Los cien mil pesos en bonos desaparecidos
Dortmund estaba leyendo con atención un fax que había recibido ésa misma
mañana muy temprano.
_ ¿De qué se trata?_ le pregunté con interés.
_ De un robo del que encarecidamente me solicitan hacerme cargo_ me
contestó entre cavilaciones, sin despegar los ojos de la misiva que tenía entre
manos._ El recado me lo mandó Hernando Rubiera, personalmente. Es el presidente
del Banco nacional. Quiere que investigue el robo de los bonos federales del
fondo del Tesoro Nacional, que desaparecieron anoche misteriosamente de su casa
después que diera una reunión a una serie de inversionistas.
_ ¿De cuánto estamos hablando?
_ De cien mil pesos. Los tenía guardados adentro de un sobre, que
reposaba sobre su escritorio. Eran para invertir en acciones del Petróleo por
un decreto expedido por el Gobierno, que ésta semana cerró a un precio récord.
A ochenta dólares el barril. Desde luego, me pidió absoluta discreción en el
asunto. Nadie del entorno sabe sobre su desaparición y no es conveniente que lo
sepan. Iremos a visitarlo y veremos qué podemos hacer. Esos bonos representan
una pérdida muy importante para el erario nacional. Sólo me preguntaba una
cosa, doctor.
_ ¿Cuál, Dortmund?
_ Si los bonos desaparecieron antes de la reunión. Fue a las ocho de la
noche y el último de los invitados se retiró un poco antes de las nueve menos
cuarto. ¿El robo sucedió dentro de ése margen de horario o antes? ¿En qué
momento el señor Rubiera descubrió su desaparición y bajo qué circunstancias?
He aquí las dudas que espero despejar con nuestra visita a su residencia.
Alístese, partiremos en diez minutos. La casa de Hernando Rubiera está a quince
minutos de acá en taxi.
Abordamos uno enseguida ni bien bajamos de nuestro departamento a la
calle. Dortmund le indicó al chófer la dirección de destino y le pidió que
tomase el camino más corto, directo y rápido para llegar lo antes posible, y el
taxista, con denotada amabilidad, asintió a la demanda de mi amigo.
_ ¿Cuántas personas conformaban anoche la reunión?_ lo indagué al
inspector mientras llegábamos a destino.
_ Cinco_ me respondió absorto en sumisas reflexiones._ Cuatro y el
anfitrión. Que él me haya convocado no lo descarta de entre los sospechosos.
Aparte del señor Rubiera, se encontraban los señores Jorge Pasmar, ceo de la
agropecuaria del mismo nombre; Emiliano Longarela, máximo referente del grupo
de medios TeleArg; Enrique Ariztimuño, director del Banco provincial del
Litoral; y Guillermo Vilanova, secretario adjunto de Luzasur, la empresa
eléctrica que suministra de luz a la gran mayoría del sur de Buenos Aires.
_ ¿En qué orden llegaron y se retiraron, respectivamente?
_ Eso lo averiguaremos pronto, doctor. Admiro su interés en el caso.
Pero no se impaciente.
Llegamos a casa del señor Hernando Rubiera en menos de lo que habíamos
imaginado. Era una casa sencilla sin ornamentos ni detalles característicos ni
rejas. En la planta baja estaba el comedor, la cocina y dos habitaciones. Y en
la planta alta estaba el baño, una habitación más de servicio, el lavadero y la
oficina del señor Rubiera, todos ambientes unidos por un estrecho pasillo,
cuyas paredes estaban desnudas, desprovistas de cuadros y de toda clase de
decoraciones tradicionales. Lo único que había anclado justo en medio era un
simple sillón de estilo rústico con dos almohadones redondos de color pardo y
vetusto. El señor Hernando Rubiera era un hombre alto, cincuentón, de rostro
lánguido, espaldas caídas y modales serviciales; rasurado, canoso y de buen
porte. Nos recibió amablemente en su despacho, que no tenía más que un
escritorio hecho a medida en el centro y una biblioteca justo por detrás suyo
con apenas unos pocos libros como fachada.
_ Es una terrible tragedia lo que ocurrió_ dijo quejumbroso el señor Rubiera,
cuyo tono de voz escondía en su impostación un ápice de angustia fácilmente
reconocible para quien tuviera el oído entrenado y supiera escucharlo con mucha
atención._ Pensé en dar parte de lo ocurrido a la Policía, pero eso despertaría
muchos recelos. Entonces, recordé que ayudó usted al doctor Frondozi cuando le
robaron una joya de su despacho de la Quinta Presidencial y no dudé en
convocarlo de inmediato.
_ Sus alabanzas son muy generosas, señor Rubiera. Y ahora, si le
apetece, vayamos a los hechos concretos de anoche que culminaron con el robo de
los bonos federales_ dispuso Dortmund, resueltamente.
_ No voy a repetirle lo que ya le anticipé en el fax que le envié ésta
mañana. A las ocho de la noche en punto me reuní con los cuatro caballeros que
usted ya sabe acá en esta misma oficina. Yo estaba sentado donde lo estoy
ahora, o sea, atrás de mi escritorio. Y los cuatro caballeros en cuestión
estaban, algunos de pie y otros sentados, justo enfrente de mí.
_ De modo, que si alguien hubiese salido por alguna razón o hubiese
impulsado alguna maniobra sospechosa, usted y el resto lo hubieran advertido
sin dudas_ intervine.
_ Exacto. Estuvimos reunidos hasta las ocho y media de la noche, hora en
que oficialmente la reunión terminó. Jorge Pasmar y Guillermo Vilanova fueron
los primeros en salir y se quedaron en la puerta charlando, en tanto Emiliano
Longarela se despedía de mí y Enrique Ariztimuño había ido al baño.
_ ¿Los bonos aún descansaban sobre la cima de su escritorio en esos
momentos?_ inquirió Sean Dortmund.
_ Sí. Aún estaban ahí porque me acuerdo perfectamente que después que
despidiera a Emiliano Longarela y le estrechara la mano, volví a entrar para
buscar mi saco que tenía apoyado sobre el respaldo de mi silla y salí
enseguida.
_ ¿Alguien más entró con usted o detrás suyo, señor Rubiera?
_ No. Cuando llegué a la puerta, Enrique Ariztimuño estaba en el umbral
a punto de entrar para saludarme. Pero no se adentró porque yo ya estaba
saliendo y permanecimos unos segundos intercambiando algunas palabras de elogio
recíproco. Y Jorge Pasmar y Emiliano Longarela estaban cambiando impresiones
entre sí. Y unos minutos después lo vi a Guillermo Vilanova volver del baño,
acercarse hacia mí sonriente, saludarme y despedirse. Enseguida, bajamos los
cinco en tropel, ellos cuatro se fueron y yo volví a subir a mi oficina.
_ Y, entonces descubrió que le faltaban los bonos.
_ ¡Sí! Revolví toda mi oficina de pies a cabeza volviéndome loco para
encontrarlos. Después de que mi búsqueda resultara en vano, me senté unos minutos
a pensar en frío y repasar mis últimos movimientos con los bonos en mano. Y
después de repasarlos mentalmente una y otra vez, me convencí definitivamente
que los había dejado donde yo suponía que estaban y de donde debieron
desaparecer. El sobre que los contenía no era para nada grande, por lo que
cualquiera pudo metérselo en algún bolsillo inadvertidamente.
_ Cuando todos bajaron para irse, ¿alguno interpuso algún pretexto para
volver a subir?
_ Ahora que lo menciona, sí_ declaró Rubiera con aborrecimiento._ Jorge
Pasmar. Subió porque creyó olvidarse las llaves en mi oficina. ¡Qué estúpido
fui de no haberme dado cuenta antes de que usted me lo preguntara!
_ No es su culpa_ lo calmó Dortmund._ Es decir, que el tiempo que el
señor Pasmar tardó en subir y volver a bajar fue más que suficiente para tomar
los bonos y guardárselos.
_ Exactamente, inspector_ asumió Hernando Rubiera, afligido.
_ Eso es interesante_ murmuró mi amigo con voz insegura y reflexivo.
_ ¿Qué motivos tendría el señor Pasmar para robar esos cien mil pesos en
bonos?_ pregunté._ Tengo entendido que su empresa no tiene problemas
financieros.
_ Su actitud inescrupulosa de anoche_ alegó el señor Rubiera,
compungido_ rompió todos los estándares de honradez y lealtad que alguien de su
talla demanda para desempeñar su cargo. Hace unos cuatro meses atrás, Jorge me
dijo que su empresa había perdido mucho poder adquisitivo y que las bajas en la
Bolsa no lo habían favorecido en absoluto. Le extendí un préstamo de cincuenta
mil a nombre de su empresa y siguiendo mi consejo profesional, realzó su
negocio notablemente. Entonces, tuvo la ocurrencia de abrirse al mercado de las
exportaciones y expandirse a nivel internacional. Dijo que el negocio le iba
tan bien, que no dudaría en invertir en el exterior. Pero que necesitaba de
otros cincuenta mil para concretarlo. Le dije que no podía otorgarle otro
préstamo porque el Banco tenía otras prioridades por encima suyo inherentes a
cuestiones del Gobierno. Y que además todavía no me había devuelto ni un sólo centavo
de los cincuenta mil iniciales que le había prestado. Y que de no hacerlo a la
brevedad, me ocasionaría graves problemas, que por supuesto acarrearía él en
consecuencia de su morosidad. Pero mi reputación y mi nombre estaban en juego.
Me dijo que no me preocupara, que me los devolvería pronto.
Y se calló bruscamente, respirando lenta y pausadamente para reponerse
de la crisis nerviosa que padecía de momento.
_ Robó los cien mil pesos en
bonos para con unos cincuenta mil devolverle a usted el préstamo que le
extendió y con los otros cincuenta mil hacer la inversión en el extranjero_
alegó Dortmund algo contrariado, pero bastante convencido de dicha teoría.
Mi amigo le dio esperanzas al señor Rubiera y nos dirigimos sin perder
tiempo a casa del señor Pasmar.
_ ¿Espera encontrar allí los bonos, Dortmund?_ le pregunté a mi amigo de
camino a casa del señor Jorge Pasmar.
_ Al contrario. Espero justamente
no encontrarlos allí_ me repuso mirándome con una mirada mística y
sonriendo con impertinencia.
Lo miré sombrío.
_ ¿Acaso ya sabe quién los robó y por qué?_ lo indagué algo exaltado y
emocionado a la vez.
_ Sé quién los robó. Pero me falta el motivo, que espero descifrar
pronto_ me respondió Dortmund conforme y sumamente satisfecho del cariz que
tomaron los acontecimientos.
_ ¿Para qué nos dirigimos entonces a casa del señor Pasmar?
_ Para precisamente, doctor, confirmar que mis sospechas y suposiciones
no son erradas.
Jorge Pasmar era hombre de pocas palabras, pero de presencia imponente y
mirada intensa. Su declaración sobre lo sucedido en casa del señor Rubiera
coincidía con el relato suyo de los hechos. Dortmund le dirigió algunas
preguntas doblemente intencionadas pero contestó a cada una de ellas con la
lógica que mi amigo esperaba de alguien inocente. Antes de retirarnos, el
inspector le pidió permiso de revisar brevemente su morada pero la negativa del
señor Pasmar fue contundente. Y se justificó diciendo que para proceder
necesitábamos el aval de un juez. Sean Dortmund no se opuso, le sonrió y le deseó
los buenos días.
_ Si no tuviera nada que esconder, nos hubiese permitido de buena fe
echarle el ojo a su casa_ protesté con aire de reproche, cuando nos alejamos
unas cuadras.
_ Que nos impidiera requisar su morada_ repuso Sean Dortmund como un
experto filósofo_ no es prueba incriminatoria de culpabilidad alguna. Su
argumento es perfectamente válido y aceptable. Sin una orden de cateo expedida
por un juez, no podemos hacer nada. La ley es la ley.
Tenía absolutamente razón, aunque igualmente me molestó de sobremanera
la actitud del señor Pasmar para con nosotros. Creo que su forma de dirigirse
hacia nosotros me molestó más que el hecho mismo de que no nos permitiera
inspeccionar su casa.
_ De todas maneras_ dijo Dortmund,_ ya tengo lo que necesito y es la
prueba de su inocencia.
_ ¿A dónde nos dirigimos ahora?_ me atreví a preguntar.
_ A hacerle una visita amigable al señor Enrique Ariztimuño.
El aludido era un hombre con carácter reservado pero de fuerte decisión
y muy agradable en su trato. Nos hizo entrar gentilmente a su departamento y nos ofreció
algo de beber para estimular las relaciones sociales entre nosotros. Después de
unos cuantos minutos de divertimento, nos abocamos en la cuestión de los bonos.
Lo que nos contó no arrojó nada relevante al caso. Declaró exactamente lo que
esperábamos que dijera y su relato coincidía en todos sus estamentos tanto con
el del señor Hernando Rubiera como con el del señor Jorge Pasmar.
La siguiente diligencia tuvo lugar en casa del señor Emiliano Longarela.
Era un caballero de modales apáticos y despectivos, pero muy servicial en
cuanto a la información que nos extendió sobre lo acaecido la noche del robo en
casa del señor Rubiera. Lo que nos contó no arrojó mucha luz al asunto. Luego
de las preguntas de rigor sobre el caso en sí, nos contó sobre su empleo y sus
futuros proyectos en la empresa de medios que manejaba. Creo que le caímos
simpáticos y Dortmund tuvo que poner en práctica todo el arte de la diplomacia
para retirarnos. Al fin cuando logramos disuadirlo e irnos, mi amigo me contó
sus impresiones sobre nuestro último visitante, que no vale la pena reproducir
en éstas líneas.
Finalmente, después de pasadas tres horas y algunos minutos desde
nuestra última visita, nos encontrábamos frente a frente con el señor Guillermo
Vilanova. Un hombre de aspecto tenaz, pero de temperamento impasible y
decoroso. Su relato coincidió con todos los datos recabados hasta entonces. No
estuvimos más de diez minutos hablando con él y nos retiramos cortésmente.
Durante un rato, Sean Dortmund estaba en absoluto silencio y parecía haberse
olvidado transitoriamente del problema de los bonos de cien mil pesos
faltantes. Su rostro se mostraba furtivamente melindroso toda vez que reflejaba
una exagerada mueca de satisfacción explicita. Eso implicaba que ya conocía en
gran medida toda la verdad que se escondía detrás del robo que investigábamos.
Lo observaba con devoción a la vez que me irritaba que no dijese ni una sola
palabra sobre el corriente.
_ ¿Y bien?_ le insinué con descaro._ ¿Va usted a decir algo?
Ladeó su cabeza hacia mí y me sonrió con afán de soberbia.
_ Lo sé todo, doctor_ me confesó, absolutamente conforme._ Nuestras
directrices rindieron favorablemente sus frutos. Pero esperaremos hasta más
tarde para actuar. Tenga paciencia.
No dije nada y acepté sus palabras sin oponerme, aunque todavía me
sentía en plena desventaja con él y eso me pareció totalmente injusto. No
obstante, acaté sus decisiones sin preguntar nada más.
Alrededor de las siete de la tarde, montamos guardia desde la vereda de
enfrente de cierta casa que ya anteriormente habíamos visitado y, que según
Dortmund, se había hecho un plano mental de su estructura y disposición
interna. Sabía con toda certidumbre dónde estaba cada mueble y cada objeto, y
buscar lo que deseaba no resultaría después de todo una labor exhaustiva.
Cuando vimos salir a la última persona y nos cercioramos de que no quedaba
nadie adentro, mi amigo me obligó a vigilar en derredor y él ingresó a la
morada por una ventana que forzó fácilmente y que daba al comedor. Nunca creí
que el inspector fuese capaz de algo semejante. Pero si obró de ésa manera,
habrá tenido una muy buena razón para hacerlo, por lo que sus acciones quedaban
debidamente justificadas. No estuvo adentro más de cinco minutos, y cuando
abandonó la casa por la misma ventana por la que ingresó antes, noté que traía
entre sus dedos algo. Cerró la ventana, la dejó en condiciones y se reunió de
nuevo conmigo. Cuando me reveló el objeto que traía entre manos, me quedé sin
aliento. Pues, eran los bonos de cien mil pesos sustraídos de casa del señor
Rubiera.
_ Vamos. Se lo explicaré todo durante el camino de regreso_ me dijo con
cierto apuro.
_ ¿Dónde estaban y cómo lo descifró usted?_ le pregunté completamente
azorado cuando nos encontramos en una zona alejada de todo peligro.
_ Primero, debo disculparme por haber ingresado ilegalmente a ésa
propiedad_ me dijo mi amigo en un tono de sinceras disculpas._ Pero no disponía
de ninguna prueba fehaciente que me habilitara para pedirle a algún juez una
orden. Y sin embargo, estaba seguro de que él era el ladrón y no iba a quedarme
con la duda, por lo que me vi forzado a obrar de semejante forma. Y como ve,
doctor, yo tenía razón. Mañana a primera hora, mandaremos dos faxes. El primero
al señor Rubiera, anunciándole el éxito de nuestra instrucción en el asunto que
nos encomendó y dejándole bien en claro que exactamente al mediodía le
devolveré los bonos personalmente. Y el segundo, a nuestro ladrón, para darle
cita en nuestro departamento y nos diga porqué lo hizo.
_ ¿Cómo supo dónde estaban ocultos?
_ No podía esconderlos en lugares vulgares porque es donde siempre se
revisa primero. Eso descarta de plano biblioratos, carpetas, archivos,
escritorios, repisas, vitrinas y mesadas. Pero tampoco podía esconderlos en
sitios altamente complejos y sospechosos por naturaleza, como ser adentro de un
florero, en el interior de una caja fuerte, detrás de algún cuadro, en una
gaveta oculta en alguna especie de ladrillo o azulejo flojos, en el interior de
un espejo de pared o debajo del colchón de la cama, porque ésas alternativas
ocupan el segundo lugar en orden de búsqueda cuando se requisa una casa para
encontrar algo robado. Y sin embargo, estaba convencido que estaban escondidos
a simple vista.
_ ¿Pero, por qué iba él a pensar que iban a requisar su casa? ¿Acaso
suponía que sospecharían de su persona de un momento a otro?
_ Ya conoce el refrán, doctor: "Hombre precavido vale por
dos". Así que, me limité a pensar en un lugar neutral y que esté a la
vista de todo el mundo, y sobre el que nadie llegaría a pensar jamás que en su
interior hay oculto objetos de mucho poder y valor. Lo supe enseguida cuando
relojeaba la casa mientras lo entrevistábamos antes.
_ Perdone por no ser mentalmente tan rápido como usted.
_ ¡El viejo truco de los magos!_ exclamó Dortmund con efervescencia._
¡Avívese! Usted ve a su paso una simple cajita musical, que desconoce que si
presiona en un lugar preciso, habilita un mecanismo que abre un compartimento
secreto lo suficientemente amplio como para guardar documentos importantes. Una
inocente cajita musical, que sin embargo, tiene un doble fondo en donde cuyo
interior hay unos bonos federales que valen nada más y nada menos que cien mil
pesos, algo completamente impensado para cualquiera. ¡Cien mil pesos, doctor!
Este caballero estuvo a punto de engañarnos. Fue una jugada extremadamente
hábil el esconderlos allí.
_ ¿No era más fácil ocultarlos en el interior de algún almohadón o de
alguna almohada, en su defecto?
_ Esos lugares también son muy susceptibles de búsqueda. Le falta mucho
por aprender todavía, doctor.
A la mañana siguiente, temprano a las siete, envié los faxes por orden
de Dortmund. Y a las ocho en punto, golpearon a nuestra puerta. El señor
Guillermo Vilanova se dio cita puntual en nuestro departamento.
_ Estoy apurado, inspector_ dijo nuestro visitante._ Hay negocios que
reclaman mi presencia y no puedo estar perdiendo el tiempo acá con usted. Si es
por el asunto del robo de esos bonos, ya le dije ayer todo lo que sé.
_ En eso estamos de acuerdo_ le dijo Dortmund, con soberbia._ Sólo que
omitió decirme que los ocultó en el interior de su cajita musical que reposa
sobre el bahiut que tiene en la sala comedor.
Mi amigo sacó los bonos de adentro del cajón en donde los había guardado
provisoriamente y se los exhibió al señor Vilanova con arrogancia.
_ ¿Se metió usted en mi propiedad durante mi ausencia?_ Vilanova se
mostró irascible y furibundo._ Lo que usted hizo es ilegal. Eso es usurpación y
puedo denunciarlo por eso.
_ Hágalo, si lo desea. Pero usted quedará expuesto por el robo de los
cien mil pesos en bonos y no será una situación favorable para usted.
_ ¡Usted no puede probar que esos bonos estaban escondidos en mi propia
casa!
_ Llevé conmigo a un testigo que puede dar absoluta fe de mis acciones y
que puede además responder ciegamente por ellas. La decisión es suya, señor
Vilanova.
Sean Dortmund lo miró con petulancia y sin conmoverse en lo más mínimo,
en tanto el señor Guillermo Vilanova caminaba incesantemente de un lado a otro
entrelazando sus dos manos por detrás de su cabeza a la altura del cuello y
dando de vez en cuando ademanes de nerviosismo severos y prolongados. Al fin
cuando entendió la situación después de tranquilizarse y de pensar las cosas en
frío, cambió rotundamente su tesitura para con Dortmund y se rindió a sus
planteos. Tomó asiento y adoptó la actitud de un hombre sensato y razonable.
_ ¿Cómo lo supo?_ preguntó Guillermo Vilanova con mesura.
_ Los hechos en sí fueron lo que me acercaron a la verdad de quién había
sido verdaderamente el ladrón_ replicó Dortmund, sabiamente._ El señor
Ariztimuño estaba saludando y despidiéndose del señor Rubiera, inmersos en su
conversación y evadiéndose de lo que sucedía alrededor, toda vez que ocurrió
exactamente lo mismo con los señores Pasmar y Longarela. Todos estaban
concentrados y absortos en lo suyo. Sólo le tomó menos de un minuto entrar de
nuevo a la oficina del señor Rubiera, tomar el sobre y salir inadvertidamente
sin llamar la atención de ninguno de los otros cuatro. Salió, fue al baño,
permaneció dentro unos dos minutos, lo suficiente para crearse la coartada de
que siempre estuvo ahí, habiendo ingresado inmediatamente después de que el
señor Enrique Ariztimuño lo abandonara y se reuniera con el resto. Se aprovechó
de la distracción de los demás para dar en tiempo récord un audaz golpe
ejecutado con frivolidad, precisión y habilidad conjuntas. Sólo que no logro entender
el motivo.
_ Me avergüenza admitirlo_ dijo Vilanova con arrepentimiento._ He sido
un estúpido que sólo se dejó llevar por su sed de ambición. Pero no puedo
retroceder el tiempo para remediar el curso de las cosas.
_ Esta es su oportunidad de hacerlo. Aprovéchela.
_ Hice adjudicaciones espurias para Luzasur. Desvié fondos de la
compañía para beneficiar a la competencia, hice contrataciones fraudulentas,
licitaciones que no estaban en regla... En fin, todo lo que se pueda imaginar.
Hace dos noches atrás, alguien llamó al teléfono personal de mi casa para
decirme que sabía todo lo que había hecho. Me enumeró detalladamente cada una
de las estafas que promoví, los fraudes que cometí, el perjuicio que mis
acciones irresponsables le causaron a Luzasur, la gente perjudicada y demás
daños. No reconocí al hombre que se escondía al otro lado de la línea, pero es
escuchaba terriblemente temerario, imponente y autoritario. Hablaba de tal
manera que su sola voz me infundía un temor nunca antes experimentado y me
hacía paralizar todo el cuerpo. Me amenazó con sacar a relucir todo a la luz si
en veinticuatro horas no le pagaba cien mil pesos. Le dije que no disponía de
ése dinero. Pero no me creyó y amenazó con matarme además si intentaba
engañarlo. Le dije que no se trataba de ninguna treta, que realmente mi
patrimonio no llegaba a los cien mil pesos y que se me iba a ser muy difícil
reunir ésa cantidad de plata en tan corto tiempo. Le insistí hasta que supo que
le estaba diciendo la verdad y entonces me dijo de los bonos. Sabía de la
reunión, sabía todos los detalles y no pude negarme. Me dio expresas
instrucciones de cómo apoderarme de los bonos. Me dijo que a las diez de la
noche me llamaría y que me diría dónde dejarle los bonos. Llamó hoy a la
mañana. No sabe que usted me descubrió y va a matarme. Usted me condenó,
Dortmund. ¡Va a asesinarme!
_ No, señor Vilanova. Usted solo se condenó. Y no va a matarlo. ¿Por eso
está apurado, no? ¿Por qué se dirige a su encuentro?
_ Sí. Estoy desesperado, va a matarme, quienquiera que sea ése loco.
Fuimos al punto de encuentro con algunos oficiales más como refuerzo ya
que mi amigo contactó al capitán Riestra y le expuso la situación, pero el
desconocido nunca apareció y desde ése momento no se supo más de su paradero.
Seguramente, haya descubierto la trampa y no quiso arriesgarse a ser capturado.
Por otra parte, Guillermo Vilanova se entregó a la Justicia por recomendación
de Dortmund y se puso a su entera disposición por todos los delitos que nos
admitió haber cometido.
_ Fue un día agitado. Necesitamos descansar para reponer fuerzas_ me
dijo mi amigo a la noche, de nuevo en nuestro apartamento.
_ Hay algo que no me está diciendo_ le dije con dudas._ Aún no me queda
del todo claro cómo supo que el señor Vilanova era el ladrón.
_ Se interesará en saber, doctor, que recibimos una buena retribución
económica por parte del señor Rubiera, que quedó sumamente satisfecho con
nuestro trabajo y que se puso inmensamente feliz cuando tuvo de nuevo entre sus
manos los bonos.
_ Me alegra oír eso. Pero no contesta a mi pregunta.
_ Se lo diré, no se preocupe. Tarde o temprano, se lo diré.
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