lunes, 13 de febrero de 2017

Un simple caso de robo (Gabriel Zas)




Aquélla mañana fue como cualquier otra para Dortmund y para mí. Nos pusimos al corriente de algunas cuestiones sin importancia y nos propusimos pasar una velada agradable. Los planes eran salir a caminar, y posteriormente, ir a un restaurant a gozar de un delicioso almuerzo. Pero la visita inesperada de una joven arruinó lo que teníamos en mente. Era una de las jóvenes más hermosas que jamás vi en mi vida. Era alta, con un flequillo que le cubría toda la proporción de la frente, ojos marrones, pelo lacio negro, y unos modales muy refinados. En apariencia, tendría unos veintisiete años. Mi amigo la invitó a tomar asiento.

_ Haga el favor de explicarme a que debo el honor de su visita, señorita…_dijo Dortmund, haciendo una pausa repentina.

_ Bedoya… Victoria Bedoya_ se presentó la muchacha formalmente.

_ Él es mi amigo y colaborador, el Doctor Jim Tait_ repuso haciendo alusión a mi persona. Yo hice una inclinación de cabeza a modo de saludo.

_ ¿Es de confianza?

_ Puede hablar delante de él con absoluta libertad. Es mi mano derecha.

La joven pareció aliviada.

_ La señora María de los Ángeles Praga me recomendó que venga a verlo. Me dijo que la ha ayudado satisfactoriamente y que es usted un hombre capaz de resolver cualquier inconveniente con absoluta discreción y admiración. Acá estoy, señor.

Mi amigo se sintió conmovido. Recordaba a aquélla dama con cierta dulzura. Se cruzó de piernas, hizo una leve sonrisa y miró a nuestra visitante con una peculiar mirada en la que se reflejaba un poco de ternura, inspirándole confianza.

_ ¿Cuál es su pequeño problema? indagó el inspector_ estoy ansioso de escucharla con total interés.

_ Me temo, inspector Dortmund, que no se trata de nada pequeño. Al contrario, es algo demasiado grave. Y como he oído hablar mucho de usted, al fin me decidí en venir a verlo de inmediato. Vengo desde Rosario y me ha costado llegar hasta acá. Pero sé que podrá dar una solución concreta a este inconveniente.

_ Entonces no pongo en discusión que el motivo que la impulsó a viajar a Buenos Aires tiene cierta urgencia. La escucho.

_ He sufrido un robo. Hoy en día es natural que todo el mundo sea víctima de una cosa así. Pero este no se trata de cualquier robo. Me han sacado unas joyas valuadas en 500.000 dólares. Las adquirí exclusivamente para llevarlas a una cena real que se celebrará mañana. Deseaba lucirlas ahí. Es una reunión muy prestigiosa. Y usted sabe, que frente a situaciones de esta naturaleza, a las mujeres no nos importa gastar en cuanto nos veamos bien. Comprenderá que es indispensable recuperarlo para mañana. Es difícil…pero no imposible.

_ Entiendo la gravedad del asunto, señorita Bedoya. Tendrá mi ayuda y haré todo lo posible por que mañana, a la tarde, las joyas estén nuevamente en sus manos.

_ ¡Gracias! No sabe lo que me alivia escuchar eso.

_ Ahora cuénteme todo desde el momento que las adquirió hasta la última vez que las vio.

_ Yo soy hija del embajador de Venezuela, acá en Argentina. Seguramente habrá oído hablar del señor Víctor Rogelio Bedoya. 

Dortmund asintió con un movimiento de cabeza. La muchacha continuó relajada.

_ Yo soy su hija. Mi madre murió cuando  tenía siete años y desde entonces no me he separado ni un instante de mi padre. Cuando lo nombraron embajador, nos vinimos para Buenos Aires. Pasaba el tiempo libre recorriendo la ciudad hasta que mi padre me llevó a trabajar con él. Francamente se me hacía incomodo el trabajo y no sentía que era para mí. Conseguí empleo en un hotel, en Rosario. He ahorrado lo suficiente y me compré una casa de un ambiente, al norte de la ciudad. Hace tres días, alrededor de las cinco de la tarde, me llamó mi padre anunciándome que habíamos sido invitados a una cena real cuyo propósito es reunir a los embajadores más prestigiosos del continente. Me sentí halagada. Al ver mi vestuario, me sentí en la urgente necesidad de comprarme ropa especialmente para la ocasión. Naturalmente, me compré un vestido muy fino y unos zapatos de la misma dimensión que el vestido. De regreso a mi casa, me detuve en una joyería a contemplar un collar de oro que era lo más hermoso que había visto en mi vida. Sin pensar en gastos ni en nada más, lo adquirí. E inmediatamente lo aseguré por la suma de 500.000 dólares. Francamente, guardarlo en mi casa me daba miedo, así que le pedí a Enrique, mi guardaespaldas personal, que lo guardase en la caja fuerte que tiene en su casa. Me aseguré que estuviese seguro allí dentro y me retiré con absoluta tranquilidad. Conozco a Enrique hace diez años y pongo las manos en el fuego por él. Pero hoy me llamó desesperado a la mañana diciéndome que lo habían asaltado y que habían sustraído el collar. Según lo sucedido, no se llevaron nada más. Parecen que sabían que el collar estaba ahí y fueron pura y exclusivamente a llevárselo. Ahí me di cuenta lo bien que hice en dejarlo en manos de Enrique porque no sé que me hubieran hecho si el collar se hallaba en poder mío. Pero fuera de eso, trato de darle vuelta al asunto y parece imposible.

_ ¿Llamaron a la Policía?_ preguntó mi amigo pensativamente.

_ Sí. Está a cargo del caso el comisario Marconi, un íntimo amigo de mi padre. Revisó la escena debidamente. Pero no encontró nada fuera de lo normal. La cerradura no fue forzada y el único que sabe la combinación es Enrique. No lo entiendo.

_ ¿Y revisaron bien toda la casa? ¿Están seguros que no hallaron nada más?

_ Completamente.

_ ¿Y su guardaespaldas es el único que sabe la combinación? ¿Es posible que se la haya dicho a un tercero?

_ No me atrevo a pensar eso. Me resisto a creer que fue él…No sé qué pensar. Estoy aturdida.

_ Bien… ¿Usted vuelve para Rosario?

_ Sí. En dos horas tengo que estar tomando el tren.

_ Muy bien. Abordaremos el tren con usted. Si no le molesta hospedarnos un día…

_ No hay mucho espacio para tres personas en mi casa.

_ Descuide, nos alojaremos en un hotel. Ahora si nos permite, tenemos que preparar nuestras valijas. Pasaremos por usted dentro de exactamente una hora.

Y la despidió. Volvió en silencio directo a armar las valijas. Parecía estar sumergido en una inmensa reflexión. Yo, simplemente, guardé mis pertenencias en una valija pequeña. La de Dortmund, por el contrario, era dos veces más el tamaño de la mía. Nunca comprendí para que llevaba tantas cosas si iba a prescindir del uso de la mayoría de ellas. Era sólo un día de estadía. Después que terminamos, me atreví a interrogar a mi amigo respecto al problema del robo.

_ ¿Qué opina del asunto?

_ A decir verdad_ replicó en un tono bajo_ parece que resulta mucho más sencillo de lo que parece. Significa que no nos quedaremos tanto tiempo. Aguardo la esperanza de devolverle las joyas a la señorita Bedoya en cuatro horas.

_ ¿¡Qué!?_ dije atónito.

_ Le prometí que le iba a recuperar el collar y cumpliré exitosamente mi palabra. Lo tendrá mucho antes de lo esperado. Se asombrará cuán antes volverá a tenerlo en sus manos.

_ ¿Entonces, ya sabe quién lo robó?

_ Tengo mis sospechas y no es algo difícil confirmarlas. Al principio sostuve que se trataba de un caso de contrabando. Pero mi cabeza descartó enseguida esa solución.

_ ¿Por qué? Es perfectamente posible.

_ No. Hace más de dos años que no se registra un caso de robo de esta naturaleza. Y el contrabando exige actividad constante en esta clase de asuntos. Además, no reúne las características de un contrabando. Definitivamente, no.

_ ¿Un asunto de fraude a la aseguradora, quizás?

_ Tal vez.

Y no dijo nada más. Buscamos a la señorita Bedoya por el lugar que le dejó indicado a Dortmund y al cabo de cuatro horas de viaje, estábamos en Rosario. Nos alojamos en un hotel acogedor que se encontraba al otro lado de la estación y descansamos hasta la mañana siguiente que visitamos a Enrique, el guardaespaldas de la señorita Bedoya. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, corpulento con una expresión que daba miedo. Pero en realidad, resultó ser ciertamente agradable. Nos recibió en su casa. Bebimos el té y después de hacerle algunas preguntas de rutina, Dortmund sugirió alguna más, que tenían cierta influencia en la solución del caso, a mi entender.

_ Entonces… _ inquirió Dortmund _ usted recibió la visita de una mujer, le mostró el collar y ella se lo arrebató de la mano, huyendo rápidamente.

_ Así es. Vino a mi casa para pedirme prestado algo de dinero. Como no tenía mucho encima, saqué de mis ahorros que los tengo guardados en la caja fuerte. Es una persona de confianza, asique no dudé en abrirla ante Roxana (así se llama mi amiga) y obviamente vio las joyas asombrada. Se las mostré delicadamente y en un segundo la tenía encima de mí forcejeando, tratando de quitarme el collar. Logró su cometido y huyó.

_ ¿Le contó esto a la Policía?

_ Por supuesto. Pero todavía no han dado con ella.

_ ¿Sería tan amable de mostrarme sus manos?

Enrique, el guardaespaldas de la señorita Bedoya, obedeció sin mostrar resistencia, aunque no comprendía la razón. Miré sus manos y tenía algunos rasguños y moretones. Eso daba total veracidad a la historia que contó. Le dimos las gracias por su tiempo y casi de manera imposible, Dortmund dio con Roxana. Realmente, no lo podía creer. La Policía no ha podido encontrarla y mi amigo lo hizo en un segundo. Era agradablemente inquietante. Y al vernos y presentarnos como investigadores, no opuso resistencia ¿Por qué, si supuestamente había robado el collar? ¿Y cómo Dortmund logró dar con ella? No podía imaginarme ninguna de las dos respuestas. Roxana era una mujer alta, de unos treinta y dos años, cabello castaño y un cuerpo perfecto. Era realmente hermosa. Sus ojos azules delataban que escondía algo, pero se me hizo inútil descubrirlo. Contestó a todas nuestras preguntas sin ningún problema, pero negó la historia que contó el guardaespaldas. Era verdad que le fue a pedir dinero, pero no recuerda haber visto las joyas en ningún momento.

_ Enrique no le mostró las joyas_ indagó mi amigo_ ¿pero las vio?

_ Estoy casi segura que sí_ repuso vacilando._ Vi algo brilloso antes que Enrique cerrase la puerta… , no hay dudas de que era el collar.

Le hizo algunas preguntas más y volvimos al hotel tras despedirnos de aquélla joven hermosa. La sugerencia de Dortmund fue que se presente en la Comisaria y preste declaración, diciendo todo exactamente como no los contó a Dortmund y a mí. Era lo adecuado para salvar su situación. Al llegar de nuevo al hotel, mi amigo salió a caminar un poco y se ausentó por el lapso de alrededor media hora. A la mañana siguiente, Dortmund telefoneó a Enrique anunciándole nuestra visita a las tres de la tarde. Puntuales, allí estuvimos. Entramos y mi amigo se paró firmemente ante aquél hombre.

_ Esto_ dijo, triunfante_ le pertenece a la señorita Bedoya. Le confío su cuidado a usted y debe devolvérselo tal cual se lo doy yo a usted_ y extrajo de su bolsillo… ¡el collar!

_ ¿Cómo lo recuperó? Ha estado usted admirable_ repuso Enrique, entusiasmado.

_ Encontré a Roxana, la persona que usted señaló. Y naturalmente, aquí está el collar.

Era imposible. Ella negó toda la historia que este hombre contó, parecía inocente. Y nunca dejó la sala ni un momento. Ni siquiera Dortmund la abandonó. En fin, las dos historias eran convincentes y estoy seguro que esa contradicción llevó a mi amigo a descifrar dónde estaba oculto el collar. Pero no entendía en qué momento lo había recuperado. Lo entregó en manos del guardaespaldas y le sugirió que lo guardase dentro de la caja fuerte cuidándolo para que no ocurra otro incidente. Cuando aquél hombre obedeció, Dortmund extrajo de su bolsillo… ¡un duplicado del collar! Ahora sí que no comprendía qué estaba ocurriendo.

_ Y ahora, guarde éste, si es tan amable_ dijo, exhibiéndolo con su usual sonrisa indolente.

Enrique se quedó sin palabras. Yo no sabía qué decir.

_ Debe ser una broma… _repuse confundido.

_ No. Todo estuvo claro, desde un comienzo, para mí_ dijo satisfecho el inspector._ Después que salieron de comprar el collar, naturalmente fue traído hasta acá para estar protegido. Nadie duda que fuera guardado en la caja fuerte. Pero ni bien se retiró la señorita Bedoya, Enrique abrió la caja fuerte nuevamente y se apoderó del collar guardándolo en su bolsillo. Pero pasó algo que lo favoreció. Llegó Roxana, una amiga suya. Después de que ella se retiró, se hizo unos cortes en la mano para fingir que había habido una pelea. Lo supe porque cuando interrogamos a Roxana, ella no tenía ningún tipo de daño en sus manos y porque resultaba improbable que alguien de las condiciones físicas de la señorita Roxana derrotara a alguien tan fornido como nuestro hombre aquí presente . Indudablemente, el señor Enrique devolvió el collar a la caja fuerte porque, con esta farsa de por medio,  a nadie se le ocurriría volver a buscar ahí, a excepción mía. Realmente, el collar nunca salió de adentro de ésta casa. Y muy probablemente la intención era fugarse con él lo antes posible. Pero más allá de lo de la pelea, no tenía ninguna otra prueba que respaldase esta hipótesis. Entonces, para confirmar lo que me resultaba una obviedad, cuando usted y yo, doctor Tait, regresamos al hotel, me fui hasta una joyería y compré una imitación de un collar. No es la mejor del mundo, pero sirvió para mi propósito. Y usted vio lo que acaba de suceder. Saqué de mi bolsillo el collar falso y lo entregué seguro que lo había recuperado. El verdadero no estaba dentro de la caja fuerte porque usted, Enrique, sabía de nuestra visita. Entonces se lo ocultó en el bolsillo del saco. Esa no fue una jugada inteligente por parte suya. De ahí lo extraje yo en un juego hábil de manos, dejándolo caer rápidamente en mi bolsillo. Cuando guardó el otro, ¡Puf! Le di la sorpresa. Si compara ambos collares, verá que son bastante diferentes entre sí. Pero, ¿alguien lo notó? Vaya que he logrado engañarlo absolutamente. La psicología es un arma sugestivamente muy poderosa en casos así. Con qué facilidad le hice creer que había recuperado el collar. Bastó que haga mención del incidente referente a la señorita Roxana para convencerlo de que el collar que yo traía era el original y el resto se hizo solo.

Me quedé estupefacto por lo que había oído. Pero era cierto y luego Enrique confesó que el señor Víctor Bedoya lo había estafado por una elevada suma que no pretendía reconocerle, y cuando vio el collar que adquirió la señorita Victoria Bedoya, vio en él su oportunidad de recuperar lo que consideró que le había sido ilegítimamente arrebatado. Me sentí orgulloso de mi amigo. Muy probablemente, Enrique dio datos equívocos a la Policía sobre el paradero de Roxana porque no quiso arriesgarse a que su mentira fuese revelada. Y por eso mi amigo había logrado localizarla inmediatamente, aunque en verdad nunca me quedó claro ese punto. Pero lo que había que destacar era que Dortmund resolvió el caso impecablemente, más allá de su extrema sencillez. Hay que concebir la idea de que no todos los casos son de una extraordinaria complejidad y por eso este en particular me pareció el más idóneo para ejemplificar este axioma detectivesco, si se quiere decir así.

 Al día siguiente, vimos la portada de la revista en donde apareció la señorita Bedoya en una nota referente a la cena real. Me sentí sumamente satisfecho a ver el collar rodear su hermoso y delicado cuello.

 

 

 

                                                                      

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 


 

 

 

                                                                      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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