Como inspector en jefe de la Policía de Catamarca, Atilio Aramburu investigaba una serie de homicidios ocurridos en una zona desértica de la ciudad de Tinogasta. Hasta ese momento, había cinco víctimas inconexas entre sí y todas asesinadas por diferentes mecanismos: golpe en la cabeza, flecha clavada en el cuello, estrangulamiento, puñaladas distribuidas por todo el tórax y ejecución con una pistola. Víctimas de ambos sexos, de clases sociales diferentes y sin distinción de edad. No existía ningún patrón que articulase los cinco asesinatos entre sí. Y ése era justamente el patrón: la falta de uno. No había huellas ni testigos ni evidencias de ningún tipo que ayudasen a la Policía a identificar al responsable de estas muertes.
Atilio Aramburu se sentía cada vez más presionado por los
de arriba para que resolviese el caso lo antes posible y eso lo tenía a mal
traer. Comía poco y nada, dormía mal y llegaba tarde a su casa porque se
quedaba casi siempre hasta la madrugada analizando el caso para ver si
descubría algo que lo llevase a resolverlo. Pero encontrar un indicio del motivo y del
asesino era como buscar una aguja específica en un pajar de agujas. El tipo era
un verdadero experto.
Tantas noches que Atilio Aramburu llegó tarde a dormir a
su casa le trajo inconvenientes con su esposa porque ella creía que se veía con
otra mujer y que la investigación del caso era sólo un pretexto. Y todo eso en conjunto lo llevó a tratarse con
un psiquiatra. Las sesiones avanzaban, pero el tratamiento apenas daba
resultado y el asesino seguía sin aparecer. Atilio Aramburu estaba
enloqueciendo. En sus 22 años como inspector de Homicidios de la Policía de Catamarca,
nunca le tocó un caso tan enmarañado como este que le complicara seriamente su
vida personal y su salud emocional.
Investigó a los allegados de las víctimas. Nada. Cruzó
todos sus datos entre ellos una y mil veces. Nada. Le añadió al cruce de datos
información de todas las víctimas. Nada. Atilio Aramburu estaba perdiendo los
estribos considerablemente y no había psiquiatra que pudiera calmarlo, aunque
el asesino transitoriamente se había detenido. Si decidía no matar más, rastrearlo
iba a resultar casi una misión imposible.
Atilio Aramburu asistió a terapia durante dos semanas más
hasta que el asesino atacó de nuevo. Otra escena igual a las cinco anteriores.
Ésa noche, Aramburu llegó a su casa devastado. Sentía que se estaba
recuperando, pero esta nueva muerte lo sumergió de nuevo en las aguas profundas de la desesperación.
Se sentía arruinado y fracasado.
Una vez adentro de su casa, se dio cuenta que le faltaba
su arma reglamentaria. El caso lo tenía tan traumado que no recordaba dónde se
la había olvidado ni para qué la había sacado. Hizo un recorrido mental por todos
los lugares que visitó durante el día y el camino lo guió hasta la escena del
crimen. Volvió hasta el lugar para recuperarla y una vez allá, una imagen atroz
y terrible lo atacó súbitamente. Se veía él mismo tomando su pistola y
disparándole a alguien inocente, riéndose con malicia y gozando de ello. Y
luego las imágenes del resto de los crímenes cometidos por él lo invadieron sin
clemencia.
Atilio Aramburu enloqueció y expulsó un grito seco que
retumbó en la quietud de la noche y se ahogó en la inmensidad del silencio
reinante. Se dejó caer de rodillas
llorando compulsivamente y pidiendo reiterativamente perdón.
El inspector en jefe Aramburu era esquizofrénico, una
enfermedad que lo llevó a adquirir dos personalidades totalmente opuestas: una
criminal y otra heroica. La personalidad
heroica, representada en el hombre de ley que era, investigaba los asesinatos
cometidos por su personalidad criminal.
Juntó valor, recogió la pistola del suelo, la apoyó en su
sien, respiró profundo, cerró los ojos y jaló del gatillo. En su delirio,
sentía que estaba haciendo un acto de justicia. El policía atrapó y mató al asesino tan temido.
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