domingo, 19 de abril de 2020

Los cien mil pesos en bonos desaparecidos (Gabriel Zas)





                           Los cien mil pesos en bonos desaparecidos


Dortmund estaba leyendo con atención un fax que había recibido ésa misma mañana muy temprano.
_ ¿De qué se trata?_ le pregunté con interés.
_ De un robo del que encarecidamente me solicitan hacerme cargo_ me contestó entre cavilaciones, sin despegar los ojos de la misiva que tenía entre manos._ El recado me lo mandó Hernando Rubiera, personalmente. Es el presidente del Banco nacional. Quiere que investigue el robo de los bonos federales del fondo del Tesoro Nacional, que desaparecieron anoche misteriosamente de su casa después que diera una reunión a una serie de inversionistas.
_ ¿De cuánto estamos hablando?
_ De cien mil pesos. Los tenía guardados adentro de un sobre, que reposaba sobre su escritorio. Eran para invertir en acciones del Petróleo por un decreto expedido por el Gobierno, que ésta semana cerró a un precio récord. A ochenta dólares el barril. Desde luego, me pidió absoluta discreción en el asunto. Nadie del entorno sabe sobre su desaparición y no es conveniente que lo sepan. Iremos a visitarlo y veremos qué podemos hacer. Esos bonos representan una pérdida muy importante para el erario nacional. Sólo me preguntaba una cosa, doctor.
_ ¿Cuál, Dortmund?
_ Si los bonos desaparecieron antes de la reunión. Fue a las ocho de la noche y el último de los invitados se retiró un poco antes de las nueve menos cuarto. ¿El robo sucedió dentro de ése margen de horario o antes? ¿En qué momento el señor Rubiera descubrió su desaparición y bajo qué circunstancias? He aquí las dudas que espero despejar con nuestra visita a su residencia. Alístese, partiremos en diez minutos. La casa de Hernando Rubiera está a quince minutos de acá en taxi.
Abordamos uno enseguida ni bien bajamos de nuestro departamento a la calle. Dortmund le indicó al chófer la dirección de destino y le pidió que tomase el camino más corto, directo y rápido para llegar lo antes posible, y el taxista, con denotada amabilidad, asintió a la demanda de mi amigo.
_ ¿Cuántas personas conformaban anoche la reunión?_ lo indagué al inspector mientras llegábamos a destino.
_ Cinco_ me respondió absorto en sumisas reflexiones._ Cuatro y el anfitrión. Que él me haya convocado no lo descarta de entre los sospechosos. Aparte del señor Rubiera, se encontraban los señores Jorge Pasmar, ceo de la agropecuaria del mismo nombre; Emiliano Longarela, máximo referente del grupo de medios TeleArg; Enrique Ariztimuño, director del Banco provincial del Litoral; y Guillermo Vilanova, secretario adjunto de Luzasur, la empresa eléctrica que suministra de luz a la gran mayoría del sur de Buenos Aires.
_ ¿En qué orden llegaron y se retiraron, respectivamente?
_ Eso lo averiguaremos pronto, doctor. Admiro su interés en el caso. Pero no se impaciente.
Llegamos a casa del señor Hernando Rubiera en menos de lo que habíamos imaginado. Era una casa sencilla sin ornamentos ni detalles característicos ni rejas. En la planta baja estaba el comedor, la cocina y dos habitaciones. Y en la planta alta estaba el baño, una habitación más de servicio, el lavadero y la oficina del señor Rubiera, todos ambientes unidos por un estrecho pasillo, cuyas paredes estaban desnudas, desprovistas de cuadros y de toda clase de decoraciones tradicionales. Lo único que había anclado justo en medio era un simple sillón de estilo rústico con dos almohadones redondos de color pardo y vetusto. El señor Hernando Rubiera era un hombre alto, cincuentón, de rostro lánguido, espaldas caídas y modales serviciales; rasurado, canoso y de buen porte. Nos recibió amablemente en su despacho, que no tenía más que un escritorio hecho a medida en el centro y una biblioteca justo por detrás suyo con apenas unos pocos libros como fachada.
_ Es una terrible tragedia lo que ocurrió_ dijo quejumbroso el señor Rubiera, cuyo tono de voz escondía en su impostación un ápice de angustia fácilmente reconocible para quien tuviera el oído entrenado y supiera escucharlo con mucha atención._ Pensé en dar parte de lo ocurrido a la Policía, pero eso despertaría muchos recelos. Entonces, recordé que ayudó usted al doctor Frondozi cuando le robaron una joya de su despacho de la Quinta Presidencial y no dudé en convocarlo de inmediato.
_ Sus alabanzas son muy generosas, señor Rubiera. Y ahora, si le apetece, vayamos a los hechos concretos de anoche que culminaron con el robo de los bonos federales_ dispuso Dortmund, resueltamente.
_ No voy a repetirle lo que ya le anticipé en el fax que le envié ésta mañana. A las ocho de la noche en punto me reuní con los cuatro caballeros que usted ya sabe acá en esta misma oficina. Yo estaba sentado donde lo estoy ahora, o sea, atrás de mi escritorio. Y los cuatro caballeros en cuestión estaban, algunos de pie y otros sentados, justo enfrente de mí.
_ De modo, que si alguien hubiese salido por alguna razón o hubiese impulsado alguna maniobra sospechosa, usted y el resto lo hubieran advertido sin dudas_ intervine.
_ Exacto. Estuvimos reunidos hasta las ocho y media de la noche, hora en que oficialmente la reunión terminó. Jorge Pasmar y Guillermo Vilanova fueron los primeros en salir y se quedaron en la puerta charlando, en tanto Emiliano Longarela se despedía de mí y Enrique Ariztimuño había ido al baño.
_ ¿Los bonos aún descansaban sobre la cima de su escritorio en esos momentos?_ inquirió Sean Dortmund.
_ Sí. Aún estaban ahí porque me acuerdo perfectamente que después que despidiera a Emiliano Longarela y le estrechara la mano, volví a entrar para buscar mi saco que tenía apoyado sobre el respaldo de mi silla y salí enseguida.
_ ¿Alguien más entró con usted o detrás suyo, señor Rubiera?
_ No. Cuando llegué a la puerta, Enrique Ariztimuño estaba en el umbral a punto de entrar para saludarme. Pero no se adentró porque yo ya estaba saliendo y permanecimos unos segundos intercambiando algunas palabras de elogio recíproco. Y Jorge Pasmar y Emiliano Longarela estaban cambiando impresiones entre sí. Y unos minutos después lo vi a Guillermo Vilanova volver del baño, acercarse hacia mí sonriente, saludarme y despedirse. Enseguida, bajamos los cinco en tropel, ellos cuatro se fueron y yo volví a subir a mi oficina.
_ Y, entonces descubrió que le faltaban los bonos.
_ ¡Sí! Revolví toda mi oficina de pies a cabeza volviéndome loco para encontrarlos. Después de que mi búsqueda resultara en vano, me senté unos minutos a pensar en frío y repasar mis últimos movimientos con los bonos en mano. Y después de repasarlos mentalmente una y otra vez, me convencí definitivamente que los había dejado donde yo suponía que estaban y de donde debieron desaparecer. El sobre que los contenía no era para nada grande, por lo que cualquiera pudo metérselo en algún bolsillo inadvertidamente.
_ Cuando todos bajaron para irse, ¿alguno interpuso algún pretexto para volver a subir?
_ Ahora que lo menciona, sí_ declaró Rubiera con aborrecimiento._ Jorge Pasmar. Subió porque creyó olvidarse las llaves en mi oficina. ¡Qué estúpido fui de no haberme dado cuenta antes de que usted me lo preguntara!
_ No es su culpa_ lo calmó Dortmund._ Es decir, que el tiempo que el señor Pasmar tardó en subir y volver a bajar fue más que suficiente para tomar los bonos y guardárselos.
_ Exactamente, inspector_ asumió Hernando Rubiera, afligido.
_ Eso es interesante_ murmuró mi amigo con voz insegura y reflexivo.
_ ¿Qué motivos tendría el señor Pasmar para robar esos cien mil pesos en bonos?_ pregunté._ Tengo entendido que su empresa no tiene problemas financieros.
_ Su actitud inescrupulosa de anoche_ alegó el señor Rubiera, compungido_ rompió todos los estándares de honradez y lealtad que alguien de su talla demanda para desempeñar su cargo. Hace unos cuatro meses atrás, Jorge me dijo que su empresa había perdido mucho poder adquisitivo y que las bajas en la Bolsa no lo habían favorecido en absoluto. Le extendí un préstamo de cincuenta mil a nombre de su empresa y siguiendo mi consejo profesional, realzó su negocio notablemente. Entonces, tuvo la ocurrencia de abrirse al mercado de las exportaciones y expandirse a nivel internacional. Dijo que el negocio le iba tan bien, que no dudaría en invertir en el exterior. Pero que necesitaba de otros cincuenta mil para concretarlo. Le dije que no podía otorgarle otro préstamo porque el Banco tenía otras prioridades por encima suyo inherentes a cuestiones del Gobierno. Y que además todavía no me había devuelto ni un sólo centavo de los cincuenta mil iniciales que le había prestado. Y que de no hacerlo a la brevedad, me ocasionaría graves problemas, que por supuesto acarrearía él en consecuencia de su morosidad. Pero mi reputación y mi nombre estaban en juego. Me dijo que no me preocupara, que me los devolvería pronto.
Y se calló bruscamente, respirando lenta y pausadamente para reponerse de la crisis nerviosa que padecía de momento.
_  Robó los cien mil pesos en bonos para con unos cincuenta mil devolverle a usted el préstamo que le extendió y con los otros cincuenta mil hacer la inversión en el extranjero_ alegó Dortmund algo contrariado, pero bastante convencido de dicha teoría.
Mi amigo le dio esperanzas al señor Rubiera y nos dirigimos sin perder tiempo a casa del señor Pasmar.
_ ¿Espera encontrar allí los bonos, Dortmund?_ le pregunté a mi amigo de camino a casa del señor Jorge Pasmar.
_ Al contrario. Espero justamente no encontrarlos allí_ me repuso mirándome con una mirada mística y sonriendo con impertinencia.
Lo miré sombrío.
_ ¿Acaso ya sabe quién los robó y por qué?_ lo indagué algo exaltado y emocionado a la vez.
_ Sé quién los robó. Pero me falta el motivo, que espero descifrar pronto_ me respondió Dortmund conforme y sumamente satisfecho del cariz que tomaron los acontecimientos.
_ ¿Para qué nos dirigimos entonces a casa del señor Pasmar?
_ Para precisamente, doctor, confirmar que mis sospechas y suposiciones no son erradas.
Jorge Pasmar era hombre de pocas palabras, pero de presencia imponente y mirada intensa. Su declaración sobre lo sucedido en casa del señor Rubiera coincidía con el relato suyo de los hechos. Dortmund le dirigió algunas preguntas doblemente intencionadas pero contestó a cada una de ellas con la lógica que mi amigo esperaba de alguien inocente. Antes de retirarnos, el inspector le pidió permiso de revisar brevemente su morada pero la negativa del señor Pasmar fue contundente. Y se justificó diciendo que para proceder necesitábamos el aval de un juez. Sean Dortmund no se opuso, le sonrió y le deseó los buenos días.
_ Si no tuviera nada que esconder, nos hubiese permitido de buena fe echarle el ojo a su casa_ protesté con aire de reproche, cuando nos alejamos unas cuadras.
_ Que nos impidiera requisar su morada_ repuso Sean Dortmund como un experto filósofo_ no es prueba incriminatoria de culpabilidad alguna. Su argumento es perfectamente válido y aceptable. Sin una orden de cateo expedida por un juez, no podemos hacer nada. La ley es la ley.
Tenía absolutamente razón, aunque igualmente me molestó de sobremanera la actitud del señor Pasmar para con nosotros. Creo que su forma de dirigirse hacia nosotros me molestó más que el hecho mismo de que no nos permitiera inspeccionar su casa.
_ De todas maneras_ dijo Dortmund,_ ya tengo lo que necesito y es la prueba de su inocencia.
_ ¿A dónde nos dirigimos ahora?_ me atreví a preguntar.
_ A hacerle una visita amigable al señor Enrique Ariztimuño.
El aludido era un hombre con carácter reservado pero de fuerte decisión y muy agradable en su trato. Nos hizo entrar  gentilmente a su departamento y nos ofreció algo de beber para estimular las relaciones sociales entre nosotros. Después de unos cuantos minutos de divertimento, nos abocamos en la cuestión de los bonos. Lo que nos contó no arrojó nada relevante al caso. Declaró exactamente lo que esperábamos que dijera y su relato coincidía en todos sus estamentos tanto con el del señor Hernando Rubiera como con el del señor Jorge Pasmar.
La siguiente diligencia tuvo lugar en casa del señor Emiliano Longarela. Era un caballero de modales apáticos y despectivos, pero muy servicial en cuanto a la información que nos extendió sobre lo acaecido la noche del robo en casa del señor Rubiera. Lo que nos contó no arrojó mucha luz al asunto. Luego de las preguntas de rigor sobre el caso en sí, nos contó sobre su empleo y sus futuros proyectos en la empresa de medios que manejaba. Creo que le caímos simpáticos y Dortmund tuvo que poner en práctica todo el arte de la diplomacia para retirarnos. Al fin cuando logramos disuadirlo e irnos, mi amigo me contó sus impresiones sobre nuestro último visitante, que no vale la pena reproducir en éstas líneas.
Finalmente, después de pasadas tres horas y algunos minutos desde nuestra última visita, nos encontrábamos frente a frente con el señor Guillermo Vilanova. Un hombre de aspecto tenaz, pero de temperamento impasible y decoroso. Su relato coincidió con todos los datos recabados hasta entonces. No estuvimos más de diez minutos hablando con él y nos retiramos cortésmente. Durante un rato, Sean Dortmund estaba en absoluto silencio y parecía haberse olvidado transitoriamente del problema de los bonos de cien mil pesos faltantes. Su rostro se mostraba furtivamente melindroso toda vez que reflejaba una exagerada mueca de satisfacción explicita. Eso implicaba que ya conocía en gran medida toda la verdad que se escondía detrás del robo que investigábamos. Lo observaba con devoción a la vez que me irritaba que no dijese ni una sola palabra sobre el corriente.
_ ¿Y bien?_ le insinué con descaro._ ¿Va usted a decir algo?
Ladeó su cabeza hacia mí y me sonrió con afán de soberbia.
_ Lo sé todo, doctor_ me confesó, absolutamente conforme._ Nuestras directrices rindieron favorablemente sus frutos. Pero esperaremos hasta más tarde para actuar. Tenga paciencia.
No dije nada y acepté sus palabras sin oponerme, aunque todavía me sentía en plena desventaja con él y eso me pareció totalmente injusto. No obstante, acaté sus decisiones sin preguntar nada más.
Alrededor de las siete de la tarde, montamos guardia desde la vereda de enfrente de cierta casa que ya anteriormente habíamos visitado y, que según Dortmund, se había hecho un plano mental de su estructura y disposición interna. Sabía con toda certidumbre dónde estaba cada mueble y cada objeto, y buscar lo que deseaba no resultaría después de todo una labor exhaustiva. Cuando vimos salir a la última persona y nos cercioramos de que no quedaba nadie adentro, mi amigo me obligó a vigilar en derredor y él ingresó a la morada por una ventana que forzó fácilmente y que daba al comedor. Nunca creí que el inspector fuese capaz de algo semejante. Pero si obró de ésa manera, habrá tenido una muy buena razón para hacerlo, por lo que sus acciones quedaban debidamente justificadas. No estuvo adentro más de cinco minutos, y cuando abandonó la casa por la misma ventana por la que ingresó antes, noté que traía entre sus dedos algo. Cerró la ventana, la dejó en condiciones y se reunió de nuevo conmigo. Cuando me reveló el objeto que traía entre manos, me quedé sin aliento. Pues, eran los bonos de cien mil pesos sustraídos de casa del señor Rubiera.
_ Vamos. Se lo explicaré todo durante el camino de regreso_ me dijo con cierto apuro.
_ ¿Dónde estaban y cómo lo descifró usted?_ le pregunté completamente azorado cuando nos encontramos en una zona alejada de todo peligro.
_ Primero, debo disculparme por haber ingresado ilegalmente a ésa propiedad_ me dijo mi amigo en un tono de sinceras disculpas._ Pero no disponía de ninguna prueba fehaciente que me habilitara para pedirle a algún juez una orden. Y sin embargo, estaba seguro de que él era el ladrón y no iba a quedarme con la duda, por lo que me vi forzado a obrar de semejante forma. Y como ve, doctor, yo tenía razón. Mañana a primera hora, mandaremos dos faxes. El primero al señor Rubiera, anunciándole el éxito de nuestra instrucción en el asunto que nos encomendó y dejándole bien en claro que exactamente al mediodía le devolveré los bonos personalmente. Y el segundo, a nuestro ladrón, para darle cita en nuestro departamento y nos diga porqué lo hizo.
_ ¿Cómo supo dónde estaban ocultos?
_ No podía esconderlos en lugares vulgares porque es donde siempre se revisa primero. Eso descarta de plano biblioratos, carpetas, archivos, escritorios, repisas, vitrinas y mesadas. Pero tampoco podía esconderlos en sitios altamente complejos y sospechosos por naturaleza, como ser adentro de un florero, en el interior de una caja fuerte, detrás de algún cuadro, en una gaveta oculta en alguna especie de ladrillo o azulejo flojos, en el interior de un espejo de pared o debajo del colchón de la cama, porque ésas alternativas ocupan el segundo lugar en orden de búsqueda cuando se requisa una casa para encontrar algo robado. Y sin embargo, estaba convencido que estaban escondidos a simple vista.
_ ¿Pero, por qué iba él a pensar que iban a requisar su casa? ¿Acaso suponía que sospecharían de su persona de un momento a otro?
_ Ya conoce el refrán, doctor: "Hombre precavido vale por dos". Así que, me limité a pensar en un lugar neutral y que esté a la vista de todo el mundo, y sobre el que nadie llegaría a pensar jamás que en su interior hay oculto objetos de mucho poder y valor. Lo supe enseguida cuando relojeaba la casa mientras lo entrevistábamos antes.
_ Perdone por no ser mentalmente tan rápido como usted.   
_ ¡El viejo truco de los magos!_ exclamó Dortmund con efervescencia._ ¡Avívese! Usted ve a su paso una simple cajita musical, que desconoce que si presiona en un lugar preciso, habilita un mecanismo que abre un compartimento secreto lo suficientemente amplio como para guardar documentos importantes. Una inocente cajita musical, que sin embargo, tiene un doble fondo en donde cuyo interior hay unos bonos federales que valen nada más y nada menos que cien mil pesos, algo completamente impensado para cualquiera. ¡Cien mil pesos, doctor! Este caballero estuvo a punto de engañarnos. Fue una jugada extremadamente hábil el esconderlos allí.
_ ¿No era más fácil ocultarlos en el interior de algún almohadón o de alguna almohada, en su defecto?
_ Esos lugares también son muy susceptibles de búsqueda. Le falta mucho por aprender todavía, doctor.
A la mañana siguiente, temprano a las siete, envié los faxes por orden de Dortmund. Y a las ocho en punto, golpearon a nuestra puerta. El señor Guillermo Vilanova se dio cita puntual en nuestro departamento.
_ Estoy apurado, inspector_ dijo nuestro visitante._ Hay negocios que reclaman mi presencia y no puedo estar perdiendo el tiempo acá con usted. Si es por el asunto del robo de esos bonos, ya le dije ayer todo lo que sé.
_ En eso estamos de acuerdo_ le dijo Dortmund, con soberbia._ Sólo que omitió decirme que los ocultó en el interior de su cajita musical que reposa sobre el bahiut que tiene en la sala comedor.
Mi amigo sacó los bonos de adentro del cajón en donde los había guardado provisoriamente y se los exhibió al señor Vilanova con arrogancia.
_ ¿Se metió usted en mi propiedad durante mi ausencia?_ Vilanova se mostró irascible y furibundo._ Lo que usted hizo es ilegal. Eso es usurpación y puedo denunciarlo por eso.
_ Hágalo, si lo desea. Pero usted quedará expuesto por el robo de los cien mil pesos en bonos y no será una situación favorable para usted.
_ ¡Usted no puede probar que esos bonos estaban escondidos en mi propia casa!
_ Llevé conmigo a un testigo que puede dar absoluta fe de mis acciones y que puede además responder ciegamente por ellas. La decisión es suya, señor Vilanova.   
Sean Dortmund lo miró con petulancia y sin conmoverse en lo más mínimo, en tanto el señor Guillermo Vilanova caminaba incesantemente de un lado a otro entrelazando sus dos manos por detrás de su cabeza a la altura del cuello y dando de vez en cuando ademanes de nerviosismo severos y prolongados. Al fin cuando entendió la situación después de tranquilizarse y de pensar las cosas en frío, cambió rotundamente su tesitura para con Dortmund y se rindió a sus planteos. Tomó asiento y adoptó la actitud de un hombre sensato y razonable.
_ ¿Cómo lo supo?_ preguntó Guillermo Vilanova con mesura.
_ Los hechos en sí fueron lo que me acercaron a la verdad de quién había sido verdaderamente el ladrón_ replicó Dortmund, sabiamente._ El señor Ariztimuño estaba saludando y despidiéndose del señor Rubiera, inmersos en su conversación y evadiéndose de lo que sucedía alrededor, toda vez que ocurrió exactamente lo mismo con los señores Pasmar y Longarela. Todos estaban concentrados y absortos en lo suyo. Sólo le tomó menos de un minuto entrar de nuevo a la oficina del señor Rubiera, tomar el sobre y salir inadvertidamente sin llamar la atención de ninguno de los otros cuatro. Salió, fue al baño, permaneció dentro unos dos minutos, lo suficiente para crearse la coartada de que siempre estuvo ahí, habiendo ingresado inmediatamente después de que el señor Enrique Ariztimuño lo abandonara y se reuniera con el resto. Se aprovechó de la distracción de los demás para dar en tiempo récord un audaz golpe ejecutado con frivolidad, precisión y habilidad conjuntas. Sólo que no logro entender el motivo.
_ Me avergüenza admitirlo_ dijo Vilanova con arrepentimiento._ He sido un estúpido que sólo se dejó llevar por su sed de ambición. Pero no puedo retroceder el tiempo para remediar el curso de las cosas.
_ Esta es su oportunidad de hacerlo. Aprovéchela.
_ Hice adjudicaciones espurias para Luzasur. Desvié fondos de la compañía para beneficiar a la competencia, hice contrataciones fraudulentas, licitaciones que no estaban en regla... En fin, todo lo que se pueda imaginar. Hace dos noches atrás, alguien llamó al teléfono personal de mi casa para decirme que sabía todo lo que había hecho. Me enumeró detalladamente cada una de las estafas que promoví, los fraudes que cometí, el perjuicio que mis acciones irresponsables le causaron a Luzasur, la gente perjudicada y demás daños. No reconocí al hombre que se escondía al otro lado de la línea, pero es escuchaba terriblemente temerario, imponente y autoritario. Hablaba de tal manera que su sola voz me infundía un temor nunca antes experimentado y me hacía paralizar todo el cuerpo. Me amenazó con sacar a relucir todo a la luz si en veinticuatro horas no le pagaba cien mil pesos. Le dije que no disponía de ése dinero. Pero no me creyó y amenazó con matarme además si intentaba engañarlo. Le dije que no se trataba de ninguna treta, que realmente mi patrimonio no llegaba a los cien mil pesos y que se me iba a ser muy difícil reunir ésa cantidad de plata en tan corto tiempo. Le insistí hasta que supo que le estaba diciendo la verdad y entonces me dijo de los bonos. Sabía de la reunión, sabía todos los detalles y no pude negarme. Me dio expresas instrucciones de cómo apoderarme de los bonos. Me dijo que a las diez de la noche me llamaría y que me diría dónde dejarle los bonos. Llamó hoy a la mañana. No sabe que usted me descubrió y va a matarme. Usted me condenó, Dortmund. ¡Va a asesinarme!
_ No, señor Vilanova. Usted solo se condenó. Y no va a matarlo. ¿Por eso está apurado, no? ¿Por qué se dirige a su encuentro?
_ Sí. Estoy desesperado, va a matarme, quienquiera que sea ése loco.
Fuimos al punto de encuentro con algunos oficiales más como refuerzo ya que mi amigo contactó al capitán Riestra y le expuso la situación, pero el desconocido nunca apareció y desde ése momento no se supo más de su paradero. Seguramente, haya descubierto la trampa y no quiso arriesgarse a ser capturado. Por otra parte, Guillermo Vilanova se entregó a la Justicia por recomendación de Dortmund y se puso a su entera disposición por todos los delitos que nos admitió haber cometido.
_ Fue un día agitado. Necesitamos descansar para reponer fuerzas_ me dijo mi amigo a la noche, de nuevo en nuestro apartamento.
_ Hay algo que no me está diciendo_ le dije con dudas._ Aún no me queda del todo claro cómo supo que el señor Vilanova era el ladrón.
_ Se interesará en saber, doctor, que recibimos una buena retribución económica por parte del señor Rubiera, que quedó sumamente satisfecho con nuestro trabajo y que se puso inmensamente feliz cuando tuvo de nuevo entre sus manos los bonos.
_ Me alegra oír eso. Pero no contesta a mi pregunta.
_ Se lo diré, no se preocupe. Tarde o temprano, se lo diré.  

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