dicho a un tercero?
_
No me atrevo a pensar eso. Me resisto a creer que fue él…No sé qué pensar.
Estoy aturdida.
_
Bien… ¿Usted vuelve para Rosario?
_
Sí. En dos horas tengo que estar tomando el tren.
_
Muy bien. Abordaremos el tren con usted. Si no le
molesta hospedarnos un día…
_
No hay mucho espacio para tres personas en mi casa.
_
Descuide, nos alojaremos en un hotel. Ahora si nos
permite, tenemos que preparar nuestras valijas. Pasaremos por usted dentro de exactamente una hora.
Y
la despidió. Volvió en silencio directo a armar las valijas. Parecía estar
sumergido en una inmensa reflexión. Yo, simplemente, guardé mis pertenencias en
una valija pequeña. La de Dortmund, por el contrario, era dos veces más el
tamaño de la mía. Nunca comprendí para que llevaba tantas cosas si iba a
prescindir del uso de la mayoría de ellas. Era sólo un día de estadía. Después
que terminamos, me atreví a interrogar a mi amigo respecto al problema del
robo.
_
¿Qué opina del asunto?
_
A decir verdad_ replicó en un tono bajo_ parece que resulta mucho más sencillo
de lo que parece. Significa que no nos quedaremos tanto tiempo. Aguardo la
esperanza de devolverle las joyas a la señorita Bedoya en cuatro horas.
_
¿¡Qué!?_ dije atónito.
_
Le prometí que le iba a recuperar el collar y cumpliré exitosamente mi palabra.
Lo tendrá mucho antes de lo esperado. Se asombrará cuán
antes volverá a tenerlo en sus manos.
_
¿Entonces, ya sabe quién lo robó?
_
Tengo mis sospechas y no es algo difícil confirmarlas. Al principio sostuve que
se trataba de un caso de contrabando. Pero mi cabeza descartó enseguida esa
solución.
_
¿Por qué? Es perfectamente posible.
_
No. Hace más de dos años que no se registra un caso de robo de esta naturaleza.
Y el contrabando exige actividad constante en esta clase de asuntos. Además, no
reúne las características de un contrabando. Definitivamente, no.
_ ¿Un asunto de fraude a la
aseguradora, quizás?
_ Tal vez.
Y no dijo nada más.
Buscamos a la señorita Bedoya por el lugar que le dejó indicado a Dortmund y al
cabo de cuatro horas de viaje, estábamos en Rosario. Nos alojamos en un hotel
acogedor que se encontraba al otro lado de la estación y descansamos hasta la
mañana siguiente que visitamos a Enrique, el guardaespaldas de la señorita
Bedoya. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento con una
expresión que daba miedo. Pero en realidad, resultó ser ciertamente agradable. Nos
recibió en su casa. Bebimos el té y después de hacerle algunas preguntas de
rutina, Dortmund sugirió alguna más, que tenían cierta influencia en la
solución del caso, a mi entender.
_
Entonces… _ inquirió Dortmund _ usted recibió la visita de una mujer, le mostró
el collar y ella se lo arrebató de la mano, huyendo rápidamente.
_
Así es. Vino a mi casa para pedirme prestado algo de dinero. Como no tenía
mucho encima, saqué de mis ahorros que los tengo guardados en la caja fuerte.
Es una persona de confianza, asique no dudé en abrirla ante Roxana (así se
llama mi amiga) y obviamente vio las joyas asombrada. Se las mostré
delicadamente y en un segundo la tenía encima de mí forcejeando, tratando de
quitarme el collar. Logró su cometido y huyó.
_
¿Le contó esto a la Policía?
_
Por supuesto. Pero todavía no han dado con ella.
_
¿Sería tan amable de mostrarme sus manos?
Enrique,
el guardaespaldas de la señorita Bedoya, obedeció sin mostrar resistencia,
aunque no comprendía la razón. Miré sus manos y tenía algunos rasguños y
moretones. Eso daba total veracidad a la historia que contó. Le dimos las
gracias por su tiempo y casi de manera imposible, Dortmund dio con Roxana.
Realmente, no lo podía creer. La Policía no ha podido
encontrarla y mi amigo lo hizo en un segundo. Era agradablemente inquietante. Y
al vernos y presentarnos como investigadores, no opuso
resistencia ¿Por qué, si supuestamente había robado el collar? ¿Y cómo Dortmund
logró dar con ella? No podía imaginarme ninguna de las dos respuestas. Roxana
era una mujer alta, de unos treinta y dos años, cabello castaño y un cuerpo
perfecto. Era realmente hermosa. Sus ojos azules delataban que escondía algo, pero se me hizo inútil descubrirlo. Contestó a todas
nuestras preguntas sin ningún problema, pero negó la historia que contó el
guardaespaldas. Era verdad que le fue a pedir dinero, pero no recuerda haber
visto las joyas en ningún momento.
_
Enrique no le mostró las joyas_ indagó mi amigo_ ¿pero las vio?
_
Estoy casi segura que sí_ repuso vacilando._ Vi algo brilloso antes que Enrique cerrase la puerta… Sí, no hay dudas de que era el collar.
Le
hizo algunas preguntas más y volvimos al hotel tras despedirnos de aquélla
joven hermosa. La sugerencia de Dortmund fue que se presente en la Comisaria y preste declaración, diciendo todo exactamente
como no los contó a Dortmund y a mí. Era lo adecuado para salvar su situación.
Al llegar de nuevo al hotel, mi amigo salió a caminar un poco y se ausentó por el lapso de alrededor media
hora. A la mañana siguiente, Dortmund telefoneó a Enrique anunciándole nuestra visita
a las tres de la tarde. Puntuales, allí estuvimos. Entramos y mi amigo se paró
firmemente ante aquél hombre.
_
Esto_ dijo, triunfante_ le pertenece a la señorita Bedoya. Le confío su cuidado a usted y debe devolvérselo tal cual se lo
doy yo a usted_ y extrajo de su bolsillo… ¡el collar!
_
¿Cómo lo recuperó? Ha estado usted admirable_ repuso Enrique, entusiasmado.
_
Encontré a Roxana, la persona que usted señaló.
Y naturalmente, aquí está el collar.
Era
imposible. Ella negó toda la historia que este hombre contó, parecía inocente.
Y nunca dejó la sala ni un momento. Ni siquiera Dortmund la abandonó. En fin, las dos historias eran convincentes y estoy seguro que esa
contradicción llevó a mi amigo a descifrar dónde estaba oculto el collar. Pero no entendía en qué momento lo había
recuperado. Lo entregó en manos del guardaespaldas y le sugirió que lo
guardase dentro de la caja fuerte cuidándolo para que no ocurra otro incidente.
Cuando aquél hombre obedeció, Dortmund extrajo de su bolsillo… ¡un duplicado del collar! Ahora sí que no
comprendía qué estaba ocurriendo.
_
Y ahora, guarde éste, si es tan amable_ dijo,
exhibiéndolo con su usual sonrisa indolente.
Enrique
se quedó sin palabras. Yo no sabía qué decir.
_
Debe ser una broma… _repuse confundido.
_
No. Todo estuvo claro, desde un comienzo, para mí_ dijo satisfecho el inspector._ Después que salieron
de comprar el collar, naturalmente fue traído hasta acá para estar protegido.
Nadie duda que fuera guardado en la caja fuerte. Pero ni bien se retiró la
señorita Bedoya, Enrique abrió la caja fuerte nuevamente y se apoderó del
collar guardándolo en su bolsillo. Pero pasó algo que lo favoreció. Llegó
Roxana, una amiga suya. Después de que ella se retiró,
se hizo unos cortes en la mano para fingir que había habido una pelea. Lo supe
porque cuando interrogamos a Roxana, ella no tenía ningún
tipo de daño en sus manos y porque
resultaba improbable que alguien de las condiciones físicas de la señorita
Roxana derrotara a alguien tan fornido como nuestro hombre aquí presente . Indudablemente, el señor Enrique devolvió el collar a la caja fuerte porque,
con esta farsa de por medio, a nadie
se le ocurriría volver a buscar ahí, a excepción mía. Realmente, el collar nunca salió de adentro de ésta casa.
Y muy probablemente la intención era fugarse con él lo
antes posible. Pero más allá de lo de
la pelea, no tenía ninguna otra prueba que respaldase esta hipótesis. Entonces,
para confirmar lo que me resultaba una obviedad, cuando usted y yo, doctor Tait,
regresamos al hotel, me fui hasta una joyería y compré una imitación de un
collar. No es la mejor del mundo, pero sirvió para mi propósito. Y usted vio lo
que acaba de suceder. Saqué de mi bolsillo el collar falso y lo entregué seguro
que lo había recuperado. El verdadero no estaba dentro de la caja fuerte porque
usted, Enrique, sabía de nuestra visita. Entonces se lo ocultó en el bolsillo
del saco. Esa no fue una jugada inteligente por parte suya. De ahí lo extraje yo en un juego hábil de manos, dejándolo
caer rápidamente en mi bolsillo. Cuando guardó el otro, ¡Puf! Le di la
sorpresa. Si compara ambos collares, verá que son bastante diferentes entre sí. Pero, ¿alguien lo notó? Vaya que he logrado engañarlo absolutamente. La psicología es un arma sugestivamente muy poderosa en casos así. Con qué facilidad le hice creer que
había recuperado el collar. Bastó que haga mención del incidente referente a la
señorita Roxana para convencerlo de que el collar que yo
traía era el original y el resto se hizo
solo.
Me
quedé estupefacto por lo que había oído. Pero era cierto y luego Enrique
confesó que el señor Víctor Bedoya lo había estafado por una
elevada suma que no pretendía reconocerle, y cuando vio el collar que adquirió
la señorita Victoria Bedoya, vio en él su oportunidad de recuperar lo que
consideró que le había sido ilegítimamente arrebatado. Me sentí orgulloso de
mi amigo. Muy probablemente, Enrique dio datos equívocos a la Policía sobre el paradero de Roxana porque no quiso arriesgarse a que su mentira fuese
revelada.
Y por eso mi amigo había logrado localizarla inmediatamente, aunque en verdad
nunca me quedó claro ese punto. Pero lo que había
que destacar era que Dortmund resolvió el caso impecablemente, más allá de su extrema sencillez. Hay que concebir
la idea de que no todos los casos son de una extraordinaria complejidad y por
eso este en particular me pareció el más idóneo para ejemplificar este axioma
detectivesco, si se quiere decir así.
Al día siguiente, vimos la portada de la
revista en donde apareció la señorita Bedoya en una nota referente a la cena
real. Me sentí sumamente satisfecho a ver el collar rodear su hermoso y
delicado cuello.
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