2. La casa de la tragedia
Rumbo a la casa donde el señor Cisneros compartía espacio
hasta hace poco con su esposa, la señora Consuelo Irurtia, Raimundo Cisneros me
refirió que conoció al señor Fabián Barreto también en la Secundaria. Eran muy
amigos y muy unidos. Compartieron muchas horas de estudio y divertimento tanto
en casa de uno como de otro infinidad de veces. Pero la amistad entre ambos se rompió cuando
Fabián Barreto se enteró de la relación amorosa que Consuelo Irurtia mantenía
con su gran amigo, el señor Raimundo Cisneros. No lo soportó y se pelearon, y
nunca más ninguno volvió a saber del otro. ¿La causa de la ruptura? Fabián
Barreto estaba locamente enamorado de Consuelo Irurtia y no soportó la idea de
que ella lo prefiriese al señor Cisneros antes que a él. Cómo, luego de muchos
años, la señora Irurtia volvió a tener contacto con el señor Barreto y se
involucraron sentimentalmente, era un punto que me interesaba por demás
aclarar. Tenía mis reservas al respecto, pero prefería no decir nada.
Finalmente, llegamos a la casa en cuestión. Estaba ubicada
en pleno centro de Ramos Mejía. Tenía un gran frente amplio, un pequeño sendero
que conducía a la puerta principal, y rodeado de un jardín de dimensiones
apropiadas perfectamente cuidado.
La morada en sí era reducida: sólo disponía de una
habitación, una cocina, un comedor, un baño y un cuarto de huéspedes. Pero lo
que más me deslumbró fue su imponente estilo gótico mezclado con unos
ornamentos y unos detalles propios del neoclasicismo. No me cabía la menor duda
que la casa sobresalía por sobre todas las demás del barrio. Estaba situada
sobre un pasaje a dos cuadras y media de la Avenida de Mayo, la principal de la
localidad. Zona tranquila de clase media-alta.
El señor Cisneros me invitó beber algo, pero decliné
amablemente su ofrecimiento fundamentando que no había tiempo que perder.
_ ¿Dónde ocurrió todo, señor Cisneros?_ le pregunté a mi
cliente con cierta urgencia.
Y me señaló un espacio preciso del centro de la cocina. El
ambiente era reducido y estaba adecuadamente amueblado. Una mesada, una
alacena, un horno, una heladera y una mesa en el centro acompañada de dos
sillas enfrentadas, todo de un sutil color beige.
_ A Consuelo la disgustaba el color blanco_ me comentó
Cisneros cuando creyó percibir que yo me había detenido en darle importancia al
color de los muebles.
_ Un sutil capricho femenino_ le repliqué apenas mirándolo
con un esbozo.
No era el color beige ni de la mesa ni de los muebles lo que
había llamado mi atención, sino una
cortina que estaba situada justo al final de la alacena.
_ ¿Cuál es su propósito?_ le pregunté con mucha curiosidad
al señor Cisneros, señalándola.
_ Teníamos pensado con Consuelo instalar ahí un mueble más
para guardar vajilla y esas cosas, para organizarnos un poco mejor en un
espacio tan reducido como este_ respondió Raimundo Cisneros sin percatar el
interés que yo tenía en conocer su respuesta.
Yo estaba estupefacto y no le quitaba los ojos de encima.
Cisneros me contemplaba sin comprenderme demasiado. Dirigí mis pasos hacia el rincón donde se
hallaba dicha cortina, la examiné cuidadosamente, me coloqué del otro lado y la
estudié desde adentro.
_ Señor Cisneros_ le dije a mi cliente._ ¿Puede verme?
_ No_ me contestó confundido. Y reaccionando súbitamente, me
objetó: ¿Sugiere que alguien estaba allí escondido el día del asesinato sin que
ninguno nos diéramos cuenta?
_ Es posible_ dije con una sonrisa misteriosa._ Aunque no
pongo en duda que, si esta hipótesis es correcta, el intruso ya no estaba
cuando usted regresó de trabajar, señor Cisneros.
_ ¿Pero, por dónde escaparía sin ser visto?
_ Por el mismo sitio por el que ingresó_ y señalé una
ventana lo suficientemente grande que daba a la otra calle. Me acerqué a ella
sin vacilar y la revisé desde todos los ángulos permitidos, tanto por dentro
como por fuera sin advertir aún nada fuera de lo habitual.
_ Una persona de contextura física como la suya o como la
mía, señor Cisneros, quepa por aquí sin mayores dificultades. Y corre con la ventaja además de que no hay
obstáculos que esquivar, por lo que salir o entrar sin ser escuchado es
perfectamente posible_ concluí irremediablemente.
Mi cliente se mostraba absolutamente atónito. Y no era para
menos. Notaba que por dentro experimentaba una sensación difícil de explicar
con palabras. Esto podía significar su inocencia. Pero no era algo definitivo
todavía.
_ ¿Recuerda si esta ventana estaba abierta o cerrada el día
del asesinato?_ pregunté.
_ Estaba cerrada, creo,
porque no sentí frío. Y ése día hacía 6 grados y un viento muy fuerte.
_ Excelente observación, señor Cisneros_ lo elogié._ ¿Y
recuerda si la traba estaba puesta o no?
_ No. Pero debía estar puesta, porque dudo solemnemente de
que haya habido alguna razón para que mi esposa abriese la ventana con frío.
_ Es una suposición lógica. Pero lo cierto es que no lo sabe
a ciencia cierta. Los hechos son los hechos, señor Cisneros. Y hay que
ajustarse a ellos.
Vacilé unos instantes y proseguí.
_ Cuando usted se retiró a la habitación, ¿pasó por al lado
del señor Gustavo Irurtia?
_ Naturalmente que sí. Él estaba del lado que estoy yo y mi
esposa enfrente, del otro lado de la mesa.
_ ¿Pasó por su derecha o por su izquierda?
_ Pasé por su derecha…
_ Que sería su izquierda. Tenía ésa pequeña duda.
Cisneros me observó extrañado. Una idea estaba tomando forma
de a poco en mi cabeza, pero todavía era muy prematuro para darla a conocer.
_ Necesito, señor Cisneros, que me responda algo muy
sinceramente_ le dije.
_ Usted dirá, inspector Dortmund.
_ ¿Qué hace con su saco cuando llega del trabajo?
_ Bueno. Entro, me lo quito, lo dejo en el living, me cambio
y luego más tarde, lo tomo, lo plancho si es necesario y lo dejo preparado para
el día siguiente en mi dormitorio.
_ ¿El día del homicidio también hizo el mismo ritual?
Raimundo Cisneros reaccionó de forma algo incomprensible,
como si todavía no entendiera del todo cuál era mi punto.
_ No. Lo tenía en la mano cuando entré y vi a Consuelo en
compañía de Gustavo. Y me lo llevé para el cuarto.
_ Pero sí el día anterior.
_ Sí, como los otros días. Menos unos tres días antes del
crimen, que aprovechando mi franco, lo llevé a una tintorería que hay acá a
cinco cuadras para que me lo dejaran en condiciones.
_ Y usted usa el bolsillo izquierdo porque es zurdo, vale la
redundancia. Por una cuestión de comodidad, vale aclarar. A los zurdos les
cuesta un poco más encontrar las cosas del bolsillo derecho con la mano derecha. Revuelve comúnmente un
poco más hasta que halla el objeto deseado.
_ En mi caso, sí. Pero aparte porque no llevo más que dos
pavadas. No entiendo adónde pretende llegar con todo esto.
_ ¡A la morfina, señor Cisneros! Ahora sé cómo se la
colocaron y cuándo.
Y me fui corriendo.
_ ¡Pero, oiga, dígame…!_ me gritó eufórico mi cliente desde
el interior de la morada.
_ ¡No se preocupe!_ le añadí desde la entrada._ ¡Toda la
verdad le será revelada a su debido tiempo! ¡Sé todo lo que necesito saber! ¡Lo
llamaré!_ y arribé un taxi.
El señor Raimundo Cisneros imagino se habrá quedado
altamente intrigado por mis respuestas y mi comportamiento. No lo juzgo por
eso.
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