1. Un pedido desesperado.
Recuerdo muy bien la visita del señor Raimundo Cisneros a mi
despacho. Fue un jueves a la tarde alrededor de las cuatro y media. Y puedo
afirmarlo con implacable exactitud porque aquel modesto caballero interrumpió
mi merienda de forma abrupta e indecorosa. Tengo por regla general postergar
las consultas que me llegan en ese lapso de tiempo, o bien para ese mismo día una
hora más tarde o bien para el día siguiente en un horario a convenir. Pero vi a
aquél caballero tan exultante de nerviosismo, que no era difícil advertir lo
terriblemente desesperado que estaba. Intenté convencerlo de que volviese
dentro de, ni quisiera una hora, sino media, como medida excepcional a mi
propia norma. Pero su respuesta fue terminantemente arriesgada. Más que una
respuesta, fue una decisión frenética y extrema. Y por mucho que conozca toda
sugestión psicológica que se emplea para que el otro acceda a las demandas de
uno para satisfacer caprichosamente las suyas personales (algo totalmente anti
ético y profesional, por cierto), presumía que su contestación era temeraria y
peligrosamente cierta. Me quedé paralizado por unos segundos que parecieron
eternos. Cuando reaccioné casi de manera inconsciente, escruté al señor
Cisneros con prudencia y delicadeza, y lo invité a tomar asiento. Por cierto,
la respuesta que tanto me asustó fue: “Si no me atiende en lo inmediato, me
mato. Y juro que lo hago. Salto desde su balcón a la calle y listo. No me
importa lo que pase con usted después ni nada”. Si Raimundo Cisneros cumplía
con su amenaza, me vería seriamente perjudicado y mi reputación se iría lisa y
llanamente a la basura. Como digo, el tipo podría estar presumiendo para que lo
recibiese sin demoras porque estaba con alguna especie de contratiempo o porque
su asunto era necesariamente urgente y no podía esperar.
Me quedé anonadado mirando a la nada misma. Pero bastó un
amague suyo hacia el balcón para que yo pudiera denotar la veracidad de su
conducta y sus acciones. Y entonces lo detuve, lo tranquilicé lo más que pude y
lo recibí sin más alternativa.
Como digo, pude ver la sinceridad de sus palabras en su
forma de mirarme y no dudé de que realmente cumpliría su ultimátum si yo me
rehusaba a recibirlo raudamente. Era
evidente que aquél hombre estaba metido en un problema muy serio y que yo era,
por alguna razón que iba a averiguar pronto, su única esperanza.
Como vi que la calma no cedía a mis ruegos, le ofrecí de
beber un vaso de agua para alcanzar ese fin. Los primeros sorbos los dio como un vagabundo
que no ingiere líquidos desde meses y los siguientes, ya de manera más
apaciguada y amainada. Me agradeció el gesto, esperé a que se repusiera y lo
invité a contarme el problema que lo había incentivado a venir a consultarme de
esa manera tan inusual y con tan fastidiosos modales.
_ ¿Es usted Sean Dortmund, correcto? ¿El investigador
privado?_ me preguntó antes de dar inicio al motivo de su visita.
_ El mismo_ le respondí impasible.
_ Perdone que se lo haya preguntado. Quiero estar seguro,
nada más.
_ Lo entiendo. Ahora, si es tan amable de ponerme al
corriente de su visita, señor…
_ Cisneros. Raimundo Cisneros_ me respondió en una actitud
más cordial.
Lo miré severamente. El nombre de mi cliente aclaró muchas
dudas que me invadieron desde el preciso
instante en que puso un pie en mi departamento.
_ Supongo que habrá oído hablar de mí_ me dijo con timidez.
_ Absolutamente. Lo
procesaron sin prisión preventiva hace tres días por el asesinato de su mujer,
la señora Consuelo Irurtia.
_ ¡No!_ gritó desaforadamente y golpeando la mesa con el
puño de su mano izquierda.
Me puse rigurosamente autoritario.
_ Si no se serena, señor Cisneros, voy a tener que pedirle
que se retire_ manifesté con contundencia y decisión.
_ Le ruego me perdone, inspector Dortmund. Es que estoy
desesperado, porque procesaron al hombre equivocado. Yo no maté a mi esposa y
vine a eso: a que me ayude a demostrarlo.
_ Eso es imposible. Tuvo oportunidad y motivo para el
crimen. Y en la casa, al momento de la muerte, sólo había dos personas más,
además de su esposa: su cuñado y usted.
Y los investigadores encontraron en posesión suya un pequeño frasco con
morfina, el veneno que emplearon para envenenar el café de la pobre señora
Irurtia. Así que, dígame, ¿por qué piensa que voy a ayudarlo?
_ ¡Porque, por el amor de Dios, yo lo la maté! Carajo,
¿puede escucharme? No maté a Consuelo.
_ ¿Y cómo explica la morfina encontrada en el bolsillo de su
saco?
_ Me la ocultaron discretamente sin que yo lo notara. No sé
cuándo pasó ni cómo. Pero el asesino quiso inculparme a mí. Y bien que lo hizo.
Estoy a punto de ir a juicio oral e ir a la cárcel por el asesinato que cometió
alguien más.
_ Sólo estaban, al momento del crimen tomando la merienda,
el señor Gustavo Irurtia, la señora Consuelo Irurtia y usted. Y el forense
certificó fehacientemente que la morfina le fue suministrada diez minutos antes
de su deceso. ¿Entiende lo comprometido de la situación?
_ Me rehuso a aceptarla. Insisto en que alguien más la mató.
_ Indirectamente, está depositando la culpa en el señor
Gustavo Irurtia, su cuñado. Y hasta donde la Justicia supo, el señor Irurtia
carecía de motivos para matar a su hermana.
_ ¡Ahí está el punto, señor Dortmund! “Hasta donde la
Justicia supo”. ¿Y si hay algo más que lo Justicia no averiguó? Porque los
jueces y fiscales siempre toman el camino más directo. No quieren ver más allá
de sus narices. Cuando los hechos no
coinciden con su teoría, los moldean forzosamente sin importar las
consecuencias ni el daño que puedan causar.
Reconozco que esa última frase suya admitía una verdad
incuestionable. Así que, le otorgué el beneficio de la duda y decidí darle al
señor Cisneros la posibilidad de contar su versión de los hechos.
_ Es cierto que yo tenía un motivo para querer muerta a
Consuelo_ comenzó a relatar el señor Cisneros._ Pero eso no me convierte en un
asesino, ¿o sí?
Negué con la cabeza sutilmente.
_ Prosiga, por favor_ le indiqué.
_ Descubrí hace cosa de ocho meses atrás que Consuelo me era
infiel_ confesó mi cliente con mucha pesadumbre._ Tenía sentido. Eso
justificaba su paulatino cambio de comportamiento hacía mí: más frívola, más
distante, menos comunicativa. Siempre que quería preguntarle al respecto me
disuadía con cualquier pretexto. Volvía sobre lo mismo, pero ella siempre
cambiaba el eje de la conversación. Era muy hábil para eso. Además, había veces
en las que salía a cualquier hora del día por cualquier cosa y volvía unas
horas después más radiante, sonriente, feliz. Y cuando le preguntaba adónde
había ido y con quién había estado, me respondía esquivamente que con Ana. Es
su mejor amiga. Hablé en efecto con Ana y me lo negó. Se mostraba renuente a
decirme algo más referido a Consuelo. Así que, adivinar que ella sabía todo no
fue difícil. Tanto la presioné y le insistí, que me terminó confesando casi de
forma involuntaria que Consuelo me engañaba con alguien desde hacía unos dos
meses atrás. Ése alguien era un viejo amigo nuestro en común, Fabián Barreto, a quien no veía desde hacía
mucho tiempo. Mi mundo quedó hecho cenizas. Días encerrado, desconsolado y
abatido por una traición amorosa por la que no merecía sufrir. Jamás se me
cruzó por la cabeza hacerle algo así a Consuelo. Pero ella me lo hizo a mí sin
importarle nada. ¡Y no entiendo! Estábamos bien. No había motivo para hacer una
cosa así.
<Como le dije antes, estuve mal y con el ánimo por el
piso hasta que reaccioné por un dato que no me cerraba. Ana me dijo que
Consuelo me engañaba desde hacía unos dos meses con Fabián. Pero ella estaba
distante conmigo desde mucho antes. Volví a hablar con Ana y le pedí que me dijera
la verdad sobre el tiempo en que había comenzado a engañarme con Fabián
Barreto. Me contestó nuevamente dos meses. Le dije que eso no era posible, le
expuse mi sensaciones sobre su cambio de actitud para conmigo, pero ella
insistió con lo mismo, de tal manera que me convencí de que me estaba diciendo
la verdad. Así que, si pasaba algo más, debía descubrirlo por mis propios
medios>.
<Un día, aprovechando la ausencia transitoria de Consuelo
en casa, hurgué entre sus cosas impacientemente sin encontrar nada llamativo. Hasta
que justo al punto de rendirme, hallé esto>.
Mi cliente extrajo de su portafolio una pila de cartas
entrelazadas con un piolín. Lo desató, tomó la primera y me la extendió
gentilmente para que yo la leyera por mi cuenta. Después que me hice de su
contenido, quedé tremendamente sorprendido y descolocado. Cisneros no tardó en
advertir mi conmoción al respecto y me preguntó:
_ ¿Y, señor Dortmund? ¿Qué me dice?
_ ¿El resto de las epístolas tienen un contenido similar a
la que acabo de leer?_ re pregunté tratando de recomponer mi estado habitual
gradualmente.
_ Todas lo mismo_ me respondió Raimundo Cisneros con sombría
franqueza.
Por unos cuantos meses (una cantidad inestimable de meses),
la señora Consuelo Irurtia estuvo recibiendo toda una serie de recados anónimos
que la acusaban de haber cometido un asesinato un año y medio antes de su
muerte. Y ésa persona desconocida la
estaba extorsionando con grandes sumas de dinero a cambio de su silencio.
_ ¿Nunca percibió, señor Cisneros, faltante de dinero en su
cuenta de banco?
_ No, porque no teníamos cuenta compartida. Cada uno era amo
y señor de sus propias finanzas_ replicó mi cliente con la mayor sinceridad del
mundo.
_ ¿Qué puede referirme del homicidio por el que su esposa
fuera chantajeada?_ pregunté ávidamente. El caso había dado un giro inesperado
y se había vuelto resueltamente interesante.
_ La víctima fue una pobre mujer de 84 años. Se llamaba
Mabel Ayala.
_ ¿Qué tenía que ver la señora Consuelo Irurtia con la
señora Ayala?
_ Mabel era una mujer sola, que no tenía ni parientes ni
amigos. Pero era una anciana muy querida, simpática y sumamente bondadosa. Y
Consuelo le hacía las compras o le iba a hacer algún trámite con bastante
frecuencia. La noche fatal, la señora
Mabel le pidió a Consuelo si por favor no podía alcanzarle el medicamento para
la presión, que estaba en el botiquín del baño. Ya se había acostado, y con lo
que le costaba levantarse… Así que, Consuelo gustosa se lo llevó junto a un
vaso con agua. Lo tomó, convulsionó y falleció repentinamente, justo delante de
Consuelo. Pobre, quedó muy traumada. Le costó mucho trabajo superarlo. La
Policía requisó la casa, analizó el remedio que mató a Mabel
incomprensiblemente y determinó fehacientemente que la pobre señora Ayala ingirió
una dosis vencida. En una persona más joven, esto no trae graves consecuencias
a la salud. Pero en una persona, como la señora Mabel, con problemas cardíacos,
respiratorios y un sistema inmune deprimido, fue letal. La Justicia catalogó la
muerte como accidental y Consuelo quedó absuelta.
Lo interrumpí antes de que continuara.
_ ¿Estos hechos los conoce por la propia boca de la señora
Irurtia?_ indagué con prudencia.
_ Sí_ repuso el señor Cisneros, fervientemente._ Y la investigación judicial la confirmó. No
tengo ni tendré jamás razones para descreer de la versión de Consuelo. Estaba
muy devastada por lo ocurrido. Realmente, la muerte de Mabel Ayala la afectó
muchísimo.
_ Pero alguien no le cree y la considera una asesina.
_ Ése alguien es un cobarde y un mentiroso_ gimió Raimundo
Cisneros con violencia.
_ ¿Sabe quién puede ser ése alguien? Claramente, le guardaba
un resentimiento inmenso a su esposa.
_ No. Ni me imagino quién puede ser. Todo esto me descoloca
terriblemente.
_ ¿Supone que ésa persona sostiene que su esposa le llevó a
la señora Ayala la dosis vencida intencionalmente?
_ Eso es redundante. Absolutamente que lo creo. Se infiere
solo.
_ Cree entonces, señor Cisneros, que la señora Consuelo
Irurtia dejó de pagar el chantaje y la asesinaron por eso.
_ Exacto. Pero la Justicia se rehúsa a aceptar ésa
hipótesis. La considera descabelladamente delirante.
_ ¡Lo es! No es que desconfíe de usted al respecto. Pero si
la señora Irurtia se hubiera resignado a seguir contribuyendo económicamente a
quien la extorsionaba, este hubiera simplemente sacado a relucir las pruebas
que tenía en contra suya y demostrar que la aparente muerte de la señora Ayala
no fue ningún accidente. Porque si la extorsionaba, debía disponer de pruebas
concluyentes en su contra. Opuestamente,
no se hubiese arriesgado a tanto.
_ ¡Ese imbécil, quien quiera que sea, no tiene nada en
contra de mi mujer!
_ ¡Ah! Comprendo su posición, señor Cisneros. Cree que su
esposa descubrió el engaño y ante el miedo del extorsionador de quedar
expuesto, la asesinó.
_ ¡Eso mismo, inspector Dortmund! Nos estamos empezando a
entender.
_ Endeble. Una posibilidad muy endeble. Pero no descartemos
nada de momento.
Un destello iluminó de golpe el rostro compungido del señor
Raimundo Cisneros.
_ ¿Eso quiere decir que acepta ayudarme?_ inquirió
felizmente emocionado.
_ Acepto investigar los hechos. Soy amante de la verdad, y
por mucho que duela algunas veces, mi afán es descubrirla y revelarla en su
estado más puro. Y la verdad en su estado más pura es verdaderamente hermosa, señor Cisneros. No
sabe cuán hermosa es. Resulta muchas veces, y lo vi en infinidad de casos en
los que me involucré, que la verdad tiende a ser la que psicológicamente
consideramos. Vemos los hechos, los analizamos, los adaptamos a nuestra
conveniencia y damos por sentado algo que quizás sucedió de una manera similar
o completamente distinta a la sugerida. Pero siempre nos encerramos en una sola
idea y esa termina siendo en definitiva nuestra verdad. Nuestra y de nadie más.
Pero no la única verdad y mucho menos, la correcta.
Cisneros no supo qué decir ante tal razonamiento. Sonreí
ligeramente y volví sobre el asunto por el que fui convocado.
_ ¿Le mostró las cartas al fiscal?_ inquirí.
_ Mi abogado me recomendó que no lo hiciera_ respondió
Raimundo Cisneros tajantemente.
_ Sabio consejo le dio. Por el momento, es mejor que la
Justicia ignore su existencia hasta que este caso quedé definitivamente
resuelto. Deben ser conservadas en un lugar seguro. Y ese lugar es aquí. Yo las
ocultaré en mi caja fuerte. Pero nadie debe saberlo, ¿entendió? Nadie. Esto es
muy importante. Porque si no tuvieran ninguna relación con el caso, todos los
esfuerzos para esclarecer el caso serían inútiles.
_ Despreocúpese, inspector Dortmund. Nadie sabe además que
vine a verlo.
_ Muy bien. Hay que apurarse. La fecha para el inicio del
juicio puede ser sorteada en cualquier momento y tenemos que estar preparados
para entonces. Quiero ver la escena del crimen, si usted me lo permite.
_ Lo llevaré yo mismo en persona.
_ Muy atento, señor Cisneros. Pero antes, ¿sería tan amable
de referirme lo sucedido el día de la muerte de la señora Consuelo Irurtia?
_ Es muy fuerte tener que revivir toda la escena de nuevo.
_ Créame que lo comprendo. Pero necesito conocer los hechos
con el mayor detalle y la mayor precisión posibles.
_ Bien. Usted dirá.
_ ¿Qué puede decirme de la morfina que los investigadores
encontraron en el bolsillo de su saco?
_ ¿Qué quiere que le diga? No sé de dónde salió. Fue una
sorpresa para mí. Una desagradable sorpresa.
_ ¿No estaba en la casa?
_ No. No era necesaria. No había razón para tenerla.
_ Comprenderá que esto es un punto importante.
_ ¡Lo sé! Le estoy siendo absolutamente honesto. ¿Qué gano
con mentirle en estas circunstancias? Además, resulta ilógico que siendo yo
zurdo, guardase el frasquito de morfina en el bolsillo opuesto. ¿Para qué iba a
cruzar mi brazo hasta el otro extremo del saco para guardar un insignificante
frasco de morfina?
Apareció el primer punto de interés para mí en el caso. Si
realmente el frasco de morfina fue guardado en el interior del bolsillo
derecho, siendo el señor Cisneros zurdo, resultaba una acción inverosímil tal
como lo manifestara él mismo. Esto
implicaba inexorablemente que el asesino sí era zurdo, lo que resultaba importante
porque el señor Cisneros podía después de todo estar diciendo la verdad sobre
el asesinato de su esposa, la señora Consuelo Irurtia. Pero si él no la mató,
¿quién fue? Y el nombre de Gustavo Irurtia irrumpió en mi mente de forma
estrepitosa y arremetida. El problema se presentaba si él no era zurdo. Sentí
una ligera emoción en el estómago que preferí no revelar a mi cliente. Por el
contrario, mi actitud se mantuvo completamente inalterable.
_ Un dato interesante_ le dije impávido. _ ¿Por qué el señor
Gustavo Irurtia fue de visita el día de la tragedia?
Cisneros exhaló con preocupación.
_ ¿Tenían problemas?_ quise saber con cierto apuro.
_ Consuelo me dijo al
año de casarnos_ explicó Raimundo Cisneros casi de forma obligada_ que Gustavo
y ella se habían separado cuando tenían 9 años. Sus padres se divorciaron y
cada quien se llevó a uno de ellos. La madre a él y el padre a Consuelo. Juicio
de divorcio y de tenencia mediante, la custodia se mantuvo firme por decisión
del juez. Era algo decididamente raro. Por regla general, los hijos se quedan
con uno o con otro, pero no son repartidos equidistantemente de esta forma. Se
imaginará, Dortmund, que esto representó un duro golpe anímico tanto para
Gustavo como para Consuelo. No se vieron por más de quince años hasta que
Consuelo intentó en vano ponerse otra vez en contacto con su hermano. No le
atendía las llamadas y cuando iba a la casa personalmente a verlo, no la
recibía. Fue muy extraño. Consuelo jamás entendió la razón de ésa actitud tan
hostil de Gustavo. Dejó de insistir y se olvidó del asunto. Continuó con su
vida habitual hasta que una tarde inesperadamente recibió un llamado y se quedó
enmudecida cuando escuchó la voz de Gustavo al otro lado de la línea. Su madre
había muerto de causas naturales y le correspondía por ley parte de la
herencia. Y se puso en contacto con ella por tales motivos y no por otros.
Consuelo me dijo que Gustavo jamás le reveló esa tarde fatal por qué la ignoró todas
esas veces por tanto tiempo.
_ ¿Cómo era la actitud de Consuelo? Me refiero, a cuando
usted se enteró de que el visitante que estaba junto a ella era su hermano,
¿cómo notó que estaba la señora Irurtia y cómo reaccionó usted mismo, señor
Cisneros?
Mi cliente me escrudiñó fríamente como si no comprendiera a
dónde pretendía llegar yo. Tampoco era de mi interés que Raimundo Cisneros ni
nadie lo supieran. Cuanto menos información de mis métodos e ideas el resto
tuviera, mucho mejor en beneficio de la propia investigación, que vale
recordar, estaba apenas comenzando.
Apareció para mí lo que consideré como el segundo punto de
interés para el caso: la extraña actitud de Gustavo Irurtia para con Consuelo
Irurtia. ¿Por qué dejó de hablarle, por qué la ignoraba y por qué fue hasta su
casa, en vez de encontrarse en un punto medio, para anunciarle las condiciones
de la herencia? Y más aún, ¿por qué
Gustavo Irurtia no se contactó con la víctima por medio del abogado que los
representaba, que resultaba lo racionalmente correcto? Una ventana de esperanza
empezaba lentamente a abrirse en favor del señor Cisneros. Pero, como digo, y
perdonen que sea excesivamente reiterativo con esto, quedaba todavía mucho
camino por transitar.
_ No respondió a mi inquietud, señor Cisneros_ le recordé vagamente.
_ Al principio_ repuso Raimundo Cisneros volviendo
bruscamente en sí_ lo estudié con entera desconfianza. Pero cuando vi que
parecía un ser inofensivo y que además Consuelo me dirigió una mirada de
absoluto convencimiento y despreocupación, lo saludé cordialmente y los dejé
solos. Fui a mi cuarto, me cambié y volví a reunirme con ellos. Y justo a mi
retorno Consuelo estaba sirviendo el café. Respecto a ella, la vi bien.
Confundida y nerviosa, por supuesto. Dadas las circunstancias, era entendible.
Pero fuera de eso, nada atípico. Nada
que me hiciera pensar en algo más, si a eso se refiere.
Mientras anotaba en mi libreta personal los datos más
relevantes que se desprendían de la declaración del señor Raimundo Cisneros, en
mi mente intentaba paralelamente comenzar a armar el rompecabezas con las
exiguas piezas que tenía a mi disposición. El desafío era perentorio y exigía
un grado de concentración dedicada y plena, que no aceptaba en su menester
dilataciones de cualquier índole. Una equivocación, y el caso estaría perdido.
Y Raimundo Cisneros terminaría incluso pagando por un crimen que
presumiblemente no cometió.
_ ¿Qué impresión le causó el señor Irurtia, señor Cisneros?_
seguí indagando, decididamente.
_ Una sensación de rechazo. Era un tipo que hablaba poco y
nada, muy antisocial. No llegó a tomar el café con nosotros. Se preparó para
irse, saludó así por encima y se retiró. Creo que mi presencia lo incomodó
bastante, aunque no entendería la razón de ello. Consuelo lo vio alejarse y
cuando abandonó la casa, nos sentamos y tomamos el café. Le pregunté al
respecto de la visita, como es natural. Pero sólo me referenció lo de la
herencia y enseguida dijo que prefería que hablásemos de otra cosa, que
necesitaba ocupar su cabeza en algo más. Bebimos cada uno nuestro café y…
Se quebró, pero se repuso prácticamente al instante a fuerza
de su propia voluntad.
_ La vi caer y nunca más despertó. Intenté reanimarla en
vano. Me desesperé. Dudé en si llamar o no a una ambulancia, en si llamar o no
a la Policía, porque temía que me culparan a mí, cosa que ocurrió. En fin, obré
como correspondía. Los médicos certificaron el deceso de Consuelo en la escena,
unos oficiales me interrogaron, dieron aviso al fiscal de turno y ordenó mi
inmediata aprehensión, que el juez de instrucción convalidó en detención unas
horas más tarde de mi arresto. Le conté
esta misma historia a la Justicia, pero no me creen.
Se dejó caer en un sillón y entrelazó sus manos detrás de la
nuca, lo que denotaba un grado de alteración que ya no podía contener. Cuando percibí que el señor Cisneros iba a
colapsar, lo tranquilicé de inmediato.
_ Durante los minutos que estuvo en su cuarto cambiándose,
¿oyó a la señora Consuelo y a su hermano discutir?_ indagué con minuciosidad. .
_ No, en absoluto_ respondió Raimundo Cisneros firmemente
convencido y un poco más calmo.
_ ¿Ni escuchó nada que llamara su atención?
_ Tampoco, inspector Dortmund. Como ve, Gustavo Irurtia tuvo
oportunidad y motivo para matar a mi esposa.
_ ¿Cuál motivo, según usted?
_ La herencia, quizás. Con la otra heredera directa fuera de
juego, todo sería para él. Dinero, terrenos… No sé, todas las posesiones que la
pobre mujer haya hecho certificar valederamente con un escribano antes de
fallecer.
_ O quizás el motivo difiera bastante de su sugerencia. Me
refiero puntualmente a que el señor Gustavo Irurtia tuvo que tener una buena
razón para no hablarle a Consuelo por muchos años. Y tal vez en ese vacío, esté
oculta la clave de todo este asunto.
_ No lo había pensado. No discuto que también es una
alternativa posible.
_ Imagino que su
abogado defensor, señor Cisneros, habrá sido autorizado para revisar el
expediente de la causa, y por ende, habrá accedido a leer la declaración del
señor Gustavo Irurtia sobre lo acontecido el día del asesinato de la señora
Consuelo Irurtia. ¿Qué declaró aquél exactamente al corriente de tal suceso?
_ Negó que la haya visitado por la cuestión de la herencia_
adujo mi cliente, con vehemencia y enojo._ Alegó más bien que se trató de una
visita de carácter familiar e informal. Yo no escuché en ningún momento que
hablasen de la herencia, así que no pude rectificar su declaración. En ese
caso, sería su palabra contra la mía. Y frente a la versión que la Fiscalía
tiene de los hechos en relación a mi persona, yo tendría todas las de perder.
Por eso, creí conveniente omitir el hecho. Y por esa misma causal, tampoco mencioné lo
del chantaje. Sería, como dijo mi abogado, echar más combustible al fuego.
_ Hizo lo correcto. Dígame algo más si es tan amable, señor
Cisneros. ¿Hacía cuánto que conocía a la señora Irurtia?
El semblante de mi cliente se tornó dulce y sosegado.
_ Nos conocimos en el último año de la Secundaria, hace casi
treinta años_ rememoró románticamente._ Tuvimos química desde el primer momento
que entablamos conversación por primera vez, que una cosa y la otra, nos enamoramos,
nos comprometimos y nos casamos.
Su rostro volvió a mutar a una expresión áspera sostenida
por un sentimiento de desolación y angustia que lo embargaban impiedosamente.
_ Jamás imaginé que esto terminaría así. Jamás imaginé su
infidelidad…_ No pudo continuar hablando.
_ Lo comprendo, señor Cisneros. ¿Qué opinión tenía su esposa
respecto de su familia?
_ Óptima, desde luego. Siempre me contó cosas buenas de
ellos. Exceptuando el tema de la herencia y de que la separaron de su hermano y
todo eso que ya sabe, no les guardaba rencor. Idolatraba a sus padres, aunque
sólo se vio con su padre algunas veces.
_ ¿Falleció?
_ Hace once años ya. Murió de tuberculosis. Nunca me comentó
que haya visitado o hablado con su madre, pero eso no implica que no lo haya
hecho. Consuelo era muy reservada respecto a su familia. Y siempre respeté esa
decisión. Y la voy a respetar toda la vida.
_ Interesante. Su
relación con su hermano y el tema de la herencia que dejó su madre al fallecer
es lo único que importa por ahora del núcleo familiar de la señora Consuelo
Irurtia.
_ Y por qué no se
habló con ella. Creo que eso es parte del mismo interrogante.
_ Muy atento, señor
Cisneros. Tiene usted toda la razón. Nos centraremos en esos puntos de momento
en lo que concierne a su familia. El resto dudo que sean datos vitales para la
investigación.
Íbamos a partir para la casa donde ocurrió la tragedia,
cuando recordé de golpe que había omitido hacerle al señor Cisneros una
pregunta que creía fundamental para el caso.
_ Una última cosa, señor Cisneros_ enuncié con importancia._
¿La Fiscalía le tomó testimonio a el señor Barreto y a la señorita Ana?
_ Solamente a la señorita Ruiz. Se llama Ana Ruiz, creo que
entre tanto conmoción, obvié aclarárselo, Dortmund. Perdóneme_ me repuso mi
cliente con modestia y honestidad.
Le hice un ademán con la cabeza aceptando sus disculpas y seguidamente le hice señas para indicarle que
por favor respondiera lo que le había preguntado.
_ Sí, desde luego_ respondió indignado._ Avaló que mi mujer
me era infiel y fue la firma para mi procesamiento. Declaró lo mismo que me
dijo a mí en su momento cuando hablamos del tema.
_ Usted se lo comentó al fiscal, lo que le dio un motivo
para sospechar de usted. O peor aún: confirmar sus especulaciones. Ese detalle,
sumado al hecho del frasco de morfina encontrado en uno de los bolsillos de su
saco que traía puesto y que el veneno le fue suministrado a la señora Consuelo
Irurtia unos diez minutos antes de su muerte según las estimaciones del
forense, son concluyentes para la Justicia. Oportunidad y motivo en un mismo
combo.
_ ¡Tenía que decírselos porque no sé mentir! Y porque tarde
o temprano, quiera o no, iban a averiguarlo de todas formas.
_ Sé que no miente, señor Cisneros. Y el caso además tiene
algunas cosas de interés. Sé todo lo que debo saber. Ahora, vayamos a su casa
donde ocurrió todo, si es tan amable.
Y hasta ahí fuimos, sin mayores demoras.
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