lunes, 20 de febrero de 2017

Vidrio empañado (Gabriel Zas)


Viajé a Buenos Aires por una oferta de empleo que culminó en una farsa absoluta. Pensé que había conseguido el trabajo de mi vida, pero después de descubrir el engaño me sentí el más estúpido del planeta. Afortunadamente, saqué el pasaje de micro ida y vuelta pero la fecha de regreso estaba programada para dentro de un día y medio, y entre tanto, me las tuve que arreglar como pude. Tenía el dinero suficiente para subsistir sin mayores problemas. Consulté los avisos clasificados y encontré una habitación cuyo propietario la rentaba a solamente 10 australes por noche. Tenía miedo de volver a caer en otra tertulia semejante a la de la oferta laboral, pero no tenía otra alternativa y me dirigí a la dirección indicada en el anuncio. Quedaba en pleno barrio de Once, a unas pocas cuadras de Plaza Miserere. Hablé con el encargado del lugar y aceptó alquilarme la pieza sin mucho rodeo. Era un cuarto acogedor que tenía simplemente un baño y cuatro camas, de las cuales tres estaban ocupadas por un padre con sus dos hijos prácticamente adultos. Había además una mesa en el centro y una reducida cocina en un rincón. Y la iluminación era bastante tenue y pobre. Los tres hombres parecían ser de nacionalidad extranjera por su apariencia y por su modo de hablar. Ni bien puse un pie en la morada, los tres sin excepción me miraron con odio. Era lógico, yo era un extraño que de la nada invadió su espacio. El ambiente era hostil y los caballeros en cuestión muy antisociales. Pero no me preocupé demasiado porque sólo era una noche y nada más. Cenamos. Cada quien se preparó lo suyo. A eso de las 22, el padre de familia entró al baño y atrás lo hicieron sus hijos por turnos. Cuando entré yo, vi que el vidrio del espejo estaba empañado y que alguien a mano alzada escribió: “A las 23”. Me estaban advirtiendo sobre algo. Pero, ¿sobre qué? No mantenía ninguna especie de trato con ellos y no había forma de que yo averiguase qué significaba aquello y más aún, quién lo había escrito sin que el resto no se diera cuenta. Así que, simplemente salí y recorrí los ojos de los tres hombres con mi mirada pero por ése lado fue inútil encontrar algo. Decidí entonces que lo mejor era sacar el tema de mi cabeza y restarle importancia, aunque no me resultó fácil. Agarré un diario que había dando vueltas por ahí y me puse a hojearlo recostado en mi cama. Estaba relajado y sumido en pensamientos propios, cuando mis ojos hicieron contacto con una noticia sobre un intento de asesinato en un humilde habitáculo del barrio de Once. Entonces, comprendí todo al instante: las 23 era la hora señalada para un nuevo intento y quien me haya dejado eso escrito en el vidrio del baño, lo hizo para que yo lo evitara. Y no pude soslayar preguntarme cómo ésa persona tenía ése dato tan preciso. Fue ahí cuando escuché que el padre les decía a sus hijos que no se olvidaran de recordarle que a las 23 tenía que tomar el remedio para el colesterol. Y fue ahí cuando yo empecé a ver todo más claramente.
A la hora marcada, uno de los hijos le dio la pastilla y el otro un vaso con agua. Inmediatamente, cuando el padre se estaba llevando el vaso a sus labios, fingí torpeza y lo estrellé intencionalmente contra el piso. Claro que el pobre hombre se mojó por completo y me profirió un sinfín de insultos. Pero le salvé la vida. El ambiente se impregnó de golpe de un fuerte olor a almendras, lo que sugería una sola cosa: cianuro. Vi que uno de sus hijos llevaba puesto un anillo que tenía una pequeña abertura como si fuese una cajita empotrada en la base superior de la alianza y lo asocié a que ahí llevaba oculto el veneno. Me hice el distraído y en secreto le avisé al propietario, quien de inmediato llamó a la Policía, que en cuestión de minutos llegó al lugar y apresó al joven (creo que era el mayor de los dos) por tentativa de homicidio agravado por el vínculo. Entonces, entendí que el otro muchacho (digamos que el menor de ellos, para dejar las cosas bien claro) fue quien me dejó la señal en el vidrio empañado y que fue él quien verdaderamente salvó a su padre de la tragedia. Me enteré un poco después a través de los medios que el accionar del joven respondió a que estaba en disconformidad con el estilo de vida que llevaban, cuando su padre les había prometido a ambos una vida de lujo y más digna, quien no pudo reponerse de una fuerte crisis económica y por ende no pudo cumplir lo que prometió.
No paso un solo día sin preguntarme que hubiese pasado si yo no estaba ahí o si por una casualidad jamás hubiese leído el recado en el espejo, ya que estaba escrito con letra chica en un extremo inferior para no llamar la atención. Pero ante esto, prefiero no conocer la respuesta. Por el contrario, un hombre salvó su vida.

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