lunes, 20 de abril de 2020

Doble personalidad (Gabriel Zas)









                                        

Como inspector en jefe de la Policía de Catamarca, Atilio Aramburu investigaba una serie de homicidios ocurridos en una zona desértica de la ciudad de Tinogasta. Hasta ese momento, había cinco víctimas inconexas entre sí y todas asesinadas por diferentes mecanismos: golpe en la cabeza, flecha clavada en el cuello, estrangulamiento, puñaladas distribuidas por todo el tórax y ejecución con una pistola. Víctimas de ambos sexos, de clases sociales diferentes y sin distinción de edad. No existía ningún patrón que articulase los cinco asesinatos entre sí. Y ése era justamente el patrón: la falta de uno. No había huellas ni testigos ni evidencias de ningún tipo que ayudasen a la Policía a identificar al responsable de estas muertes.
Atilio Aramburu se sentía cada vez más presionado por los de arriba para que resolviese el caso lo antes posible y eso lo tenía a mal traer. Comía poco y nada, dormía mal y llegaba tarde a su casa porque se quedaba casi siempre hasta la madrugada analizando el caso para ver si descubría algo que lo llevase a resolverlo.  Pero encontrar un indicio del motivo y del asesino era como buscar una aguja específica en un pajar de agujas. El tipo era un verdadero experto.
Tantas noches que Atilio Aramburu llegó tarde a dormir a su casa le trajo inconvenientes con su esposa porque ella creía que se veía con otra mujer y que la investigación del caso era sólo un pretexto.  Y todo eso en conjunto lo llevó a tratarse con un psiquiatra. Las sesiones avanzaban, pero el tratamiento apenas daba resultado y el asesino seguía sin aparecer. Atilio Aramburu estaba enloqueciendo. En sus 22 años como inspector de Homicidios de la Policía de Catamarca, nunca le tocó un caso tan enmarañado como este que le complicara seriamente su vida personal y su salud emocional.
Investigó a los allegados de las víctimas. Nada. Cruzó todos sus datos entre ellos una y mil veces. Nada. Le añadió al cruce de datos información de todas las víctimas. Nada. Atilio Aramburu estaba perdiendo los estribos considerablemente y no había psiquiatra que pudiera calmarlo, aunque el asesino transitoriamente se había detenido. Si decidía no matar más, rastrearlo iba a resultar casi una misión imposible.
Atilio Aramburu asistió a terapia durante dos semanas más hasta que el asesino atacó de nuevo. Otra escena igual a las cinco anteriores. Ésa noche, Aramburu llegó a su casa devastado. Sentía que se estaba recuperando, pero esta nueva muerte lo sumergió de nuevo  en las aguas profundas de la desesperación. Se sentía arruinado y fracasado.
Una vez adentro de su casa, se dio cuenta que le faltaba su arma reglamentaria. El caso lo tenía tan traumado que no recordaba dónde se la había olvidado ni para qué la había sacado. Hizo un recorrido mental por todos los lugares que visitó durante el día y el camino lo guió hasta la escena del crimen. Volvió hasta el lugar para recuperarla y una vez allá, una imagen atroz y terrible lo atacó súbitamente. Se veía él mismo tomando su pistola y disparándole a alguien inocente, riéndose con malicia y gozando de ello. Y luego las imágenes del resto de los crímenes cometidos por él lo invadieron sin clemencia.
Atilio Aramburu enloqueció y expulsó un grito seco que retumbó en la quietud de la noche y se ahogó en la inmensidad del silencio reinante.  Se dejó caer de rodillas llorando compulsivamente y pidiendo reiterativamente perdón.
El inspector en jefe Aramburu era esquizofrénico, una enfermedad que lo llevó a adquirir dos personalidades totalmente opuestas: una criminal y otra heroica. La personalidad heroica, representada en el hombre de ley que era, investigaba los asesinatos cometidos por su personalidad criminal.
Juntó valor, recogió la pistola del suelo, la apoyó en su sien, respiró profundo, cerró los ojos y jaló del gatillo. En su delirio, sentía que estaba haciendo un acto de justicia. El policía atrapó y mató al asesino tan temido.  



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