7. El chantajista
El señor Cisneros pasó noches enteras en vela desde que me
asignó el caso. No lo contacté jamás para ponerlo al tanto de mis avances por
una cuestión de preservar la investigación, hasta que cierta vez me enteré que
cometió un error que pudo arruinar todo y condenarlo ineludiblemente. Entonces,
me puse severo con él. Fue una fortuna que pudiera salvarlo de tan grave equivocación
que pudo costarle a él la vida y a mí el caso.
Raimundo Cisneros recibió una llamada que lo dejó helado.
Era una voz distorsionada pero que admitía disponer de cierta información de la
que el señor Cisneros no iba a resistir apoderarse.
_ Conozco lo que pasó con su esposa_ le dijo la extraña voz
por teléfono en tono impasible._ Y sé quién es el extorsionador. Sé
perfectamente quién le envió esas cartas.
Cisneros al principio se mostró renuente a aceptar la
validez de ésa llamada. Pero en cuanto avanzo un poco más, se cercioró de su
incuestionable veracidad.
_ ¿Por qué no llamó antes?_ le preguntó el señor Cisneros al
desconocido una vez convencido.
_ Tuve mis propios motivos. Pero acá estoy. Y sé dónde y
cuándo puede encontrarlo.
No obstante, Raimundo Cisneros sospechaba en el fondo que quien
lo estaba contactando era justamente el propio chantajista y que trataba de tenderle una trampa. Pero preguntárselo directamente era
arriesgado. Por ende, decidió seguir el curso de la conversación como hasta
entonces.
_ Dígame. Soy todo oídos_ exclamó Cisneros ávidamente
impaciente.
_ Sáqueme de una duda, primero_ dijo el desconocido con voz
pausada y temeraria, y una respiración agitada y pronunciada.
_ ¿Me va a pedir plata a cambio de revelarme la identidad
del chantajista?
_ No es eso, señor Cisneros. Mis servicios son sin fines de
lucro. Mi mayor gratitud es la satisfacción de ayudar a personas como usted.
_ ¿Entonces?
_ No se apresure, señor Cisneros.
_ ¿Cómo supo de mí?
_ Por los medios. La información salió en todos lados. No me
va a negar que lo desconocía.
_ Quería estar seguro, nada más.
_ Es usted muy inquisitivo, amigo mío.
_ Vaya al grano, por favor. ¿Qué es lo que quiere que le
diga?
_ ¿Está dispuesto a matar al chantajista de su esposa?
Raimundo Cisneros no titubeó al responder.
_ Sí.
La frivolidad con la que respondió le hacía poner la piel de
gallina a cualquiera.
_ Él hizo muchas cosas malas, ¿sabe señor Cisneros? Su
chantajista es un hombre muy malo. Su esposa fue una víctima más de quién sabe
cuántas en total. Hombres, mujeres, le
da igual. No tiene preferencias. Donde ve dinero fácil y una presa vulnerable,
ahí se mete.
Y le enumeró una serie de fraudes y chantajes
presumiblemente promovidos y ejecutados por esta persona hasta ahora de
identidad reservada. Podían ser parcial
o completamente falsos. Eso era difícil saberlo aún.
_ ¿Cómo supo de él?_ indagó el señor Cisneros,
indiferentemente.
_ Eso no importa ahora. Importa que usted está dispuesto a
matarlo_ ratificó el desconocido, fríamente.
_ Usted dirá.
_ Está en una casa alejada por completo de la ciudad y de
toda aglomeración urbana lindante. Escondida en la maceta grande que está justo
a la derecha de la puerta de entrada está la pistola. La puerta está sin llave.
Entra, dispara y asunto terminado. Después, simplemente se retira y se olvida
de todo. Yo me encargo de borrar todas las evidencias que pudiera haber. Se lo
dejaré listo para usted.
_ ¿Cómo puedo confiar en usted?
_ Ya le dije que no sea inquisitivo, señor Cisneros. Anote
la dirección.
_ ¿Quién es?
_ Lo va a saber cuando le vea la cara en un rato cuando haga
su trabajo.
Y la comunicación se cortó abruptamente. Toda esa
conversación con el desconocido y todo lo que le refirió y demás le resultó al
señor Raimundo Cisneros demasiado dudoso. Pero igualmente, empujado por su ego
y por su deseo de venganza, se preparó y se fue sin perder tiempo a cumplir con
la encomienda.
La casa en cuestión estaba en las afueras de Lobo, emplazada
en medio de un campo abundante de vegetaciones de toda clase. El señor Cisneros se acercó con sigilo y
cuando se aproximó a unos escasos centímetros de la puerta de entrada,
manteniendo la distancia, rodeó la casa audazmente estudiando los movimientos y
la situación suscitada en el interior de la misma. No estaba habitada.
Solamente logró vislumbrar un cuerpo macizo sentado en una silla ubicada en el
centro del living, de espalda hacia la puerta de entrada, cuyo rostro no
consiguió percibir bien por la tenue iluminación del lugar y la proyección de
sombras que se refractaban en consecuencia, que hacían imposible distinguir
cualquier rasgo facial o corporal.
Al cerciorarse bien de la situación y del contexto, el señor
Cisneros se dio cuenta que cumplir con lo pactado era demasiado fácil. Eso era
lo más llamativo de todo: la facilidad. Todo perfectamente dispuesto, como si
fuese un montaje o un escenario decorado para representar una obra de teatro. Sin
embargo, Raimundo Cisneros ignoró los detalles cegado por un sentimiento
iracundo y rencoroso, y procedió conforme a lo establecido. Localizó la maceta
correcta, tomó la pistola, la empuñó y entró a la casa caminando en puntas de
pie y procurando hacer el menor ruido posible. Se acercó al objetivo con mucho
sigilo por detrás, apoyó el arma en la parte posterior del cráneo y disparó sin
que le temblara el pulso.
Antes de revelar la identidad del chantajista, el señor
Raimundo Cisneros buscó y encontró la perilla que encendía la luz del living,
pero al presionarla, el ambiente continuaba en penumbras. Por eso, se dirigió
rápidamente la cocina, tanteó entre los muebles y halló una linterna. La probó
y encendió. Su poder de iluminación era sumamente potente. Corrió hacia el
cuerpo y le irradió la cara apuntándole con la linterna de lleno en el rostro.
Cuando lo vio, un su corazón dio un vuelco estrepitoso y su alma sucumbió al
menor estremecimiento experimentado. Se
le aflojaron los brazos y la linterna cayó al piso violentamente. El desconocido era Gustavo Irurtia, el
hermano de la señora Consuelo. Y lo que fue peor y le añadió más dramatismo
a la tragedia, era que ya estaba muerto
desde antes. Sostenía entre sus dedos de la mano izquierda una pistola y
tenía un orificio de entrada en la sien izquierda.
Estaba paralizado y los nervios que tenía encima no lo
dejaban pensar con claridad. El señor Cisneros intuyó la trampa, pero aun así,
se arriesgó y mordió el anzuelo. Y esa mala decisión lo adentró en un problema
mucho más serio.
En esos momentos, acudió a la única persona que era capaz de
ayudarlo: yo. Cuando me confesó lo
sucedido por teléfono, no podía creerlo. Me enojé terriblemente con él y le
proferí un sinfín de argumentos que justificaban desde mi posición su mal
accionar. Después de machacarle los oídos con los debidos reclamos, le pedí que
no se moviera de donde estaba y salí corriendo para allá. Cuando llegué,
Raimundo Cisneros todavía estaba terriblemente exaltado. Lo controlé como pude
y observé el cadáver. Hice una inspección rápida y confirmé que el señor
Gustavo Irurtia efectivamente se había suicidado. No tenía dudas al respecto.
_ ¿Cree que fue él mismo el que me llamó?_ me preguntó el
señor Cisneros, bastante nervioso y desvariado.
_ No_ le dije cortante y autoritario._ Puedo afirmarle que
el señor Irurtia no fue quien lo llamó y que tampoco era el chantajista.
_ ¿Entonces, quien me llamó era el chantajista? ¿Me está
diciendo eso?
_ Sí, casi seguro que sí. Ni un imbécil hubiese sido capaz
de caer en semejante treta tan vulgar.
_ ¿Qué hago para remediar…?
_ Váyase y llévese la pistola que usó para disparar. Y
Procure ocultarle muy bien.
Raimundo Cisneros me obedeció sin reparos y cuando abandonó
el sitio definitivamente, limpié toda evidencia de que el señor Cisneros estuvo
allí y dejé solamente las propias del suicidio, sin alterarlas en absoluto. Di
aviso a las autoridades y pude disuadir levemente al juez para que avalara la
teoría del suicidio y evitara plantear otras hipótesis. La autopsia lo confirmó
y la instrucción me enteré tiempo después que se cerró a las pocas semanas.
Después de mi pequeña charla con el juez de Instrucción,
tuve una más severa con el señor Cisneros, donde le reproché inflexiblemente su
accionar y lo puse al tanto de lo que hice para salvarle el pellejo. No le alcanzaban las palabras para
agradecerme, pero soy un hombre que no se deja sobornar con alabanzas y
adulaciones de ninguna clase.
Lo positivo de esta situación fue que por fin pude colocarle
al rompecabezas la pieza final que me faltaba para completarlo. Señores, es
hora de revelar la verdad.
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